Cuando llegó a la cumbre de la Mesa de los Viejos, Stem Weathers ató su burro en un enebro muerto y se sentó en una roca polvorienta para recuperar el aliento y secarse el sudor de la frente con un pañuelo. El viento que barría sin descanso la cima le estiraba los pelos de la barba, refrescándolo tras el inmóvil bochorno de los cañones.
Después de sonarse y de guardarse el pañuelo en el bolsillo, estudió los accidentes geográficos que ya conocía, recitando sus nombres: Daggett Canyon, Sundown Rocks, Navajo Rim, Orphan Mesa, Mesa del Yeso, Dead Eye Canyon, Blue Earth, La Cuchilla, Echo Badlands, White Place, Red Place y Tyrannosaur Canyon. El artista que llevaba dentro veía un reino fantástico pintado en tonos oro, rosa y morado, pero lo que vio el geólogo fue un conjunto de mesetas del Cretácico Superior, inclinadas, resquebrajadas, barridas y erosionadas por el paso del tiempo, como si el infinito hubiera arrasado la tierra, dejando tras de sí un paisaje rocoso y estridente.
Weathers sacó un paquete de Bull Durham de un bolsillo mugriento de su chaqueta y lio un cigarrillo con sus manos nudosas, negras de polvo, de uñas amarillas y agrietadas. Después encendió una cerilla de madera en los pantalones, la acercó a la punta del pitillo y chupó con fuerza. Tras dos semanas racionándose el tabaco, por fin podía darse el gusto.
Toda su vida había sido el prólogo de aquella semana llena de emociones.
Su vida iba a sufrir un vuelco radical. Lo primero era hacer las paces con su hija Robbie. La traería al Laberinto y le enseñaría su descubrimiento; así ella le perdonaría sus obsesiones, su falta de estabilidad vital y sus eternas ausencias. El descubrimiento lo redimiría como padre. Nunca había podido darle a Robbie lo que los otros padres prodigaban a sus hijas: dinero para la universidad, un coche, una ayudita para el alquiler… Suerte que ahora, gracias a él, ya no tendría que seguir trabajando de camarera en Red Lobster. Ahora podría pagarle su sueño: un taller de arte y una galería.
Entrecerró los ojos para mirar el sol. Dos horas para la puesta. Como no espabilase, llegaría de noche al río Chama. Su burro, el viejo Salt, no había bebido nada desde la mañana, y él no quería animales muertos. Lo vio dormitar en la sombra con las orejas pegadas al cuello y los labios temblorosos, sumido en alguna pesadilla; casi sintió cariño por el animal.
Apagó el cigarrillo y se guardó lo que quedaba en el bolsillo. Luego bebió un trago de agua de la cantimplora, mojó un poco el pañuelo y se refrescó la cara y el cuello. Cuando volvió a tener la cantimplora en el hombro, desató el burro y lo dirigió hacia el este, hacia la mesa yerma de arenisca. A medio kilómetro, la sima vertiginosa de Joaquin Canyon cortaba la Mesa de los Viejos, y su espectacular barranco se prolongaba hasta el río Chama, formando una red de cañones conocida como el Laberinto.
Miró hacia abajo. El fondo del cañón estaba inmerso en una sombra azul, con cierto aspecto submarino. Al fijarse en el punto en que el cañón giraba hacia el oeste (con Orphan Mesa en un lado y Dog Mesa en el otro), vio la boca del Laberinto, una abertura muy ancha que quedaba a menos de tres kilómetros. Justo en ese momento, el sol iluminaba las agujas torcidas y las extrañas formaciones rocosas de la entrada.
Una mirada atenta al borde le permitió encontrar el camino que descendía casi imperceptiblemente hacia el fondo. Era una bajada traicionera, sembrada de desprendimientos que obligaban al viajero a bordear despeñaderos de trescientos metros, pero no existía ninguna otra manera de adentrarse en la zona de altiplanos del este desde el río Chama. Solo se atrevían los muy valientes.
«Menos mal», pensó Weathers.
Bajó con precaución, vigilando sus pasos y los del burro. Llegar al cauce seco fue un alivio. Si seguía por Joaquín Wash, podría llegar al Laberinto, y por éste al río Chama. En Chama Bend había un meandro muy cerrado que no solo era perfecto para acampar, sino que gracias a una lengua de arena permitía nadar. Nadar… ¡Qué gusto! El día siguiente por la tarde ya estaría en Abiquiú. Lo primero que haría sería llamar por teléfono a Harry Dearborn, ni que fuera para avisarlo. (Ya hacía días que se le había acabado la batería del móvil). La idea de darle a alguien la noticia le llenó de emoción.
Al llegar al fondo, donde terminaba el camino, miró hacia arriba. La pared del cañón estaba oscura, pero los últimos resplandores del sol encendían el borde rocoso. Se quedó de piedra. Trescientos metros más arriba, una silueta se asomaba a observarlo.
