Tom estaba absorto en la pantalla blanca del PowerBook. Al principio no pasó nada. Luego empezó a dibujarse una imagen desde arriba hacia abajo, un barrido inicial y borroso.
—Tarda un poco en procesarlo —murmuró Wyman.
Al final de la primera pasada todo seguía viéndose muy vago. Era una simple mancha, no tenía pinta de baúl lleno de oro, ni de mina perdida. Claro que lo que se estaba dibujando podía ser la cueva… Empezó la segunda. Línea a línea, la imagen adquirió nitidez. Cuando la mancha se convirtió en objeto, Tom se quedó sin respiración. Un objeto inconfundible. Le pareció imposible. Pensó que debía de ser una ilusión óptica que no respondía a la realidad. A la tercera pasada comprendió que los ojos no le engañaban.
—Dios mío… —dijo—. No es ningún tesoro. Es un dinosaurio. Wyman se rio con los ojos brillantes.
—Ya le dije que se quedaría alucinado. Mire las barras de escala: es un tiranosaurio, y por lo que he podido averiguar nunca se había descubierto uno tan grande, ni de lejos.
—Pero está entero… No son solo huesos…
—Exacto.
Tom guardó silencio, mirando con fijeza. Ciertamente, era un Tyrannosaurus rex —el perfil era inconfundible— engañosamente retorcido y de lado. Pero no se trataba de un esqueleto fósil; buena parte de la piel, los órganos internos y la carne estaban fosilizados sobre los huesos.
—Es una momia —dijo Tom—. Una momia fosilizada de dinosaurio.
—En efecto.
—Increíble. Debe de ser uno de los fósiles más grandes que se han encontrado.
—Así es, y además casi está completo; solo le faltan algunos dientes, una garra y el último palmo de la cola. ¿Ve que hay una parte que parece que salga de la roca?
—O sea, que el muerto era un buscador de dinosaurios.
—Ni más ni menos. El «tesoro» al que se refirió puede que fuera una manera de despistar, o simplemente una manera de hablar. Bueno, sí que es un tesoro, pero en el sentido paleontológico.
Tom miró fijamente la imagen. No acababa de creérselo. De niño siempre había querido ser paleontólogo. A los otros niños de su edad se les había pasado al hacerse mayores, pero él no había conseguido desprenderse de su sueño. Si era veterinario, se debía a las presiones de su padre. Y ahora tenía delante uno de los fósiles de dinosaurio más espectaculares de la historia.
—Bien, ya conoce el móvil —dijo Ford—. Este dinosaurio vale una fortuna. He estado curioseando por internet, y ¿ha oído hablar acerca de un dinosaurio al que bautizaron como Sue?
—¿El famoso tiranosaurio del museo Field?
—Exacto. Lo descubrió en 1990 en los Badlands de Dakota del Sur una buscadora de fósiles profesional llamada Sue Hendrickson. Es el tiranosaurio más grande y perfecto que se ha encontrado. Hace diez años lo subastaron en Sotheby’s y se vendió por 8,36 millones de dólares.
Tom silbó entre dientes.
—Seguro que este vale diez veces más.
—Como mínimo.
—Bueno, y ¿dónde está?
Ford señaló la pantalla, sonriendo.
—¿Ve la línea borrosa que hay alrededor del dinosaurio? Es una sección del afloramiento rocoso que contiene el fósil; una formación muy grande, con un diámetro de más de diez metros y una forma tan peculiar que en principio debería ser fácil de reconocer. Todos los datos que pueden necesitarse sobre la localización están aquí. Solo es cuestión de ponerse a buscar.
—Empezando por Tyrannosaur Canyon.
—Sería una coincidencia fascinante, pero podría estar en cualquier punto de las mesas, Tom.
—Podría pasarse toda la vida buscándolo.
—No creo. La zona me la conozco a fondo porque he hecho muchas excursiones, y me parece que lo encontraría en menos de una semana. Aparte de la silueta de la formación, una parte de la cabeza y el principio del cuerpo del tiranosaurio son apreciables en el lateral. Debe de ser un espectáculo encontrarse con las mandíbulas del dinosaurio saliendo de la roca.
—¿Como el monolito negro que dio nombre a Tyrannosaur Canyon? —dijo Tom.
—Sí, lo conozco, pero no tiene nada que ver con el fósil. Ahora, con este gráfico, ya sabemos qué buscar, ¿eh, Tom?
