El polvo y la humedad habían formado una pasta con mi pelo. Llevaba ya cuatro horas sentada en un camión descubierto. El aire frío entibiaba mi ardiente interior. La lluvia de pelo de vaca mezclada con la niebla que descendía sobre el camión humedecían mi bufanda. Los hilos sueltos de la bufanda me rozaban la mandíbula recordándome las trenzas húmedas de Yan. Ante mis ojos pasaban volando los verdes campos de los arrozales. Mi mente volvía a Yan una y otra vez. Yo era una concha a la que le faltaba la perla.

Tragué una bocanada de aire frío. La bufanda roja se fue volando sin que pudiera atraparla. El camión continuaba avanzando. La bufanda se llevaba mi pena. Cayó sobre un campo enfangado. No lejos de allí, una vaca había estado arando. Un anciano campesino sujetaba un látigo en alto. El látigo soltó un agudo chasquido sobre la cabeza de la vaca.

Llamé a mi madre al trabajo desde un teléfono público. Le dije que estaba en Shanghái. Mi madre se quedó sin habla. Estaba demasiado excitada. Fue a recogerme a la estación de autobuses. Vino corriendo hacia mí y casi se cae. Cuando recuperó el equilibrio me miró de arriba abajo. Cogió mis manos entre las suyas y me dijo que había crecido. Al otro lado de la ventana de la estación, la primavera estaba floreciendo. Las hojas rezumaban rocío. Madre dijo que las jóvenes hojas verdes siempre le traían esperanza. Me cogió la mano y me miró las uñas teñidas por el fungicida. Intentó restregar el color marrón, pero le dije que no se molestara. Mi madre dejó mi mano y dijo: Has engordado bastante. Le contesté que pesaba sesenta y ocho kilos. Ahora tienes la cara con forma de guisante. Mi madre se rió. Estaba tan feliz… Le pregunté: ¿Parezco una campesina de verdad? Sí que lo pareces, mucho.

Nos cambiamos a otro autobús para ir a casa. Mi madre me contó que a Flora la habían destinado a una escuela de diseño en la que le enseñaban a pintar carteles de propaganda. Coral estaba a punto de titularse en la escuela secundaria. Si nada salía mal, la asignarían como trabajadora a una fábrica, me dijo. Esperemos que sea la persona más afortunada de la familia. Pregunté por Conquistador del Espacio. Me dijo que se había convertido en un hombrecito. Era muy rápido para las matemáticas, pero eso todavía no le auguraba un buen futuro. Tenía que seguir las directrices políticas. Lo destinarían como campesino o, con mucha suerte, como trabajador en una fábrica fuera de la ciudad. Le pregunté a mi madre qué les sucedía a los jóvenes que no seguían las directrices. Me informó de que ninguna de esas personas acababa bien. En el vecindario se los humillaba. Importunaban a sus familias cada día hasta que el joven designado se trasladaba al campo. Mi madre me dijo: Tú eres una buena chica. Te marchaste como se esperaba de ti. Te has comportado como corresponde a una hermana mayor. Desde que naciste, nunca nos has dado ningún problema. No le expliqué a mi madre que hacer de hermana mayor me había agotado.

Desde el momento en que aparecí en el vecindario, los vecinos empezaron a actuar de modo extraño. Me miraban fijamente como si nunca antes me hubieran visto. Va a ser una estrella de cine, murmuraban. El Viejo Sastre, Pequeño Ataúd, Gran Pan, Bruja Chao, las mujeres de abajo, todos ellos hacían comentarios a mi espalda. Les oía decir: La verdad, no es tan guapa, no es para tanto…

Los vecinos me visitaron, un grupo después de otro. La pregunta más frecuente que me hacían era si había recibido ya la residencia permanente en la ciudad. Mi padre tuvo que explicar que todavía no había pasado nada de eso, que simplemente me habían elegido y tenía que pasar más pruebas.

Cenamos. No había probado una cena así durante mucho tiempo. Tomamos cerdo agridulce, hortalizas y tofu. Flora pidió permiso en el internado para estar conmigo durante la cena. Yo no tenía mucho que contar, y tampoco mis hermanas ni mi hermano. Debían de estar preocupados por su futuro, especialmente Coral. Si a mí me concedían una residencia permanente en la ciudad, Coral perdería su posibilidad de convertirse en trabajadora. La enviarían a una granja porque nuestra familia tenía que tener una campesina para cumplir con las normas.

Madre hablaba del menú. Intentaba celebrar la ocasión. Nunca dejaba entrever su desesperación. Nuestro padre estaba orgulloso de que me hubieran escogido, pero no era muy optimista respecto a mi vertiginoso estrellato. Me dijo: La caída es más dura cuando uno se alza más alto. Los críos del vecindario vocearon mi nombre hacia la ventana durante la cena. Todos querían echar un vistazo a la estrella de cine. Pero yo no podía olvidar a Yan. Su rostro estuvo frente a mí toda la noche.

El estudio de cine era un palacio de consignas desplegadas. Estaba rodeado por arces de color rojo oscuro. Las hojas eran como manos entrelazadas. Me ocultaban la vista. Las hojas se ramificaban por dentro y por fuera de las ventanas del edificio. Las paredes del estudio estaban pintadas de blanco, con consignas rojas escritas sobre ellas: «¡Larga vida a la política revolucionaria de las artes del presidente Mao! ¡Saludos a nuestra mayor abanderada, la camarada Jiang Qing!».

Presenté una carta oficial sellada al guarda de seguridad del estudio. Me dijo que esperara mientras él iba adentro. Pocos minutos después, un hombre y una mujer aparecieron en el vestíbulo. Se me abalanzaron con gran entusiasmo. El hombre se presentó como Sonido de Lluvia, jefe del departamento de interpretación del estudio; la mujer, Wong Soviética, era su ayudante. Cogieron mi equipaje y me pidieron que los siguiera al interior del estudio.

Cruzamos una serie de verjas. El sol brillaba a través de las hojas de arce. Las hojas esparcían sus rayos rosáceos sobre el pavimento sin polvo. Los trabajadores que caminaban bajo los arces estaban envueltos por una luz rojiza translúcida. Nos saludaron con adulación.

Sonido de Lluvia tenía una cabeza de calabaza con mejillas regordetas que se combaban a los lados. El rostro de Wong Soviética era el de una belleza antigua. Tenía ojos oblicuos, una larga nariz, boca con forma de cereza y una piel extremadamente fina. Debía de tener cuarenta años aproximadamente. Fue por la forma en que se movía que su elegancia me cautivó. Hablaba un mandarín perfecto. Su voz era sedosa. Sonido de Lluvia dijo que Wong Soviética había conseguido su título en la Escuela de Interpretación de Cine de Shanghái en los años cincuenta y que era una actriz de talento excepcional. Sonido de Lluvia añadió que debería estar orgullosa de que Wong Soviética fuera una de mis cuatro instructores. Pregunté cuál era el motivo de que tuviera más de un instructor. Sonido de Lluvia dijo que era una orden de madame Mao, la camarada Jiang Qing. Wong Soviética dijo que estaba muy contenta de que le hubieran encomendado encargarse de mi formación. Pregunté qué iba a aprender. Dijo que tendría clases intensivas de política e interpretación. Le pregunté si ella haría alguna interpretación con nosotros. Se quedó callada. Apretó los labios y bajó la cabeza. Le cayó un mechón de pelo sobre el rostro. Sus pasos se hicieron más lentos. Las necesidades de la Revolución son mis necesidades, dijo ceremoniosamente. Al decirlo, el resentimiento le salió despedido de entre los dientes. Resultaba evidente que era infeliz. Se echó hacia atrás el pelo y aceleró el paso a toda prisa para alcanzar a Sonido de Lluvia. Su graciosa espalda se inclinó ligeramente a la derecha. Simuló ser muy feliz. Su deber era ser dúctil como un bambú: capaz de inclinarse en todas las direcciones con el viento. Caminé cuidadosamente, prestando atención a mis propios pasos.

Wong Soviética caminaba medio paso por detrás de Sonido de Lluvia, sin darle alcance ni atrasarse un paso completo en ningún momento. Ambos llevaban chaquetas mao azules con los cuellos bien abrochados. Hacían gestos con la cabeza a los trabajadores que pasaban a su lado, primero Sonido de Lluvia y luego Wong Soviética. Dedicaban sonrisas amplísimas a los trabajadores. Aquella sonrisa me puso nerviosa, aunque fuera la sonrisa más admirada del país. Era la sonrisa que Mao había estado fomentando con el lema «Uno debe tratar a sus camaradas con el calor de la primavera». Lu, en la granja del Fuego Rojo, era una experta en este tipo de sonrisa.

Finalmente llegamos a un plató abandonado. Era del tamaño de un estadio, hundido entre hierbajos que te cubrían el pie. Dimos un brusco giro a un lado y ante mí apareció una casita. Era un edificio viejo con un fregadero de cemento en el suelo. Aquí es donde vivís vosotras las chicas, dijo Wong Soviética. Esto fue un antiguo plató de cine, explicó Sonido de Lluvia. Detrás de la casa hay más dormitorios. Se construyeron como cobertizos para los caballos en las películas. Los adaptamos como espacio habitable para los muchachos escogidos. Veinticinco de vosotros habéis sido asignados para vivir y trabajar en esta área. Estaréis vigilados. No se os permite hacer visitas a vuestras familias ni recibirlas, a excepción del segundo domingo por la mañana de cada mes. Cualquiera que se salte las reglas será eliminado. No queremos influencias del exterior. Ninguna en absoluto, se hizo eco Wong Soviética. Mis pensamientos se dirigieron a Yan.

¿Y qué sucede con las cartas?, pregunté. ¿Qué urgencia hay de escribir cartas? Wong Soviética se volvió de repente hacia mí; la desconfianza apareció en su voz. Sus largas y delgadas cejas se torcieron formando un nudo en el medio. Reaccioné deprisa ante esta señal de peligro. Dije: Oh, nada, solo preguntaba.

No me creyó. Pude adivinar que continuaba dándole vueltas a lo mismo. Tienes ojeras, lo que demuestra que no duermes bien. ¿Qué problema tienes? Nosotros confiamos en que tu promesa al Partido no fuera falsa. Se volvió a Sonido de Lluvia y dijo: Debemos tomar medidas preventivas contra posibles calamidades.

Me sentí ofendida, pero sabía que no debía mostrar mis sentimientos. El motor de mi cerebro se aceleró al límite. No hay nada más urgente que la tarea que se me ha asignado, dije esforzándome por parecer sincera. La causa de las ojeras puede ser mi hábito de estudiar a Mao hasta altas horas. Me preguntó: ¿Por qué no nos dices el nombre de la persona a la que te gustaría escribir para que hagamos comprobaciones y nos aseguremos de que es bueno para ti mantener la correspondencia?

Aunque yo no alcanzaba a comprender sus intenciones, presentía que la oferta de Wong Soviética no era sincera. No tengo nadie a quien escribir, la verdad; suavicé el tono para que mis palabras no reflejaran ansiedad. Wong Soviética se me quedó mirando fijamente; forcejeamos sosteniéndonos la mirada. Sonido de Lluvia echó un vistazo a su reloj y le dijo a Wong Soviética: No deberíamos preocuparnos. Se acercó para susurrarle. Oí la frase. Un huevo inmune a virus, dijo.

Sonido de Lluvia y Wong Soviética abrieron de par en par la puerta de la casita y llamaron: Salid, chicas, venid a conocer a una nueva camarada. Cinco jóvenes salieron una detrás de la otra como copos de nieve danzando en el aire. Mis ojos parpadearon. Su belleza me dejó asombrada. Se parecían terriblemente, como hermanas. Dije hola. Sonido de Lluvia y Wong Soviética me interrumpieron y me dijeron: Habla en mandarín oficial. Nada de dialectos locales. Me presenté con un torpe mandarín. Les dije que venía de la granja del Fuego Rojo.

Las jóvenes fueron diciendo sus nombres tímidamente. La primera dijo que se llamaba Leña para el Fuego. Era una trabajadora de una fábrica de acero, hija de tres generaciones de obreros. Su cabeza tenía forma de huevo. Los rasgos se prolongaban desde la nariz. Tenía una boca pequeña y delgada. Tan pequeña que parecía el ano de mi gallina Gran Barba. Sus grandes ojos oblicuos de doble párpado eran agradables, aunque estaban muy juntos y me recordaron a los de un zorro. Llevaba una camisa de color bermejo intenso. A su espalda se balanceaban dos largas coletas. Su entusiasmo se correspondía con su nombre.

La segunda mujer se presentó como Lanza Esperanzadora. Tenía un gran poder absorbente en la mirada. Cualquiera se sometería ante su belleza aun sin desearlo. Se quedó allí de pie, resplandeciente. Debía de tener mi edad aproximadamente. Hablaba en voz baja y sus ojos fríos transmitían el mensaje de que sabía lo que quería. Tenía seguridad en sí misma. Llevaba el pelo peinado como los cuernos de un carnero, recogido con gomas marrones. Sus pestañas eran espesas. Me habló pero no me miró. Yo me quedé observando su boca en movimiento. No entendía por qué no me miraba. Su mandarín era más que correcto. Articulaba cada sílaba asegurándose de que pronunciaba el sonido «er» en cada frase. Decía «dee-fang» (lugar) como «dee-er». Explicó que era una periodista del Diario de Pekín. Dijo que venía del pueblo. Finalmente, se volvió y me miró. Me miró pero demostró que no estaba interesada. Aquellos ojos eran los de una rival. Detrás de aquel rostro simpático había antipatía. Quería destruirme, eso intuí. Solía montar a caballo, dijo. Manejaba los caballos más tercos. Trabajé tres años en Mongolia Interior criando caballos para uso militar. Hacía acrobacias sobre el lomo del caballo. Toco el acordeón. Cogió un acordeón de su bolsa y tocó una sucesión de notas. Cantó:

Cabalgando hacia el sol, canto y alzo el látigo en lo alto.

Crío caballos para apoyar la Revolución en el mundo.

Intrépida, cabalgo en mi caballo
hacia la capital roja de Pekín,
allí donde el sol se alza,
allí donde vive el presidente Mao.

Hizo una pausa, levantó la cabeza y me miró. Dijo que era difícil describirse a sí misma. Dedicó una fabulosa sonrisa a Wong Soviética y le pidió que la ayudara con las palabras. Le dijo a Wong Soviética: Eres la única que me conoce bien. Wong Soviética pareció sentirse complacida. Dijo que Lanza Esperanzadora era una joven modesta de la que todo el mundo tendría que aprender. Aprende de ella su entusiasmo, aprende a pensar saludablemente, aprende de su honestidad.

Por supuesto, respondí yo. Pasé a la tercera de la hilera. Era delgada, llevaba una camisa de algodón de un color amarillento dorado. Se presentó como Pequeña Campana. Dijo que su padre era un soldado que se había quedado huérfano antes de la Liberación. Lo habían vendido a una casa de baños para trabajar como masajista de pies para los ricos, explicó. Yo crecí con su miserable recuerdo del pasado. No creo que sea hermosa, dijo. De verdad, no lo creo. El aspecto atractivo no hace hermosa a una persona. Dirigió una tímida sonrisa a Sonido de Lluvia, que la estaba observando atentamente. Por favor, perdonadme por mi timidez, dijo. Pequeña Campana bajó la cabeza y se alisó el cabello con los dedos.

Te has expresado muy bien, Pequeña Campana, dijo Sonido de Lluvia con una voz baja y apagada que parecía salir de un cántaro. El aspecto atractivo no hace hermosa a una persona. La cuestión no reside en el aspecto, sino en cómo el aspecto puede servir a los objetivos proletarios. Esto es lo que dice nuestro supervisor de Pekín. Pregunté quién era nuestro supervisor. Sonido de Lluvia contestó que era el máximo responsable ante la camarada Jiang Qing. Un gran genio del arte, dijo.

Cuando Sonido de Lluvia mencionó la palabra «supervisor», la expresión de todo el mundo reflejó de pronto un profundo respeto. Presentí de inmediato la importancia de aquel hombre. Cuando en aquel país se llamaba a alguien por su título en vez de por su nombre era porque se le consideraba muy por encima de los demás. Por ejemplo, a Mao se le llamaba presidente, y a Chou, primer ministro. La omisión del apellido mostraba el poder de la persona.

Habló la cuarta mujer. Su nombre era Abeja OhYang. No vi ninguna amenaza en su rostro. Era el rostro de la inocencia, un rostro que carecía de conocimiento, un rostro de pureza. Dijo que deseaba ser como su nombre. Con esto quería dar a entender que una abeja tenía un aguijón afilado, lo que le faltaba a ella. Carezco de espíritu combativo. Me gustaría aprender a corregir mi espíritu. Dijo que venía de un antiguo pueblo del sur. Todos los lugareños tenían un mismo apellido, OhYang. El pueblo era pobre. No producía nada aparte de niños. Yo soy la gloria del pueblo. Pero les digo que pertenezco al Partido. En mente, corazón y alma. Mientras hablaba, los ojos se le llenaron de lágrimas. Se sintió conmovida por sus propias palabras. Abeja era una belleza de piel oscura. Tenía un aspecto escultural, boca plena, rostro con forma de semilla de melón, el cabello corto y brillante cortado a la altura del lóbulo de la oreja. Su fuerte acento del sur hacía difícil de entender su mandarín.

La habitación era soleada. Olía a madera mohosa. Había cinco camas, todas ellas con mosquiteras colgantes. Mis pensamientos se trasladaron a Yan y a nuestra mosquitera.

Es muy bonita, dije yo. Me gustaría haber llegado antes para ayudar a limpiar. No importa, dijo Wong Soviética, tendrás un montón de oportunidades para compensarlo. Ja, ja. Todo el mundo en la habitación se rió.

A partir de mañana, dijo Sonido de Lluvia, tendrás que aprender todo desde el principio, incluyendo el andar, el hablar, el comer y el expresarte, porque (hizo una larga pausa), porque solo una de vosotras será elegida finalmente para el nuevo cine de China. Es la última prueba por la que tenéis que pasar. Tendréis un año para conseguir el mejor nivel de interpretación. Después de eso el supervisor tomará una decisión.

Nos llevaron al hospital para un examen médico. Los médicos actuaban con gran secreto. Me pusieron en una habitación y me desvestí. Tres médicas examinaron la parte inferior de mi cuerpo. Una corpulenta doctora se puso unos guantes de goma e inspeccionó con cuidado mis partes íntimas. Pocos minutos después, la corpulenta mujer se quitó el guante de goma y tomó nota de algo en su cuaderno. Las otras me soltaron y me permitieron bajar de la cama. No dijeron ni una palabra cuando salieron arrastrando los pies. Mientras me sacaban de la habitación vi a Pequeña Campana lloriqueando. Estaba a punto de acercarme a ella cuando Leña para el Fuego me indicó que me detuviera. Leña para el Fuego me dijo al oído que tenían dudas acerca de su virginidad.

Durante toda la tarde leímos las charlas de Mao sobre arte. Aunque me aburría, aparenté interés. Estábamos sentados en círculo. Leíamos y leíamos. Para la cena, yo pedí dos platos de fideos. Wong Soviética me enseñó la forma correcta de sostener los palillos. Después de la cena mantuvimos una discusión en nuestra habitación. Las chicas hablaban sobre lo importante que era la obra de Mao como guía para nuestro futuro. Pequeña Campana volvía a sentirse feliz. Después de un examen a fondo, volvieron a considerarla virgen. Sonido de Lluvia y Wong Soviética bostezaban pero no se retiraron hasta que los grillos comenzaron a cantar con fuerza en el patio. La puerta se cerró de golpe a sus espaldas. El olor a moho se hizo más intenso.

