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Melodie Crookshank, técnica especialista de primer grado, hizo un descanso, abrió una Coca-Cola y entre sorbo y sorbo echó una mirada pensativa a su laboratorio del sótano. Cuando empezó el doctorado en química geofísica en la Universidad de Columbia había imaginado una trayectoria muy distinta: recorrer la selva tropical de Quintana Roo para hacer un mapa del cráter de Chicxulub; acampar en Bayanzag (el mítico yacimiento del desierto de Gobi) para excavar nidos de dinosaurio; dar una conferencia en perfecto francés en el Musée d’Histoire Naturelle de París ante un público entregado… Todo para acabar en un laboratorio sin ventanas, donde hacía de chica para todo analizando material para científicos sin inspiración, que no se molestaban ni en memorizar su nombre y muchos de los cuales tenían un coeficiente de inteligencia la mitad de alto que el suyo. Había entrado a trabajar en el laboratorio antes de terminar el doctorado, se dijo a sí misma que era una manera de salir del paso hasta que terminara la tesis y la aceptaran de titular, pero ya hacía cinco años que tenía el título y había enviado centenares —miles— de currículos y no había recibido ni una sola propuesta. Era un mercado brutal, sesenta nuevos doctores competían todos los años por media docena de plazas, era como si participaran en el juego de las sillas, pero aquí la última nota pillaba de pie a la gran mayoría. Si estaría mal la cosa que al ver las necrológicas del Mineralogy Quarterly Melodie no podía remediar una chispa de esperanza al leer que un catedrático muy querido por sus alumnos, colmado de honores y de galardones, un verdadero pionero dentro de su campo, había fallecido trágicamente antes de hora. Tal vez…

Por otro lado, era una optimista incorregible: en el fondo se sabía destinada a algo mejor y persistía en enviar currículos a centenares mientras se presentaba a todas las plazas que salieran. De momento el presente era soportable: el laboratorio era tranquilo, mandaba ella, y si quería escaparse solo tenía que cerrar los ojos y adentrarse en el futuro, maravilloso y vasto país donde podía vivir aventuras, hacer descubrimientos fascinantes, recibir toda clase de elogios y obtener la titularidad.

Abrió los ojos y vio lo de siempre, la prosaica imagen del laboratorio, las paredes de bloques de hormigón, los fluorescentes que zumbaban un poco y el sistema de aire acondicionado que nunca paraba de silbar. Estanterías llenas de libros, y armarios repletos de muestras de minerales. Hasta el instrumental de un millón de dólares, que al principio la había entusiasmado tanto, empezaba a quedarse obsoleto. Su mirada se deslizó inquieta por el microanalizador de rayos X con sonda electrónica JEOL JXA733 Superprobe, el sistema de análisis por rayos X con geometría óptica tridimensional de polarización Epsilon 5 (dotado de un tubo de rayos X con ánodo de gadolinio de seiscientos vatios y un generador de cien kilovatios), el microscopio electrónico de transmisión Watson 55, el Power Mac G5 con doble CPU de 2,5 gigahercios refrigerada con agua, los dos microscopios petrográficos de investigación, el microscopio de polarización Meiji, los dispositivos de cámara digital y el equipo completo de preparación de muestras, que incluía laminadoras de diamante, pulidoras automáticas, revestidores de carbono…

¿De qué servía todo aquello, si lo único que le daban para analizar eran tonterías?

Un zumbido grave sacó a Melodie de sus divagaciones. Era el indicador de que había entrado alguien en el laboratorio. Seguro que otro ayudante de conservador que iba a pedirle que analizara una piedra gris para un artículo que no leería nadie. Se quedó con los pies en la mesa y la Coca-Cola en la mano, esperando que apareciera el intruso por la esquina.

Poco después oyó un clic clac confiado de zapatos de cordones por el suelo de linóleo, seguido por la aparición de un hombre delgado y elegante, con un traje azul de lo más fino: el doctor Iain Corvus.

Melodie se apresuró a bajar los pies de la mesa, pero no pudo evitar que la silla chocara ruidosamente con el suelo. Se apartó el pelo de la cara, que empezaba a estar roja. Los conservadores nunca bajaban al laboratorio. Preferían no menoscabar su dignidad relacionándose con el equipo técnico. Y sin embargo, en contra de todas las probabilidades, Melodie tenía delante al mismísimo Corvus, a quien sus trajes a medida de Savile Row y sus zapatos Williams and Croft hechos a mano habían convertido en todo un personaje; un personaje, todo había que decirlo, guapo, aunque de un guapo inquietante, a lo Jeremy Irons.

—¿Melodie Crookshank?

Se quedó pasmada de que supiera su nombre. Miró a Corvus a la cara, una cara alargada y sonriente, de bonita dentadura y pelo azabache. La tela del traje hacía un suave frufrú a cada movimiento.

—Yo misma —contestó después de un rato, intentando no parecer nerviosa.

—Me alegro mucho de encontrarla, Melodie. ¿La molesto?

—No, no, en absoluto; no hacía nada en especial.

Melodie se sonrojó, arrepintiéndose de sus palabras. Tenía la impresión de haber quedado como una idiota.

—Ya sé que está muy ocupada, pero quería saber si puedo interrumpiría con una muestra para analizar.

Corvus balanceó una bolsa hermética en la punta de los dedos, mostrando unos dientes deslumbrantes.

—Sí, claro.

—Le traigo un pequeño… desafío. ¿Se atreve?

—Pues… sí, claro…

Corvus tenía fama de distante, e incluso de creído, pero su tono estaba siendo casi juguetón.

—Que quede entre nosotros.

Melodie tardó un poco en contestar.

—¿Qué quiere decir? —preguntó, precavida.

