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Tom Broadbent se paró a respirar. Sally, que iba detrás, apoyó una mano en su hombro. Los Badlands estaban en silencio y en reposo: miles de colinas grises, como montones de ceniza. Delante, en la arena, había una hondonada de arcilla agrietada con puntos blancos de cristales alcalinos. La luz, a oriente, se intensificaba. El sol estaba a punto de salir. Tom y Sally habían caminado toda la noche guiándose por el resplandor de la luna, que estaba casi llena.

Sally dio una patada a la arcilla y levantó una nube blanquecina que se alejó flotando.

—Es el quinto punto de agua seco que encontramos.

—Parece que la lluvia de la semana pasada no llegó hasta aquí.

Sally se sentó en una roca y miró a Tom de reojo.

—Oiga, creo que se le ha estropeado el traje.

—Valentino se echaría a llorar —dijo Tom, sonriendo un poco—. Venga, vamos a ver qué tal está la herida.

Sally dejó que le quitara los vaqueros. Tom retiró con gran cuidado el vendaje que había improvisado.

—No parece infectada. ¿Duele?

—Estoy tan cansada que ni lo noto.

Tom tiró la venda y sacó de su bolsillo una tira de seda que había arrancado del forro del traje. Mientras la anudaba suavemente, sintió un arrebato de ira contra el secuestrador que hizo que la sangre le subiera a la cabeza.

—Voy a aquella cresta a ver si el cabrón aún nos sigue. Tú descansa.

—Con mucho gusto.

Trepó por una escarpadura. Los últimos tres metros los subió arrastrándose para no ser visto. Se asomó. En otras circunstancias la magnificencia del paisaje que acababan de recorrer le habría emocionado, pero entonces solo le provocó cansancio. Habían caminado unos treinta kilómetros en cinco horas para intentar alejarse al máximo de su perseguidor. Tom no creía que hubiera podido seguirlos de noche, pero quería estar seguro de que se lo habían quitado de encima.

Se preparó para esperar. No se apreciaban señales de vida humana, pero había muchas áreas y fondos de cañones que quedaban fuera de su vista; el perseguidor quizá tardara un poco en salir a campo abierto. De bruces en el suelo, Tom escrutaba el desierto por si distinguía el punto en movimiento de un hombre, pero no vio nada. Pasaron cinco minutos. Diez. Sintió un gran alivio. Ya salía el sol, una bola de fuego cuya luz anaranjada pintaba las cumbres y las crestas más altas antes de fluir por sus faldas como un oro lento. La luz invadió por fin los Badlands y Tom sintió su calor en la nuca.

Su perseguidor seguía sin dar señales de vida. Se había ido. Tom tuvo la esperanza de que aún vagara por Daggett Canyon muerto de sed, con los buitres dando vueltas sobre su cabeza.

La idea le alegró el camino de bajada. Encontró a Sally durmiendo, con la espalda apoyada en una roca. La miró. Contempló su larga melena rubia despeinada, su blusa sucia y desgarrada y sus botas llenas de polvo. Se agachó y la besó suavemente.

Los ojos de Sally se abrieron de golpe como dos gemas verdes. A Tom se le hizo un nudo en la garganta. Había estado a punto de perderla.

—¿Qué, se ve algo?

Negó con la cabeza.

—¿Estás seguro?

Vaciló.

No del todo.

Se preguntó por qué lo había dicho, por qué le quedaba aquel asomo de duda.

—Tenemos que seguir —dijo ella. Gimió al levantarse con la ayuda de Tom—. Estoy más tiesa que la madre de Norman Bates. He hecho mal en sentarme.

Se alejaron por el cauce seco. Tom dejó que Sally marcara el ritmo. El sol subía por el cielo. Tom se metió una piedra redonda en la boca y la chupó para distraerse de la sed. No era probable que encontraran agua antes del río, y faltaban más de veinte kilómetros para llegar. La noche había sido fresca, pero ahora que el sol ya estaba en lo alto se notaba el calor.

Se anunciaba un día tórrido.