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Weed Maddox estaba boca abajo detrás de una roca, con el ojo pegado a la mira 4x de su AR15. Vio que Broadbent se agachaba para darle un beso a su mujer. A él todavía le dolía la nariz de la patada, aún tenía irritada la mejilla por la brutalidad del arañazo, se notaba la pierna como de goma y su sed empeoraba por momentos. Los muy hijos de puta habían caminado a un ritmo casi sobrehumano, no habían parado a descansar ni una sola vez. Se preguntó cómo eran capaces. De no haber sido por la luna y la linterna se le habrían escapado, pero el terreno era bueno para las persecuciones, y además Maddox tenía la ventaja de que sabía adonde iban: al río. ¿Adónde si no? Siempre que habían pasado por algún sitio donde podía haber agua, lo habían encontrado completamente seco.

Mientras los veía bajar por el cañón, cambió de postura porque se le había dormido un pie. Desde su observatorio probablemente pudiera alcanzar a Broadbent, pero no era un disparo seguro, y corría el riesgo de que la zorra se le escapara. Ahora que ya era de día, seguro que si corría un poco en diagonal conseguía cortarles el paso. Había montones de sitios donde tender una emboscada.

La clave era no delatarse. Si creían que aún los estaba siguiendo, no se dejarían sorprender fácilmente.

Examinó el paisaje con la mira del rifle, tomando la precaución de no exponer la lente directamente al sol. No había manera más rápida de descubrirse que el destello de un cristal. Él conocía bien la región de las mesas, porque la había explorado y porque había pasado muchas horas estudiando los mapas del servicio geográfico que le había dado Corvus. Lamentó no llevarlos encima. Miró hacia el sudoeste y reconoció la mole llamada Navajo Rim, que dominaba el desierto desde sus doscientos cincuenta metros de altura. Recordó que entre aquella elevación y el punto donde él se hallaba, se extendía un terreno accidentado, los Echo Badlands, sembrado de cañones muy profundos, de extrañas formaciones rocosas y cruzado todo él por el inmenso surco de Tyrannosaur Canyon. A unos veinte o veinticinco kilómetros entrevió el final de la Mesa de los Viejos, como una línea de bruma en el horizonte. Sus flancos albergaban diversos cañones, el mayor de los cuales era Joaquin Canyon, por donde se entraba al Laberinto, donde había matado al buscador de dinosaurios. De ahí al río no había casi nada.

Y ellos iban hacia el río.

Le parecía que hacía siglos que se había cargado al buscador. Parecía mentira que solo hubieran pasado… ¿Cuántos días? ¿Ocho? Desde entonces se habían jodido muchas cosas.

Lo importante era que tenía el cuaderno y que estaba a punto de poner remedio al resto de los problemas. Ellos buscarían el único camino que cruzaba Navajo Rim, es decir, irían por los Badlands hacia el sudoeste y cruzarían al otro lado, cerca del principio de Tyrannosaur Canyon, un paso estrecho donde confluían varios cañones tributarios y por el que no tendrían más remedio que pasar.

Podía dar un rodeo hacia el sur, bordear la base de Navajo Rim y volver hacia el norte para sorprenderlos en la cabecera del valle. Tendría que avanzar deprisa, pero lo solucionaría en menos de una hora.

Bajó a rastras de su observatorio, asegurándose de no ser visto, y puso velozmente rumbo al sur, a la pared de arenisca de Navajo Rim.

Al día siguiente, a esas horas, estaría embarcando en el primer vuelo a Nueva York.