Melodie Crookshank miraba hipnotizada la imagen tridimensional de la partícula Venus en la pantalla del microscopio electrónico de barrido. Pese a sus sesenta y cinco millones de años de antigüedad, presentaba un aspecto tan inmaculado que parecía creada hacía dos días. La imagen, mucho más nítida que la que se obtendría con cualquier microscopio convencional, mostraba la partícula con gran detalle: una esfera perfecta con un tubo cuya punta ostentaba un travesaño, como si fuera el palo de un velero. El travesaño tenía estructuras complejas en las puntas, agrupaciones de túbulos que recordaban las semillas de un diente de león.
El análisis por difracción de rayos X confirmó sus sospechas de que la esfera de carbono era lo que los científicos llamaban un fullereno o buckyball, una cáscara vacía de átomos de carbono de doble enlace dispuestos como una de las cúpulas geodésicas de Buckminster Fuller. Se trataba de un descubrimiento reciente, escasísimo en su forma natural. Normalmente eran pequeños, pero aquel era enorme. La principal característica de los buckyballs era su indestructibilidad. Su contenido estaba protegido al cien por cien. Solo las enzimas más potentes podían penetrar la cáscara, previa y cuidadosa manipulación en el laboratorio.
Que era precisamente lo que había hecho Melodie.
En el interior de la esfera había encontrado una mezcla sorprendente de minerales, entre ellos una forma rara de plagioclase, Na0,5Ca0,5Si3AlO8 con presencia de titanio, cobre, plata e iones de metal alcalino. Esencialmente era una mezcla compleja de cerámica contaminada, óxidos metálicos y silicatos. El tubo que salía ortogonalmente de la esfera parecía consistir en un nanotubo gigante de carbono con un travesaño del que pendían cúmulos laterales consistentes en una mezcla de compuestos cerámicos y óxidos metálicos.
Qué raro…
Abrió un Dr. Pepper del tiempo y bebió concentrada en sus pensamientos. Desde que se habían llevado el cadáver del doctor Corvus, no se oía ni una mosca. Tanta quietud no era normal ni siquiera en domingo. Estaba claro que la gente prefería no acercarse. Otro recordatorio de los pocos amigos que tenía en el museo. No la había llamado nadie para saber cómo estaba, ni para invitarla a comer o a tomar algo para que se animase. En parte era culpa suya, por quedarse en el sótano como una monja secuestrada, pero también estaba relacionado con su insignificancia en el escalafón y con el aura de fracaso que la acompañaba, la de pobre doctora que llevaba cinco años mandando currículos.
Pues faltaba poco para que cambiaran las cosas.
Abrió algunas de las imágenes anteriores de la partícula que había guardado en CD-ROM para buscar más pruebas en apoyo de la teoría que había estado formándose en su cabeza. Había observado que las partículas Venus se concentraban sobre todo en los núcleos celulares. Al examinar una de las imágenes que había tomado para Corvus, vio algo significativo: muchas células con presencia de partículas tenían forma alargada. No solo eso, sino que muchas de las partículas parecían habitar pares de células contiguas. Eran dos observaciones directamente relacionadas. Las conectó enseguida, y al hacerlo sintió un hormigueo en la nuca. Parecía mentira que no se hubiera fijado antes. Casi siempre estaban dentro de células en proceso de mitosis; las partículas Venus, por decirlo de otro modo, habían infectado las células del dinosaurio, y el resultado era, ni más ni menos, el desencadenamiento de la división celular. Muchos virus modernos funcionaban igual. Era su manera de matar al organismo receptor, mediante un cáncer de causas víricas.
En 1925, el paleontólogo Henry Fairfield Osborn, miembro del mismo museo que Melodie, fue el primero en elaborar la hipótesis de que la extinción masiva de los dinosaurios se debió a una epidemia propagada por todos los continentes, a la manera de la Peste Negra. En su libro The Dinosaur Heresies, Robert Bakker había profundizado en la hipótesis de Osborn formulando la teoría de que la extinción masiva podía explicarse por brotes de microbios de otro origen que habían hecho estragos entre los dinosaurios. La causa de la llegada de esos microbios era la unión de Asia y América del Norte. La mezcla de especies había provocado la propagación de nuevos gérmenes. El libro de Bakker se había publicado hacía casi veinte años, pero sus ideas se habían ido hundiendo poco a poco en el olvido en proporción inversa a la aceptación de la teoría del impacto del asteroide.
Pero ahora parecía que la razón, en cierto modo, la tenía Bakker.
Los dinosaurios habían muerto a causa de una epidemia, concluyó Melodie —ahí estaba el microbio culpable, ante sus ojos—, pero la causa de esta última no era la unión gradual de continentes, sino el propio impacto del asteroide, cuya caída había provocado incendios, oscuridad, hambruna y pérdida catastrófica de hábitats en todo el planeta. Los cálculos demostraban que a partir del impacto la Tierra se había visto sumida durante meses en una noche perpetua, con un aire tan cargado de polvo y de hollín que era imposible respirarlo, y una lluvia tan ácida que disolvía hasta las piedras. El impacto del asteroide había creado las condiciones perfectas para la propagación de epidemias a gran escala entre los supervivientes, que se movían por un paisaje lleno de animales muertos o moribundos, y estaban ellos mismos famélicos, quemados, heridos y con el sistema inmunitario gravemente deteriorado. En tales condiciones, una epidemia devastadora, más que posible, era inevitable. El asteroide había matado a la mayoría de los dinosaurios. Del resto habían dado buena cuenta las epidemias subsiguientes.
Sin embargo, la teoría tenía otro giro importantísimo, un giro tan extravagante que Melodie aún no había decidido si podía publicarse o si era el fruto de cincuenta horas sin dormir. El giro era el siguiente: la partícula Venus no parecía una forma de vida terrestre, sino… eso, extraterrestre.
Quizá, sólo quizá, la partícula Venus hubiera llegado con el asteroide.