Melodie Crookshank caminaba hacia el este por la calle Setenta y nueve. Delante, la mole del museo lanzaba al alba los focos del último piso. No había podido conciliar el sueño. Se había pasado casi toda la noche paseando arriba y abajo por un tramo muy concurrido de Broadway sin poder controlar sus pensamientos. Hizo un alto para comer una hamburguesa en un local de los que no cierran en toda la noche, cerca de Times Square, y otro para tomar un té en un bar próximo al Lincoln Center. Había sido una noche muy larga.
Al subir por la rampa de servicio que llevaba a la entrada de empleados, miró su reloj. Las ocho menos cuarto. Se había pasado tantas noches en blanco escribiendo la tesis, que estaba bastante acostumbrada, aunque esta vez la sensación era distinta. Más que estar lúcida, pensaba con una claridad excepcional. Pulsó el timbre de la puerta de noche y pasó la tarjeta del museo por el lector.
Tras cruzar la rotonda central, pasó por varias salas majestuosas donde se exponían las colecciones. Siempre la emocionaba caminar por la mañana, muy temprano, por el museo vacío, antes de que llegara nadie, cuando todas las vitrinas estaban sumidas en la oscuridad y el silencio, y lo único que se oía era el eco de sus tacones en el suelo de mármol.
Cogió el atajo de siempre por el departamento de educación. Al llegar al ascensor, lo llamó con la tarjeta, esperó el traqueteo de bajada y usó la llave por segunda vez para ir al sótano.
Las puertas se abrieron y Melodie salió a uno de los pasillos del sótano. Las entrañas del museo, frías, silenciosas e inmutables como cuevas, siempre le ponían los pelos de punta. El aire estaba poco ventilado, y flotaba cierto olor incorregible a carne pasada.
En su rápido avance hacia el laboratorio de mineralogía, pasó junto a las puertas de los almacenes de fósiles: Dinosaurios del Triásico, Dinosaurios del Jurásico, Cretácico, Mamíferos del Oligoceno, Mamíferos del Eoceno… Era como un paseo por la evolución. Al volver la siguiente esquina entró en el pasillo de los laboratorios, con puertas de acero reluciente que daban acceso a los laboratorios de mamíferos, hepatología, entomología… Cuando llegó a la puerta donde ponía Mineralogía, insertó la llave, empujó la puerta y buscó el interruptor a tientas. Los fluorescentes se encendieron con un parpadeo.
Se quedó en la puerta. A través de las estanterías de especímenes vio que Corvus se le había adelantado. Estaba dormido delante del Stereozoom y tenía el maletín al lado. ¿Qué hacía en el laboratorio? Nada más preguntárselo supo la respuesta: había ido muy temprano a verificar personalmente el trabajo de Melodie. Ni más ni menos que un domingo por la mañana.
Carraspeó y se decidió a entrar. Corvus no se movió.
—¿Doctor Corvus?
El paso de Melodie se volvió más confiado. El conservador se había dormido encima de la mesa, con la cabeza apoyada en el brazo. Se acercó de puntillas. Había estado examinando un espécimen con el Stereozoom. Un trilobite.
—¿Doctor Corvus?
Melodie se acercó a la mesa. Al ver que Corvus seguía sin moverse, empezó a inquietarse. ¿Y si le había dado un infarto? No, tan joven era un poco difícil.
—¿Doctor Corvus? —repitió con un hilo de voz, lo máximo que le salió.
Fue al otro lado de la mesa, se inclinó para verle la cara, dio un respingo y se tapó la boca para no gritar.
Los ojos del conservador estaban muy abiertos y vidriosos.
Pues sí, sí que le había dado un infarto. Melodie retrocedió otro paso. Sabía que tenía que buscarle el pulso o hacer algo, pero la idea de tocarlo la repelía. Con esos ojos… Solo podía estar muerto. Se alejó otro paso y estiró el brazo para coger el teléfono del museo, pero se quedó con el auricular en la mano.
Aquello no acababa de cuadrarle. Miró atentamente al conservador muerto. Estaba encorvado sobre el microscopio, con el brazo doblado y la cabeza encima, como si la hubiera apoyado para descansar y se hubiera quedado dormido. Todo era tan raro que le dio escalofríos. De repente recordó que Corvus estaba examinando un trilobite.
Cogió el fósil para echarle un vistazo. Un trilobite normal y corriente del Cenozoico, de los que vendían en cualquier tienda de minerales por pocos dólares. El museo los tenía a millares. Y Corvus, a cuyas manos había llegado el descubrimiento paleontológico más espectacular del siglo, ¿elegía justo ese momento para examinar un trilobite común?
Imposible.
Presa de un miedo visceral, se acercó al armario de especímenes, cambió la combinación de la cerradura de seguridad y la abrió.
Los CD y los especímenes que había guardado a medianoche no estaban.
Miró a su alrededor. Al ver el maletín de Corvus, se lo quitó de la flácida mano, lo abrió encima de la mesa y buscó en su interior.
Nada.
Cualquier constancia del dinosaurio había desaparecido; todos los especímenes y los CD, como si nunca hubieran existido. Se acordó de otro pequeño detalle: al entrar en el laboratorio las luces estaban apagadas. Suponiendo que Corvus se hubiera quedado dormido trabajando, ¿quién las había apagado?
No le había dado un infarto.
Tuvo la misma sensación que si se le acabara de formar un trozo de hielo en la barriga. El asesino de Corvus también podía ir a por ella. En esa situación todas las precauciones eran pocas.
Cogió el teléfono y marcó el número de seguridad. Contestó una voz medio dormida.
—Soy la doctora Crookshank. Llamo del laboratorio de Mineralogía. Acabo de entrar. El doctor Corvus está aquí, en el laboratorio, y está muerto.
Un momento después, respuesta a la inevitable pregunta, dijo lentamente:
—Por el aspecto, ha sido un infarto.