Tom Broadbent veía pasearse al detective Willer por la sala de estar; por alguna razón sus pasos lentos y pesados transmitían insolencia. El teniente llevaba una cazadora de cuadros, pantalones grises y una camisa azul sin corbata. Sus manos, huesudas y con las venas muy marcadas, colgaban de unos brazos cortos. Debía de tener unos cuarenta y cinco años, y no pasaba del metro setenta. Tenía la cara alargada y nariz afilada; las bolsas de sus ojos, negros con los bordes rojos, revelaban graves problemas de sueño.
Detrás de Willer, con una libreta abierta en la mano, estaba su ayudante, Hernández, rechoncho y agradable, de maneras suaves. Habían llegado con una mujer de pelo gris que no perdía el tiempo en elucubraciones y que se presentó como la doctora Feininger, la forense.
Sally estaba al lado de Tom, en el sofá.
—Se ha encontrado un pelo humano en el lugar del crimen —dijo Willer, girándose despacio—. La doctora Feininger quiere saber si es del asesino, pero para eso hay que descartar a todas las personas que estuvieron allí.
—Lo entiendo.
Tom se sintió observado por los ojos negros del teniente.
—Entonces, si no tiene inconveniente, firme aquí.
Firmó el formulario de autorización.
Feininger se acercó con una bolsita negra.
—¿Podría sentarse, por favor?
—No sabía que fuera peligroso —dijo Tom, intentando sonreír.
La respuesta fue lacónica:
—Se los voy a arrancar de raíz.
Tom se sentó e intercambió una mirada con Sally. Estaba casi seguro de que la visita era para algo más que para llevarse unos pelos. Vio que la forense sacaba un par de probetas y algunas etiquetas adhesivas de la bolsa negra.
—Mientras tanto —dijo Willer—, me gustaría aclarar un par de dudas. ¿Le molesta?
«Ya estamos», pensó Tom.
—¿Necesito un abogado?
—Está en su derecho.
—¿Soy sospechoso?
—No.
Tom hizo un gesto con la mano.
—Los abogados son caros. Adelante.
—Ha declarado que la noche del asesinato paseaba a caballo por la orilla del Chama.
—Sí, es verdad.
Tom notó que los dedos de la doctora hurgaban en su pelo. Su otra mano aguantaba unas pinzas grandes.
—Dijo que cogió un atajo por Joaquin Canyon.
—No es realmente un atajo…
—Sí, es lo que pensaba. ¿Por qué subió hasta allí?
—Por lo que ya le dije: me gusta el lugar.
Silencio. Oyó el ruido del bolígrafo de Hernández rascando el papel, seguido por el de una página al girar. La forense arrancó tres pelos seguidos.
—Ya está —dijo.
—¿Cuántos kilómetros de más tuvo que recorrer esa noche? —preguntó Willer.
—Diez o doce.
—¿Que en tiempo serían…?
—Entre tres y cuatro horas.
—O sea, que decidió coger un atajo que en realidad era un rodeo a pesar de que ya estaba anocheciendo y de que tendría que avanzar a oscuras durante como mínimo tres horas.
—Había luna llena. De hecho, ese era el plan: quería volver a casa con la luz de la luna. Ahí estaba la gracia.
—¿A su mujer no le molesta que llegue tan tarde?
—No, a su mujer no le molesta —dijo Sally.
Willer se mantuvo impasible.
—¿Oyó los disparos y fue a investigar?
—¿No nos estamos repitiendo, detective?
Willer se hizo el sordo.
—Dice que encontró a la víctima agonizando y que le practicó la reanimación cardiopulmonar, que es la razón de que se le manchara toda la ropa de sangre.
—Sí.
—Y que él le pidió que buscara a su hija, llamada Robbie, ¿no?, para contarle lo que había encontrado. Pero que murió antes de poder decir qué era. ¿Me equivoco?
—Todo eso ya me lo había preguntado.
Tom se había abstenido de explicar que el prospector tenía un cuaderno y que había hablado de un tesoro. No se fiaba de que la policía lo mantuviera en secreto. La noticia de un tesoro provocaría un aluvión de gente.
—¿No le dio nada?
—No.
Tom tragó saliva. Le sorprendió cuánto odiaba mentir.
Al cabo de un momento, Willer gruñó y bajó la vista.
—Pasa mucho tiempo paseando por la zona de las mesas, ¿no es cierto?
—Efectivamente.
—¿Busca algo en especial?
—Sí.
Willer levantó bruscamente la cabeza.
—¿Qué?
—Tranquilidad y silencio.
El detective frunció el entrecejo.
—¿Adónde va, exactamente?
—Por todas partes: al Laberinto, a la Mesa de los Viejos, por English Rocks, a La Cuchilla… A veces, si es una excursión de más de un día, llego hasta los Echo Badlands.
