6

Tom estaba sentado delante de la mesa de la cocina, esperando cómodamente a que los posos del café llegaran al fondo del cazo de agua puesta a calentar en el fogón. Fuera, la brisa de junio hacia susurrar los álamos despojándolos de su algodón, que pasaba flotando como copos de nieve. Tom miró el patio y vio a los caballos en el establo del fondo, con el morro en el saco de fleo que les había traído Sally por la mañana.

Llegó Sally, que aún iba en bata, y al pasar delante de la doble puerta corredera de cristal recibió en la espalda el primer sol de la mañana. Llevaban menos de un año casados, y aún era todo nuevo. Tom la vio coger el cazo, levantarlo del fogón, mirarlo, hacer una mueca y dejarlo otra vez en su sitio.

—Me parece mentira que te hagas así el café.

Tom la miró sonriendo.

—Esta mañana estás arrebatadora.

Ella levantó la vista y se apartó el pelo dorado de la cara.

—He decidido que hoy la clínica la lleve Shane —dijo Tom—. El único tema pendiente es un caballo con cólicos en Española.

Apoyó las botas en el taburete, esperando a que Sally se preparara café a su manera, mucho más complicada: hacer espuma con la leche, poner una cucharada de miel y rematarlo todo con un poco del chocolate negro en polvo que tenía en un salero. Era su ritual de todas las mañanas. Tom no se cansaba de mirarlo.

—Shane lo entenderá. He estado despierto casi toda la noche con lo… del Laberinto.

—¿La policía aún no tiene ninguna teoría?

—No. No hay cadáver, móvil ni desaparecidos. Solo unos cuantos cubos de arena empapada de sangre.

Sally hizo una mueca.

—Bueno, y ¿qué piensas hacer durante el día de hoy? —preguntó.

Tom se inclinó, haciendo chocar las patas delanteras de la silla con el suelo, y metió la mano en el bolsillo para sacar el cuaderno y dejarlo en la mesa.

—Buscar a Robbie y darle esto.

Sally frunció el entrecejo.

—Mira, Tom, sigo pensando que deberías habérselo dado a la policía.

—Es una promesa.

—Esconder pruebas a la policía es ser un irresponsable.

—Me hizo prometer que no se lo daría…

—Señal de que se dedicaba a algo ilegal.

—Es posible, pero el caso es que le hice una promesa a un moribundo. Además, al detective Willer no se lo habría podido dar. Es más fuerte que yo. No me dio la impresión de que fuera una lumbrera.

—La promesa la hiciste bajo coacción. No debería ser válida.

—Si le hubieras visto la cara de desesperación, me entenderías.

Sally suspiró.

—Bueno, y ¿cómo piensas encontrar a la hija misteriosa?

—He pensado empezar por Sunset Mart, a ver si el hombre se paró a llenar el depósito o a comprar comida. Luego tal vez busque su coche por las carreteras forestales de por aquí.

—Un coche con un remolque para caballos.

—Exacto.

El recuerdo del moribundo se despertó otra vez sin avisar. Se le había quedado grabado. De hecho le recordaba la muerte de su padre: un esfuerzo desesperado por retener la vida en los últimos segundos de dolor y miedo porque ya no queda ni un resquicio de esperanza. Algunas personas se aferraban a la vida hasta el último aliento.

—Quizá también pase a ver a Ben Peek. Estuvo muchos años buscando en los cañones, a lo mejor tiene alguna idea de quién era el muerto, o qué tesoro buscaba…

—Ah, muy buena idea. ¿Y en el cuaderno? ¿No sale nada?

—Solo números. No hay nombre ni dirección. Sesenta páginas de números y un par de signos de exclamación gigantes al final.

—¿Tú crees que es verdad que encontró un tesoro? —Se lo vi en los ojos.

La súplica desesperada aún resonaba en sus oídos. Le había llegado a lo más hondo, quizá porque aún tenía fresca en la memoria la muerte de su padre. Su padre, el grande, el terrible Maxwell Broadbent, también había sido una especie de buscador de tesoros: saqueador de tumbas, coleccionista y marchante de objetos arqueológicos. Aunque la relación padre-hijo hubiera sido difícil, desde su muerte Tom sentía un gran vacío en su interior, hasta el punto de que el buscador de tesoros moribundo, con su barba y sus ojos de un azul penetrante, le había recordado a su padre. Era una asociación absurda, pero por alguna razón sentía que tenía que cumplir la promesa que le había hecho.

—¿Tom?

Parpadeó.

—Ya vuelves a poner cara de estar muy lejos. —Perdona.

Sally se acabó el café y se levantó para lavar la taza en el fregadero.

—¿Te das cuenta de que hace justo un año que encontramos esta casa?

—Se me había olvidado.

—¿Aún te gusta?

—Es lo que siempre había querido.

Tom y Sally habían encontrado la vida que soñaban en las agrestes tierras de Abiquiú, a los pies de Pedernal Peak: un rancho pequeño con jardín, un picadero para niños y el consultorio veterinario de Tom. Una vida rural, sin los agobios y la contaminación de la ciudad ni atascos para llegar a casa. El negocio de Tom empezaba a ir viento en popa. Últimamente lo llamaban hasta los rancheros de la vieja escuela. Casi siempre trabajaba al aire libre, la gente era simpatiquísima y a él le encantaban los caballos.

A veces era demasiado tranquilo, había que reconocerlo.

Volvió a concentrarse en el buscador de tesoros. El y su cuaderno resultaban más interesantes que irse a Española para meter a la fuerza cuatro litros de aceite mineral por el gaznate recalcitrante de un bichejo patituerto y pellejudo en Dude Ranch, el rancho de Gilderhus, un hombre legendario tanto por la fealdad de sus caballos como por su mal genio. Una de las ventajas de ser el jefe era poder delegar las peores faenas en su empleado. Como Tom lo hacía a menudo, no se sintió culpable. Bueno, un poquito quizá sí…

Volvió a fijarse en el cuaderno. Era evidente que estaba escrito en clave: filas y columnas rellenadas página por página con una caligrafía de pulcritud obsesiva. No había nada borrado, ni correcciones, ni errores ni tachones. Parecía copiado de otra fuente, número por número.

Sally se levantó y le pasó un brazo por la espalda. Al sentir el roce de su pelo en la cara, Tom respiró la mezcla del champú y de la fragancia personal de Sally, como a galletas recién salidas del horno.

—Prométeme una cosa —dijo ella.

—¿Qué?

—Que tendrás cuidado. No sé qué tesoro encontró, pero alguien está dispuesto a matar para quedárselo.