—Un momento, un momento. ¿Quién ha dicho que lo buscaremos?
—Yo.
Tom sacudió la cabeza.
—Creía que estaba estudiando para monje. Creía que había dejado atrás ese tipo de cosas.
Ford se lo quedó mirando un rato y luego bajó la vista.
—Tom… El otro día me hizo una pregunta. Me gustaría responder.
—Fue un comentario desafortunado. La verdad es que no quiero saberlo.
—No, de desafortunado nada. Le voy a contestar. Hasta ahora lo que he hecho es reprimirlo. He usado el silencio como una especie de muleta para eludir el tema.
Ford hizo una pausa. Tom no dijo nada.
—Yo antes era agente secreto. Estudié criptología, pero acabé de analista de sistemas para una gran empresa de ordenadores, aunque la verdad es que hacía de hacker para la CIA.
Tom prestó atención.
—Imaginemos, teóricamente, claro, que el gobierno de Camboya, por poner un ejemplo, le compra servidores a una gran empresa de Estados Unidos con un acrónimo de tres letras que no pronunciaré. Solo es un ejemplo. Lo que no saben los camboyanos es que el código del software lleva escondida una pequeña bomba lógica. Dos años más tarde, la bomba explota y el sistema informático empieza a hacer cosas raras. El gobierno de Camboya le pide ayuda a la empresa americana y me envían a mí como analista de sistemas. Pongamos que me llevo a mi mujer, porque así la tapadera es más creíble, aparte de que trabajamos en la misma empresa. Al mismo tiempo que detecto el problema, copio en CD-ROM todo el contenido de los ficheros confidenciales de personal del gobierno camboyano. Los CD-ROM están disfrazados de copias ilegales del Réquiem de Verdi, con música y todo. Sigo hablando en teoría, ¿eh? No digo que haya pasado nada de lo que cuento.
Hizo una pausa para respirar.
—Suena bastante divertido —dijo Tom.
—Sí, lo era, hasta que se cargaron a mi mujer poniéndole una bomba en el coche cuando estaba embarazada de nuestro primer hijo.
—Dios mío…
—Tranquilo, Tom —dijo enseguida Ford—. Tenía que contárselo. Mi reacción fue cortar todos mis lazos con aquella vida y venir aquí. Solo llevaba lo puesto, las llaves del coche y la cartera. En cuanto pude, la cartera y las llaves las tiré a una grieta sin fondo de Chavez Canyon. Mis cuentas del banco, mi casa, mis acciones… No sé qué ha pasado con todo eso. Algún día me decidiré a dárselo todo a los pobres, como cualquier monje que se precie.
—¿Nadie sabe que está aquí?
—Lo sabe todo el mundo. La CIA lo entendió. No sé si me creerá, Tom, pero en la CIA no se estaba mal. La mayoría era buena gente. Tanto Julie, mi mujer, como yo éramos conscientes de los riesgos. Nos contrataron a la vez, recién salidos del MIT. Los ficheros de personal que me llevé permitían identificar a muchos antiguos torturadores y asesinos de los jemeres rojos. Fue una buena obra. Pero para mí… —se le apagó la voz— el sacrificio fue demasiado grande.
—Dios mío…
Ford levantó un dedo.
—No pronunciarás el nombre del Señor en vano. Bueno, ya se lo he contado.
—No tengo palabras, Wyman. Lo siento, de verdad.
—No hace falta que diga nada. No soy el único que lo ha pasado mal en este mundo. Aquí se vive bien. Cuando rechazas tus necesidades a través del ayuno, la pobreza, el celibato y el silencio, te aproximas a algo eterno. Llámelo Dios o como le dé la gana. Tengo suerte.
Tras un largo silencio, Tom preguntó:
—Y todo eso ¿qué tiene que ver con su idea de buscar el dinosaurio? Yo lo único que prometí fue llevarle el cuaderno a la hija del muerto, Robbie. Nada más. Por lo que a mí respecta, el dinosaurio es de ella.
Ford dio unos golpecitos a la mesa.
—Siento decirlo, Tom, pero toda esa zona, las mesas, el desierto y las montañas del otro lado, son propiedad de la Dirección de Gestión del Territorio. En otras palabras, es patrimonio nacional. Es nuestro. Son tierras de los americanos, con todo lo que hay encima y debajo, incluido el dinosaurio. Ese hombre no era un simple «buscador» de dinosaurios. Era un ladrón de dinosaurios.