El monasterio de Cristo en el Desierto está a orillas del Chama, veinticinco kilómetros río arriba, en pleno desierto, junto a la masa enorme y recortada de la Mesa de los Viejos, que marcaba el principio del altiplano. Tom avanzaba a velocidad de caracol por el camino del monasterio, le daba mucha rabia meter a su preciosa Chevrolet por una de las carreteras más tristemente famosas de todo Nuevo México. Tenía tantos agujeros que parecía haber sufrido un bombardeo, y superficies en sierra que amenazaban con soltar hasta el último tornillo de la camioneta y destrozarle a Tom toda la dentadura. Se decía que a los monjes la carretera les gustaba así.
Después de un trayecto que parecía llevar a los confines de la tierra, vio asomarse el campanario de adobe de la iglesia sobre los enebros y la chamiza. Poco a poco apareció el resto del monasterio benedictino, un grupo de construcciones de adobe marrón desperdigadas a la buena de Dios por un bancal situado encima de la zona inundable del lecho del río, justo debajo de donde confluían el Gallina y el Chama. Tenía fama de ser uno de los monasterios cristianos más recónditos del mundo.
Dejó la camioneta en el aparcamiento de tierra y continuó a pie por el camino que llevaba a la tienda del monasterio. Se sentía nervioso, temía no encontrar el modo de obtener la ayuda del monje. Oyó retazos de música coral procedentes de la iglesia, que se mezclaban con los gritos roncos de una bandada de arrendajos.
Dentro no había nadie. Sin embargo, al abrir la puerta sonó una campanilla y un monje joven salió de la trastienda.
—Hola —dijo Tom.
—Bienvenido.
El monje se sentó detrás del mostrador, en un taburete alto de madera. Tom no sabía qué hacer. Miró los humildes productos del monasterio: miel, flores secas, tarjetas hechas a mano, tallas de madera…
—Me llamo Tom Broadbent —dijo, tendiendo la mano. El monje se la estrechó. Era un hombre menudo y llevaba unas gafas de cristal grueso.
—Encantado.
Tom carraspeó. Se sentía realmente incómodo.
—Soy veterinario. El año pasado vine a curarles una oveja enferma.
El monje asintió con la cabeza.
—Y oí que decían algo de un monje que había estado en la CIA.
El monje volvió a asentir.
—¿Sabe a quién me refiero?
—Al hermano Ford.
—Exacto. Venía a preguntar si puedo hablar con él.
El monje echó un vistazo a su reloj de pulsera, un modelo deportivo grande, lleno de botones y diales, que por alguna razón, que Tom no supo discernir, desentonaba en la muñeca de un monje. Claro que hasta los monjes necesitan saber la hora…
—Acaba de terminar la sexta. Voy a buscarlo.
Se fue por el camino. Cinco minutos más tarde Tom se llevó la sorpresa de ver bajar a un personaje gigantesco con unos pies enormes calzados con sandalias, un largo bastón de madera en la mano y un hábito marrón que flotaba a su paso. Poco después, la puerta se abrió de golpe y el gigante dio unas cuantas zancadas por la tienda con el hábito revuelto. De repente estaba frente a Tom, envolviendo su mano con un apretón de sorprendente suavidad.
—Soy el hermano Wyman Ford —dijo con una voz dura, impropia de un monje.
—Tom Broadbent.
El hermano Ford impresionaba por su fealdad. Tenía la cabeza muy grande y unas facciones tan accidentadas que parecía un cruce entre Abraham Lincoln y Herman Munster. No daba una impresión especialmente pía. En todo caso, su corpachón de casi dos metros, su barba y su pelo, que caía rebelde alrededor de las orejas, no cuadraban con la imagen del típico monje.
Sé quedaron callados. Tom volvió a darse cuenta de lo embarazoso de su visita.
—¿Tiene un momento para hablar conmigo?
—Técnicamente, dentro del recinto estamos sometidos al voto de silencio —dijo el monje—. ¿Damos un paseo?
—Por mí, perfecto.
El monje salió disparado por un camino que bajaba de la tienda haciendo curvas y que al llegar al río seguía por la orilla. Tom tuvo que darse prisa para no quedarse rezagado. Era un bonito día de junio. Los bordes anaranjados del cañón contrastaban luminosamente con el inmenso cielo azul, sembrado de nubes algodonosas que flotaban como barcos en el mar. Caminaron en silencio durante diez minutos. El camino volvía a subir hacia la cima de una escarpadura. El hermano Wyman se apartó el faldón del hábito para sentarse en el tronco seco de un enebro.
Tom se sentó al lado y contempló el cañón, embelesado, sin abrir la boca.
—Espero no distraerlo de nada importante —dijo.
Aún no sabía por dónde empezar.
—Me estoy perdiendo una reunión importantísima en la Sala de Debates. Un hermano dijo una palabrota en completas.
El monje rio entre dientes.
—Hermano Ford…
—Llámeme Wyman, por favor.
—No sé si se ha enterado de que hace dos días mataron a alguien en el Laberinto…
—Ya hace tiempo que no leo el periódico.
—¿Sabe dónde queda el Laberinto?
—Sí, lo conozco bastante.
