14

El teniente Willer bajó del coche patrulla y tiró la colilla al asfalto. Después de aplastarla con un giro del zapato, entró en la comisaría por la puerta trasera y cruzó un vestíbulo de pizarra y plexiglás. La puerta de cristal de Homicidios daba a un pasillo adornado con un ficus en una maceta. Entró en la sala de reuniones.

Llegaba en buen momento. Ya estaban todos. Su aparición silenció los murmullos. A Willer no le gustaban nada las reuniones, pero en su profesión eran inevitables. Le hizo una señal con la cabeza a su ayudante, Hernández. Después saludó a un par de personas más, cogió un vaso de poliestireno para servirse un café, dio un sorbo —para variar estaba recién hecho— y dejó el vasito en la mesa. Abrió el maletín, sacó un fajo de papeles donde se leía LABERINTO y lo dejó caer sobre la mesa con un golpe lo bastante fuerte para merecer la atención general.

Miró a su alrededor con la carpeta abierta y una mano sobre los papeles.

—¿Estamos todos?

—Creo que sí —dijo Hernández.

Gestos de asentimiento con la cabeza, y un murmullo generalizado.

Willer bebió ruidosamente otro sorbo de café y dejó el vasito encima de la mesa.

—Como saben, damas y caballeros, en el desierto de Chama, concretamente en el Laberinto, se ha producido un asesinato que ha tenido gran repercusión en la prensa. Quiero saber en qué punto estamos y hacia dónde vamos. Si alguien tiene alguna idea brillante, que la exponga.

Miró a todos los presentes.

—Primero el informe forense. ¿Doctora Feininger?

La patóloga de la policía, una mujer de aspecto elegante y pelo gris que desentonaba con la sordidez de la sala, abrió una carpeta de piel muy fina. Habló sin levantarse, con voz queda y un tono lacónico teñido de ironía.

—En el lugar del crimen se encontraron diez litros de arena empapada de sangre, en los que estaban casi íntegramente los cinco de sangre que contiene de promedio el cuerpo humano. Son los únicos restos humanos que han aparecido. Hemos hecho todas las pruebas posibles: grupo sanguíneo, presencia de drogas, etcétera.

—¿Y?

—Grupo sanguíneo O positivo, sin rastros de droga ni de alcohol. Recuento de leucocitos aparentemente normal. Proteínas en suero, insulina… Todo normal. La víctima era un varón con buena salud.

—¿Varón?

—Sí. Presencia del cromosoma Y.

—¿Le han hecho la prueba del ADN?

—Sí.

—¿Y?

—Lo hemos cotejado con todas las bases de datos, pero no coincide.

—¿Cómo que no? —intervino el fiscal del distrito.

—No disponemos de una base de datos nacional del ADN —dijo pacientemente la forense, como si le hablara a un idiota, cosa que Willer supuso que era cierta—. Normalmente no se puede identificar a una persona por su ADN, al menos de momento. Solo sirve para hacer comparaciones. Mientras no encontremos un cadáver, un familiar o una mancha de sangre en la ropa de algún sospechoso, no servirá de nada.

—Ah, bueno…

Willer bebió un poco de café.

—¿Ya está?

—Si me dan un cadáver les diré más cosas.

—En eso estamos. ¿K-9?

Un pelirrojo nervioso cuadró apresuradamente unos papeles: Wheatley, de Albuquerque.

—El 14 de junio llevamos seis perros a la zona…

Willer lo interrumpió.

—Dos días más tarde, después de que lloviera a cántaros y de que se llenaran todos los cauces, borrando cualquier huella u olor del Laberinto. —Hizo una pausa, mirando a Wheatley con agresividad—. Lo digo para que conste en acta.

—Es una zona muy aislada, de difícil acceso.

El tono de Wheatley se había vuelto un poco más agudo.

—Siga.

—El 14 de junio, con tres cuidadores de la división de rastreo K-9 de Albuquerque, los perros encontraron un rastro. —Levantó la vista—. He traído mapas, por si quiere…

—Limítese al informe.

—Encontraron un posible rastro en el lugar del crimen. Lo siguieron por el cañón hasta el borde de la Mesa de los Viejos, donde quedó constancia de que no había suficiente manto vegetal para que se conservara adecuadamente un olor.

—Por no hablar del centímetro y pico de lluvia.

Wheatley se quedó callado.

—Prosiga.

—Los perros no pudieron seguir el rastro más lejos de ese punto. Posteriormente se hicieron tres nuevas tentativas…

—Gracias, señor Wheatley, ya nos hacemos una ligera idea. ¿Y ahora?

—Hemos puesto a los perros a buscar el cadáver. Trabajamos en cuadrícula, con el lugar del crimen como punto de partida, y usando GPS para cubrir los fondos de los cañones. Estamos progresando simultáneamente hacia las profundidades del Laberinto y hacia el río. Lo siguiente que haremos será subir.

—Lo cual nos lleva a las tareas de búsqueda en el río. ¿John?

—El río trae poca agua y baja despacio. Tenemos buzos en los puntos más profundos, trabajando en el sentido de la corriente, pero de momento no han encontrado nada, ni efectos personales ni restos. Casi hemos llegado al lago de Abiquiú. No parece probable que el culpable tirase el cadáver al río.