Nos lavamos junto al fregadero y vertimos el agua sobre la hierba. Un grillo me siguió cuando regresaba a la habitación. Lanza Esperanzadora apagó la luz. El grillo se puso a cantar con alboroto en nuestra habitación. Lanza Esperanzadora se levantó con una linterna para buscarlo. Oí el golpecito de su pie cinco veces. Había conseguido acallar al grillo. La habitación se quedó completamente en silencio. En medio de la oscuridad, me di cuenta de que me había metido en la guarida de un león. La oscuridad silenciaba un grito estruendoso. La frialdad de los pensamientos me heló. Podía oír el sonido de la columna vertebral de mi sueño mientras se partía. Sabía que era necesario tener éxito para ser capaz de ayudar a Yan de un modo u otro en el futuro. Con ese pensamiento me dejé llevar por el sueño.

Me despertó el ruido de alguien que ejercitaba la voz fuera de la ventana. Eran las seis de la mañana. Me levanté y salí. La hierba de cola de perro se removía bajo el sol naciente. Con una mano detrás de la oreja, Leña para el Fuego subía de tono hasta que su voz se quebraba. Nos dijimos buenos días y oí su voz que volvía a quebrarse. Leña para el Fuego me dijo que se sentía frustrada por su voz. Me preguntó si le podía mostrar cómo era mi voz. Yo le dije: ¿No irán a prepararnos para participar en las compañías de ópera, o sí? Leña para el Fuego descendió lentamente abriendo las piernas hasta formar una línea recta. Me dejó esperando una respuesta mientras su músculo facial se deformaba por el dolor. ¿Conoces a la camarada Jiang Qing?, preguntó Leña para el Fuego. La miré, miré aquella cara orgullosa. Yo sabía que la respuesta a aquella pregunta era innecesaria. Leña para el Fuego balanceó el torso a izquierda y derecha. Yo sé algo sobre ella, dijo inclinándose hacia mí. Le gusta ver películas occidentales, especialmente películas americanas de Hollywood. ¿Qué son películas de Hollywood?, pregunté. Leña para el Fuego me dirigió una sonrisa misteriosa, luego volvió a sus ejercicios.

Eché la cabeza hacia atrás y estiré los brazos en dirección a la pared. Me sorprendió ver a tres figuras de pie a mi espalda. Las demás compañeras de cuarto —Lanza Esperanzadora, Pequeña Campana y Abeja OhYang— habían estado escuchando la conversación. Les dediqué una sonrisa amistosa. Se desplegaron por el exterior de la vivienda y empezaron a estirar sus miembros.

El guarda dejó de barrer hojas con la escoba de bambú junto a la verja y se acercó caminando a nuestra casita. Era un hombre de mediana edad con una barba oscura. Se llamaba Una Onza. Dijo: Sonido de Lluvia me ha enviado para deciros que os preparéis. Vais a ser inspeccionadas por el supervisor.

Nos arreglamos para causar una primera impresión favorable. Leña para el Fuego se puso otra camisa bermeja y pantalones de marinero azul marino. Lanza Esperanzadora desempolvó una prenda estampada con dibujos a cuadros. Abeja OhYang sacó dos camisas blancas con un matiz ligeramente distinto e intentó elegir una. Yo decidí llevar mi viejo uniforme, el que me había dado Yan.

Estábamos sentadas en la habitación junto a nuestras camas, ya vestidas y esperando. La temperatura de la habitación aumentó con la salida del sol. Descubrí un bulto de materia fangosa debajo de la cama de Lanza Esperanzadora. Era el cuerpo del grillo que me había seguido adentro de la habitación la noche anterior. Estaba inmóvil en el suelo.

Lanza Esperanzadora estaba de pie junto a la puerta, donde colgaba un pequeño espejo. Jugueteaba con las horquillas mirándose en el espejo. Intentaba rizarse su flequillo. Su rostro denotaba ambición. Cogió una bolita de algodón y se frotó un grano debajo de la nariz. Frotó adelante y atrás, moviendo sus facciones arriba y abajo.

Mientras observaba a Lanza Esperanzadora me sentí de pronto incapaz. Su hermosura me desanimaba. Intenté ignorar mi temor. Cogí una pluma e hice algunos garabatos sobre el papel. Querida Yan, escribí, y luego lo taché. Querida Yan, escribí, y volví a tacharlo. Palabras escogidas de Mao Zedong, escribí. Críticas a los revisionistas. Yan: ¿Cómo estás? Rompí el papel. El supervisor no se presentó.

Aquella noche tuve una pesadilla. Yan se había convertido en una figura sin rostro que vagaba por los campos de la granja. Luego pasé la noche sin dormir. Al amanecer estaba lloviendo. El sonido goteante de la lluvia me devolvió a la granja del Fuego Rojo, dentro de la mosquitera de Yan.

Después del almuerzo sonó un silbato y al mirar la verja vimos a Wong Soviética. Tras ella había unos veinte jóvenes. Cruzaron la verja a paso de marcha. Éstos son los muchachos elegidos. Wong Soviética los presentó. Trabajaréis juntos en el futuro. Los hombres tenían rostros similares: ojos de párpado doble, cejas espesas, nariz y boca parecidas a las de Buda. Eran tan parecidos como si los hubieran hecho con el mismo molde. Ninguno de ellos saludó. Nosotras nos pusimos en pie. De repente un hombre se sonrojó. Wong Soviética le preguntó el motivo de su sonrojo. El joven intentó hacer frente a la pregunta. Se rascó la parte de atrás del cuello. Dijo que era porque no estaba acostumbrado a ver mujeres. Wong Soviética dijo: ¿Es tu madre una mujer? No te atreverás a decir que no la has visto nunca de frente. El hombre se quedó sin habla. Wong Soviética continuó: Cuando uno no tiene pensamientos culpables, no se sonroja. El hombre que se había sonrojado bajó la cabeza. El rubor descendió por su cuello. Los demás, de pie junto a él, le lanzaban miradas compasivas. Ya considerarás después mis palabras, dijo Wong Soviética.

Aquellos hombres jóvenes habían sido llevados a Shanghái para interpretar papeles secundarios en Azalea Roja, y en todo el tiempo que estuve en el estudio nunca hablamos, salvo para leernos los guiones los unos a los otros.

Wong Soviética nos llevó a un viejo edificio cubierto de hiedra. Del otro lado de la enorme puerta de hierro oxidado surgió de pronto un intenso olor a moho. Me tapé la nariz con la mano. Wong Soviética mostró enseguida su irritación. No puedo creer que alguien que se acostumbró a ser una campesina tenga miedo a los malos olores. ¿Es este olor peor que de la mierda de cerdo en los arrozales? Yo bajé la mano en silencio.

Una Onza encendió una luz mortecina. Nos encontrábamos en un estudio abandonado con un escenario que parecía una caverna y unas pocas hileras de bancos. Wong Soviética hizo que nos sentáramos. Empezamos a leer una vez más las charlas de Mao sobre arte.

Me costaba concentrarme en Mao. La cabeza no dejaba de darme vueltas. Durante tres semanas habíamos tenido clases de política, mandarín, técnicas de interpretación y Wu Shu: una mezcla de boxeo y esgrima tradicionales chinos. La vida diaria se nos hacía monótona. Pero todos nosotros habíamos estado esperando secretamente, deseando ser inspeccionados por el supervisor. La espera parecía eterna. Sonido de Lluvia aparecía de vez en cuando, y siempre nos recitaba un informe sobre los nuevos logros en el campo del arte: Mao y los miembros de su Politburó acababan de contemplar y elogiar la nueva ópera modelo de la camarada Jiang Qing. Luego Sonido de Lluvia dejaba caer una pila de periódicos y una copia del manuscrito de la ópera, para que los leyéramos y escribiéramos informes de estudio. Los leímos y escribimos. Discutimos sobre la idea de Mao del arte proletario.

Un día nos dijeron que ya nos habíamos convertido en material de primera. Estábamos listos para competir por el gran cometido de la camarada Jiang Qing.

Se trataba del primer papel de Azalea Roja. Azalea Roja era el ideal de la camarada Jiang Qing, su creación, su película, su sueño y su vida. Si alguno de nosotros lo alcanzaba, alcanzaba el sueño del estrellato. La historia de Azalea Roja era una historia de pasión en medio del fuego de artillería. Trataba de cómo debería vivir una mujer, de un amor proletario hasta la muerte. Para mí, no solo trataba de la pasada guerra, de la historia, sino también de la esencia de una verdadera heroína, la esencia de Yan, la esencia de cómo debería enfocar mi vida.

Wong Soviética leyó el libreto. Las lágrimas se esparcieron sobre el guión. Al principio pensé que la historia la emocionaba, luego intuí que había algo más. Su tristeza no se debía a la historia sino a la desesperación, la desesperación de saber que a ella nunca se le permitiría representar el papel que deseaba. Tenía que enseñarnos a interpretar el papel que ella quería representar. Enseñándonos a nosotros se malgastarían su juventud y belleza. Le habían encomendado la tarea de enseñar a gente que a ella le gustaría acuchillar. Vivía atormentada y aniquilada por nuestra paulatina capacitación.

Leíamos las partes por turnos. Me di cuenta de que las otras tres, Leña para el Fuego, Pequeña Campana y Abeja Oh Yang, abandonaban la carrera. No conectaban con el papel. No tomaban el pulso de Azalea Roja. Era distinto con Lanza Esperanzadora. Lanza Esperanzadora se hacía con el papel. Se acercaba cada vez más, incluso más que yo. Me puso en una situación peligrosa. Me estaba dejando sin esperanza.

Lanza Esperanzadora estaba al tanto de todo. No había un solo momento en el que no tuviera algo que decir; el resto de nosotros tenía la boca cerrada y permanecía sentado, nervioso. Siempre tenía algo que decir. Cosas que eran útiles para promover su futuro. Decía que admiraba a Wong Soviética, que el simple hecho de estar cerca de ella la hacía feliz. No decía eso en presencia de Wong Soviética; lo decía en las reuniones, reuniones en las que el secretario en funciones tomaba notas, que Wong Soviética leería más tarde. Lanza Esperanzadora decía no tener ni de lejos el atractivo y el talento de Wong Soviética. Luego se contradecía y nos explicaba que se parecía a Wong Soviética una barbaridad, aunque la realidad era que en el aspecto físico eran tan diferentes como un elefante y un cerdo. Lanza Esperanzadora nunca se avergonzaba de su actitud aduladora.

Wong Soviética no le hablaba a ella más que a las demás. Pero las cosas mejoraron para Lanza Esperanzadora. La hacían subir al escenario para dirigir la lectura de las nuevas instrucciones de Mao. Lanza Esperanzadora se convirtió en el centro de atención. Los periodistas y los fotógrafos de los periódicos y revistas hablaban con Lanza Esperanzadora. La entrevistaban. Le preguntaban quién era y de dónde venía. Lanza Esperanzadora nunca cambiaba las respuestas. Decía: Soy alumna de Wong Soviética. Soy lo que ella ha hecho de mí. Yo soy el suelo y ella es la vaca que tira del arado. Soy su cosecha. Lanza Esperanzadora no decía nada más; únicamente mencionaba lo que le era útil. El periódico elogiaba a Wong Soviética como ejemplo de lealtad al Partido.

La carrera por Azalea Roja se redujo finalmente a Lanza Esperanzadora y a mí. Wong Soviética dijo que deberíamos practicar duramente porque el supervisor de Pekín pronto vendría a hacer su elección en nombre de la camarada Jiang Qing. De los demás no se dijo nada. Nadie les dijo que su posibilidad era más ínfima que un hilo. Wong Soviética decidió llamar a Lanza Esperanzadora la candidata A y a mí la candidata B. Era obvio que Wong Soviética la prefería a ella, pero tenía que dejarme competir al menos durante un tiempo, porque habría sido demasiado flagrante que no lo hiciera así. No podía dejarme fuera si en la clase siempre éramos Lanza Esperanzadora y yo las que dábamos las respuestas correctas a sus preguntas. Nuestras puntuaciones habían sido siempre parecidas. En la clase de mandarín éramos las dos únicas que habíamos hecho bien la tabla de pronunciación de cien sílabas. Wong Soviética tenía que demostrar que era justa, porque representaba al Partido.

Wong Soviética me dijo que reaccionaba a sus enseñanzas con demasiada rapidez. En realidad no me has estado escuchando, decía. Te niegas a escuchar. Pero sí que escucho, contestaba yo. Nos estaba enseñando a improvisar en el papel de Azalea Roja. ¿Qué llevas puesto?, preguntaba, señalando de pronto mis pies. Un par de zapatos de paja hechos por mí, contestaba yo satisfecha de mi agudo ingenio. Ella sonreía, casi disgustada. ¿Qué aspecto tienen los zapatos? Se parecen a los que el presidente Mao llevaba en una foto sacada por nuestra amiga extranjera Anna Louise en la cueva de Yanan, dije.

Wong Soviética parecía aún más amargada. Me dijo que observara a Lanza Esperanzadora mientras practicaba. Observaos la una a la otra, ordenó. Observad atentamente. Y yo observé atentamente. Incluso cuando cerraba los ojos, podía ver a Lanza Esperanzadora representando a Azalea Roja. Lanza Esperanzadora era una intérprete ferviente, un espíritu enérgico. Se agotaba a sí misma. Se entregaba por completo. Despilfarraba sus emociones. No hacía uso de la sutileza en la actuación. Le encantaba ser melodramática. Wong Soviética me pidió que observara y yo observé. Detecté lo que no funcionaba y supe que yo no tenía que interpretar del mismo modo. Cuando Wong Soviética me preguntó qué era lo que había aprendido aquel día, le contesté con toda honestidad. Y me busqué la perdición. Cuando caí en la cuenta de que me había buscado la perdición, era demasiado tarde.

El aire en el estudio se había vuelto glacial. La frialdad me penetraba los huesos. Wong Soviética me señalaba de repente y me pedía que explicara el concepto de la dictadura del proletariado sobre el revisionismo en el arte. Con objeto de desechar el revisionismo, dije, debemos ejercer la dictadura sobre el enemigo, en primer lugar en nuestra propia cabeza. Mi voz sonaba clara. El contenido lo había sacado de la revista Bandera Roja. Wong Soviética comentaba: Debemos tener cuidado con los que son gigantes del lenguaje pero enanos en la práctica.

Wong Soviética la tomó conmigo. La emprendía conmigo siempre que podía, por las cosas más insignificantes. Un día extravió un objeto —una taza de té— y me señaló ante la clase como la persona que debía de haberlo perdido. Le dije que le había visto poner la taza en su cajón. Me acerqué a indicar el cajón en concreto situado entre bastidores. Ella vino detrás de mí y abrió el cajón de golpe. En su interior estaba la taza que faltaba.

Wong Soviética se puso furiosa. Recitó la enseñanza de Mao: «El que piense que es más listo que las masas es el que será abandonado por las masas». Yo estaba confundida y enfadada.

Wong Soviética nunca nos consideraba como una maestra considera a sus estudiantes, más bien nos trataba como una vieja concubina a las recién llegadas. No sabía cómo enfrentarse al peligro que nosotros representábamos. El deseo de la camarada Jiang Qing de cambiar la imagen de las películas y la predilección que sentía por los jóvenes con aspecto de miembros de la clase obrera habían acabado con el futuro de Wong Soviética como actriz. Su belleza antigua se consideraba pasada de moda. Nunca le había gustado verdaderamente Lanza Esperanzadora. De hecho, la odiaba. Pero la adulación de Lanza Esperanzadora hacía que se sintiera menos herida.

Lanza Esperanzadora tenía un aspecto más delicado que el mío. Las líneas duras de mis rasgos irritaban a Wong Soviética. Cuando veía mi piel áspera se quedaba sin habla ante los nuevos patrones de belleza de la camarada Jiang Qing. Cuando me veía por la mañana, se me quedaba mirando como si acabara de tragarse una mosca. ¿Te has lavado la cara?, me preguntaba con disgusto.

Wong Soviética meneaba la cabeza antes de que yo pronunciara mi parte. Nada de lo que yo hiciera le parecía bien. En muchas ocasiones su profundo resentimiento se convertía en un odio al que su propio impulso daba rienda suelta. Tus iris no son lo suficientemente grandes, decía echándome un vistazo. No resultan tan brillantes como deberían ser los de una heroína en la pantalla. Uno de los requisitos de la camarada Jiang Qing para la actriz principal es que tenga unos ojos brillantes y penetrantes. Ojos que simbolicen la rectitud del proletariado. No veo que tú los tengas. Es una tremenda lástima. De verdad, quizá no deberían haberte elegido en un principio. Fue, desde luego, una decisión errada. Los descuidos echan a perder los proyectos, no cabe duda.

Wong Soviética me pidió que le dijera si yo era miope. Le contesté que no. Me llevó al centro médico del estudio e hizo que un doctor me examinara la vista. Tenía una visión perfecta. Mientras salíamos, Wong Soviética me dijo: Pero pareces miope, créeme.

Aquella noche me miré en el espejo. Al cabo de media hora estudiando el tamaño de mis iris, empecé a pensar que Wong Soviética tenía razón. Cierto que no eran tan grandes como debían ser. A partir de entonces, no podría olvidar que parecía miope. Al interpretar me volví más y más consciente de mi aspecto. La seguridad en mí misma se estaba evaporando. Wong Soviética aullaba: ¡Alto!, antes incluso de que empezara a recitar mi parte. Decía: Tu postura no es la correcta. Olvidas que los pies deben formar un ángulo de cuarenta y cinco grados. Día a día, crecía mi sensación de que para interpretar a Azalea Roja yo era algo así como una lisiada. Wong Soviética me consumía los nervios. Pero me negaba a retirarme. Sabía exactamente qué quería y yo simplemente no podía entregárselo.

Wong Soviética empezó a suprimir gradualmente mis lecciones. Se las arregló para que trabajara en la cafetería ayudando a pelar guisantes. Me colocaba al final de la lista para recibir clases de interpretación. Sonido de Lluvia no daba muestras de poner ninguna pega a lo que Wong Soviética me estaba haciendo. Parecía confiar en los criterios de su ayudante. Ambos empezaron a decir que jamás consentirían en dirigir a brotes capitalistas. Yo sabía lo que estaba pasando, igual que todo el mundo en el estudio. Pero nadie decía nada. Nadie se atrevía a contradecir a Wong Soviética.

Mantuve la calma. Dejé de fingir ser quien no era, porque de todos modos no había forma de complacer a Wong Soviética. Ella había influido en Sonido de Lluvia y después en todos a mi alrededor para que no les cayera bien, y lo cierto era que todos sentían antipatía por mí. Todos querían complacer a Wong Soviética. Empezaron a comentar que Lanza Esperanzadora parecía ser la única candidata cualificada, porque actuaba con pasión. Con lo de pasión se referían a la cantidad de lágrimas que era capaz de derramar un actor. Había que reconocer su talento a la hora de recitar versos aburridos, parecidos a consignas, con tanta pasión. Lanza Esperanzadora era una gran máquina de lágrimas. Derramar lágrimas era lo único que pretendía cuando actuaba. No solo derramaba lágrimas; vertía la cantidad precisa, en el momento adecuado, sin soltar mocos. Poner la lágrima en acción era el concepto interpretativo de Lanza Esperanzadora.

Yo tenía envidia del talento de Lanza Esperanzadora. Wong Soviética me dijo: Mira, no es cuestión de técnica interpretativa. Se trata de saber quién tiene una mejor apreciación del presidente Mao. Necesitamos una verdadera comunista para interpretar a un comunista. Lanza Esperanzadora y Wong Soviética cada vez estaban más unidas. Se sentaban juntas para comer. Wong Soviética ayudaba a Lanza Esperanzadora a memorizar sus textos hasta avanzada la noche. Daban una buena imagen de la relación maestro-alumno. Pero para mí se trataba de la actitud de dos personas diplomáticas.