—Pues dentro, hace dos noches, mataron a un buscador de tesoros.
Tom desgranó la historia de cómo había encontrado al moribundo, del cuaderno de notas y de la desaparición del cadáver.
Al principio Ford guardó silencio, mirando el río. Después volvió la cabeza y preguntó:
—Bueno, pero ¿yo qué tengo que ver?
Tom sacó el cuaderno del bolsillo.
—¿No se lo dio a la policía?
—Hice una promesa.
—Pero seguro que les dio una copia…
—No.
—Mala idea.
—El policía que investiga el caso no me inspiraba confianza. Además, lo prometí.
Vio que los ojos grises del monje lo observaban fijamente.
—¿En qué puedo ayudarle?
Tom tendió el cuaderno, pero el monje no hizo ademán de cogerlo.
—He hecho todo lo que se me ocurría para identificar al muerto y poder darle esto a su hija, pero ha sido en balde. La policía está desorientada. Me han dicho que pueden tardar varias semanas en encontrar el cadáver. La clave de su identidad está aquí dentro. Estoy seguro. El único problema es que está escrito en clave.
Una pausa. El monje seguía con la mirada fija en Tom.
—Me habían dicho que usted descifraba códigos para la CIA.
—Sí, era criptoanalista.
—Entonces, ¿qué me dice? ¿Se atreve?
Ford miró el cuaderno, pero no lo cogió.
—Al menos échele un vistazo —dijo Tom, acercándoselo.
Ford titubeó y dijo:
—No, gracias.
—¿Por qué no?
—Porque no quiero.
La arbitrariedad de la respuesta irritó a Tom.
—Es por una buena causa. Lo más probable es que ella no sepa que su padre ha muerto. Podría estar loca de preocupación. Hice una promesa a un moribundo, y pienso cumplirla. La única persona que puede ayudarme es usted.
—Lo siento, Tom, pero no puedo.
—¿No puede o no quiere?
—No quiero.
—¿Tiene miedo de implicarse a causa de la policía?
Una sonrisa irónica llenó de arrugas el curtido rostro del monje.
—En absoluto.
—¿Entonces?
—Vine aquí por una razón: para huir de todo eso.
—No sé si le entiendo.
—Falta menos de un mes para que haga los votos. Ser monje es mucho más que llevar hábito. Significa cambiar de vida, y esto… —señaló el cuaderno— esto sería un paso atrás hacia mi antigua vida.
—¿Su antigua vida?
Wyman miraba fijamente el río: tenía sus hirsutas cejas fruncidas y movía su protuberante mandíbula.
—Sí, mi antigua vida.
—Pues debía de ser muy dura para huir a un monasterio…
Ford arrugó la frente.
—La espiritualidad monástica no tiene nada que ver con huir de algo, sino con correr hacia algo: el Dios vivo. Ahora bien, sí que fue duro.
—¿Qué pasó, si no le molesta la pregunta?
—Sí me molesta. Será que ya no estoy acostumbrado a lo que en el mundo exterior se entiende por conversación y que es pura indiscreción.
La réplica hirió a Tom.
—Perdone, he estado fuera de lugar.
—No se disculpe. Usted hace lo que le parece justo. De hecho, a mí también me lo parece. Lo que pasa es que no soy quien tiene que ayudarle.
Tom asintió con la cabeza y ambos se levantaron. El monje se sacudió el polvo del hábito.
—Respecto al cuaderno, no creo que la clave se le resista demasiado. La mayoría de las claves caseras son lo que se llama claves idiotas: se le ocurren a un idiota y puede descifrarlas otro idiota. Son números en vez de letras. Lo único que hace falta es una tabla de frecuencia del inglés.
—¿Qué es eso?
—Una lista de las letras de la lengua inglesa por orden de frecuencia. Hay que cotejarla con los números de la clave en orden de frecuencia.
—Suena bastante fácil.
—Lo es. Seguro que no tarda nada en descifrarlo.
—Gracias.
Ford titubeó.
—Déjeme echarle un vistazo, tal vez pueda descifrarlo aquí mismo.
—¿Seguro que no le molesta?
—No me morderá.
Tom le dio el cuaderno. Ford lo hojeó con detenimiento. Pasaron cinco largos minutos.
—Es curioso, pero esto parece bastante más refinado que una clave de sustitución.
El sol se estaba poniendo en los cañones, bañando los arroyos de una luz intensamente dorada. Las golondrinas revoloteaban por todas partes, sus gritos reverberaban en las paredes. Abajo, el agua del río susurraba.
Ford cerró el cuaderno de golpe.
—Me lo quedaré unos días. Estos números me intrigan. Hay pautas curiosísimas.
—Así pues, ¿me ayudará, después de todo?
El monje se encogió de hombros.
—Así la hija podrá saber qué le pasó a su padre.
Movió una de sus grandes manos.
—A veces peco de demasiado categórico. No pierdo nada por intentarlo un poco… —Entornó los ojos para mirar el sol—. Bueno, tengo que volver.
Le dio la mano a Tom.
—Admiro su tozudez. En el monasterio no hay teléfono, pero tenemos conexión a internet vía satélite. Cuando haya descifrado esto, le mandaré un mensaje.