Willer asintió con la cabeza.

—¿Policía científica?

Era Calhoun, de Albuquerque, el mejor del estado. Al menos en el aspecto forense habían tenido suerte. A diferencia del equipo K-9, Calhoun se había presentado en el lugar del crimen nada más salir el sol.

—Hemos hecho una búsqueda exhaustiva de partículas y fibras, teniente. Teniendo en cuenta que trabajamos más que nada con arena sucia, no puede decirse que haya sido fácil. Hemos recogido todo lo que parecía artificial en treinta metros a la redonda. También hemos peinado otra zona a doscientos metros al noroeste, donde al parecer estuvo el burro, encontramos sus heces. El tercer punto donde hemos buscado es arriba, en el borde de los barrancos.

—¿Tercero?

—Se lo comento dentro de un minuto, teniente. El asesino borró bastante bien sus huellas, pero disponemos de una cantidad considerable de pelos, fibras artificiales y comida seca. Huellas dactilares latentes, ninguna. Dos balas M855.

—Eso ya me gusta más.

Willer sabía lo de las balas, pero no los resultados.

—Son balas estándar de la OTAN de 5,56 milímetros, con cápsula metálica, centro de aleación de plomo con penetrador de acero y una masa de sesenta y dos granos. Se reconocen enseguida porque tienen la punta verde. Es probable que el tirador usara un Mi6 o algún arma de asalto parecida de tipo militar.

—Podría ser un exsoldado.

—No necesariamente. Estos modelos les gustan a muchos entusiastas de las armas.

Calhoun consultó sus apuntes.

—Una de las balas estaba enterrada en el suelo. Encontramos la vía de entrada, que nos permite hacernos una idea del ángulo. El asesino disparaba desde arriba, a treinta y cinco grados de la horizontal. Con todo esto hemos podido establecer la situación del tirador: estaba emboscado al borde del barranco. Es el tercer punto sobre el que acaba de preguntarme. Hemos encontrado huellas parciales de botas, un par de fibras de algodón que podrían proceder de un pañuelo o de una camisa fina, pero ningún cartucho. Nos ha costado mucho subir hasta donde estaba apostado el tirador. Conocía muy bien la zona. Debió de planear el asesinato con antelación.

—Suena como si fuera del lugar.

—O alguien que había explorado el terreno a fondo.

—¿Pelos?

—En el punto tres, ninguno.

—¿Y la segunda bala?

—Se deformó y fragmentó al atravesar a la víctima. Tiene restos de sangre que coinciden con la de la arena. Tampoco en este caso hay huellas dactilares latentes.

—¿Algo más?

—Fibras de lana y algodón en el lugar del crimen, que aún estamos analizando, y un pelo humano con su raíz. Castaño claro, liso, caucásico.

—¿Del asesino?

—Podría ser de cualquiera: de la víctima, del asesino, de uno de sus agentes… Incluso mío. —Calhoun sonrió burlonamente mientras se peinaba con la mano; se estaba quedando calvo—. No sería la primera vez. Lo estamos sometiendo a un análisis de ADN para ver si es de la misma persona que la sangre. Quizá necesitemos algunos pelos de sus agentes para afinar la búsqueda por eliminación.

—¿Y Broadbent, el que encontró el cadáver? Tiene el pelo liso y de color castaño claro.

—Sí, puede que también necesitemos una muestra.

Willer dio las gracias a Calhoun y se giró inmediatamente hacia su ayudante.

—¿Hernández?

—He investigado la versión de Broadbent, y parece que va mucho a caballo por las mesas.

—¿Qué hacía en el Laberinto? —preguntó Willer.

—Dice que cogió un atajo por Joaquin Canyon.

—¡Será un rodeo!

—Dice que es un paseo que le gusta mucho, porque la zona es muy bonita.

Willer gruñó.

—Creía que era veterinario. Se supone que a los veterinarios les sobra trabajo.

—Tiene un socio, se llama Shane McBride.

Willer volvió a gruñir. Broadbent le había caído mal desde el principio. Tenía la sensación de que escondía algo. Creer que su presencia en el momento de los disparos había sido pura coincidencia era mucho pedir.

—Hernández, entérate de si últimamente Broadbent había mostrado interés por esa zona, para hacer prospecciones, buscar cerámica… Ese tipo de cosas.

—Sí, señor.

—¿Lo considera sospechoso? —preguntó el fiscal.

—Es lo que se llama una «persona interesante».

El fiscal soltó una carcajada.

—Ya.

Willer frunció el entrecejo. Con gente así en el puesto de fiscal, no le extrañaba que ya no pudiera condenarse a nadie. Miró a su alrededor.

—¿Alguna idea brillante?

—Voy a salirme un poco de mi campo —dijo Calhoun—, pero tengo curiosidad: ¿hay algún sitio en los cañones donde haya agua todo el año?

—No lo sé. ¿Por qué?

—Sería perfecto para cultivar marihuana.

—Tomo nota. ¿Hernández?

—Lo investigaré, teniente.