El teniente Willer estaba en la puerta de la Sala de Debates, viendo salir el sol por las colinas que dominaban el río. De la iglesia, a sus espaldas, llegaban ecos de cánticos que se elevaban y descendían en el aire del desierto.
Willer tiró al suelo la colilla del penúltimo cigarrillo, la pisó, carraspeó y escupió girando la cabeza. Ford seguía sin aparecer, y de Broadbent no había ni rastro. Hernández estaba en el coche patrulla, haciendo la última llamada. En Santa Fe ya tenían preparado un helicóptero en el helipuerto de la policía. Había llegado de Albuquerque, y estaba listo para despegar, pero el espacio aéreo seguía cerrado y no se sabía cuándo pensaban reabrirlo.
Vio que Hernández bajaba del coche patrulla. Oyó un portazo. Minutos después el ayudante apareció al final de la cuesta, jadeando, y al ver que Willer lo miraba negó con la cabeza.
—Nada.
—¿Alguna noticia de Broadbent o del vehículo?
—No. Es como si se hubiera evaporado.
Willer dijo una palabrota.
—Aquí no hacemos nada. Vamos a buscar por las pistas del Servicio Forestal que salen de la 84.
—Vale.
Miró la iglesia por última vez. ¡Qué manera de perder el tiempo! Cuando Ford volviera, arrastraría de los pelos al supuesto monje hasta la ciudad y se enteraría de qué había estado haciendo por las mesas. Y cuando apareciese Broadbent… se daría el gusto de ver si al veterinario forrado le gustaba compartir una celda subterránea con un adicto al crack y comiendo frankfurts.
Bajó por el camino haciendo ruido con la porra y las esposas, seguido por Hernández. Primero desayunarían unos burritos y varios litros de café en Bode’s. Y un cartón de Marlboro. Odiaba quedarse sin tabaco.
Cogió el tirador de la puerta del coche patrulla. Cuando estaba a punto de abrirla, llegó a sus oídos un zumbido rítmico. Miró hacia arriba y vio aparecer un punto negro en el cielo.
—Oye —le dijo Hernández, aguzando la vista—, ¿eso no es un helicóptero?
—Fijo.
—No hace ni cinco minutos me han dicho que aún estaba por salir.
—Idiotas.
Willer sacó el último cigarrillo y lo encendió. Freddie, el piloto, nunca salía sin un par de paquetes.
—Pues venga, que empiece el espectáculo.
Su frustración se evaporó al ver acercarse el helicóptero. Ahora sí que aguarían la fiesta a todos esos gilipollas. El desierto era enorme, pero Willer estaba casi seguro de que todo se concentraba en el Laberinto, primer sitio que sobrevolarían con el helicóptero.
El punto negro empezaba a tomar la forma de algo más grande. Willer se lo quedó mirando, alucinado. No era un helicóptero de la policía, al menos no de los que él conocía. Era negro y mucho más grande, con una especie de flotador en cada lado. De repente, se dio cuenta de lo que pasaba y se le cayó el alma a los pies. La clausura del espacio aéreo, el helicóptero… Se giró hacia Hernández.
—¿Estás pensando lo mismo que yo?
—El FBI.
—Exacto.
Murmuró una palabrota. Típico del FBI: no decir nada, dejar que las fuerzas locales del orden dieran palos de ciego y llegar justo a tiempo para la redada y la rueda de prensa.
El helicóptero se ladeó un poco al acercarse y redujo su velocidad para colocarse encima del aparcamiento, buscando un sitio donde aterrizar. Al inclinarse la cola levantó una tormenta de polvo con las hélices. Antes de que estas pararan de girar, se abrió la puerta lateral y bajó un hombre con uniforme del desierto, carabina M4 y mochila.
—¿Qué coño es esto? —dijo Willer.
Bajaron otros nueve soldados, muchos de ellos con instrumental electrónico y de comunicaciones. El último en saltar fue un hombre alto y delgado que iba en chándal, tenía el pelo negro y la cara huesuda. Ocho de los diez soldados se fueron por el camino de la iglesia, corriendo en fila. Los otros dos se quedaron con el hombre del chándal.
Willer se acabó el cigarrillo, lo aplastó en el suelo y expulsó el humo, esperando. Ni siquiera eran del FBI, al menos que él supiera.
