23

El doctor Iain Corvus giró suavemente el pomo de la puerta metálica donde ponía LABORATORIO DE MINERALOGÍA y entró sin hacer ruido. Melodie Crookshank estaba de espaldas, escribiendo en el teclado con unos movimientos que hacían subir y bajar su pelo corto y marrón.

Corvus se acercó con sigilo y le puso una mano en el hombro con delicadeza. Ella se llevó un susto tan grande que estuvo apunto de gritar.

—¿No se habría olvidado de nuestra cita? —preguntó Corvus.

—No, pero es que ha entrado como un gato, sin decir ni mú.

Corvus se rio con suavidad, le apretó un poco el hombro y dejó la mano apoyada en él. El calor de Melodie atravesaba la bata de laboratorio.

—Le agradezco que se haya quedado hasta tan tarde.

También se alegraba de que llevase puesta la pulsera. Era una chica guapa, pero de una belleza típicamente americana, atlética y sin glamour, como si uno de los prerrequisitos para ser una científica como Dios manda fuera no maquillarse y no entrar bajo ningún pretexto en la peluquería. Por otro lado, Melodie tenía dos cualidades importantes: era discreta y estaba sola. Corvus había investigado su historial, y era un producto de la fábrica de títulos de la Universidad de Columbia, de donde salían más doctores de los que podía asimilar el mercado de trabajo. Era hija única, huérfana de padre y madre; tenía pocas amistades, no salía con nadie y prácticamente no tenía vida social. Por si fuera poco, era una persona preparada y se desvivía por caer bien.

La miró a la cara y se alegró al ver que se sonrojaba. Sopesó la posibilidad de ir unos pasos más allá de lo profesional en su relación… Pero no, siempre era un camino imprevisible.

Tras deslumbrarla con su mejor sonrisa, cogió su mano, que estaba caliente.

—No sabe cuánto me alegro de que haya avanzado tanto, Melodie.

—Sí, doctor Corvus, es… increíble. Lo he copiado todo en discos.

Corvus se sentó delante de la pantalla plana y grande del Power Mac G5.

—Que empiece el espectáculo —murmuró.

Melodie se sentó en la silla de al lado, abrió la caja de plástico del primer CD de un montón y metió el disco en la disquetera. Después se acercó al teclado e introdujo una orden.

—Empezaremos por aquí —dijo, adoptando un tono profesional—. Esto es un trozo de la vértebra y de los tejidos blandos y cutáneos fosilizados de un tiranosáurio de grandes dimensiones, probablemente un Tyrannosaurus rex, a menos que se trate de un albertosaurio mucho mayor de lo normal. En todo caso, impresiona su buen estado de conservación.

Apareció una imagen en pantalla.

—Fíjese: es una marca de la piel. —Melodie hizo una pausa—. Aquí se ve más grande. ¿Ve estas líneas paralelas tan finas? Están a treinta aumentos.

Corvus sintió un escalofrío pasajero. Aquello era mucho mejor de lo que había imaginado, mucho mejor. Tenía la impresión de flotar en la silla.

—Es la huella de una pluma —consiguió decir.

—Exacto, la prueba de que el Tyrannosaurus rex tenía plumas.

La teoría la había adelantado hacía unos años un grupo de paleontólogos jóvenes del museo, y Corvus se había burlado de ella en el Journal of Paleontology describiéndola como una «fantasía americana de lo más peculiar», expresión que fue recibida con muecas de desprecio y comentarios antibritánicos entre sus colegas del museo. Ahora tenía en sus manos la prueba de que la razón no la tenía él, sino ellos. La sensación desagradable de haberse equivocado dio paso rápidamente a sentimientos más complejos. Tenía a su alcance una oportunidad de las que solo se presentaban muy de vez en cuando: podía robarles la teoría y, al mismo tiempo, reconocer en público su error. Una rectificación como una catedral, envuelta en un manto de humildad.

Eso era exactamente lo que haría.

Con semejantes pruebas en su poder, no tendrían más remedio que nombrarlo titular. Claro que por la falta que le hacía… Podría conseguir trabajo donde fuera, incluso en el Museo Británico. Sobre todo en el Museo Británico.

Se dio cuenta de que estaba aguantando la respiración y se relajó.

—Efectivamente —murmuró—. Conque al final sí que tenía plumas, el amigo…

—Espere, aún hay más.

Corvus arqueó las cejas.

Melodie pulsó una tecla, haciendo aparecer otra imagen.