Willer se giró hacia Sally.
—¿Van juntos?
—A veces.
—Me han contado que ayer por la tarde fue al monasterio que hay en lo alto del monte, el de Cristo en el Desierto.
Tom se levantó.
—¿Quién se lo ha dicho? ¿Me tienen vigilado?
—Tranquilo, señor Broadbent. Su camioneta se reconoce enseguida. Además, le recuerdo que la mayor parte de la carretera es visible desde la cima de la Mesa de los Viejos, que es donde están buscando mis hombres. Bueno, ¿subió al monasterio o no?
—¿Tengo que contestar?
—No, pero si no contesta le mandaré una citación, y entonces sí que necesitará un abogado. Tendrá que contestar a mis preguntas bajo juramento en la comisaría.
—¿Es una amenaza?
—Es una simple constatación, señor Broadbent.
—Tom —dijo Sally—, no te pongas nervioso.
Tom tragó saliva.
—Bueno, pues sí que subí.
—¿Para qué?
Vaciló.
—Para ver a un amigo.
—¿Nombre?
—Hermano Wyman Ford.
El bolígrafo, rasca que rasca. Mientras escribía, Willer hacía un ruido como de sorber entre los dientes.
—¿El hermano Ford es monje?
—Novicio.
—¿Para qué fue a verlo?
—Quería saber si había oído o visto algo relacionado con el asesinato en el Laberinto.
Le sentó fatal decir otra mentira. Empezaba a darse cuenta de que los otros podían tener razón, de que quedarse el cuaderno podía ser una equivocación, pero era una promesa, qué caray.
—¿Y sabía algo?
—No.
—¿Nada de nada?
—Nada de nada. Ni siquiera se había enterado. No lee la prensa.
Tom se preguntó si Ford, en caso de recibir una visita de la policía, mentiría acerca del cuaderno. No parecía muy probable. A fin de cuentas era monje.
Willer se levantó.
—¿Estos días se quedará por aquí? Lo digo por si tenemos que volver a preguntarle algo.
—Ahora mismo no tengo ningún viaje previsto.
Willer volvió a asentir con la cabeza y miró a Sally.
—Usted perdone por la interrupción, señora.
—Menos zalamerías —dijo Sally con dureza.
—No pretendía ofenderla, señora Broadbent. —Willer se giró hacia la forense—. ¿Ya tiene lo que necesitaba?
—Sí.
Tom los acompañó a la puerta. Antes de irse, Willer se quedó muy quieto, con sus ojos negros fijos en Tom.
—Mentir a un policía es un delito grave de resistencia a la autoridad.
—Ya lo sé.
Willer se giró para marcharse. Después de haber visto que el coche se alejaba, Tom entró y cerró la puerta. Sally estaba de pie en el salón, con los brazos cruzados.
—Tom…
—No lo digas.
—Lo voy a decir: estás pisando arenas movedizas. Tienes que darles el cuaderno.
—Ya es demasiado tarde.
—No es cierto. Puedes explicárselo. Lo entenderían.
—¡Y un cuerno lo entenderían! Además, ¿cuántas veces te lo tengo que repetir? Hice una promesa.
Sally suspiró, separando los brazos.
—Tom, ¿por qué eres tan tozudo?
—¿Y tú no lo eres?
Se sentó al lado de él en el sofá.
—Contigo no hay manera.
Tom le pasó el brazo por la espalda.
—Lo siento, pero ¿te gustaría que no fuera así?
—Supongo que no. —Sally suspiró—. Para colmo, esta tarde, al volver a casa, he tenido la sensación de que había entrado alguien.
—¿Por qué? —dijo Tom, alarmado.
—No lo sé. No había nada cambiado de sitio, no han robado nada. Solo ha sido una sensación desagradable, como notar el olor de otra persona.
—¿Estás segura?
—No.
—Deberíamos denunciarlo.
—Tom, si denuncias que alguien ha entrado en tu casa tendrás a Willer todo el día encima. Además, no estoy segura. Solo ha sido una sensación.
Tom reflexionó.
—Esto es serio, Sally. Sabemos que hay gente dispuesta a matar por el tesoro. Estaría más tranquilo si sacaras tu Smith & Wesson y la tuvieras a mano.
—Yo no iría tan lejos, Tom. Me sentiría ridícula yendo de un lado para otro con una pistola.
—Hazlo por mí. Eres una tiradora temible. Lo demostraste en Honduras.
Sally se levantó, sacó una llave del cajón de debajo del teléfono y fue a un armario del estudio. Volvió poco después con la pistola y una caja de cartuchos del treinta y ocho. Abrió el cargador, metió cinco balas, lo cerró y se guardó la pistola en el bolsillo delantero de los vaqueros.
—¿Contento?