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Melodie Crookshank ajustó el ángulo de la laminadora de diamante e incrementó la velocidad de rotación. Era un instrumento de una precisión perfecta, lo percibía en la pureza del silbido. Puso la muestra en la bandeja, la fijó y abrió el chorro de agua laminar. El agua empezó a bañar el espécimen con un borboteo que se mezcló al canto de la laminadora, haciendo aparecer manchas amarillas, rojas y violáceas. Tras algunos ajustes finales, Melodie activó la velocidad automática y esperó a que empezara el proceso de corte.

Cuando el espécimen y la cuchilla de diamante se tocaron, surgió una nota que era pura música. El espécimen quedó cortado en dos en un instante, y el tesoro que llevaba dentro salió a la luz. Con la pericia que le daban los años de experiencia, Melodie lo lavó, lo secó y le dio la vuelta, antes de montar el otro lado en una base de resina epoxi con un manipulador de acero.

Mientras la resina se endurecía, contempló su pulsera de zafiros. A sus amigos les había dicho que era bisutería barata, y se lo habían creído. ¿Por qué no? ¿A quién se le podía pasar por la cabeza que Melodie Crookshank, técnica de primer grado que cobraba un sueldo de veintiún mil dólares al año, vivía en un piso interior de la parte alta de la avenida Amsterdam y no tenía ni novio ni dinero, pudiera pasearse con diez quilates de zafiros estrella de Sri Lanka? Sabía perfectamente que Corvus la estaba utilizando, que un hombre así no podía sentirse atraído sinceramente por ella, pero por otro lado no era ninguna coincidencia que la hubiera elegido para el encargo. Porque ella en lo suyo era buena, buenísima. La pulsera formaba parte de una operación estrictamente impersonal, una compensación por su opinión profesional, y por su discreción. No tenía nada de deshonroso.

La muestra ya se había endurecido. Volvió a ponerla en la bandeja y le hizo otro corte por el lado contrario. En breves instantes dispuso de una fina lámina de piedra de un grosor aproximado de medio milímetro, perfectamente cortada, sin grietas ni mellas de ninguna clase. Disolvió rápidamente la resina, dejando la oblea al desnudo, y la cortó en una docena de trozos más pequeños, cada uno de los cuales estaba destinado a una prueba distinta. Cogió uno, lo fijó con resina en otro manipulador y usó la pulidora para adelgazarlo aún más, hasta obtener una admirable transparencia, de aproximadamente la mitad del grosor de un cabello humano. Lo montó en un portaobjetos y lo puso en la bandeja del microscopio de polarización Meiji. Después de encenderlo, acercó los ojos a los oculares.

Un rápido ajuste de los botones hizo brotar un arco iris de colores, todo un mundo de belleza cristalina. La magnificencia del microscopio de polarización siempre la dejaba atónita. Hasta la roca más opaca desnudaba su alma. Puso el microscopio en treinta aumentos y empezó a cambiar el ángulo de polarización por pasos de treinta grados. Cada cambio generaba una nueva explosión de color dentro del espécimen. El primer barrido tenía una finalidad meramente estética. Era como mirar una vidriera más bonita incluso que el rosetón de la catedral de Chartres.

A medida que progresaba por los trescientos sesenta grados de polarización, sintió que su pulso se aceleraba con cada nuevo ángulo. Aquel espécimen era un prodigio. Cuando llegó al final de la serie, aumentó la magnificación hasta ciento veinte. La estructura era tan fina, tan perfecta… Increíble. Ahora entendía el secretismo de Corvus. Si, como era probable, había más de lo mismo in situ, sería de vital importancia mantenerlo en secreto. Estaba destinado a ser un golpe maestro, incluso en alguien de la reputación de Corvus.

Se apartó del ocular. Acababa de tener una idea. Si jugaba bien sus cartas, tal vez pudiera aprovecharlo para que le dieran un cargo con opción a titularidad…