A cada paso, Tom sentía el intenso calor de la arena a través de las suelas de sus zapatos de piel italianos. Ya hacía tiempo que se le habían abierto las ampollas, y cada paso estregaba las llagas. Sin embargo, tenía la impresión de que el dolor disminuía en proporción inversa a la sed. Ya habían pasado por varias «tinajas», agujeros en la roca que solían contener agua. Todas secas.
Se paró a la sombra estrecha de una roca colgante.
—¿Un descansito?
—¡Sí, por favor!
Se sentaron intentando aprovechar al máximo la sombra. Tom cogió la mano de Sally.
—¿Cómo estás?
Ella sacudió ligeramente la cabeza, esparciendo un poco su melena.
—Yo bien, Tom. ¿Y tú?
—Sobreviviendo.
Sally sonrió un poco, acariciando la seda de los pantalones del traje de «señor Kim».
—¿Qué, funcionó?
—¿Cómo pude dejarte sola?
—No te fustigues más, Tom.
—¿Tienes alguna idea de quién es el que te secuestró?
—Sí, me lo contó para fardar. Le paga un conservador de un museo del este. No es que sea muy culto, pero de tonto no tiene un pelo.
Sally apoyó la espalda en la roca y cerró los ojos.
—O sea, que mató a Weathers para quedarse el cuaderno y luego fue a por ti. Y a mí no se me ocurre nada más que hacer un viaje a Tucson. Lo siento…
Sally le puso una mano en el hombro.
—Ya me pedirás perdón cuando salgamos de aquí. —Después de un silencio, preguntó—: ¿Tú crees que lo hemos despistado totalmente?
Tom no contestó.
—Aún te preocupa, ¿verdad?
Asintió con la cabeza, contemplando el cañón.
—No me gusta que haya desaparecido tan de golpe. Es lo mismo que pasó en el pueblo abandonado.
—Pues será lo que has dicho, que se ha equivocado de camino al seguirnos.
—Sabe que si no nos mata está perdido. No está mal como incentivo.
Sally asintió con la cabeza.
—Sí, no es de los que renuncian fácilmente.
Apoyó la cabeza en la roca y cerró los ojos.
—Subiré otra vez a mirar.
Tom trepó por una cuesta de piedras sueltas que lo llevó a una pequeña meseta desde la que se veía el camino por donde habían venido, pero lo único que vio fue un páramo de piedra inhabitado. Aún les faltaban treinta kilómetros para llegar al río, pero solo tenía una vaga noción de dónde estaban en ese momento. Masculló una palabrota, lamentando no llevar un mapa encima; era la primera vez que se adentraba tanto en las mesas, e ignoraba por completo qué había entre ellos y el río.
Volvió a bajar y miró a Sally durante un momento, antes de tocarla. Ella abrió los ojos.
—Habría que ir tirando —dijo Tom.
Cogió las manos de Sally que gimió al levantarse. Justo cuando estaban a punto de echar a andar, una especie de trueno vibró en el desierto, provocando extraños ecos entre los cañones.
Miró el cielo.
—Qué curioso. No hay ni una nube…