Corvus le dio la muestra. Ella la miró. Dentro de la bolsa había una etiqueta escrita a mano: Nuevo México, espécimen nº 1.

—Me gustaría que analizara la muestra de la bolsa sin ninguna idea preconcebida sobre su procedencia o su composición. Un análisis mineralógico, cristalográfico, químico y estructural completo.

—De acuerdo.

—La cuestión es que me gustaría mantenerlo en secreto. No escriba nada, ni guarde nada en el disco duro. Cuando haya hecho las pruebas, grabe los datos en CD y bórrelos del sistema. Los CD guárdelos constantemente bajo llave en su armario de especímenes. No le cuente a nadie lo que hace, ni le comente a nadie sus averiguaciones. Infórmeme a mí directamente. —Otra sonrisa luminosa—. ¿Qué, se atreve?

Ante la intriga, y la confianza que Corvus depositaba en ella, Melodie sintió un hormigueo de emoción.

—No sé… ¿A qué viene tanto secretismo?

Corvus se inclinó hacia Melodie, que reconoció un leve olor a puros y tweed.

—Eso, querida Melodie, lo sabrá… después de que haya hecho los análisis. Repito que no quiero darle ideas preconcebidas.

La idea la intrigaba. Más aún: la entusiasmaba. Corvus era de esos hombres que irradiaban poder, y parecían estar en situación de conseguir lo que quisieran. Al mismo tiempo, suscitaba cierto miedo y antipatía entre muchos de los otros conservadores del museo. De hecho, a Melodie aquella exhibición de falsa simpatía le confirmaba que, aunque guapo y con encanto, Corvus no era trigo limpio.

El conservador le puso suavemente una mano en el hombro.

—¿Qué, Melodie, qué me contesta? ¿Conspiramos juntos?

—De acuerdo. —Total, ¿por qué no? Al menos sabía a lo que se exponía—. ¿Algún plazo en concreto?

—Lo antes posible, pero sin prisas. Esmérese al máximo.

Melodie asintió con la cabeza.

—Perfecto. No se imagina lo importante que es. —Al sorprenderla mirando el espécimen, Corvus arqueó las cejas y ladeó la cabeza con la misma sonrisa socarrona de antes—. Adelante, mírelo de cerca.

Melodie, picada en su interés, centró su atención en la roca, un mineral marrón de trescientos o cuatrocientos gramos. Vio enseguida lo que era, al menos en términos generales. La muestra contenía estructuras francamente inhabituales. Se le aceleró el pulso. «Nuevo México, espécimen n.° 1.» Se iba a divertir.

Al bajar la bolsa topó con la mirada de Corvus, que la observaba atentamente con unos ojos de color gris claro que los fluorescentes del laboratorio hacían parecer casi incoloros.

—Increíble. Si no me equivoco, esto es…

—¡Ah! —Corvus le rozó los labios con un dedo, al tiempo que decía con un guiño—: Nuestro pequeño secreto. —Retiró la mano y se levantó como si fuera a irse, pero en el último momento se volvió, metió la mano en el bolsillo de la americana y sacó una caja alargada de terciopelo—. Una pequeña muestra de gratitud.

Melodie la cogió. En la tapa ponía TIFFANY.

«¡Sí hombre!», pensó al tenerla entre las manos. Cuando la abrió quedó deslumbrada por una visión de gemas azules. Parpadeó. Casi no podía concentrar la vista. Zafiros estrella. Una pulsera de zafiros estrella montados en platino. Enseguida vio que no eran sintéticos. Todos presentaban alguna diferencia, alguna leve imperfección; un matiz propio de color, de tono y personalidad. Hizo girar la caja debajo de la luz, y vio moverse las estrellas de las gemas, que titilaban desde muy adentro. Tragó saliva. Se le había formado un nudo en la garganta. Nunca le habían regalado nada comparable. Nunca. Le picaban los ojos. Parpadeó, horrorizada por el descubrimiento de lo vulnerable que era.

—Bonita colección de óxido de aluminio —dijo con displicencia.

—Esperaba que le gustaran los zafiros estrella, Melodie.

Tragó otra vez saliva, no apartó la vista de la pulsera para que Corvus no le viera los ojos. Pensó que nunca le había gustado nada tanto como aquella joya. Zafiros estrella de Sri Lanka, sus preferidos: piedras únicas, forjadas en las entrañas de la tierra por un calor y una presión inmensos. La mineralogía en su más pura expresión. Comprendió que la estaban manipulando con todo el descaro del mundo, sin disimular, pero pensó: ¿por qué no? ¿Por qué no cogerlo? ¿No funcionaba así el mundo?

Sintió en el hombro el peso de la mano de Corvus, que se lo apretó muy suavemente. Fue como una descarga eléctrica. Se le escapó una lágrima caliente que rodó por su mejilla, avergonzándola. Parpadeó enseguida sin poder hablar, contenta de tener a Corvus detrás, porque así no la veía. La otra mano del conservador se posó en el otro hombro y lo apretó suavemente al mismo ritmo. Melodie sentía el calor de la presencia de Corvus en la nuca. Una corriente erótica recorrió su cuerpo como un rayo, provocándole rubor y escalofríos.

—No sabe cuánto le agradezco su ayuda, Melodie. Conozco su talento. Por eso es usted la única persona a quien confío esta muestra. Y por eso le he dado la pulsera. No es un simple soborno, al menos no del todo. —Corvus se río entre dientes, acariciándole el hombro—. Es una expresión de la fe que me merece, Melodie Crookshank.

Melodie asintió sin girar la cabeza.

Apretones, masajes, caricias en los hombros.

—Gracias, Melodie.

—No, qué va… —susurró ella.