En cuatro horas la oscuridad fue total. La hembra estaba agazapada en su revolcadero, con los ojos medio cerrados. La única luz era la de las cintas de fuego dispersas entre los apreses. La ciénaga se había llenado de dinosaurios y pequeños mamíferos que nadaban, se revolcaban y flotaban desquiciados por el miedo. Muchos morían ahogados.

Se despertó y comió a gusto, sin dificultades.

La temperatura aumentó. Al respirar, se le quemaban los pulmones y tosía de dolor. Se levantó del agua para no sufrir tanto y empezó a dar mordiscos al aire.

El calor iba a más. También la oscuridad.

Se desplazó hacia una zona más profunda, de aguas más frescas, dejando de lado la carne muerta o agonizante que flotaba a su alrededor.

Empezó a llover una especie de hollín negro que formó una capa de algo pegajoso, como alquitrán, en su lomo. Una niebla espesa enturbió el aire. Vio una luz roja a través de los árboles. Un incendio gigantesco arrasaba el altiplano. Lo vio avanzar consumiendo las copas de los árboles, entre lluvia de chispas y ramas incendiadas.

El fuego pasó de largo, no penetró en el enclave pantanoso donde se había refugiado. El aire recalentado se refrescó un poquito. Se quedó en el agua, rodeada de hinchazón, putrefacción y muerte. Pasaron los días. La oscuridad se hizo total. La hembra perdió fuerzas y empezó a morir.

La muerte era una sensación nueva, distinta a todas las que conocía. La sentía moverse en su interior. Sentía su ataque silencioso, insidioso, en sus órganos. Perdió la fina capa de plumón que cubría su cuerpo. Casi no podía moverse. Su respiración, pese a ser cada vez más laboriosa, no podía satisfacer su ansia de oxígeno. Sus ojos, abrasados por el calor, se habían nublado hasta cerrarse por la hinchazón.

Tardó varios días en morir. No hubo un segundo en que su instinto no se rebelara contra ello. Se mordía y se daba zarpazos en los flancos, intentando alcanzar al enemigo que llevaba dentro. La rabia y el dolor crecían a la par. Intentó arrastrarse a ciegas hacia tierra firme. Cuando la flotación del agua ya no la sostuvo, se derrumbó en los bajíos y se quedó rugiendo, pataleando y mordiendo ya no solo el aire, sino el barro, la propia tierra con la que se ensañaba en su cólera. Los pulmones se le empezaron a llenar de líquido, mientras su corazón pugnaba por hacer circular la sangre por su cuerpo.

La lluvia, negra y ardiente, no cejaba.

El programa biológico que había impulsado a la hembra a lo largo de cuarenta años de vida empezó a fallar. Las neuronas moribundas protagonizaron una última y orgiástica llamarada de actividad inútil. Ya no quedaban respuestas. Ya no había nada programado, ni solución para la crisis final. Los vanos alaridos de la bestia acabaron por estrangularse en un temblor de carne mojada y gemebunda. El hemisferio izquierdo de su cerebro naufragó en una vorágine de impulsos eléctricos, agitando su pierna derecha con una docena de patadas epilépticas, salvajes, que acabaron en un clono. Sus garras se abrieron al máximo. Los tendones saltaron de sus huesos. Las mandíbulas se separaron, volvieron a juntarse y se abrieron de nuevo en un feroz mordisco, ya definitivo.

Un temblor recorrió toda su cola, haciéndola vibrar contra el suelo hasta que solo se agitó la punta. A partir de entonces cesó toda actividad neural.

El programa había ejecutado su última línea. La lluvia negra continuaba. Poco a poco la hembra quedó envuelta en una capa cenagosa. Alimentado por las grandes tormentas de las montañas, el nivel del agua subió. Bastó un día para sepultar a la hembra en un barro denso y estéril.

Acababa de empezar su entierro de sesenta y cinco millones de años.