Weed Maddox se acordó de la última vez que cruzó Abiquiú en una Harley Dyna Wide Glide robada, no paró ni un segundo. Ahora engrosaba las filas de los gilipollas con pantalones caquis y camisa Ralph Lauren Polo que pasaban por el pueblo en Range Rover. Decididamente, prosperaba. Después de Abiquiú, la carretera seguía el río hasta el final del valle, junto a verdes campos de alfalfa y pequeñas alamedas. Giró a la izquierda por la 96, pasó por encima del pantano y se internó en el lado occidental del valle, a la sombra de Pedernal Peak. Unos minutos después apareció a la izquierda el camino que iba a la casa de los Broadbent, con un letrero pintado a mano sobre una plancha vieja: Cañones.
Era un camino de tierra bastante descuidado; discurría paralelo a un arroyo. A ambos lados había pequeños ranchos de caballos, de entre quince y treinta hectáreas, con nombres tan encantadores como Los Amigos o Buckskin Hollow. Maddox había oído que el de la casa de los Broadbent tenía un nombre bastante raro, Sukia Tara. Al llegar a la verja condujo más despacio, la cruzó y aparcó medio kilómetro más lejos, en un carrascal. Salió, cerró la puerta suavemente y volvió a la pista para asegurarse de que el coche no se veía. Decían que la mujer de Broadbent se llamaba Sally, y que tenía un picadero. Tuvo curiosidad por saber cómo era.
Se puso la mochila. Lo primero, pensó, era inspeccionar el terreno, algo en cuyas virtudes creía a pies juntillas. Si no había nadie en la casa, la registraría, cogería el cuaderno, si es que estaba, y se iría. Si la mujercita se encontraba en la casa, las cosas serían aún más fáciles. De momento aún no había visto a nadie que se negara a colaborar con el cañón de una pistola en la boca.
Abandonó el camino y siguió la orilla del riachuelo. Un hilillo de agua apareció y desapareció entre las blancas piedras. Maddox giró a la izquierda, y después de cruzar un bosquecillo de álamos y carrascas salió a la parte trasera del establo de Broadbent. Lentamente, procurando no dejar ninguna huella, saltó una triple alambrada y se arrimó a la pared trasera del establo. Al llegar a la esquina se agachó y apartó los arbustos para ver la parte de atrás de la casa.
Se fijó en los detalles. Era una casa baja de adobe, con algunos corrales, un par de caballos, un comedero y un abrevadero. De repente oyó un grito agudo. Detrás de los corrales había un picadero al aire libre. La mujer de Broadbent, Sally, tenía un ronzal atado al codo. Un niño daba vueltas a caballo.
Maddox levantó los prismáticos para enfocar a Sally. Vio cómo su cuerpo giraba al mismo tiempo que el caballo: de frente, de lado, de espaldas, otra vez de lado… Su pelo largo se movía con la brisa. Se lo apartó de la cara con una mano. ¡Jo, qué guapa!
Enfocó al niño. Tenía algún tipo de retraso; mongólico, o algo por el estilo.
Volvió a mirar la casa. Al lado de la puerta trasera había un ventanal que daba a la cocina. En el pueblo decían que Broadbent tenía mucho dinero. Le habían contado que de niño vivía en una mansión, entre criados y obras de arte de valor incalculable. Su padre había muerto hacía un año, dejándole en herencia cien millones. Al menos eso era lo que decían, pero viendo la casa no lo parecía. Los indicios de riqueza brillaban por su ausencia. No los había ni en la casa, ni en el establo, ni en los caballos; tampoco en el patio polvoriento, ni en los jardines, ni mucho menos en el International Scout viejo que había en el garaje abierto, ni en el Ford 350 del aparcamiento cubierto. Si él, Maddox, hubiera tenido cien millones, de fijo que no viviría en un cuchitril así.
Dejó la mochila en el suelo y sacó la libreta y un lápiz recién afilado del número dos, para hacer un esquema lo más completo posible de la casa y el patio. Diez minutos después rodeó el establo pegado a la pared y cruzó unos arbustos para poder dibujar los patios delantero y laterales. Vio un salón modesto al otro lado de una doble puerta. Delante había un patio con el suelo de piedra, una barbacoa Smoky Joe y algunas sillas, en medio de un jardín de plantas aromáticas. Ni piscina ni nada. La casa parecía vacía. Se cumplía su esperanza de no encontrar a Broadbent. Al menos su Chevrolet de época modelo del 57 no estaba en el garaje, y Maddox supuso que no se lo dejaba conducir a nadie. De momento no había visto ni rastro de peones, y el vecino más cercano estaba a medio kilómetro.
Acabó el dibujo y lo estudió. A la casa se entraba por tres puertas: la trasera, de la cocina, la delantera y la del patio lateral. Si todas estaban cerradas —como dio por sentado, de cara a sus planes—, la vía más fácil sería por la doble puerta del patio, que era vieja. En sus tiempos había forzado bastantes puertas por el estilo con las cuñas que llevaba en la mochila. No tardaría ni un minuto.
Se agachó al oír un coche, que apareció por detrás de la casa y aparcó. Era una furgoneta Mercedes. La conductora bajó y se dirigió al picadero gritando y gesticulando. Al verla, el niño del caballo la saludó con la mano y profirió una expresión ininteligible de alegría. El caballo redujo el paso. La mujer de Broadbent ayudó a descabalgar al pequeño, que corrió a abrazar a la mujer del Mercedes. La clase había terminado. Conversaron un rato y después el niño y su madre subieron al coche y se marcharon.
La esposa, Sally, se quedó sola.
Siguió todos sus movimientos con los prismáticos, vio cómo llevaba el caballo a un poste, le quitaba la silla y lo cepillaba, agachándose para llegar a la barriga y las patas. Después lo dejó suelto en un corral, echó unos copos de alfalfa al comedero y se fue a la casa dándose palmadas en los muslos y el culo para quitarse los granitos de alfalfa. ¿Tendría más clases por delante? A las cuatro de la tarde no era lo más probable.
Sally entró en la cocina, haciendo chocar la puerta mosquitera. Al poco rato, Maddox vio que pasaba por delante del ventanal, iba hacia los fogones y empezaba a hacer café.
Era el momento.
Dio un último repaso al dibujo antes de guardarlo en la mochila y de sacar el instrumental. Primero se tapó los zapatos con patucos verdes de quirófano. Luego se puso la red para el pelo, el gorro de ducha y la media. Acto seguido, el impermeable de WalMart, de esos que valen cuatro dólares y que son como un paquetito. Tras enfundarse unos guantes de látex, cogió su Glock 29 de diez milímetros Auto, novecientos treinta y cinco gramos cargados con diez balas en la recámara. Una pistola la mar de bien resuelta. La limpió y se la metió en el bolsillo de los pantalones. Finalmente sacó una tira de condones, arrancó dos y se los metió en el bolsillo de la camisa.
No pensaba dejar su ADN en la escena del crimen.