Me obligué a mí misma a tener confianza.

Nadie se rendía, ni Leña para el Fuego, ni Pequeña Campana ni OhYang. Leña para el Fuego se había dañado las cuerdas vocales a causa del exceso de ejercicios para la voz que hacía a diario. Creía que si podía abrir una hendidura en la pared, conseguiría una voz sedosa. Karl Marx se convirtió en Karl Marx porque leyó tantos libros que sus pies desgastaron el suelo de una biblioteca hasta dejar allí un par de huellas, me dijo Leña para el Fuego. El éxito pertenece a los que tienen una voluntad fuerte. Leña para el Fuego había convertido esta historia de la revista Bandera Roja en su inspiración. Wong Soviética estimulaba las prácticas de Leña para el Fuego y a veces se ofrecía a acompañarla al piano. Su canto era como el de un gallo bajo un cuchillo sin afilar. Wong Soviética tocaba el piano con los ojos cerrados como si los aullidos de Leña para el Fuego dieran masaje a sus nervios avinagrados.

Leña para el Fuego acabó desarrollando un callo en las cuerdas vocales. Yo me alegré en secreto de que sus posibilidades para obtener el papel se redujesen a cero. Las demás compañeras de clase debieron de sentirse del mismo modo, pero todas ocultamos nuestros sentimientos. Todas llevamos Bálsamo de Tigre a Leña para el Fuego. Nos preocupamos muchísimo por ti, dijimos mientras sonreíamos de modo melodramático.

Aquel día, un fuerte ventarrón derribó dos arces. Me había acercado hasta los arbustos para cepillarme los dientes y encontré los árboles tumbados con las raíces al aire. Antes de acabar de cepillarme, el ventarrón empezó a soplar otra vez. Volví a toda prisa y me encontré a Una Onza sentado en el centro de la habitación. A las diez, dijo, levantando uno a uno los dedos lentamente. Os van a llevar a ver al compañero de armas de nuestra gran abanderada, el supervisor.

Abeja OhYang se sentó en la cama y empezó a sollozar. Pequeña Campana hacía un extraño sonido con la garganta. Leña para el Fuego salió y volvió con un tazón de agua. Lanza Esperanzadora roció un poco de aceite en el agua y volvió a peinar su pelo en forma de cuerno con el agua aceitosa. Leña para el Fuego y Abeja OhYang se recomponían las trenzas. Estaban todas relucientes y como nuevas de la cabeza a los pies.

El ventarrón seguía levantando polvo y hojas del suelo y arrancando viejos carteles de Mao de la pared. Caminamos con cuidado para ir a la cafetería, asegurándonos de no pisar la cara de Mao. Una hora después, Sonido de Lluvia y Wong Soviética aparecieron con una camioneta. Las ventanas de la camioneta estaban cubiertas por cortinas negras de algodón. Wong Soviética nos llevó al interior de la camioneta. Yo tosí en el momento de entrar. El humo dentro de la furgoneta era denso. Era una camioneta de personal de alto rango del Partido. Nos sentamos en silencio, asombradas. El conductor era un joven con uniforme de soldado del Ejército de Liberación Popular. Llevaba guantes. Sonido de Lluvia hizo un ademán a Wong Soviética para que cerrara la puerta. La furgoneta arrancó con suavidad. Leña para el Fuego, Lanza Esperanzadora, Pequeña Campana, Abeja OhYang y yo nos quedamos sentadas en la oscuridad.

Todas seguíamos concentradas en nuestros propios pensamientos, pensamientos sobre cómo destruirnos unas a otras. Echaba tanto de menos a Yan… Una vez que la furgoneta llegó a su destino, esperamos durante horas en una sala de reuniones hasta que un joven, que parecía un secretario, nos comunicó el aviso. El supervisor acababa de marcharse a causa de un importante asunto en la capital. El encuentro se canceló.

Rompí las reglas. Le mentí a Wong Soviética. Pedí un permiso de tres días. Dije que mi madre estaba enferma y necesitaba que la cuidara. Wong Soviética dijo que no al principio. Volví a intentarlo. Dije que no había más guisantes que pelar aquel día. La gente de la cafetería se había marchado a una reunión política. Wong Soviética dijo que sí.

Regresé a la granja del Fuego Rojo. Fui a visitar a Yan. La vi trabajando en medio del arrozal entre los otros. Los soldados me miraron de arriba abajo. Percibí envidia y distanciamiento en sus ojos. Me quedé esperando al borde del camino mientras Yan se acercaba caminando. Se lavó las manos en el canal de riego y después sumergió sus pies descalzos. Se me quedó mirando. No sonreía. Cogió mi bolsa y caminamos en dirección a los barracones.

Yan había dejado de ser comandante de la compañía. Su caso con Lu quedó sin resolución. Nadie creía en la posibilidad de que Lu fuera su amante. Posteriormente, Yan había reconocido ante el cuartel general que había sido su forma de vengarse de Lu. Había puesto en escena una representación. El primer secretario se disgustó por su desagradable forma de vengarse, pero no quiso profundizar más en el tema. Lu insistió en proseguir con el caso, insistió en que me investigaran. Pero el secretario no iba a reconsiderar la causa. Yo ya me había marchado y era él quien me había otorgado personalmente el título de soldado distinguido. Denunciarme habría puesto en evidencia su equivocación. El caso se desvaneció como si nunca hubiera sucedido. Yan había renunciado y ahora era jefe de pelotón. Lu fue trasladada a otra compañía, donde la habían nombrado comandante.

Yan era la mayor del pelotón. Los nuevos soldados tenían la misma pinta que yo entonces. Cantaban «Mi patria». Adoraban a Yan. A la hora de comer encontraba la comida puesta en la mesa. Ellos se la traían. Su bol estaba lleno. Los soldados jóvenes estaban a su servicio. Decían: Jefa, aquí tienes tu recipiente con agua caliente, acabo de llenarlo para ti. Yan vivía sola, en la misma habitación que antes. Todas las demás camas habían desaparecido. Había colocado la cama en medio de la habitación vacía. Con la blanca mosquitera rectangular, la habitación parecía una funeraria.

Me senté frente a ella junto a la puerta. La miré a la cara. Tenía la piel marrón oscura. Casi parecía una africana. Había envejecido. Las arrugas se habían hecho más profundas. En la trenza había un fino mechón de pelo canoso. Antes sus trenzas eran tupidas, pero ahora estaban delgadas como colas de ratón. Sacó un paquete de harina, vertió la harina en un puchero, añadió agua y encendió un horno de queroseno. Cocinó la harina con azúcar. Me estaba ofreciendo la mejor comida que tenía. El sabor era horroroso, pero intenté que no se me notara. Ella se dio cuenta. Me preguntó hasta qué punto era buena la comida en el estudio de cine. No contesté. No sabía cómo explicárselo. Dijo que seguro que no tenía ni comparación. Se estiró para coger mi bol, abrió la puerta de golpe y derramó la pasta de harina en el exterior. Después de cerrar la puerta dijo: Lo siento. No puedo evitarlo. Se fue a limpiar el bol en una vasija con agua. Lavó los palillos y los dejó caer dos veces. Metió el bol y los palillos en una bolsa de algodón y la colgó de una caña de bambú. Cuando hizo esto, su espalda se inclinó penosamente. Se secó la cara con una toalla llena de barro. Me invadió la tristeza. Yan se volvió y dijo: Gracias por venir. Sonrió y se me escaparon las lágrimas. Dijo: ¿Qué quieres que haga?

Volvió a sentarse. Intentó continuar la conversación. Dijo: Dime algo. Yo respondí: ¿Que diga qué? Cualquier cosa. Le pregunté: ¿Dónde está tu erhu? Me contestó que lo había regalado. Yo no podía decir nada más. Yan dio un palmetazo a un mosquito que tenía en la pierna y se restregó y resquebrajó el barro seco de los pies. Dijo que, pese a ser unos recién llegados, los soldados eran unos listillos. En el instante en que los destinaban a la granja, empezaban a apañárselas para regresar a la ciudad. Buscaban excusas para pedir permisos sin ningún pudor. Algunos de ellos se tomaban fiesta sin pedir permiso siquiera. Fingían estar enfermos todo el tiempo. Eran un montón de hipócritas. Nunca tenían el corazón en la granja, ni por un segundo. A ella le servían las comidas para adularla. Saben cómo aprovecharse de mí, dijo. Me ponen enferma.

Yo quería decirle: Olvídate de ellos, hablemos de ti. Pero no podía. ¿Qué podía decir? Yan estaba atrapada. No tenía salida. Con veinticinco años, una jefa de pelotón no tenía futuro. Aquél era su futuro. Yo quería abrazarla y consolarla, pero me daba vergüenza hacerlo.

Dijo: Cuéntame algo del estudio de cine, háblame de la gente nueva que has conocido. Le hablé de Lanza Esperanzadora, Leña para el Fuego, Pequeña Campana, Abeja OhYang, Sonido de Lluvia y Wong Soviética. Le expliqué lo que hacíamos. Yan escuchó, recorriendo la habitación a paso regular. Se detuvo y se quedó mirando hacia los campos. Antes de que acabara, me dijo de repente: Deberíamos olvidarnos la una de la otra. No me sorprendió. Entendí por qué lo decía.

Le contesté: Sabes que no puedo desobedecerte. Me respondió: Pues entonces márchate ahora. Yo dije: He hecho el viaje para verte. No ha sido fácil para mí. Les he mentido. Estoy poniendo en juego mi futuro. Si se enteran me eliminarán. Se puso su calzado para la lluvia lleno de barro y dijo: ¿No es fácil? ¿Piensas que mi vida es más fácil? Le contesté: Nunca he pensado eso. Me interrumpió. Dijo que no quería ponerse a discutir en un momento en que se encontraba deprimida. Yo le dije: No he venido para esto. Yan respondió: No te he pedido que vinieras. Yo solté: Pues me voy. Ella se dirigió al exterior.

Vacié mi bolsa y le dejé unas galletas en la mosquitera. La tenía muy limpia. Me acordé de la época en que no la limpiábamos para que nadie pudiera ver lo que hacíamos dentro. Recordé su pasión y de repente me di cuenta de que había pelo, su pelo, esparcido por toda la cama. Se le caía el pelo y yo no hacía nada al respecto. Quise correr, correr para alejarme de mi vergüenza.

El viento abrió la puerta. La toalla de Yan se cayó del toallero. La recogí y vi que tenía el rifle apoyado en la pared. De pronto eché de menos a Pequeña Hoja. La recordé cantando «Mi patria».

El rifle de Yan estaba oxidado. Miré por la ventana. El campo no tenía vida. El sol estaba secando la tierra, que parecía un hombre calvo. Los cultivos se inclinaban con el viento salado. Fui consciente de que había dejado de pertenecer a aquel lugar.

Salí de la habitación. Unas jóvenes se pusieron a murmurar cuando me vieron. Pasaron a mi lado con sus azadas. Les pregunté por Orquídea. Una de las mujeres dijo que estaba en la fábrica de ladrillos.

Caminé a través de los juncos. Me sentí afortunada de haberme librado de una vida tan dura. Cuanto más afortunada me sentía, más crecía la culpa en mi interior. Yan se queda atrás, seguía pensando. ¿Cómo podía dejarla atrás? Había venido a comerme un pastel delante de un niño hambriento. Qué vergüenza. Le recordaba su miseria. Me sentí hipócrita. Había venido a consolarla. No me costaba nada decir algo amable.

La fábrica de ladrillos estaba igual que cuando Yan tocaba el erhu allí para mí. Caminé a través de las callejas de ladrillos y vi a Orquídea y a un equipo que colocaba los ladrillos sin cocer según su forma. Le pregunté a un joven si podía ayudarle a empujar una carretilla. Dijo que aquel trabajo requería la fuerza de un hombre. Le contesté que ya lo sabía: He trabajado antes aquí. Conozco el lugar. Cogí la carretilla cargada con cien ladrillos. El hombre me observó. Empujé la carretilla a una vía de hierro y torcí por una de las callejas. El hombre me gritó: ¿De dónde eres?

Orquídea me vio. No vino a saludarme. Se quedó donde estaba, sosteniendo una pila de ladrillos, con la boca abierta. Dije: Hola, Orquídea. No me devolvió el saludo. Dijo: ¿A qué has venido aquí? Le contesté que había ido de visita. Volvió a su tarea de extender ladrillos. Estaba empapada de sudor desde los hombros hasta la cintura. Me puse a trabajar a su lado. Cuando acabó de extender todos los ladrillos de la carretilla, estiró la espalda, se enjugó el sudor de las mejillas y dijo: Yan no está aquí. Le respondí que ya lo sabía. Me dijo: Ya sé que no has venido a visitarme a mí. Yo contesté: Echaba de menos la granja. Me dedicó una sonrisa sarcástica y empujó la carreta vacía por los rieles. Reparé en que estaba coja. La seguí. Nos detuvimos en la zona de carga. De la cortadora salían ladrillos frescos como pasteles. Ayudé a Orquídea a cargar. Cargamos con cuidado los ladrillos. Le pregunté: ¿Qué te ha pasado en el pie? Me dijo: Me lo perforó un junco. Añadió: Tú estabas aquí, ¿no es así? Le contesté: Sí, me acuerdo de que estaba. ¿No se ha curado? Orquídea respondió: Sí, así es como se me ha curado.

Enderecé la espalda. Vi que la chimenea del horno soltaba humo blanco. La chimenea se cayó el verano pasado, dijo Orquídea. Murieron tres personas, y dos resultaron heridas. No sé cuánto aguantará la fábrica de ladrillos. ¿Por qué has venido? Antes de que pudiera explicárselo me dijo a la cara: No me gusta verte. En serio, no. Dijo que prefería ser sincera conmigo, que nadie quería verme. Una estrella de cine. Una conocida de hacía tiempo que se había subido por una escalera hasta las nubes. Nadie quería que le recordaran lo mal que le trataba la vida.

No dije nada hasta que acabamos de vaciar las carreta. Antes de que Orquídea la empujara de nuevo de vuelta a la zona de carga, me dijo: ¿Sabes lo de Leopardo y Yan? Se han estado viendo. Hizo un gesto que quería decir «clandestinamente».

Empecé a encontrarme mejor mientras esperaba al autobús de vuelta a Shanghái. Yan se estaba viendo con Leopardo. Yo sabía que siempre había pensado en él. Me sentí un poco aliviada. Deseaba que estuviera enamorada de Leopardo, pero de inmediato me sentí detestable porque yo ya sabía que en realidad no estaba enamorada de él. Yan se sentía desdichada. Me acordé de lo alegre, abierta y clemente que podía ser. Sabía cómo se comportaba cuando estaba enamorada.

El cielo se oscureció y no venía ningún autobús. Se me empezó a encoger el estómago. No había comido nada desde la mañana. Fui hasta el borde del camino y me senté. Oí cantar a los grillos. Pensé en cómo había mentido a Wong Soviética y esperé que nada saliera mal. Mi mentira quedaría encubierta si conseguía llegar al dormitorio del estudio al día siguiente por la mañana antes del amanecer. Conocía un camino secreto detrás de las casetas que llevaba hasta la habitación.

Me quedé sentada respirando el aire oscuro. El campo rezumaba una calma que parecía sagrada. Perdí la mirada en la noche. Oí el silbido de un motor a vapor que sonaba a lo lejos. La oscuridad olía a humedad. Luego vi un punto de luz. Al principio pensé que era una luciérnaga. Pero cada vez se acercaba más y entonces descubrí que la luz no se desvanecía como pasaba con las luciérnagas. Era una linterna. Alguien caminaba en la oscuridad. Me quedé observando el punto de luz. Avanzaba en dirección a la estación del autobús. Presentí algo. Me quedé observando durante unos minutos. Vi la figura de la persona que sostenía la linterna. Una figura familiar. Sonó una bocina: llegaba el autobús. El punto de luz empezó a saltar arriba y abajo. Oí su respiración, era Yan.

El autobús entró en la estación. Ella estaba todavía a bastantes pasos de distancia. Esperé hasta que nuestras manos se tocaron. Había andado kilómetros. Sacó una bolsa enrollada del bolsillo interior y me la pasó. La bolsa olía a galletas. Yan jadeaba fuertemente. El autobús partió.

Mis padres me dijeron que Wong Soviética y Sonido de Lluvia se acababan de marchar de nuestra casa. Habían venido a controlarme. Vinieron a buscarme. ¿Les dijiste adónde fui?, pregunté a mi madre. No sabía dónde estabas y así se lo dije, me respondió. Dijeron que tu madre mentía, dijo mi padre, dijeron que encubrir a un malhechor era un delito. Mi padre se volvió a mi madre. Mujer testaruda, ¡no deberías haber discutido con ellos! Tenía que discutir porque no estaban siendo razonables, soltó mi madre. ¿Qué dijeron?, le pregunté. Ella me miró y contestó, enfadada: Dijeron que te has comportado como una individualista burguesa, que siempre has actuado por tu cuenta, que no tienes sentido del grupo, que eres egoísta y que por lo tanto tendrían que eliminarte. Sí, eso era lo que intentaban decir. Dijeron que habían venido para saber mi opinión, la opinión que tienen los padres de su hija. Vinieron para atraparte. Vinieron para acusarte, para ponerte el capirote en la cabeza.

Mi padre hacía gestos a mi madre con los brazos. Suspiraba y volvía a suspirar. ¿Dónde has estado? En la granja, dije. ¿Qué es lo que pasa contigo? ¿No te dabas cuenta de que iban tras de ti? ¿Por qué no sabes cuál es tu sitio y te comportas como se espera de ti? ¿No ves que ya hemos tenido suficientes problemas en la familia? Señaló el porche y levantó tres dedos, refiriéndose a Coral, su tercera hija. Estaba en el porche, furiosa conmigo. Pregunté qué había pasado. Antes de que mi madre dijera nada, mi padre me arrastró hasta la cocina y cerró la puerta. Me contó que a Coral la habían destinado a la granja del Fuego Rojo porque yo me había marchado. La voz de mi padre sonaba ronca. Es muy injusto para Coral, dijo. Pero la habían destinado y tenía que marcharse. Mi padre dijo que a mi madre y a él les gustaría poder ir en lugar de Coral, para salvar a su hija.

Me sentí muy frustrada. Le dije a mi padre: ¿Y qué quieres que haga? ¿Que me cambie por ella? Sería una mentira si te dijera que lo haría. Yo ya estuve en la granja del Fuego Rojo. Cumplí mi plazo. Lo tuve que hacer yo solita. Si tuviera agallas, debería… Me detuve, dándome cuenta de que hablaba egoístamente. El momento y la política decidieron mi destino. No tenía mucho que ver con un esfuerzo personal. No sabía nada de actuar pero me había convertido en actriz.

No quiero saber tus motivos, dijo mi padre. No ayuda nada a Coral que discutamos. Solo quiero que seas consciente de lo que pasa, y lo que pasa es que has dejado de ser una campesina y la familia necesitaba tener una campesina para cubrir la cuota del gobierno, y Coral, tu hermana pequeña, ha sido llamada para cubrir ese hueco.

Contesté: ¿Qué puedo hacer? ¿Cómo puedo ayudar? Acepta tu sino y permanece en tu puesto, dijo mi padre. Tu madre y yo no podemos permitirnos más pérdidas. Si te expulsan del estudio, tendremos dos campesinas en la granja del Fuego Rojo.

Me habría gustado decirlo en voz alta, que no me iba bien en el estudio de cine, pero no podía defraudarlos de esa manera. Les dije: Ya habéis visto lo mal que les caigo a mis profesores. ¿Cómo podría frenarlos? Mis padres se quedaron en silencio. Se sentían heridos.