El hombre del chándal se acercó tranquilamente y se le plantó delante.
—¿Podría identificarse, agente? —dijo con un tono neutral de autoridad.
Willer dejó pasar unos segundos.
—Teniente Willer, de la policía de Santa Fe. Mi acompañante es el sargento Hernández.
No se movió.
—¿Me harían el favor de apartarse del coche?
Willer volvió a remolonear un poco antes de decir:
—Si tiene una placa es el momento de enseñarla.
Los ojos del hombre del chándal hicieron una señal casi imperceptible a uno de los soldados, que se adelantó. Era un tío atlético, joven, con el pelo muy corto y la cara pintada, henchido de sentido del deber. Willer ya había visto gente así en el ejército y no le gustaban.
—Apártese del vehículo, por favor —dijo el soldado.
—¿Y tú quién coño eres para decírmelo? —Willer no pensaba dejarse atropellar, al menos sin haber visto una placa—. Soy detective de homicidios en la policía de Santa Fe y estoy aquí de servicio, con una orden judicial, persiguiendo a un fugitivo. ¿Se puede saber quién les ha dado jurisdicción?
El hombre del chándal respondió sin alterarse.
—Me llamo Masago y pertenezco a la Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos. Esta zona ha sido declarada zona de operaciones especiales y está cerrada por emergencia militar. Estos hombres forman parte de un comando mixto Delta Forcé cuya misión está relacionada con la seguridad nacional. Se lo advierto por última vez: apártese del vehículo.
—Mientras no haya visto…
Unos segundos después, Willer se encontró encogido en el suelo, intentando aspirar desesperadamente un poco de aire mientras el soldado le quitaba con destreza su arma de servicio. Por fin consiguió inhalar una bocanada de aire. Se puso boca abajo y logró apoyarse en las manos y las rodillas, tosiendo, escupiendo y tratando de no vomitar, mientras los músculos de su estómago se contraían como si se hubiera tragado una liebre. Una vez recuperado, se levantó.
Hernández seguía en el mismo sitio de antes, aturdido. También le habían quitado la pistola.
Willer se quedó de piedra al ver que uno de los soldados subía al coche patrulla —el suyo— con un destornillador, y que salía con la radio en una mano, con los cables colgando, y las llaves en la otra.
—Entregue su radio portátil, agente —ordenó el hombre del chándal.
Tras otra bocanada de aire, Willer se desabrochó la correa y entregó el aparato.
—Despréndase de la porra, las esposas, el spray de autodefensa y todas las armas y aparatos de comunicación que lleve encima. Ah, y las otras llaves del coche, si las tiene.
Obedeció. Vio que a Hernández le obligaban a lo mismo.
—Ahora iremos a la iglesia. Usted y el agente Hernández primero.
Willer y Hernández subieron por el camino. Al pasar junto a la puerta de la Sala de Debates, Willer vio el ordenador portátil tirado en el polvo, destrozado. Al lado había una antena parabólica rota, con los cables sueltos. Vio fugazmente que dentro había soldados instalando aparatos electrónicos. Otro, en el tejado, se dedicaba a montar una parabólica mucho más grande.
Entraron en la iglesia. Ya no cantaba nadie. El silencio era total. Todos los monjes estaban apiñados en un rincón, vigilados por dos integrantes del comando. Uno de los soldados hizo señas a Willer y Hernández de que se incorporaran al grupo.
El hombre del chándal se acercó a los monjes, que no permanecían en silencio.
—Soy el señor Masago, de la Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos. Estamos realizando una operación especial en esta zona. Por su seguridad, deberán permanecer en esta sala, sin comunicarse con el mundo exterior, hasta que todo haya terminado. Tendrán dos soldados a su disposición para lo que precisen. La operación durará entre doce y veinticuatro horas. Aquí tienen todo lo que necesitan: cuarto de baño, una cocina pequeña y comida en la nevera. Les pido disculpas por las molestias.
Miró a Willer, y le señaló con la cabeza una habitación anexa. Willer fue tras él. El hombre del chándal cerró la puerta, se giró y dijo con calma:
—Y ahora, teniente, explíqueme por qué está aquí y quién es el fugitivo.