Susurró una palabrota. Era el mismo hombre que lo había seguido hacía dos semanas desde Santa Fe hasta el desierto del Chama. La gente de su estofa conocía el talento especial de Weathers, pero eran demasiado perezosos o demasiado tontos para hacer prospecciones por su cuenta, y pretendían birlarle lo que era suyo. Se acordó del personaje: un tío con pinta de duro que iba en una Harley, un motero de pega que le había seguido el rastro por Española, Abiquiú y Ghost Ranch, siempre a una distancia de doscientos metros, sin esforzarse por disimular. Era el mismo tipejo a quien había visto al principio del viaje por el páramo; el mismo que lo había seguido a pie entre Joaquín Wash y el río Chama, sin quitarse de la cabeza el pañuelo de motero, y a quien había despistado en el Laberinto, de donde había tardado más en salir que Weathers en llegar a la cima de la Mesa de los Viejos.
Dos semanas y aún lo tenía encima. ¡No era tozudo ni nada, el cabroncete!
Stem Weathers examinó las curvas perezosas de Joaquin Wash. Luego se fijó en las agujas pétreas que señalaban la boca del Laberinto. Volvería a despistarlo por el Laberinto. Y esta vez, con un poco de suerte, el muy hijo de puta se quedaría dentro.
Continuó cañón abajo, volviendo a ratos la cabeza, pero ya no lo seguía nadie. El motero había desaparecido. Quizá conociera un camino de bajada más corto.
Weathers sonrió. Le constaba que no había ningún otro.
Una hora de descenso por Joaquin Wash bastó para aplacar su enfado y su nerviosismo. Aquel tío era un aficionado. No era la primera vez que un tonto lo seguía al desierto y acababa perdiéndose. Weathers, con toda una vida de dedicación a sus espaldas, tenía un sexto sentido, algo inexplicable que no había aprendido en un manual ni en un postgrado; algo que, de hecho, no podían aprender ni los doctores, con todos sus mapas geológicos y sus estudios con radares de apertura sintética de banda C. Lo que ellos no lograban, lo conseguía él con un burro y un georradar casero montado en un viejo IBM 286. Así las cosas, era normal que lo despreciaran.
Se volvió a entusiasmar. A él no le estropeaba ningún cabrón la mejor semana de su vida. El burro se plantó. Weathers paró a echar un poco de agua en su sombrero, dejó beber al animal y lo azuzó otra vez a palabrota limpia. El Laberinto estaba justo delante. En sus entrañas, cerca de Two Rocks, había algo tan escaso en esos pagos como el agua: un saliente rocoso cubierto de culantrillo del que caían gotas de agua en una pila prehistórica labrada en la arenisca por los indios. Weathers decidió acampar ahí, no en Chama Bend, donde sería blanco fácil. Hombre prevenido vale por dos.
Rodeó la columna de piedra que identificaba el acceso. Las paredes de arenisca eólica que se cernían sobre él por ambos lados tenían más de trescientos metros de altura. Se trataba de la majestuosa Formación Entrada, los restos compactados de un desierto jurásico. Dentro del cañón reinaba un silencio como el de las catedrales góticas. Respiró a fondo el aroma a tamarisco. Arriba, la luz que bañaba las rocas había pasado del ámbar al dorado, señal de que el sol se aproximaba al horizonte.
Se internó en el dédalo de cañones hacia donde confluían Hanging Canyon y Mexican Canyon, formando una de tantas ramificaciones. Dentro del Laberinto no servían de nada los mapas. Por otro lado, su gran profundidad inutilizaba cualquier GPS o teléfono móvil.
La primera bala lo alcanzó en el hombro por detrás. La sensación se parecía más a un puñetazo que a un balazo. Weathers cayó a cuatro patas en el suelo, la sorpresa le impidió pensar. Comprendió que le habían pegado un tiro cuando el eco de la detonación se propagó por los cañones. De momento no sentía dolor, solo un hormigueo sordo; sin embargo, vio un trozo de hueso sobresaliendo por un agujero de la camisa y un chorro de sangre que salpicaba la arena.
Virgen santísima…
Se incorporó justo cuando la segunda bala mordía la arena a sus pies. Los disparos procedían del borde, a la derecha. Tenía que volver al cañón, que estaba a menos de doscientos metros. El pilar de piedra. Era el único refugio. Corrió con todas sus fuerzas.
El tercer disparo levantó la arena delante de sus botas. Viendo que aún tenía alguna posibilidad, Weathers corrió. El tirador le había tendido una emboscada desde el borde del precipicio. Tardaría varias horas en bajar. Si Weathers conseguía llegar al pilar, no todo estaría perdido. Hasta podía sobrevivir. Corrió en zigzag con los pulmones doloridos. Cincuenta metros, treinta…
Oyó el disparo después de sentir el impacto de la bala en la base de la espalda y de ver que sus vísceras se derramaban por la arena, mientras la inercia lo hacía caer de bruces. Intentó levantarse entre gemidos, arañando el suelo. Le daba tanta rabia que le robaran su descubrimiento que se giró bruscamente, aferrando su cuaderno de bolsillo, y quiso tirarlo con un grito, destruirlo para que no cayera en manos del asesino. Por desgracia, no había donde esconderlo. Luego fue como un sueño. No podía pensar, no podía moverse…