Debería haber bajado a despedirlos personalmente, murmuró mi padre; Wong Soviética y Sonido de Lluvia estarán molestos por mi mala educación. Eres idiota si crees que eso habría cambiado algo, dijo mi madre. No se merecían ser tratados como invitados. En mi casa no. Como mínimo, uno ha de fijarse en el amo cuando golpea al perro. Nunca sonreiré a alguien que viene a escupir a la cara de mi hija. ¡Cuidado con ese mal genio!, gritó mi padre. ¿Acaso no aguantas suficientes malos tratos al comportarte así en el trabajo? ¡No me arrepiento en absoluto! Mi madre devolvió el grito. Vive con honor o muere; ése es mi principio y quiero que mis hijos se comporten de acuerdo con él.

¡Pero mira lo que les has hecho! ¡Cuando actúan de acuerdo con tu principio, esa estupidez idealista, mira lo que les pasa! ¡La sociedad los pisotea! Mi madre dijo: No puedo creerlo, tú, el hombre con el que me casé, el padre de mis cuatro hijos, difamas mis principios.

Mi padre se golpeó el pechó, pateó con los pies, juró y volvió a jurar que no era eso lo que quería decir.

Coral no me habló. Estaba haciendo la maleta para irse a la granja del Fuego Rojo. Me dolía verla marchar hacia las penalidades por las que yo había pasado. No sabía cómo conseguiría salir adelante. Tampoco qué decirle. Me invadía el sentimiento de culpa. Le entregué a mi madre mi paga y le pedí que le comprara a Coral artículos de primera necesidad. Mi madre dijo que Coral había afirmado que no quería nada de mí. Supe que jamás conseguiría pagar el precio de sus sufrimientos.

No fui a casa el día en que se suponía que Coral tenía que marcharse a la granja.

Yo esperaba el interrogatorio de Wong Soviética, pero no me hizo ninguna pregunta. Mantuvo conversaciones con todas las demás de la habitación menos conmigo. Pensé que me criticaría abiertamente, pero no fue así. Les habló a mis compañeras de Azalea Roja, de la energía excitante que estaba a punto de generar la película. Repartió partes del guión, pero a mí no me dijo cuándo ni qué interpretaría. Me sentí excluida. Nadie se encargaba de mí. No me decían qué problema había conmigo. De pronto, no tenía nada que hacer. Me habían asignado la tarea de observar los ensayos de los demás. Oía voces recitando a gran volumen. Oía a Lanza Esperanzadora recitando versos en sueños. Mi dolor parecía agua que penetraba la arena, sin sonido, hasta el centro de mi ser. Parecía que había dejado de existir.

Abeja OhYang había sido amonestada por jugar demasiado al tenis de mesa con un estudiante varón. Alguien dio parte de que tonteaban el uno con el otro mientras le daban a la pelota. Abeja OhYang lloró y negó que entre ella y el hombre estuviera pasando algo. Wong Soviética había hablado con ellos por separado. Nos convocó a todos a una reunión. Afirmó que había comprobado que la pareja no hubiera ido demasiado lejos. Nos dio uno de sus consejos: Una mente sana es lo más importante en la vida. Mientras la escuchaba, observé su cara. Cada uno de sus nervios expresaba rectitud. Tenía la piel muy blanca. Su pañuelo olía a Bálsamo de Tigre.

Nos contó una historia, una historia de la que ella había sido testigo. Era sobre una joven actriz de tiempo atrás que se corrompió y destruyó su futuro al tener un lío con un hombre mayor que ella. Wong Soviética señaló que la actriz había leído demasiado Jane Eyre. Jane Eyre la había destruido.

Quise leer de inmediato Jane Eyre, aunque era la primera vez que oía hablar del libro. Según Wong Soviética, habían atrapado a la pareja en la carretera del estanque de la familia Chow. Un anochecer, mientras se escondían entre la maleza, la mujer fue reconocida por un camarada que pasaba por allí. Como dice el refrán: No existe ningún muro a prueba del viento. Su acto quedó al descubierto en medio de la noche. Fue inútil que la mujer confesara que lamentaba lo hecho. Wong Soviética había oído cómo lo decía en una reunión política popular. Pero era demasiado tarde. Fue considerada una delincuente para el resto de su vida. Ahora trabajaba como mujer de la limpieza en los lavabos del estudio.

Wong Soviética dijo: Espero sinceramente que no sigáis el mismo camino catastrófico que ella. Clavó la vista en mí y movió levemente la cabeza. Aunque prefería evitar sus ojos escrutadores, me obligué a mí misma a mirarla de frente. Mi imaginación estaba representando a la joven actriz mientras era tocada por el hombre mayor entre los arbustos. Ahora sabía de quién hablaba Wong Soviética. Conocía a la joven actriz. Era de una belleza excepcional con unos ojos florecientes.

Todos en el estudio la llamaban prostituta. Todo el mundo hacía bromas a costa de ella. Los trabajadores varones inventaban chistes verdes sobre cómo la habían poseído. Se había convertido en una broma. Pero, por extraño que parezca, yo no detectaba una expresión triste en su rostro. Tenía cara de pícara. Había dejado de importarle. Les devolvía el chiste a los trabajadores. Les decía a las esposas que se habían mofado de ella que había dormido con sus hombres. Les decía a los trabajadores que había dormido con sus jefes. Se convirtió en una puta de verdad.

El domingo por la mañana volví a casa a pasar el día con mis padres. Nuestro patio era un verdadero desastre. Habían asignado al Taller de Ferretería Wu-Lee un nuevo jefe, ambicioso, que en su primer día de trabajo declaró que iba a ampliar el taller por nuestro patio para construir un cobertizo para bicicletas. Hizo que sus trabajadores cortaran el césped y levantaran la estructura de un cobertizo. Protestamos, luchamos por nuestro patio, gritamos todo el día. Pero él tenía más hombres que nosotros. Los nuevos empleados eran hombres desesperados. Perdimos. Echaron cemento sobre la hierba. Mis padres le dijeron al jefe: No puedes hacernos esto. Hemos estado aguantando el ruido de tu máquina y el olor de los productos químicos durante años; no puedes ocupar unos centímetros y luego cogerte un metro. No te puedes quedar con nuestro único patio, con nuestro césped. Mis padres casi suplicaban. El jefe ni se inmutó. Dijo: Lo hago para dar nuevos puestos de trabajo a los desempleados, gente que necesita desesperadamente arroz en sus platos. ¿Creéis que a mí me gustan los desesperados, los descarriados? ¿Dónde está vuestra conciencia? ¿No tenéis ninguna conmiseración por el proletariado?

Aquel día en casa fue verdaderamente deprimente. Flora estaba en el internado; Coral, en la granja del Fuego Rojo. A Conquistador del Espacio lo habían enviado de la escuela secundaria a una fábrica de tractores para aprender a ser un obrero. Mi padre estuvo todo el día apoyado en la mesa trabajando en su proyecto, un libro desplegable, Viaje a la Luna. Hacía mapas de Marte y de la Luna. Mi madre dijo que debería ser miembro del sistema solar en vez de pertenecer a esta familia. Miré a mi padre mientras pintaba el agujero negro. Tenía paciencia, las gafas le colgaban de la punta de la nariz. Dijo: Permíteme contarte qué es lo que hace brillar a la Luna, ¿quieres que te lo explique? Yo solté: ¿Qué importa si la Luna brilla o no?

Después del almuerzo, mi madre se sentó con el libro Sueño de la mansión roja. Me llamó para recomendármelo. Creía que yo ya era lo bastante madura para leerlo. Dijo que ahora se podía leer, ya que Mao había dicho que no había por qué leer el libro como una antigua historia de amor en las oscuridades de un jardín; se podía estudiar como material educativo. El libro hacía un fiel retrato de la sociedad feudal de China, de la desagradable naturaleza de la clase opresora. Ésta era la instrucción más reciente de Mao. Mao recomendaba que todo el mundo lo leyera desde esa perspectiva. Le dije a mi madre que quizá en otro momento.

No le conté que hacía mucho tiempo que había robado el libro y lo había leído a escondidas, cuando ella lo ocultaba en un armario. Era el libro que había usado para la carta de amor de Yan a Leopardo. Copié los poemas y las frases de allí. También le conté la historia a Yan. Yan nunca llegó a leer el libro, pero conocía todos los detalles de la historia.

Le pedí a mi madre que me explicara el amor. Me contestó que la ponía en un apuro. Dijo que no había ninguna lección que aprender en lo referente a ese tema, porque todo lo que había que hacer era seguir los designios de la naturaleza.

Los designios de la naturaleza. ¿Acaso había dejado de seguirlos alguna vez? Yan y yo aprendimos de la naturaleza y lo hicimos lo mejor que pudimos en lo que a nuestras necesidades se refería. El río de su juventud desbordó la orilla cuando no le permitieron tener un hombre al que amar. Yo tenía que simular que era un hombre para ella. Pero le di todo mi amor.

En el estudio se celebró una gran asamblea. Después, a cada unidad le dieron a leer un documento en el que se criticaba a Chou, «Confucio». El gobierno quería que los obreros leyeran entre líneas y empezaran a chismorrear sobre Chou, el primer ministro, su maldad, su conflicto con la camarada Jiang Qing. Nos incitaban a cuestionar su lealtad a Mao. Cuando me llegó el turno de leer aquellas líneas, leí sin interés. No me preocupaban los Chou. Me aburrían. Nos pidieron que comentáramos el texto. La gente hizo sus comentarios. Comentarios de lo absurdo. Debemos mantener China por siempre roja, fue la frase inicial de todos los oradores.

En el patio me encontré con una red llena de tortugas muertas y pescados de color verde pardusco parecidos a culebras. Era lunes por la mañana y me habían mandado a recoger cierto material de estudio de una librería que estaba cerca de la casa de mis padres. Decidí hacer una parada en casa. Como ya no contaba con el favor de la gente en el estudio, pensé que no se darían cuenta de mi ausencia. Mientras bajaba de la bicicleta, me pregunté quién habría traído las tortugas y el pescado. La mujer que era nuestra vecina me dijo: Tu amiga ha estado esperándote en la escalera durante horas.

Intenté adivinar quién podría ser. Cuando mis suposiciones se concretaron me di cuenta de que no era capaz de aparcar la bicicleta. La tortuga y el pescado me recordaron el olor de la granja del Fuego Rojo. Apoyé mi bicicleta en la pared y entré a toda prisa. La vi levantándose de la escalera. Yan, mi comandante, parecía una novia. Nuevo corte de pelo, por las orejas. Llevaba una chaqueta color añil completamente nueva, camisa roja con el cuello por fuera, pantalones azul oscuro y un par de zapatos negros de puntera cuadrada. Se la veía decidida y serena. Aunque seguía pálida, había dejado de estar triste. Me miró e intentó dominarse. Luego me dijo hola. Por el temblor de su voz supe que me quería sin remedio. Subí y estreché sus manos entre las mías. Entonces ella supo que yo la quería igualmente sin remedio.

No te esperaba, le dije. Me contestó: Acabamos de terminar la cosecha. Limpié las tortugas y el pescado para ti esta mañana. Los cogí ayer.

Me quedé observándola fijamente. Intenté descubrir cuánto había cambiado desde la última vez que la vi. Intenté enterarme de si las cosas le iban bien. Se apartó de mí y dijo: Oye, solo los peces y las tortugas muertas se quedan mirando así.

Guié a Yan hasta el piso de mi familia. Abrí la puerta y la llevé a sentarse en el porche. Le serví una taza de té. La miré. No sabía cómo empezar la conversación. Le dije: Tienes buen aspecto. Yan respondió: No sé. Supongo que nací vulgar. Me siento como un cerdo; no me importa nada. Dejó de hablar y se hizo un silencio. Luego miró a su alrededor e indicó un cuadro de Mao que estaba en la pared. Dijo: Es bueno, ¿quién lo ha hecho? Flora, contesté yo. Lo hizo como tarea de la escuela. Yan suspiró y dijo que siempre había deseado saber pintar, pero lo dejó porque la nariz de Mao no le quedaba recta.

Señaló la gran cama de madera y dijo: Es grande. Respondí: Sí, Flora y yo dormíamos aquí, pero ahora solo viene a casa los domingos. Yan preguntó por la salud de mi madre y yo le dije que seguía igual. No le dan ningún día libre. Tiene que ir a trabajar a diario. Va, se pone enferma y cuando el corazón se le acelera a más de ciento diez pulsaciones el médico le firma una carta y le conceden un día de descanso. Viene a casa, descansa y tiene que volver al trabajo al día siguiente. Y el ciclo comienza de nuevo. Le pregunté si había visto a mi hermana Coral en la granja. Una vez, contestó Yan. Estaba cargando ladrillos con su equipo. Era lenta, la última, arrastrándose detrás de la tropa. No es tan fuerte como tú. Le contesté: Lo sé. Recuerdo que mi madre me contó una vez que Coral no pudo aguantarse de pie hasta que cumplió dos años. La niñera que mi madre contrataba en secreto se quedaba todos los cupones para comida de Coral y los enviaba a su pueblo para alimentar a sus propios hijos. Le pregunté a Yan cómo podía ayudar a mi hermana. Yan contestó: Oh, vamos, Coral no es la única que está en la cárcel.

Yan dijo: Mírame, estoy vieja. Se estaba mirando en el espejo. Yo la miré también por un momento en el espejo. Mientras volvía a abotonarse el cuello añadió: La vida sigue, en serio que sigue.

Le pregunté: ¿Cómo está Leopardo? Yan me echó una ojeada y luego contestó: Su padre acaba de morir. Ha vuelto a Shanghái para asistir al funeral. ¿Has venido con él?, le pregunté. ¿Quién te crees que soy, su nuera? De cualquier modo, Leopardo salió de la granja primero y yo acabo de llegar hoy. ¿Estás saliendo con él? Yo la miraba. Se quedó callada. Dio un trago al té y se inclinó para mirar los dibujos de la madera de la mesa, luego miró el periódico.

Al cabo de un rato dijo: Ya sabes que yo no empecé este asunto con él. Ahora ya es una historia añeja, quiero decir, nuestra relación. Mis mejores años no los pasé con él. Se los ha perdido. ¿No parezco una verdadera puerca? Bueno, por supuesto que le escribí cartas. ¿Cómo puedo decir que no fui yo la que empezó? Tú le entregabas mis cartas, ¿no…? Luego te marchaste para siempre. Él se acercó después a mí. Quiero decir, me mandó una carta.

Me pidió que me reuniera con él en la fábrica de ladrillos. Me dijo que siempre me había querido. Simplemente tenía miedo de la presión política. Su secretaria andaba detrás de él. ¿Te acuerdas de la mujer baja y rechoncha que me describías? ¿La que aparecía cada vez que le pasabas cartas a Leopardo? Sí, me acuerdo, dije. Me acuerdo de Vieja Wong. De cualquier forma, a su compañía ahora le van mal las cosas, continuó Yan. Sus campos están más próximos al mar. Son más salobres que los nuestros. Su compañía ha perdido incluso las semillas. Dejó que sus soldados se las comieran. No tienen nada que plantar. Está más desesperado que yo. Así que, ya sabes, nos vimos y hablamos de todo esto. Dijo que siempre le encantaron mis cartas. ¡Mis cartas! Por el amor de Buda, mis cartas. Luego, por supuesto, confesé que nunca escribí esas cartas. Ya sabes, me vi obligada a abandonar la farsa. Le hablé de ti. Oh, bueno, nada comprometedor, ya sabes, solo una referencia a que tú escribías mejor que yo. Eso es todo. ¿Te he puesto en un apuro?

¿Te quiere?, le pregunté. Dice que sí. Pero no sé si debo fiarme de eso, dijo Yan. ¿Y tú?, pregunté. Ella me dijo: Bueno, ya sabes, todo esto no se me da muy bien. Sorbió el té y empezó a masticar las hojas. Espero que te parezca lo suficientemente bien, dijo tragándose las hojas despacio.

¿Habéis tenido…? Antes de acabar la frase, Yan bajó tímidamente la cabeza como si supiera lo que iba a preguntar. Bueno…, dijo, la granja era demasiado peligrosa para… Ya sabes, te pillan a la mínima. Me miró y sus mejillas se enrojecieron. Le pregunté: ¿Cómo te puedo ayudar? Contestó: Va a venir.

Me levanté de un salto y miré por la ventana: ¿Qué? ¿Quién? ¿Cuándo? Ella soltó: Lo he invitado a que se reúna aquí conmigo por la tarde.

¡Qué atrevida!, le dije. Ella respondió: Supongo que sí. Pero ya sabes, solo vamos a vernos y tomar una taza de té juntos, ¿qué tiene eso de escandaloso? Se trata únicamente de sentarnos y tomar té sin más. Me reí ante su burda mentira. Sería como rascarse el pie desde fuera de la bota, le dije. Estarías bastante ansiosa después. Ella respondió: Bueno, ya me conoces, a menos que… Yo dije: Sí, quizá pueda hacer algo. Se sonrojó. Hazlo, por favor, dijo. Yo hice un gesto de asentimiento: Sé que le quieres. Ella contestó: Bueno… Yo pregunté: ¿Le quieres? ¿Te gustaría disponer de un poco de espacio a solas con él durante un rato? Se volvió a la ventana y asintió levemente. ¿Podrías ser mi vigilante?, me preguntó lentamente, sin mirarme. Sí, lo seré, le contesté. Seré tu vigilante. Quiero serlo. Me dijo: ¿Lo harás? Se volvió para mirarme. Me miró a los ojos y luego repitió: ¿Lo harás? Me levanté y fui a la cocina. No podía soportar sus ardientes ojos.

Mientras preparaba té de jazmín para las dos, la sensación de su tacto me invadió. Sentí el calor de su cuerpo. Sentía que ese cuerpo me absorbía. Me temblaron las manos. El agua caliente de las tazas se derramó al suelo y me mojó los pies. Cogí un trapo y empecé a secarlo. Mi mente empezó a imaginar cosas. Veía la dicha en su cara, la dicha de ser tomada, de ser penetrada profundamente. Podía sentir su humedad. Podía oír sus gemidos de animal. Yo sabía cómo se movía cuando se excitaba, cuando no podía evitar abrazarme con fuerza, acercándome más y más, apretándome, pegándome a su piel, dejando marcas de mis dientes en sus hombros. Yo quería actuar como una observadora, observar a Leopardo haciendo lo que yo había hecho y había dejado de hacer.

Yan permaneció de pie junto a la entrada de la cocina, mirándome.

Eran las diez de la mañana. Contábamos con unas cuantas horas antes de que llegara Leopardo. Yan me preguntó si iba a tener algún problema con mi unidad de trabajo. Le dije que volvería a mentir. Yan me preguntó qué diría. Lo pensé durante un rato y le dije que rompería la bicicleta y luego le diría a Wong Soviética que había tenido un accidente de tráfico. Yan preguntó: ¿Eso servirá? Yo le contesté: Mienta o no mienta… el resultado será el mismo porque no me creerán de ningún modo.

Yan sugirió que fuéramos a darnos una ducha en los baños públicos de la calle Salada. Me pareció una buena idea.

Íbamos de la mano como dos colegialas. Sus trenzas estaban castigadas por el sol, tenían un color amarillento. Un vecino nos vio al pasar; me hizo un gesto con la cabeza y, mirando a Yan, dijo: ¿Un familiar del campo? Luego le preguntó a Yan: ¿Qué te parece Shanghái? Ma-ma-hu-hu, contestó Yan en el dialecto soso de Shanghái. El vecino se quedó sorprendido. Dijo: Su dialecto es bastante bueno. Soy de Shanghái, ¿es que no te das cuenta?, le soltó Yan. El hombre meneó la cabeza: Pareces tibetana.