—Esto es una imagen polarizada a cien aumentos del tejido muscular fosilizado. Como comprenderá, está totalmente petrificado, pero debe de ser la fosilización más perfecta que se conoce. Fíjese en que el tejido celular ha sido reemplazado por dióxido de silicona de grano fino, incluso los orgánulos. Por eso se ve todo. Lo de la pantalla es una imagen real de una célula muscular de dinosaurio.

Corvus se había quedado sin palabras.

—Pues sí. —Melodie pulsó otra vez la misma tecla—. Aquí está a quinientos aumentos. Mire, se ve el núcleo.

Clic.

—Mitocondria.

Clic.

—Y estas… Complejo de Golgi.

Clic.

—Ribosomas…

Corvus levantó la mano.

—Pare, pare un momento. —Cerró los ojos, respiró profundamente y volvió a abrirlos—. Espere un momento, por favor.

Se levantó para respirar hondo, apoyando una mano en el respaldo de la silla. Cuando se le pasó el mareo, quedó en un estado muy curioso de hiperatención. Miró el laboratorio. Reinaba un silencio sepulcral. Solo se oía el ligero susurro del aire acondicionado y el murmullo del ventilador del sistema informático. Olía a epoxi, plástico y circuitos recalentados. Todo estaba igual que antes… pero el mundo había cambiado. Vio mentalmente su futuro: los premios, las ventas millonarias de su libro, el dinero, el prestigio… La titularidad solo era el primer paso.

La miró a ella. ¿También lo veía? Tonta no era. Seguro que estaba teniendo las mismas ideas, imaginando los cambios que acababa de sufrir su vida irreversiblemente.

—Melodie…

—Sí, es increíble, pero aún no he terminado. Ni de lejos.

Corvus consiguió sentarse. ¿Podía haber algo más?

Ella pulsó una tecla.

—Pasemos a las micrografías electrónicas. —Apareció una imagen muy nítida en blanco y negro—. Esto es retícula endoplásmica con mil aumentos. Aquí se aprecia la estructura cristalina del mineral de sustitución. Reconozco que no se ve muy bien, porque estamos al límite y con esta magnificación la estructura se rompe, la fosilización no puede conservarlo todo, pero el simple hecho de que se pueda ver todo a mil aumentos ya es impresionante. Tenemos delante de nosotros la microbiología de un dinosaurio.

Era increíble. Incluso una muestra tan pequeña representaba un descubrimiento paleontológico de primer orden. Pensar que si la información que le habían dado era correcta probablemente habría un dinosaurio entero… La carcasa perfectamente fosilizada de un Tyrannosaurus rex, su estómago —sin duda con los restos de la última comida—, el cerebro en todo su esplendor, la piel, las plumas, los vasos sanguíneos, los órganos reproductores, las cavidades nasales, el hígado, los riñones, el bazo… Todas sus enfermedades, sus heridas, la historia de su vida, duplicados en piedra a la perfección. Era lo más parecido a Parque Jurásico que se podía tener fuera de la ficción.

Melodie pasó a la siguiente imagen.

—Esto es la médula ósea…

Corvus la interrumpió.

—Un momento. ¿Qué son las manchas oscuras?

—¿Qué manchas oscuras?

—Las de la imagen de antes.

—¡Ah, esas!

Melodie retrocedió. Corvus señaló una partícula negra muy pequeña.

—¿Qué es?

—Supongo que un producto del proceso de fosilización.

—¿No podría ser un virus?

—Demasiado grande. Además, está demasiado nítido para haber formado parte de la biología original. Yo casi afirmaría que es un grano microcristalino, probablemente de hornblenda.

—Claro, claro. Perdone. Siga.

—Podría analizar su composición con el espectrómetro de rayos equis de partículas alfa.

—Perfecto.

Melodie pasó otra serie de micrografías.

—Esto es fantástico, Melodie.

Se volvió hacia Corvus, con el rostro encendido, radiante.

—¿Puedo hacerle una pregunta?

Corvus titubeó y se recompuso. Estaba claro que necesitaría ayuda, y más valía cederle unas migajas de gloria a una ayudante de laboratorio que recurrir a otro conservador. Melodie no tenía contactos, poder ni futuro; era una simple doctora que trabajaba de subordinada, muy por debajo de su cualificación. El hecho de que fuera mujer y de que, por consiguiente, no se la tomaran demasiado en serio, era una ventaja añadida.

Le pasó un brazo por los hombros.

—Claro que sí.

—¿Hay más?

Se le escapó una sonrisa.

—Sospecho que todo un dinosaurio, Melodie.