Yan dijo: Vayamos a los grandes almacenes. Quiero comprar algo que he deseado mucho tiempo. Nos movimos a través del gentío y entramos en el Segundo Gran Almacén de Shanghái. Nos dirigimos al mostrador de tejidos. Yan dijo que era demasiado mayor para los colores que le gustaban. Dijo: Quizá, podría usarlos para hacer ropa interior, ¿tú qué crees? Le dije que costaban demasiado para llevarlos como ropa interior. Nos fuimos hasta el mostrador de ropa. Yan vio ropa interior de color rojo intenso. Le pidió inmediatamente al dependiente que se la enseñara. Sin ni siquiera consultarme, compró un conjunto de ropa interior rojo intenso. Basta ya, dijo cuando me vio sonreír. Yo le contesté: ¿Nunca te olvidarás del color rojo?, y empecé a reírme. Me preguntó: ¿Qué es lo que tiene tanta gracia? Le respondí que acababa de venirme a la cabeza que usábamos el color rojo para hacerle bolsas al Pequeño Libro Rojo. Yan contestó: Pues bueno, para mí el rojo es un color apasionado, y uno es como lo que lleva puesto, ¿era esto lo que esperabas? Como siempre, me conoces mejor que las lombrices de mi intestino.

Le dije que tenía miedo de que me viera algún compañero de unidad. Ella preguntó: ¿De qué va toda esta mierda? Yo le contesté que ella no conocía a la gente del estudio. Son lobos hambrientos. No les gusto. Yan me dijo: Pero has conseguido superar las pruebas de selección, ¿no deberían respetarte? Yo le contesté: Lu está en todas partes. Vale, vale, dijo, ahora te entiendo.

A la salida se apiñaba un tropel de gente que hablaba dialectos del norte y del sur. Aunque no había mucho para elegir en el almacén, Shanghái siempre había sido el centro de la moda de la nación. La gente de fuera de la provincia venía cada varios años a comprar ropas que durarían generaciones. Se sentaban en la acera y fumaban tabaco, enseñando sus dientes podridos.

Pasamos por una calle en la que había un escaparate con fotos de representaciones de óperas. Yan se quedó mirando lentamente cada fotografía y de pronto dijo: Soñaba con encontrarte en estas fotos. Se volvió a mí y añadió: En mis sueños ya no tenías el aspecto de siempre. Eras otra persona, alguien como Lu. Supongo que ése era mi temor. Pero, ya ves, no has cambiado demasiado. Yo le respondí: Habría tenido mejores posibilidades si hubiera cambiado.

Dejamos de hablar pero seguimos caminando. Me di cuenta de que no me hacía a la idea de que Yan tuviera que marcharse. No podía pensar en su vida de vuelta en la granja del Fuego Rojo.

Una joven caminaba en nuestra dirección. Estaba llena de frescura, como un melocotón cogido de un árbol. Llevaba una falda a rayas en diagonal de color azul marino y unas sandalias de plástico verde. Yan se la quedó mirando, a ella y a sus pies. Le dije: No tienes por qué envidiar sus bonitas uñas. Yan soltó: Mis uñas se han echado a perder, me encantaría llevar sandalias, pero no puedo.

No se sentía segura andando entre las muchachas de la ciudad. Le molestaba la gente que se quedaba mirando su rostro curtido por la intemperie. Entramos en un local en el que servían sopa y en el que hacía un calor bochornoso. Yan fue a sentarse a una mesa de cara a la pared. Fui con ella. Nos quedamos sentadas frente a la pared. Una camarera con la cara larga vino a pasar el trapo por la mesa sucia. Pedimos dos potajes de alubias rojas. Los bordes de los tazones parecían dentaduras de perro. Comimos cuidadosamente con las cucharas. Yan pidió pan cocido al vapor. Se comió cuatro piezas y yo dos. Las paredes del local estaban empapeladas con retratos y citas de Mao. Los retratos de Mao habían adquirido un color marrón amarillento. El olor a tabaco era fuerte. Yan y yo permanecimos sentadas sin decirnos nada.

La camarera volvió a venir. Tenía la cara todavía más larga. Nos soltó: O cagáis o dejáis el orinal. Yan le lanzó una mirada de soslayo. La camarera le dijo: ¿Qué problema tienes, aldeana? Yan se quedó callada. Yo le pregunté a la camarera: ¿Qué te cuesta ser un poquito más simpática? Soltó bruscamente: ¿Por qué tengo que ser simpática contigo? ¿Quiénes sois vosotras, aldeanas? Yan la miró de arriba abajo. Yo sabía que estaba pensando un modo de contraatacar. La camarera estaba empapada en sudor. Pasó el trapo por la mesa y siguió maldiciendo. Vámonos de aquí, dijo Yan. Mientras salíamos a la calle, Yan dijo que podía haber puesto en ridículo a la camarera pero pensó que aquella mujer daba lástima. La gente infeliz es peligrosa, dijo.

Compramos billetes para la ducha: cincuenta céntimos por persona. Nuestros números eran el 220 y el 221. Los baños estaban situados detrás de una tienda donde servían arroz. Había cientos de bicicletas aparcadas en hileras sobre la acera. Hombres y mujeres entraban y salían de los baños haciendo sonidos ding-ding-ding sobre el cemento con sus sandalias de madera.

Nos pusimos en la fila de las mujeres que esperaban para entrar. Un hombre con la cara deformada vigilaba la entrada. Tenía la voz chillona. Número 185, bañera, gritaba y dejaba pasar a una persona. Pasaron diez minutos y no salía nadie. La mujer que estaba delante de nosotras empezó a charlar con el vigilante. Se quejaba de la lentitud de los bañistas. El hombre decía: Todo el mundo hace lo mismo. Vienen a bañarse tres veces al año. Después de pagar y tener que esperar tanto, quieren, por supuesto, que el dinero les cunda: pasan todo el tiempo posible en el baño. No es nada raro que a alguien le dé un desmayo en la bañera. El hombre se rió mientras sacudía la cabeza. Pues yo no me desmayaré, dijo la mujer. Vaya estupidez. No puedo ni imaginarme que me tengan que sacar desnuda. El vigilante dijo: ¡Quién sabe! Si algo puedo garantizar a todo el que viene aquí es que saldrá con algún kilo de menos. El gentío se rió con el vigilante. Salió una mujer. Número 186, bañera. El vigilante dejó entrar a otra persona. ¿Y qué pasa con las duchas?, le pregunté. Aún no hay ningún lugar disponible para las duchas. Como he dicho antes, la gente se lo toma con calma.

Yan dijo: Deberíamos haber pagado un poco más y coger una bañera para dos. Le dije que dudaba de la limpieza de las bañeras. Le hice una indicación para que echara un vistazo a una mujer que estaba unos cuantos metros detrás de nosotras y que obviamente tenía algún tipo de problema en la piel. Yan se rascó la cabeza y dijo: Oh, no. La mujer de delante de nosotras le preguntó al guarda qué sabía del incidente que había tenido lugar hacía unos meses. El vigilante le contestó: ¿Cómo no voy a saberlo? La mujer le preguntó: ¿Qué pasó con aquel hombre detestable? El guarda explicó: Lo arrestaron, por supuesto, y lo mandaron a la cárcel. No era la primera vez que hacía este tipo de cosas. Se le daba bien. Tenía un rostro delicado y no le preocupaba vestirse de mujer. Pero ¿cómo es que le dejaste entrar?, preguntó la mujer. El vigilante se sintió un poco turbado. Dijo: ¿Y cómo quieres que lo supiera? Cada día pasan cientos de mujeres. ¿Cómo podía adivinar que era un hombre? Si fuera normal, no se habría puesto en la fila de las mujeres. Y, al final, ¿cómo lo atrapaste?, preguntó la mujer. El guarda contestó: Bien, había una mujer mayor. Era muy vieja, unos setenta años, y muy exigente. Nunca le importaba que le vieran el cuerpo. Recorría toda la casa de baños completamente desnuda, quejándose de que la temperatura del agua estaba demasiado caliente. Y, ya sabes, cuando no hay demasiado vapor en el ambiente, todo se ve más claro. Dio la casualidad de que la vieja reparó en su «ya sabes qué». Y entonces se desmayó. La sacamos y la refrescamos. Cuando se despertó, nos contó lo que había visto. El hombre se estaba vistiendo en aquel momento. Intentó escaparse, pero yo soy vegetariano. Nunca me fallan las fuerzas. La mujer se volvió a nosotras y suspiró: ¿No es grotesco? El guarda dijo: ¿Y qué tiene de grotesco? Cada año arrestan a unos cuantos cientos de hombres por espiar en las ventanas de las duchas de las mujeres.

El vigilante explicó que el año anterior pilló a una mujer en la bañera grande de los hombres. Tenía aspecto de muchacho, era alta y delgada. Con el pecho plano y un vello muy, muy espeso sobre su cosa. De hecho, venía a bañarse continuamente. Dijo que trabajaba como portero. Por su voz no pude adivinarlo. Es natural que un muchacho tenga voz afeminada, ¿no? Siempre la dejaba pasar. Nunca puse en duda que fuera un hombre. Era simpática conmigo y me traía cigarrillos. Era muy agradable.

Pero ¿cómo la descubrieron? Estábamos impacientes por oír la historia. El guarda encendió un cigarrillo, aspiró y empezó lentamente. Uno no puede zamparse de golpe la papilla caliente cuando tiene prisa, ¿o sí? Siguió adelante. Sucedió algo extraño. Los billetes para la bañera de hombres se agotaban y siempre quedaba gente esperando. Me quedé intrigado. ¿Por qué nuestros clientes se habían vuelto tan entusiastas de repente? Bueno, pues había corrido la voz. Los hombres decían que se habían enviciado con los baños. Con todo el vapor que había en el aire, era como meterse en una densa niebla. Manos extrañas les masajeaban su instrumento solar. Los volvía locos. Y empezaron a ir en su busca. El sonido de los baños tapaba los gemidos. La mujer era en realidad… bueno, ¿tengo que decirlo? ¡Era una bestia!

¡Cuéntame cómo la atrapaste!, le dijo la mujer al guarda. ¡Cuéntame cómo la atrapaste! Bien, dijo el vigilante, para atrapar al tigre visité su cueva, mira por dónde. A la mujer se le agrandaron los ojos. ¿Quieres decir que… hiciste… eso? El guarda asintió con la cabeza. ¡Pero fue para librarme de ella! La mujer se le quedó mirando. Pero no puedes negar que te lo pasaste bien con ella, ¿eh? Él se llevó la mano a la boca y le susurró: Era una perra caliente. Era difícil dejarla marchar. Cuando la envié al Departamento de Seguridad del Estado, para ser sincero, la verdad es que me dio cierta tristeza. Su cuerpo era… se sentaba encima de mí. Vaya bestia. Demonios, supongo que nunca la olvidaré.

Por fin, el guarda gritó nuestros números. Le dimos los billetes y entramos en los baños. El vestíbulo era estrecho y tenía un techo alto. Las duchas de los hombres estaban a la izquierda y las de las mujeres a la derecha. Una cortina de algodón azul colgaba junto a la entrada. Al descorrer la cortina salía el aire vaporoso. Entramos. El lugar estaba abarrotado. El aire era humeante. Había una mujer de cara ruda sentada a la entrada con un brazalete rojo en el brazo, una cuerda con llaves de las taquillas en una mano y una campana en la otra. Hizo sonar la campana y aulló: ¡Tened cuidado con los monederos y los bolsos. Se castigará a los ladrones. No olvidéis devolver la llave de vuestra taquilla. No se permite lavar ropa dentro de las duchas!

No pudimos encontrar una taquilla libre. La gente estaba atareada cambiándose. Vimos que una mujer mayor dejaba su taquilla y la cogimos. Le dije a Yan que seguía pensando en las historias del vigilante. No podía creer que pasaran esas cosas allí mismo. Yan dijo: Supongo que podrían suceder. Fíjate, la verdad es que no se puede ver demasiado entre el aire humeante. Miré a mi alrededor. En efecto, no se veía muy allá.

Yan me miró mientras se quitaba la ropa. Al parecer, me estaba mostrando que su cuerpo era lo único que seguía igual mientras el tiempo había ajado su rostro y su mente.

El trabajo de la granja mantenía fuertes sus músculos, conservaba su cuerpo a punto y sus pechos firmes. Aun cuando yo ya no estaba familiarizada con lo que ella pensaba, el ver su cuerpo ante mí me devolvió a la época en la que cantábamos juntas «Mi patria» con Pequeña Hoja. Frente a la desnudez de Yan, mi deseo se reavivó.

La mujer ceñuda con la campana estaba observando a Yan. No dejaba de gritar y darle a la campana, pero sus ojos seguían sobre el cuerpo de Yan. Entre los cuerpos menudos reblandecidos de la estancia, el de Yan era como un pino que se eleva entre los arbustos. Sus pechos en forma de capullo de loto sobresalían, orgullosos. Le costaba meter nuestra ropa en la taquilla. Le eché una toalla sobre los hombros. La mujer ceñuda apartó la mirada. Pensé en cómo observaría el guarda a Yan si estuviera por allí. Le expliqué a Yan mis pensamientos. Yan bromeó: No has cambiado. Finalmente consiguió guardar la ropa bajo llave. Fuimos en dirección a las duchas. Yan me dijo: Disfruto mientras me miras. Le contesté: Quizá deberíamos haber cogido una bañera para dos y olvidarnos de las enfermedades de la piel. Dijo: La ducha también servirá. Entremos. El aire parece denso.

La sala de duchas tenía muchos grifos. Todos estaban ocupados y todo el mundo estaba enfrascado en la limpieza. El agua caliente corría constantemente. Solo pudimos encontrar una ducha libre, así que le dije a Yan que la cogiera mientras yo salía a decirle a la señora de la cara ceñuda que no podía encontrar una ducha. La señora me contestó: Bueno, pues tendrás que esperar hasta que quede la siguiente ducha libre, o la puedes compartir con tu amiga. Le pregunté cuánto tendría que esperar: Quizá cinco minutos, quizá cincuenta.

Entré y le expliqué a Yan lo que me había dicho la mujer. Yan dijo: Me siento como si volviéramos a estar en nuestra mosquitera. ¿Puedes frotarme la espalda? Cogí un trozo de jabón, lo restregué contra una toalla y empecé a lavarle la espalda. Apliqué jabón una vez más y volví a frotar. Hacía tanto tiempo que no tocaba aquel cuerpo… Hasta entonces no me di cuenta de lo mucho que lo echaba de menos. Permaneció bajo el agua corriente y me dijo: Frótame más fuerte. Mientras continuaba frotando, sus pechos se irguieron. Mis manos se calentaron. Tuve que detenerme. Yan empezó a frotarme a mí. Miré alrededor. A mi derecha, una bañista se estaba enjugando. Echó un vistazo a Yan y admiró su robustez. Le hice un gesto a Yan. Reparó en la bañista y le devolvió la mirada. La bañista bajó la cabeza, apurada. El cuerpo de esa mujer me recuerda a un mueble: una espalda como una puerta, pechos planos, pezones como el tirador de un cajón, piernas como las patas de una mesa y cara de berenjena cocinada. La mujer recogió su jabonera y su ropa, se envolvió con una toalla y salió. Cogí su ducha. Nos lavamos hasta que estuvimos cansadas.

Nos encontrábamos en el humeante vestuario. Yo me vestí más deprisa que Yan. La observé mientras se vestía. Lo advirtió y sonrió. Yan sabía que me gustaba mirarla. Lo hizo más lentamente, se frotó los hombros con la toalla. Adoraba su cuello largo y sus amplias espaldas. Su elegancia. Era el cuerpo que yo solía devorar cada noche. Sus pechos, su redondez. Me gustaría poder acariciarlos otra vez. El corazón me dio un brinco cuando mis ojos se fijaron en ellos. Yan se inclinó para recoger su sujetador detrás de mí. Sus pechos me rozaron ligeramente la cara. Te quiero, le susurré. Me sonrió y dijo: Lo sé. Se puso el sujetador y se lo abrochó. Yo puse la toalla dentro de la bolsa. Ella se ató los zapatos. Al salir de la casa de baños me dijo que se había vuelto más corrupta de lo que yo podía imaginarme.

Era mediodía. Nos tomamos cada una un bol de fideos en el camino de vuelta. En la esquina había una anciana. Llevaba una cesta tapada con una toalla húmeda. Estaba vendiendo jazmín clandestinamente. Le pagué cincuenta céntimos y compré una ristra. Nos llevamos el jazmín a la nariz y lo olimos durante todo el camino de regreso a casa. Yan tenía un pétalo en la boca. Se lo comió cuando llegamos a nuestra calle.

Yan se quedó echada perezosamente en mi cama jugueteando con el jazmín. Se lo cogí y esparcí los pétalos sobre su pelo. La olí. Olí su tristeza oculta. Se soltó el cinturón y se quitó la chaqueta. Dijo que quería morirse en esta cama. Empecé a besarla y le saltaron las lágrimas. Se apartó de mí. La asaltó la tristeza. Quise protegerla. Mis besos le dijeron lo mucho que la había echado de menos. Pero lo único de lo que no podíamos hablar era de Leopardo. No importaba lo mucho que nos quisiéramos, nuestra situación nos separaba. Nos separaba sin ninguna esperanza. Sin avisar, sin apremio. De repente ya no nos teníamos confianza. Yan estaba desesperada. Yo estaba desesperada. No queríamos darnos cuenta de que nos habíamos aferrado a algo, a un pasado muerto que no podía prosperar. Éramos brotes de arroz arrancados del barro. Estábamos tendidas, con las raíces al descubierto. Pero no queríamos someternos. Nunca nos conformaríamos. Éramos heroínas. Simplemente intentábamos llenar el vacío. Intentábamos hacerlo lo mejor posible. Los brotes de arroz intentaban crecer sin barro. Intentaban sobrevivir a lo imposible. Habíamos resistido la brutalidad del clima que nos azotaba. La desesperanza había penetrado hasta lo más profundo de nuestra piel. No iba a permitir que me viera llorar. Pero vio lágrimas en mis besos. Ella dijo: Acéptalo como un sueño. Yo dije: Leopardo está de camino, ¿no deberíamos prepararnos?

Sonido de pasos en la escalera. Es mi padre, dije. Yan volvió a ponerse la chaqueta rápidamente y se abrochó el cinturón. Saqué un yuan y le dije: Vete a comprar dos entradas para el Teatro del Viento del Éste. ¿Por qué? Para librarnos de mi padre. ¿Para qué sesión?, preguntó. Lenin en 1918 y Lenin en octubre, le contesté. Y no olvides que sean dos pases seguidos. Yo quería que mi padre estuviera fuera por lo menos cuatro horas. Yan dijo: No, no podemos hacerle eso. Le contesté: Deja esto en mis manos. Llevé a Yan hasta la ventana trasera y le dije que se deslizara por el tejado. Cuando vi que lo había conseguido y cruzaba la verja, cerré la ventana.

Le pregunté a mi padre por qué venía a casa tan temprano. Me dijo que traía buenas noticias. El Museo de Historia Natural de Shanghái estaba a punto de volver a abrirse. Los del museo fueron al taller de imprenta y hablaron con el jefe porque querían «tomar prestado» a mi padre para dirigir el espectáculo del planetario. Éstas son las noticias que he esperado tanto tiempo, dijo mi padre, excitado. Mi sueño es trabajar con los astros. Estoy cansado de traducir manuscritos técnicos para Albania. Mi pésimo ruso nunca va a mejorar. Prepárame un poco de arroz frito, hija.

Mientras mi padre revolvía en un cajón, empecé a prepararle algo para comer. Esperaba que Yan consiguiera las entradas sin problemas. Normalmente, estas películas no tenían público porque eran las dos únicas extranjeras y las habían estado poniendo durante años. La mayoría de la gente conocía la historia y los adolescentes recitaban las frases por el vecindario: «Tendremos pan; tendremos leche; la revolución triunfará. ¡Larga vida a la Unión Soviética!».

Yan regresó mientras mi padre aún comía. Los presenté. Yan se mostró tímida. No levantaba la cabeza. Mi padre dijo: ¿Ves ese satélite de la Tierra hecho a mano que cuelga del techo? Yan levantó la cabeza y miró el techo. Mi padre se rió, luego dijo: Perdonadme, chicas, solo quería ver la cara de la mejor amiga de mi hija. Espero que no os moleste mi broma. Yan intentó parecer serena. Mi padre dijo: Todas las amigas de mi hija son tímidas. Mi hija es un mono travieso, ¿a que sí? Yan bajó la cabeza, ruborizada. ¿No estás de acuerdo?, preguntó mi padre. Pues entonces es que no la conoces. Parecía feliz. Era raro verlo de un humor así. Me arriesgué. Le dije: Papá, te he comprado dos entradas para el cine. Qué amable, dijo mi padre. ¿Para qué película? Lenin en octubre y Lenin en 1918. No, dijo. He visto esas películas cientos de veces. La verdad, tengo cosas mejores que hacer. ¿Tienes que defraudarme de esta forma?, le dije dejando las entradas sobre la mesa. Siempre había pensado que te gustaba lo ruso. Me senté a la mesa y puse cara enfurruñada. Esperé. Y mi padre dijo exactamente lo que esperaba. Bueno, supongo que tengo que complacer a mi hija, dijo cogiendo las entradas de la mesa. ¡Ay, vaya! Empieza dentro de diez minutos. Vete ahora mismo, le dije. Estoy segura de que disfrutarás. Lo empujé afuera. Mi padre bajó la escalera meneando la cabeza.

Me siento culpable, dijo Yan. Le contesté: Créeme, se lo pasará bien. Cuando ve una película, se pone como un crío. Se entrega completamente. Lo conozco bien. Podemos sentirnos seguras.

Yan preguntó hasta qué punto era segura la habitación. Se trataba de un porche pequeño con grandes ventanas y puertas de vidrio cubiertas por cortinajes de flores verdes. ¿Vigilarás por mí detrás de las cortinas?, preguntó. Yo asentí con la cabeza. Nadie vendrá a esta hora del día, le dije. Al otro lado de las ventanas hay grandes árboles que bloquean la vista de los vecinos. Encima de las hojas está el cielo. No te importará que te observen los pájaros, ¿o sí? Puedes mirar cómo cambian de forma las nubes. Yo lo hago a menudo.

Yan se sentó en la cama mientras yo arreglaba las cortinas, doblaba mantas y colocaba cojines. Yan me miró. Aparté la vista porque no podía soportar que me mirara así. No soportaba ver en mi interior. Los ojos de Yan decían lo indecible. Yan me preguntó qué estaba haciendo. Le respondí: Esperar a Leopardo. Yan se puso nerviosa. Vino a sentarse a mi lado. Apoyó la cabeza en mi cadera. Me rodeó la cintura. Dijo que tenía que superar su nerviosismo. Le dije: ¿Por qué no me besas? Sentí sus labios, su abrazo. Le dije: Las hojas están muy verdes, los juncos deben de haber crecido completamente en la granja. Pasa una nube. ¿No crees que parece una bola de algodón gigante? No me contestó. Siguió con lo que estaba haciendo. Me quedé mirando el patio atentamente. La parte verde del patio. Observé los capullos de melocotonero que caían desde la rama, pétalos sobre pétalos. Dejé que el calor de Yan me traspasara. Mantuve la calma. Ya no veía el patio. Era un océano verde lo que contemplaba. Estaba flotando con Yan en las olas.

Leopardo apareció en la entrada del callejón montado en una bicicleta. Aparcó la bici debajo de un árbol. Llevaba una bolsa de plástico verde a la espalda. También se había hecho un nuevo corte de pelo, lo llevaba engominado. Sus ojos parecían inquietos; los pasos, inseguros. Recordaba a un ladrón que roba por primera vez, con la cara roja de culpa. Llevaba ropa de color azul marino. Me vio. Saludó con la mano, turbado. Su sonrisa resultaba graciosa. Yo le saludé también y dije que bajaba a abrirle la puerta. Me alejé de la ventana. Yan estaba de rodillas y levantó la barbilla, mirándome con los ojos ardientes. Intenté contenerme. Me arrodillé delante de ella. Dije: Leopardo está abajo, ¿quieres que vaya a buscarlo?

Bajé y abrí la puerta a Leopardo. Se introdujo rápidamente. Estaba demasiado nervioso para decir hola. Cerré la puerta y me lancé escalera arriba. Leopardo me siguió por la escalera hasta el porche. Yan se bebía el té junto a la mesa. Leopardo dejó la bolsa, colocándola justo junto a sus pies, y se sentó al otro lado de la mesa. Dijo: Bien. Se aclaró la garganta y luego soltó una risa seca. Yan no lo miró. Se hizo un silencio. Un largo momento tenso. Intentábamos evitar la mirada de los demás. Leopardo pasó un mal rato tratando de saber dónde poner las manos. Empezó a hablar. Dijo que se había quedado atascado en medio del tráfico. Dijo que había tomado prestada la bicicleta de su tío, que era un portero retirado. La bicicleta tenía la cadena oxidada y una rueda pinchada. Dijo que sentía habernos hecho esperar. Yan, sin atreverse aún a mirarlo, preguntó cómo había ido el funeral. Leopardo contestó que bien. Yan le preguntó por su madre. Dijo que estaba bien. Se había ido a pasar unos días al campo con su novena tía. Su novena tía vivía sola. A su hijo, el primo de Leopardo, lo habían arrestado recientemente y lo habían condenado a la cárcel. Yan preguntó el motivo. La novena tía nunca lo había explicado detalladamente al resto de la familia. Su primo tenía veintisiete años, era violinista y había compuesto una canción llamada «A ella». ¿Estaba relacionado con alguna mujer?, preguntó Yan. Leopardo asintió y dijo que se llamaba Luna. Silencio. Tres mentes se dejaron arrastrar hacia sus propios reinos. Leopardo echó una ojeada al reloj. Era nuevo, un voluminoso reloj fabricado en Shanghái. Yan dio otro sorbo al té. Fuera, los pájaros cantaban con fuerza.

Yan no preguntó nada más a Leopardo. Leopardo no sacó ningún otro tema. Estaban sentados como dos jefes de compañía en una reunión del cuartel general teniendo cuidado de lo que decían. Expliqué que el hombre del tiempo había dicho por la radio que aquella tarde habría lluvia de pelo de vaca. Leopardo dijo: ¿Oh, sí? Yan dijo: Oh, lluvia de pelo de vaca. Sí, siempre me ha gustado la lluvia de pelo de vaca, dije yo. A mí también, dijo Leopardo. A mí también, dijo Yan. Se miraron el uno al otro.

Me fui a la cocina y serví una taza de té de jazmín. Volví al porche y dejé el té delante de Leopardo. Llené otra vez la taza de Yan y luego volví a sentarme. El aroma del jazmín perfumaba el porche. El sol se movía ligeramente hacia el oeste por la habitación. El reloj de la sala sonaba como un lento latido de corazón. Me levanté y corrí las cortinas de las ventanas. La habitación se ensombreció, quedando de color verde.

Antes de que saliera del porche, Leopardo me miró, suplicante. Me recordó el día en que fui a la Compañía Treinta y Dos para entregar la carta de Yan. Cómo me habría gustado que en aquella ocasión me hubiera lanzado esta mirada. Me acordé de la decepción que sentí. La decepción de Yan. Su mal de amores. No podía perdonar a Leopardo. No obstante, lo perdoné. Porque en una ocasión él fue el motivo de que Yan me necesitara, porque hizo de nosotras dos una sola.

Cerré la puerta de vidrio del porche tras de mí. Me fui a la cocina. Cogí una silla, me senté y miré por la ventana. Observé a una vecina con un nuevo y reluciente peinado en forma de seta, que pasaba por el callejón con una cesta de espinacas. Observé a un grupo de críos que jugaban con piedras. Observé el humo de una cocina que salía por la ventana de enfrente y a una ama de casa que tiraba un cántaro de agua al suelo. Observé. Pero mi mente no estaba conmigo. Mi mente estaba con Yan y Leopardo.

El Viejo Sastre entró en el callejón. Estaba enjuto como el cereal seco. Sacó su tabla de coser y la colocó en el patio junto a la pared. Lo hacía cada día. Nunca tenía prisa. Puso una chaqueta a medio hacer sobre la tabla y sacó una aguja de una cajita oxidada. Se puso las gafas e intentó pasar el hilo por la aguja. No podía hacerlo. Partió el hilo con los dientes y lo volvió a intentar, luego otra vez. Lo observé, aunque mi mente seguía en el porche. El sonido del reloj era cada vez más fuerte. Recorrí la cocina de un lado a otro. No oía ningún ruido en el porche.

Intenté frenar mi deseo. El deseo de observarlos. El deseo de observar a mi otro yo: Yan. Me sentía como si nunca hubiera dejado el porche. Yo estaba en Yan. En el porche había tres personas en vez de dos. Se intensificó mi curiosidad. Mi anhelo era irresistible. Yan sabía que yo estaba vigilando. Sabía que estaba detrás de las cortinas. Quería que yo participara en esto, ¿no era cierto? Yo no podía hacer otra cosa que ver el modo en que sus labios cederían y su aliento subiría de temperatura. Podía sentir sus brazos rodeando mis hombros. Los brazos que me envolvían como serpientes. No podía distinguir si eran de Yan o de Leopardo o de ambos. Quería sentir el cuerpo de Leopardo. Quería que nosotros tres estuviéramos conectados como cables eléctricos. Temblé mientras mis dedos tocaban las cortinas. Estaba segura de que lo que hacía no estaba bien. Odiaba a los espías. Y yo iba a espiar. ¿Y qué pasaba si Leopardo se daba cuenta? ¿Qué pasaría? ¿Me odiaría Yan por echar a perder su placer? ¿Se enfadaría Leopardo?

Me obligué a mí misma a volver a la cocina. Mientras miraba otra vez por la ventana, vi al Viejo Sastre planchando la chaqueta. Planchó el cuello, luego las mangas. Dejó la plancha encima del horno. Esperaba a que se calentara la plancha. Abanicó el horno. Las llamas subieron. De pronto el Viejo Sastre se volvió hacia mí. Era demasiado tarde para esconderse. Me sonrió. Pero su sonrisa me hizo sospechar. Fue una sonrisa misteriosa. ¿Adivinaba lo que estábamos haciendo? Tenía una sonrisa extraña, de significado indeterminado. ¿Debía alarmarme? ¿Debía advertir a Yan? ¿Subiría? ¿Cuánto tardaría en subir? ¿Qué haría si se decidía a subir?

El Viejo Sastre era un respetado activista en el vecindario. Había informado sobre ladrones y adúlteros. Le habían premiado por su «revolucionario sentido del olfato». Su principal interés no era coser ropa sino enterarse de noticias secretas. Estaba implicado en los problemas de muchas familias. A menudo lo elogiaban en la pizarra del distrito. Y estaba allí en ese preciso momento sin dejar de sonreírme. Fingí que comprobaba si la ropa estaba seca. Dio un gran trago de agua, levantó la plancha y roció el agua con su boca por encima de la chaqueta. Pasó la plancha sobre las mangas y un vapor blanco se elevó.

Retrocedí hasta la sala de estar. Me torturaba aquello en lo que no podía participar. Mi mente dibujaba las imágenes para mí. Imágenes salvajes. Seguí andando de un lado a otro con cuidado. Con cautela, sin hacer ningún ruido. Mis pasos se detuvieron ante las cortinas. Me quedé quieta, escuché con atención. Mi aliento se volvió entrecortado. No oía nada. Nada en absoluto.

El deseo se apoderó de mí. Con cuidado, con mucho cuidado abrí una rendija entre los cortinajes verdes. Miré al interior y vi un abrumador color rojo en primer término y me figuré que era la ropa interior de Yan. Dejé caer la mano. La rendija se cerró. Sentía que mi piel abrasaba. Mi corazón se quebraba. No entendía mis sentimientos. No entendía por qué me hería lo que veía. Olvidé lo que se suponía que tenía que hacer.

Leopardo la estaba poseyendo. Leopardo estaba poseyendo a Yan. El modo en que la acariciaba dejaba ver que estaba enamorado de ella. Lo percibía claramente; sabía cómo se comportaba cuando no estaba enamorado. Era arrogante, amable y fingía estar interesado. Pero ahora estaba totalmente absorto. Era esclavo de su amor. Estaba llorando. El modo en que la acariciaba me hizo odiarle. Le susurraba, le estaba explicando su dolor por no ser capaz de amarla lo suficiente. Odiaba su verosimilitud. Me sentí invadida. Mis celos eran irreconciliables. Se negaban a compartir el mismo cielo con Leopardo. Estaba furiosa por su amor.

Yan llevaba una fina camisa blanca. Tenía los ojos cerrados. Su belleza era extraordinaria. Me fundía. Leopardo le estaba desabrochando el sujetador y luego las manos fueron a sus bragas. Ella le respondía y lo estimulaba. Arqueó el pecho, invitándolo. Mis lágrimas se esparcieron incontrolablemente. Él la cogió en brazos y luego hundió la cabeza entre sus pechos. Se levantó lentamente. La miró fijamente a los ojos. No pudo apartar la mirada del rostro de ella cuando la penetró muy despacio. Le besó los ojos. Sus lágrimas humedecían las mejillas de Yan. Ella le agitó el pelo con los dedos y lo rodeó con los brazos por detrás. Él gritaba de placer; luego le tocó a ella. Mis pensamientos se perdieron. Mis sentidos siguieron funcionando mientras mi mente dejaba de hacerlo. Veía dos cuerpos que hacían el amor una y otra vez. Olía el jazmín. Recordé el sabor de Yan, oí el aliento cada vez más entrecortado y me sentí… me sentí traicionada. Me aterrorizó ese sentimiento y olvidé que estaba espiando a escondidas a la pareja.

Antes de darme cuenta de lo que estaba haciendo, Yan me vio. Me vio llorando detrás del vidrio. Las cortinas se habían descorrido hacia un lado. Detuvo a Leopardo y se incorporó. Se puso a mirarme. Leopardo se quedó confundido y luego me vio. Estaba escandalizado. Se vistió. Yan, desnuda, permaneció quieta, sentada, como una estatua. Se daba cuenta de lo que me había hecho. Lo había planeado. Percibió mi furia. Apartó la mirada. Puso la cabeza entre las palmas de las manos. Dijo: Entra, por favor.

Abrí la puerta del porche y entré. No podía articular una palabra. ¿Viene alguien?, preguntó Leopardo. ¿Debemos marcharnos? Yo quería decir: Lo siento, pero las lágrimas se interpusieron. Recordé que tenía que fingir. Tenía que fingir que no había nada entre Yan y yo. Era mi comandante. Yo era su soldado y su vigilante, como siempre. Yan se puso la ropa lentamente. Miró afuera de la ventana durante un rato. Para entonces yo ya fui capaz de decirle a Leopardo: ¿Te apetece más té? Leopardo miró a Yan y luego preguntó si podía usar el servicio. Lo llevé al lavabo y regresé al porche. Yan se estaba abrochando la ropa y yo me arrodillé delante de ella. Me abrazó y dijo: Siento todo esto, pero tenía que hacerlo. Creo que ahora estamos listas para continuar con nuestras propias vidas. Has terminado con la granja del Fuego Rojo.

Me fui a la cocina y miré por la ventana. Dejé que las lágrimas cayeran en silencio. Siempre te querré a pesar de lo que hagas para apartarme de ti, no paraba de repetir desde el fondo de mi corazón. El Viejo Sastre seguía cosiendo. El callejón estaba tan tranquilo como un pozo profundo. Puse agua en un cazo y lo dejé sobre el hornillo. Encendí el fuego y esperé junto al cazo hasta que hirviera el agua. Oí una fuerte respiración que surgía otra vez del interior del porche. Leopardo gemía. Se oía el sonido de un forcejeo. Luego Yan se entregó.

Mientras yo volvía a mirar a través de los cortinajes verdes, Yan estaba sentada sobre el regazo de Leopardo. Leopardo la devoraba. ¿Puede él leer la poesía de su cuerpo como yo la leo? ¿Puede entender el modo en que canta su corazón como yo lo entiendo? Intenté negar lo que estaba viendo e intenté convencerme a mí misma de que Yan no lo quería. Pero Yan seguía devolviéndome a la realidad. Ella sabía que no podía dejar de observarlos. Quería romperme el corazón. La observaba. No tenía otra opción que observar cómo cada punta de su cabello se empapaba en sudor, igual que el de él. Yan estaba frente a mí, la barbilla hacia arriba, los ojos cerrados. Intentaba agotarse. Lo tenía a él dentro. La cara de Leopardo estaba entre sus pechos. Murmuraba, susurraba de nuevo su nombre una y otra vez. Sus manos apretaban los labios de ella. Mientras el aliento de Yan se hacía más entrecortado, sus brazos lo rodearon como serpientes que sujetan estrechamente una ardilla. Ella lo besó intensamente. Me estaba enseñando todo esto a mí. Me lo estaba haciendo a mí. Podía sentir mi corazón tirado por el suelo, siendo pisoteado, como el huevo de la gallina Gran Barba. No cerré las cortinas. Me obligué a mí misma a quedarme frente a Yan, a experimentar la muerte de mi amor por ella, a aceptar mi destino. Recordé que me había dicho que era más corrupta de lo que yo podía imaginar. Estaba haciendo esto para que la odiara y la olvidara de modo que ella pudiera olvidarme, de modo que pudiera detener el dolor que había estado padeciendo. Siempre era la dominadora, la manipuladora. Siempre llevaba el control. Estaba destruyendo nuestro amor para conservar el amor. Estaba asesinando nuestro amor con sus propias manos. Odié su egoísmo. No sería manipulada esta vez. Lo sentí por Leopardo, porque estaba perdidamente enamorado; no sabía dónde se estaba metiendo. Quizá yo estaba equivocada. Quizá Yan no fuera la persona que solía ser, una verdadera heroína, una diosa con un aro que brillaba sobre su cabeza. Quizá la había cambiado la granja, y su vida, y el que yo la dejara sola en la mosquitera. Quizá era corrupta hasta un grado que yo no podía imaginar, donde ya no cabía la fe en el amor, ni en nada. Quizá la lascivia de Leopardo le hacía olvidar lo que quería recordar. Quizá, después de todo, estaba haciendo lo correcto al venir a mi casa para seducirme.

Yan estaba pálida cuando abrió la puerta del porche. Ella y Leopardo estaban completamente vestidos. Mi calma debió de sorprenderla porque dijo: Nos gustaría irnos. Quería escapar de mí. Luego dije: Felicidades. No sabía por qué pero lo dije. Me reí. Le dije a Leopardo: Me ha gustado vigilaros. Si alguna otra vez me necesitáis, no lo dudéis, no tenéis más que decírmelo. Le dije a Yan: Adiós y cuídate. Intenté ponerle el brazo sobre el hombro pero fue imposible. Ella me repugnaba. Se daba cuenta. Se acuclilló y simuló que se ataba los zapatos. Pero intentaba aguantarse las lágrimas. Sabía, lo mismo que yo, que no volveríamos a vernos. Le dijo a Leopardo: Vámonos. Él, como si sintiera que me debía algo, dijo, agradecido: Has sido de gran ayuda, ¿cómo puedo darte las gracias? Cuida de tu mujer, le dije. Él me contestó: Estoy contento de que no seas un hombre, porque de otro modo tú habrías sido quien la habría conseguido. Aunque Leopardo dijo las palabras con sinceridad, sonaba como si se burlara de mí. Ha sido un placer. Me di cuenta de que no podía decir nada más y fui a abrirles la puerta.

Oí pasos en la escalera. Era mi madre. Les dije a Yan y a Leopardo: Esperad. Saludad a mi madre, por favor. Asintieron. Me apresuré hasta el porche y eché un rápido vistazo al interior. Todo estaba en orden: la almohada, las sillas y las mantas. Mi madre entró. Le dije: Mamá, éstos son mis invitados de la granja. Ésta es Yan y éste es Leopardo. Mi madre dijo: Oh, Yan, ¿cómo puedo conseguir que mi hija deje de hablar de ti? Se acercó a Yan y a Leopardo. Ellos se sonrojaron y bajaron la cabeza. Yo dije: Mamá, quieren irse. Mi madre me llevó hasta la cocina y me dijo: ¿Cómo es que no les has servido algo? Le dije que les había servido té. Mi madre dijo: El té no es nada. Sírveles alguna sopa con buñuelos hervidos. El agua del fuego está caliente. Sírveles un poco de sopa. Podría hacer los buñuelos en diez minutos. Le respondí: No, no hace falta. Dejé irse a Yan. Tuve que dejarla marchar.

A las seis de la tarde, mi padre volvió de ver las dos películas. Estaba agotado y tenía dolor de cabeza. Me dijo que nunca conseguiría hacerle volver al cine. No le hablé, ni a él ni al resto de la familia. Me sentía tan sola… Aquella noche la lluvia de pelo de vaca golpeó la ventana y se deslizó por el vidrio como lágrimas derramadas.

En el estudio nadie decía nada sobre mi guerra con Wong Soviética. Todo el mundo se había vuelto más cauto en su representación diaria. Observaban el interés y desinterés de Wong Soviética y se imaginaban cómo debían actuar según lo que a ella le apetecía. Nada se expresaba verbalmente. Todo se reflejaba en la mirada, en esa indudable ventana del corazón. Cada acto se ejecutaba con precisión.

Lanza Esperanzadora se me acercó un atardecer mientras yo estaba mirando la puesta de sol, sentada entre la hierba sin segar. Pensaba en Yan. Estaba absorta en mi pasado. Era una manera de escapar de la miseria del presente. Lanza Esperanzadora tenía una brizna de hierba de cola de perro en la boca. Se paró frente a mí, tapándome el sol. Sonreía. Se quitó la brizna de hierba de la boca y dijo: No es que quiera decirte lo que tienes que hacer pero, si yo estuviera en tu lugar, me retiraría ahora mismo. Me propondría volver al lugar de donde yo he venido. Cuando sopla el viento, es mejor seguir su dirección.

Me sorprendió su atrevimiento. La rabia me soltó la lengua. Preocúpate de tus asuntos, dije. La miré y seguí: Sé que nadie puede sentirse más feliz que tú de que yo esté a punto de quedarme fuera de la competición. Lo llevas escrito en la cara. Vete a echar un vistazo a esa cara ahora mismo. No me tapes el sol.

Simplemente quería demostrarte que me preocupo por ti, contestó Lanza Esperanzadora. Seguro que no me equivoco con lo que veo en tu mente, le dije. Odio a los espías. ¿Por qué no vas a denunciarme ahora mismo?, fue lo que le pregunté. Se me quedó mirando y respondió: Sí, iré, si eso es lo que quieres. Se volvió a poner la brizna de hierba en la boca y dijo: Me alegro de que te hayas hecho una idea de dónde vas a acabar. Le contesté: Tú no sabes nada de mí. Entonces déjame que te dé un consejo, pidió. Te sentirías mejor si estuvieras más preparada. Ya sabes, eres una individualista muy burguesa. Todo el mundo del estudio está convencido de que eres un brote capitalista.

Lanza Esperanzadora me recordaba a menudo a Lu. Al parecer nunca podría escapar de Lu. Había Lu por toda China. Me hizo recordar el antiguo dicho: «La pobreza engendra personalidades malignas».

En realidad, no tengo por qué preocuparme por tus asuntos si el Partido ya se está ocupando de ellos, dijo Lanza Esperanzadora mientras se alejaba caminando con su gracia habitual. Su sombra extendiéndose por el suelo era extremadamente larga aquel atardecer. Permaneció ante mi vista durante un buen rato antes de desaparecer. Por extraño que pareciera, pensé en los buitres, esas aves que se ciernen sobre los caminos de las montañas y dan vueltas en el cielo buscando la ocasión para lanzarse en picado y obtener su alimento.

Al día siguiente nos llegó un aviso a través de Una Onza. Decía que el supervisor había llegado a Shanghái y tenía programada una visita al estudio en algún momento de la semana siguiente para elegir a la actriz definitiva para interpretar a Azalea Roja.

Conocer al supervisor, impresionarlo, podría alterar mi futuro. Wong Soviética nos dijo que escogiéramos personalmente el material que queríamos interpretar y que nos preparáramos para la competición. Antes de empezar a practicar, Lanza Esperanzadora se me acercó y dijo: Creo que vas a ser la ganadora. No le contesté. No había forma de que pudiera confiar en ella. Me preguntó, al cabo de un rato, en tono casual, qué iba a preparar para mi interpretación. ¿Será «Azalea visita el cuartel general del Ejército Rojo» o «Azalea cuenta la historia de su vida»? Se dio cuenta de que no quería contestarle, así que sonrió y dijo: Yo voy a interpretar «Azalea en la cárcel».

Me quedé mirando a Lanza Esperanzadora. Sentí lástima por ella. Me costaba creer que escogiera aquella parte, la parte de Azalea Roja en la cárcel, detrás de los barrotes. La escena solo tenía dos líneas. No podía creer que pudiera despreciar su oportunidad de este modo. La miré, dudando si la había oído bien. Lanza Esperanzadora me convenció. Me convenció de que su estupidez era real. Iba a interpretar «Azalea en la cárcel». Ella lo había elegido. Dejé escapar un suspiro. Me invadió un placer secreto. Pregunté: ¿Estás segura? Contestó: Sí, eso es lo que voy a hacer. Y luego preguntó: ¿Y qué parte vas a hacer tú? Yo le contesté sin pensar: «Azalea cuenta la historia de su vida». Le dije que había escogido la escena porque el material me permitía mostrar diferentes aspectos del personaje. Lanza Esperanzadora dijo: Deseémonos suerte la una a la otra. Se mostró más simpática de lo habitual mientras practicábamos en común y comentábamos nuestras respectivas actuaciones. No dejó de hacerme cumplidos. Vi que el éxito se rendía a mis pies.

Llegó el día en el que se decidiría mi destino. Era por la mañana, hacia las nueve. Un día despejado. El sol entraba como un hacha a través de las ventanas del salón de ensayos. La estancia estaba llena de gente. Todo el mundo esperaba al supervisor. Lanza Esperanzadora y yo estábamos ocupadas repasando mentalmente nuestro último ensayo. No hacíamos caso de cómo se sentían Leña para el Fuego, Pequeña Campana y Abeja OhYang. Les había tocado interpretar los papeles de apoyo. Wong Soviética, Sonido de Lluvia, un grupo de altos cargos del estudio y algunos periodistas ya habían tomado asiento. Cada uno de ellos tenía una taza de té caliente en las manos. Esperaban pacientemente.

Permanecí junto a la ventana. Respiraba a fondo. Lanza Esperanzadora no parecía tan nerviosa como yo. Llegó tarde y se sentó a mi lado. Llevaba una camisa roja y el color se reflejaba en su cara. Estaba de buen humor. Me preguntó si estaba nerviosa. Le dije que sí, un poco. Me dijo que ella no. Me estrechó la mano y vimos que un coche cruzaba la entrada del estudio.

Nos presentaron al hombre llamado el supervisor. Llevaba puestas unas gafas de sol de gran tamaño. Nadie pudo verle bien el rostro. Vestía un uniforme militar verde. Era un hombre de estatura mediana. Su pelo, peinado hacia atrás, era extremadamente negro. No era tan viejo como había imaginado. Tendría cuarenta años aproximadamente. Bajó del coche y caminó hacia nosotros con paso vigoroso. Wong Soviética y Sonido de Lluvia se fueron corriendo para darle la bienvenida. Se estrecharon las manos. Lo guiaron hasta el interior de la sala y lo acomodaron en el asiento del medio. Las intérpretes —Lanza Esperanzadora, Leña para el Fuego, Pequeña Campana, Abeja OhYang y yo— estábamos reunidas en el extremo posterior de la sala. Wong Soviética anunció el programa. El programa de dos candidatas que competían para obtener el papel de Azalea Roja. Anunció el nombre de Lanza Esperanzadora, luego el mío. Una vez que volvió a su asiento junto al supervisor, nuestra competición había empezado.

El supervisor no nos miraba. Cruzó una pierna sobre la otra y encendió un cigarrillo. No se quitó las gafas de sol. Lanza Esperanzadora caminó resueltamente y subió al estrado situado en el centro de la sala. Se había puesto el vestido de Azalea Roja: una chaqueta de algodón abrochada al lado con un estampado de azaleas rojas. Se sentía segura. Empezó a recitar su parte. Me sobresaltó, me desmoronó: estaba interpretando «Azalea cuenta la historia de su vida». Estaba interpretando mi material. Con la diferencia de que ella lo hacía mejor. Añadía buenos detalles. Yo no conseguía oír otra cosa que un martilleo ensordecedor en mi cabeza. Lanza Esperanzadora estaba interpretando mi parte. No me quedaba nada para representar. Si interpretaba lo mismo que ella, todo el mundo pensaría que la estaba imitando.

Perdí la oportunidad de ganar antes de empezar la batalla. No podía creer que Lanza Esperanzadora me hubiera hecho eso. No podía creer que estuviera recitando la parte que yo había preparado. Fue tan repentino, tan devastador… El supervisor miraba intensamente a Lanza Esperanzadora. Wong Soviética sonreía. Parecía estar muy satisfecha.

Lanza Esperanzadora finalizó su actuación. Clavó su última frase como una acróbata de primera clase que se clava con la punta del pie sobre el sillín de una bicicleta en movimiento. Hubo grandes aplausos. Lanza Esperanzadora hizo una reverencia a la audiencia y al supervisor. Wong Soviética subió al estrado para felicitarla. El supervisor parecía impresionado. Se acercó también a dar la mano a Lanza Esperanzadora. Le preguntó si sabía montar a caballo. Cuando Lanza Esperanzadora le dijo que sí, le preguntó si podría verla actuar a caballo en el estadio de Shanghái. Ella le contestó: Por supuesto, ¿cuándo?, y explicó que hacía tiempo que se moría por montar a caballo. El supervisor invitó a Lanza Esperanzadora a sentarse a su lado. Habló de organizar un paseo a caballo.

Luego llegó mi turno de actuar. Tenía veinte minutos para contraatacar. Tenía veinte minutos para convencer al supervisor de que era mejor que Lanza Esperanzadora y de que me escogiera a mí en vez de a ella. Pero había sido derrotada en mi propio terreno. Estaba sangrando por dentro. Veía cómo se escabullía mi ocasión. Subí al estrado. Me temblaban las piernas. Hice la representación más estúpida de mi vida. Interpreté «Azalea cuenta la historia de su vida». Recité las líneas pensando cómo podía convencer a la gente de que no estaba imitando a Lanza Esperanzadora.

El público empezó a bostezar. Luego todo se había acabado. Mi actuación había terminado antes de empezar. Tenía las extremidades frías.

Me dirigía a mi asiento entre el público cuando oí a Lanza Esperanzadora que decía a un entrevistador que debía su éxito a Wong Soviética. Wong era la responsable de sus méritos. Al día siguiente el diario del Partido publicó un gran retrato de Lanza Esperanzadora a caballo guiada por Wong Soviética.

La labor revolucionaria te necesita como ayudante de plató, me comunicó Una Onza en tono categórico. Me encontraba en mi habitación holgazaneando. Llevaba horas holgazaneando. Si no te gusta, al estudio no le importará que vuelvas a la granja del Fuego Rojo. Tardó treinta segundos en hacerme saber la orden. En la habitación, nadie pareció sorprenderse. Caí en la cuenta de que mi buena fortuna había llegado a su fin. Quise preguntar quién había tomado la decisión. Tenía tal nudo en la garganta que apenas podía producir un sonido. Sentí una debilidad repentina y salí de la habitación. Me agarré al tronco de un arce y me senté sobre la hierba. El comité del Partido, por supuesto, soltó voluntariamente Una Onza. ¿Quiénes son exactamente esa gente? Lo miré. Lo siento, pero no lo sé, dijo. No soy más que un guarda que te transmite un mensaje de los de arriba.

Recogí mis cosas y salí de la habitación. Iba camino de convertirme en ayudante de plató en el estudio. Era temprano por la mañana, las seis y media aproximadamente. Lanza Esperanzadora, Leña para el Fuego, Pequeña Campana y Abeja OhYang habían empezado ya a hacer sus ejercicios rutinarios. Sus voces sonaban con más claridad de la habitual. Cuando pasé a su lado, me miraron. Detrás de sus expresiones impasibles, sabía que se sentían contentas.

Caminé sin detenerme en dirección a la entrada. Los arces se agitaban y los pájaros volaban arriba y abajo picoteando su comida a mis pies. Una Onza se fue a abrir la gran puerta de madera cuando me vio acercarme. No te molestes, saldré por la puerta lateral, le dije. Una Onza insistió.

El cerrojo estaba oxidado después de las últimas lluvias. Una Onza lo hizo girar con gran esfuerzo. El sonido era chirriante. Después de forcejear con el cerrojo, la puerta se abrió de golpe. Los pájaros se alejaron volando. Una Onza estiró el brazo derecho e hizo un gesto humilde para dejarme pasar.

Me negaba a sentir nada. Leña para el Fuego, Lanza Esperanzadora, Abeja OhYang y Pequeña Campana reanudaron sus ejercicios vocales tras de mí. Cantaban:

¿Quién rompió los grilletes por nosotros?

¿Quién nos salvó del infierno flameante?

¿Quién nos guió por el camino dorado?

Oh, el sol en lo alto del cielo,
oh, el faro más brillante en el mar,
sois vosotros,
el admirable presidente Mao y el Partido,
vosotros sois los salvadores de nuestras vidas.

Un productor del Estudio de Cine de Shanghái me dio un estropajo de gran tamaño, un guión, una libreta y una caja de tiza. Me pidió que memorizara el guión, que contenía 1042 tomas. Era el guión de rodaje de Azalea Roja.

Cuando leí el título me dolieron los ojos. Mira, dijo el productor, un ayudante de plató es la persona que lleva el registro del plató, y esto quiere decir de todo. Si hay una hormiga arrastrándose por el plató, un buen ayudante tomará nota. Es una gran responsabilidad, porque rodamos las escenas de modo desordenado. Por ejemplo, un hombre abre una puerta y entra en el vestíbulo. Podemos necesitar dos escenas para acabar esta acción. Rodaremos la escena exterior en Hunan y dos meses después rodaremos la escena interior en Shanghái, otra vez en el estudio. Tienes que ser capaz de recordar exactamente lo que llevaba puesto, por ejemplo, y cómo lo llevaba en las diferentes localizaciones: por ejemplo, ¿tenía el cuello abrochado o abierto? Si cometes un error, serás responsable de que una persona que entra con el cuello abierto de repente lo lleve abrochado. La escena se echará a perder, por supuesto. Treinta centímetros de película, que cuestan lo que a nuestros campesinos el cereal de una temporada, es un material que hay que cuidar. Con lo que vale esa película malgastada comerían generaciones de nuestros campesinos. Y tú ya sabes lo que eso significa para el país.

Me obligué a escuchar atentamente al productor. Me pidió que hiciera treinta copias de sus notas para el equipo. Solo nos quedan tres días antes de empezar a rodar, dijo. Me pidió que sostuviera la pizarra de rodaje, escribiera los detalles de las tomas, comprobara los vestidos, el decorado y los extras. El suelo. El productor dirigió su dedo hacia abajo como si me recordara algo importante. Deberías empezar por fregar el suelo antes que nada, dijo con seriedad.

Cuando cogí el estropajo, dijo: Oye, no nos hacen falta trabajadores ineficaces. Cada zanahoria tiene su parcela. Si no, te enviarán de vuelta a la granja del Fuego Rojo.

No levanté la cabeza mientras fregaba el suelo. Me sentía como si no tuviera cara. En el estudio de rodaje estaban en pleno ensayo. Oí que alguien gritaba repetidamente por un micrófono. La voz tenía un fuerte acento de Pekín. Era la voz del supervisor. Recordé aquella voz.

Acababa el trabajo a las seis de la tarde y me iba a un cuarto interior para los fumadores. Había empezado a fumar el día en que me despidieron de la clase de formación de actores. Me sentaba en un banco. El ambiente era oscuro y húmedo. No encendía la luz. Necesitaba oscuridad. Iba cada día y fumaba cigarrillos en la oscuridad hasta que se me entumecía el labio.

Después del descanso tenía que acabar de fregar el resto de las escaleras del edificio. Una tarea que parecía interminable. De repente me acordé del antiguo dicho. Decía: «Es difícil para una serpiente volver al infierno una vez que ha probado el cielo». Ahora yo era la serpiente. Cada día me sentía peor que el anterior. Cada mañana, en el instante en el que me levantaba, mi cuerpo y mi alma marchaban por caminos separados. El cuerpo sin alma se iba a fregar suelos y el alma sin cuerpo se iba al reino de las esperanzas inciertas. Algunas veces el cuerpo y el alma se unían momentáneamente. Era en el instante en que tenía la sensación de que el estropajo se convertía en una metralleta. Mientras restregaba con él, disparaba.

Aspiré profundamente. De pronto, una voz, una voz tierna, surgió desde mi espalda. ¿Por qué te gusta sentarte en la oscuridad?, preguntó la voz.

Pensé que me había imaginado la voz. Me quedé quieta. La voz se repitió. El sonido fue más suave. Un acento de Pekín. Me levanté y estaba a punto de encender la luz. Me gustaría fumar también a oscuras, si no te importa, dijo la voz. ¿Puedes darme fuego? Seguí quieta en la oscuridad. Gracias, dijo la voz. Oí el ruido de una persona que se levantaba y se movía hacia mí. ¿Quién eres?, pregunté.

Soy lo mismo que tú, un asistente del plató, me contestó la voz. ¿Cómo estás? Vi que me tendía un cigarrillo. Le pasé mi cigarrillo. Los dos cigarrillos se tocaron. El fumador aspiró. Fue un rostro amable el que vi. El rostro volvió a desvanecerse en la oscuridad. Mi mente regresó a sus propios pensamientos.

Pensé en mis padres. Había dejado de hablar con ellos. No te mereces esos capirotes, me decía mi madre una y otra vez. Le dije que estaba harta de su rectitud, que no interfiriera en mi vida. Le dije: ¿Por qué no aprendes de una vez? ¿Qué es lo que te pasa? ¿Es porque tu vida no ha sido todavía suficientemente miserable? Mi madre contestó, siguiendo su propia lógica: No lamento ni un ápice mi forma de vida, porque he sido honesta conmigo misma. No podía soportar su lógica. Le dije: No quiero heredar tu vida. Es una vida terrible, terrible y terrible. Se lo dije a gritos. Mi madre fue a tomarse unas pastillas. Le dije: ¿No ves? ¿No ves que no está funcionando? Tu filosofía no funciona para mí. Mi madre se negaba a rendirse. Dijo que no creía que el mal debiera gobernar. Yo respondí: Está gobernando. Ella contestó: Es imposible. Dije: Friego suelos, ¿no lo ves? Mi madre soltó: ¿Y qué hiciste mal? Le respondí: Me gustaría saber la respuesta. Mi madre empezó a repetir: Entonces esto no debería haberte pasado. Le contesté: Me está pasando. Dijo que le gustaría hablar con mi instructora. Me reí.

Los instructores vinieron antes de que mi madre reuniera el coraje suficiente para enfrentarse a ellos. Fueron Wong Soviética y Sonido de Lluvia los que vinieron. Vinieron para ponerme un capirote en la cabeza. Querían que reconociera un crimen que yo no había cometido. Querían que dijera: Sí, merezco que me saquen a patadas porque soy mala. Mi madre preguntó: ¿Qué ha hecho mal mi hija? Has amparado a una malhechora, fue su respuesta. Mi madre se negaba a que la confundieran. Luchó hasta el final. Luchó hasta el último peldaño de la escalera. Dijo: Decidme qué problema hay con mi hija. Ellos contestaron: Todo. Todo es un problema con tu hija. Ella insistió: Ponedme un ejemplo. Respondieron: No hace falta. Mi madre dijo: Camarada Wong Soviética, desearía que mi hija jamás te llamara maestra.

Mi madre los siguió hasta el callejón. No dejó de gritar antes de caerse sobre el cemento. Aulló: ¡No podéis hacer una criminal de mi hija inocente! Mi padre arrastró a mi madre escalera arriba. Dijo: Estás empeorando las cosas. ¿No sabes que representan al Partido? Mi madre gritó: ¡Pero yo no soy culpable! Mi padre la obligó a sentarse en una silla. Le explicó las cosas más sencillas del mundo. Las cosas más sencillas para que mi madre entendiera el mundo en el que vivía. Mi padre le recordó que él mismo acababa de ser despedido del Museo de Ciencias Naturales de Shanghái porque no estaba de acuerdo con el primer secretario del Partido respecto a un asunto técnico. Lo acusaban de utilizar la ciencia para atacar al Partido Comunista. Mi padre le dijo a mi madre que Coral había sido obligada a ser campesina porque yo había salido de la granja del Fuego Rojo. Coral tuvo que convertirse en campesina para cumplir las directrices del Partido. Estaba trabajando en la granja del Fuego Rojo en la Compañía Treinta y Tres, la compañía que carecía de cañería de agua potable propia. El Partido le dice a la gente lo que tiene que hacer, no es al revés, dijo mi padre. Mi madre se negaba a entender aquel mundo. Se negaba a entender las cosas que no tenían sentido para ella. Bloqueó su entendimiento porque prefería vivir en su propio mundo. Vivía con el dios de la justicia. Aquella noche rompió tres vasos mientras lavaba los platos. Me desperté de madrugada y encontré a mi madre mirando fijamente el agujero de la fregadera, sola.

¿Dónde está tu interés? La voz en la oscuridad interrumpió mis pensamientos. No tengo ningún interés, dije. Necesito alguna opinión sobre un traje que acabo de escoger; ¿te importaría darme la tuya?, dijo la voz.

La luz se encendió. Bajo la empañada luz de gas vi a un hombre vestido con un antigua túnica de seda roja, con un dragón dorado bordado sobre el pecho y ondas plateadas en la parte inferior. Debajo de un sombrero decorado con diamantes brillaban unos ojos claros con forma de almendra. Las cejas eran largas y delgadas como las alas de un ganso marino planeando. Su fina piel pálida se ensombrecía con un color malva sobre las mejillas. Nariz delicada y boca redonda de color rojo tomate. Citó:

Río primaveral, la luna hace relucir una florida noche;
arce otoñal, el sol apresura una fresca mañana.

Me quedé observando al hombre. Pensé: Debe de ser el maquillaje. El maquillaje hacía que pareciera femeninamente hermoso. ¿Quién eres?, me oí decir. Ya te he dicho que soy un asistente del plató como tú. ¿De dónde eres? De Pekín.

Se acercó hacia mí para estrecharme la mano. Al observar su pálido rostro, me sobrevino un extraño pensamiento. ¿Era una mujer o un hombre? Parecía ser las dos cosas. Era de una belleza grotesca. Bajó la cabeza y luego apartó la mirada, casi tímidamente. Sosteniéndose con cuidado el ropaje, caminó hacia la puerta como un sauce oscilante: llevaba botas de teatro con tacones de diez centímetros.

¿Qué haces aquí?, pregunté. Interpretar, dijo. ¿No te acuerdas de la enseñanza del presidente Mao «Haz que el pasado sirva al presente»? Estoy trabajando en esa idea. Pregunté: ¿Qué supervisas aquí? Todo, dijo. Por cierto, ¿qué te parece este traje? Le dije que parecía poco habitual. Le pedí al sastre que me lo enviara, continuó. ¿No te parece maravilloso? Me contó que estaba recogiendo ideas para crear un arte provechoso para el pueblo. Me pidió mi opinión sobre las óperas modelo. Le dije: ¿Cómo puede uno tener cualquier opinión? La opinión del Partido es la opinión del pueblo. ¿Cómo podría atreverme a tener mi propia opinión? Wong Soviética me eliminó porque tenía opiniones.

Las palabras salieron de mi boca a borbotones. La rabia me hacía temblar. Cuando hablaba de Wong Soviética me volvía rencorosa. Expresé mi odio con vehemencia. No me importaba quién me escuchara en ese momento. Él esperó tranquilamente a que acabara de expulsar mis palabras. Empecé a lamentar haberme dejado llevar así. Dije: Nueve millones de personas contemplaron nueve óperas en nueve años. Es encantador. El décimo año, tendremos la número diez, Azalea Roja. Quería pronunciar el nombre de Lanza Esperanzadora pero no pude continuar. Me hería pronunciar ese nombre. Los celos eran indescriptibles.

No dices lo que piensas, opinó. Por supuesto que sí, respondí. Él dijo: Las óperas modelo fueron creadas, permíteme que te lo recuerde, por madame Mao, la camarada Jiang Qing. ¿Quiere eso decir que nadie puede criticarlas? Exactamente, contesté yo. Él se rió, con una sedosa voz de mujer.

Me dijo que se había topado con una mente maliciosa. Dijo que era interesante enfrentarse a retos. Se había molestado. Se quitó el ropaje, el maquillaje y luego se puso una chaqueta mao de color añil. Era un hombre de aspecto delicado. Reconocí al hombre que había visto durante mi desastrosa interpretación. El supervisor. Él era el que había elegido a la ladrona que me robó mi Azalea Roja. Le gustaba Lanza Esperanzadora. Ansiaba contarle lo que me había hecho Lanza Esperanzadora aquel día. Pero ¿cómo evitaría caer en el ridículo? Lanza Esperanzadora estuvo fantástica en su victoria sobre mí. Lanza Esperanzadora tenía talento cuando se proponía apropiarse de mi trabajo. Si hablaba, ¿cómo podría evitar no parecer más ridícula de lo que ya era? El supervisor me preguntó si podía darle un cigarrillo. Sus dedos eran finos y lampiños, como los de una mujer. Encendí un cigarrillo y se lo di. El humo que exhalamos se unió en el aire.

La tarde siguiente me preguntó si podía sentarme con él hasta que acabara su cigarrillo. Le dije: Bueno. Estuvimos sentados en el cuarto de fumar. Me preguntó dónde vivía. Le dije: En la calle Shanxi, en un piso con mi familia. Me preguntó: ¿Cuántos sois? Le contesté: Cinco en este momento. Preguntó: ¿Cuántas habitaciones tenéis? Le respondí: Una y un porche. Dijo: Así que no puedes dormir sola. Contesté: No, por supuesto que no. Dijo: Ya veo.

Me volvió a preguntar si me gustaban las óperas modelo. Le respondí otra vez: ¿Cómo es posible que a alguien no le gusten? ¿Cómo se atrevería alguien a que no le gustara una cosa así? Dijo: ¿Puedes explicarte? Le advertí que mi respuesta le molestaría. Contestó que le interesaba una respuesta personal, que él tampoco estaba satisfecho con las óperas. Dijo que quería ver pasión revolucionaria y muchas de las óperas carecían de ella. Le contesté que estaba de acuerdo con él, que me interesaría conocer la vida privada de los personajes. Dije que me parecía extraño que los protagonistas de las óperas no tuvieran vida privada. Dijo: ¿Quieres decir romances? Respondí: No quería decirlo pero, sí, quizá sea eso, de acuerdo, entonces eso es. No tengo nada que perder. No me pueden rebajar aún más. Se rió en voz baja. No tienes por qué estar tan aterrorizada, dijo, me interesa tu opinión. Continúa, por favor. Añadió que era cierto que ninguna de las óperas modelo incluía ningún romance. Yo dije: No creo que los protagonistas no tengan ningún amante en toda su vida. No creo que ninguna mente humana pueda liberarse de las emociones profundas.

El supervisor puso una expresión burlona. No deberíamos usar la fantasía para embaucar a nuestros jóvenes, dijo. Los dedos que sostenían el cigarrillo viajaron en el aire. El amor romántico no existe entre el proletariado, dijo con firmeza. Es una fantasía burguesa. El pueblo no perdonaría que alguien le vendiera mentiras. Me puse en pie para recoger el estropajo. Él se levantó y lo pisó. Me quedé callada. Debes de tener algún amante, dijo. No me mientas. No lo tengo, dije. Tienes problemas. Me miró fijamente a los ojos. Le dije que eso no era asunto suyo, cogí el estropajo y salí por la puerta.

Ayer te olvidaste de preguntarme el nombre, me dijo la tarde siguiente en el cuarto de fumar. Yo le contesté con impaciencia que me lo podía decir entonces. Él respondió: No es esa mi intención. Tendrás que llamarme supervisor como todos los demás. Le dije: Si quisiera, podría enterarme por el resto de los miembros del equipo. Inténtalo, fue su respuesta.

Nadie sabía su nombre. Todo el mundo decía que era de Pekín y que se le consideraba un experto en ópera y cine. Todos lo llamaban «el supervisor». Su misión, explicó Sonido de Lluvia un día a todo el equipo, era la misión más importante del siglo. El propio Sonido de Lluvia desconocía los detalles.

Volvieron a traer a Lanza Esperanzadora al plató para hacer unas pruebas cinematográficas para Azalea Roja. Pude ver la ilusión en sus ojos. Lanza Esperanzadora, con el rostro radiante, no se dignó dirigirme la mirada. Yo continué fregando el suelo y sintiendo la envidia extrema que me quemaba. El supervisor permaneció cerca de Lanza Esperanzadora, observándola mientras la maquillaban. Hermosa, dijo de todo corazón. No le importaba que se le notara que la adoraba delante de todo el equipo; luego todo el mundo, a excepción de mí, empezó a adorarla. Estaba comiéndome un pastel de arroz en la oscuridad del cuarto de fumar. Me sentía como un animal que devora su propio intestino. Ya no podía comer más. No soportaba contemplar la sonrisa de Lanza Esperanzadora. No podía soportar su canto feliz. No podía escapar de mis celos por su éxito. Lanza Esperanzadora estaba trabajando duramente. Su interpretación mejoraba cada vez más. Se estaba metiendo en la piel de su papel. Me ordenaron que trabajara para ella. Tenía que apuntarle el texto. Tenía que poner marcas a sus pies para que se situara correctamente ante los cámaras, pasarle una taza de agua cuando pedía algo para beber, cambiarle el vestido después de las tomas, abotonarle el cuello cuando se le olvidaba.

Wong Soviética venía con frecuencia al plató. Me observaba también a mí. Me observaba mientras ocupaba el puesto de Lanza Esperanzadora cuando a ella la mandaban a arreglarse el maquillaje. Yo permanecía bajo los focos en vez de Lanza Esperanzadora. Era difícil de soportar. Pero no quería dejar que Wong Soviética o Lanza Esperanzadora percibieran mi frustración, aunque Lanza Esperanzadora estaba demasiado ensimismada para reparar en mí. Yo mantenía alta la cabeza, recta sobre los hombros, clavada a la parte delantera del cráneo. Le decía buenos días a Lanza Esperanzadora. Me ponía de rodillas y me inclinaba para dibujar y redibujar con tiza señales para el movimiento de la cámara. A veces las lágrimas me salían sin que yo fuera consciente de ello. Especialmente cuando Lanza Esperanzadora me decía: Oh, haces tan bien tu trabajo…

Aunque el supervisor era el director, iba y venía sin previo aviso. Tenía un grupo de cuatro colaboradores de dirección que trabajaban para él. Siempre se les oía susurrar conjuntamente. La voz del supervisor volvía a hacer acto de presencia repentinamente detrás de la cámara tras unos pocos días de desaparición. Daba la impresión de que Lanza Esperanzadora le gustaba cada día más. Un día le dijo: Quiero que estés preparada, porque las masas te van a querer tanto que te asfixiarán; ¿estás preparada? Cuando el supervisor dijo esto, yo estaba dibujando marcas con tiza a los pies de Lanza Esperanzadora. Estrujé la tiza con los dedos.

No has comido en todo el día. ¿Estás bien? La voz del supervisor surgió en el rincón. Solo tienes un estómago, ¿crees que puedes permitirte abusar de él? Le contesté: Me temo que no me siento demasiado bien. Él dijo: No pierdas los nervios, no merece la pena; a nadie le importará lo que te pase. No es bueno ser egoísta. Te consumirás si sigues actuando así. Se levantó y se fue.

De pronto tuve miedo de encontrarme sentada a oscuras yo sola. Tenía una extraña urgencia por acabar con el presente, por acabar con mi vida. Para escapar de este pensamiento, cogí el estropajo y me fui al vestíbulo. Mientras lo fregaba, oí la voz del supervisor por el micrófono. ¡A ver si puedo oír la melodía principal! ¡Tocadla para que yo la pueda oír!, gritaba.

Eché una rápida mirada por una ventana de la escalera que daba al cuarto del director de orquesta. El supervisor, con unos auriculares en la cabeza, estaba echado en el sofá con los pies encima de la mesa. La orquesta volvió a tocar. El supervisor se puso furioso. ¡Atajo de lombrices del arroz, no tenéis orejas!, aulló y bajó al estudio junto a los músicos.

Se fue corriendo hasta un piano de cola y tocó una rápida sucesión de notas. Volviéndose de espaldas dijo: Un descanso y lo tocaremos una vez más. Si no lo hacéis bien, me aseguraré de que os quedéis sin vuestro bol de arroz.

El supervisor salió y subió por la escalera. Me vio antes de que yo intentara apartarme de su camino. Se me quedó mirando y dijo: Suelta de una vez ese gas pestilente que llevas dentro. Hace un día luminoso. Yo no contesté. Pasó a mi lado y oí su voz por los altavoces cantando la melodía principal.

Fregaba el suelo a los pies de la gente. De un pie a otro. Mis esperanzas se marchitaban. Constantemente pensaba en escapar. Le pregunté a Sonido de Lluvia si podría asignarme un trabajo en algún otro sitio. Dijo: No puedo darte ningún permiso porque sé que tu propósito es impuro. Sé que tu verdadera intención es abandonar el estudio. Me mentiste, mentiste al Partido y no hay más que hablar. Me quedé allí de pie mientras Sonido de Lluvia continuaba: ¿Cómo es posible que no hayas sido capaz de darte cuenta de que aquí tienes un trabajo importante que hacer? ¿Cómo es posible que seas tan egoísta para poner la labor revolucionaria en segundo plano?

Sacó su programación y me dijo que tenía los puestos asignados para los siguientes cinco años. Añadió que él no era el encargado de dictar las normas y cerró su libreta.

Fumé en el cuarto oscuro. Me había convertido en una fumadora empedernida. Después de la jornada, el supervisor entró en la sala de fumar y se sentó a solas. Estábamos los dos sentados en silencio, como era habitual, a un metro y medio más o menos, como si la otra persona fuera parte del decorado. Mis sentidos empezaron a navegar por un océano oscuro. El punto de luz del cigarrillo del supervisor me recordaba la luz de una baliza.

Las primeras pruebas del rodaje fueron altamente elogiadas por los responsables de arriba. Se decía que la camarada Jiang Qing estaba contenta. Quería mostrarle las secuencias a Mao.

El presidente y sus principales colaboradores verían las tomas y respaldarían y promocionarían la película para el pueblo.

Sonido de Lluvia y Wong Soviética vinieron al plató y anunciaron que la camarada Jiang Qing inspeccionaría el rodaje personalmente y cenaría con los miembros del equipo aquella tarde. Nos pidieron que mantuviéramos en secreto las noticias por motivos de seguridad. Los miembros del equipo se excitaron mucho, tanto que se fueron a un rincón a murmurar por grupos, armando un gran jaleo. Se decían los unos a los otros al oído: ¡Es verdad! Qué suerte tenemos.

Limpié el estropajo después de que todo el mundo se hubiera marchado. No fui a la cena. Si iba serviría únicamente para que me recordaran mi miseria. Decidí quedarme. Decidí estar sola. Me fui al cuarto a fumar. El supervisor no estaba allí. Resultaba extraño pero, en ese momento, en la oscuridad, me di cuenta de que mis pensamientos se dirigían a él. Me preguntaba qué tipo de persona era, su origen y sus objetivos. Yo admiraba su devoción. Si no me hubiera encontrado en tan mala situación, me habría hecho amiga suya. Me caía bien. Me gustaba su mente extraña. Empecé a pensar, si fuéramos amigos, ¿le contaría todo?, ¿le hablaría de Yan? Me preguntaba cuál sería el motivo de que él, el creador de Azalea Roja, estuviese tan encariñado con Lanza Esperanzadora.

La manilla de la puerta giró. Una figura familiar se introdujo en el cuarto oscuro. Buenas noches, dijo. No has cenado, ¿a que no? No, contesté. Están cerrando la cafetería, me dijo él. Lo sé. Pero no tengo hambre. ¿Por qué no has ido a cenar?, me preguntó. Estoy seguro de que estabas invitada. ¿Es que quizá no te interesaba conocer a nuestra mayor abanderada? Por supuesto que me interesa, dije, pero estoy segura de que nadie se va a preocupar por la ausencia de una ayudante de plató. Él dijo: Nunca se sabe. A la camarada Jiang Qing le preocupa mucho la gente corriente.

Sonrió y se sentó enfrente de mí. Me puso delante dos rollitos de huevo. Cómelos mientras están calientes, me dijo. Cogí un rollito y lo engullí, me moría de hambre. No sabía qué era lo que me hacía tan osada delante de él. ¿Era su elogio de Lanza Esperanzadora lo que apagaba mis esperanzas y hacía que me olvidara de intentar complacerlo?

El supervisor se sentó y cogió el cigarrillo que le pasé. Es un mundo asfixiante, ciertamente. Exhaló el humo. No eres mala persona. ¿No soy mala?, dije burlonamente, ¿y qué importancia tiene no ser malo? ¿Por qué no va a ser significativo?, dijo él. Estás sirviendo a un objetivo. Yo quise saber: ¿Qué clase de objetivo? Él respondió: Será mejor que no lo sepas. Me volví a él y le dije: No me interesa saber nada.

Eso está bien, dijo. Dejemos que el sol siga brillando. Dejemos que el cielo y la tierra compartan… compartan el mito y la belleza de lo desconocido. Mira, no cambia mucho las cosas saber o no saber, dijo, lo mismo me pasa a mí. Es en la nada cuando las cosas se encuentran en su estado ideal. Se volvió y me miró. Me miró en la oscuridad. Vi sus iris centelleantes. Se levantó, encendió la luz y salió del cuarto. Me dejó pensando en él.

Sonido de Lluvia y Wong Soviética vinieron al estudio al día siguiente. El Comité Central del Partido había emitido un nuevo documento en el que se decía que las directrices que seguía Azalea Roja habían creado algunos problemas políticos. La camarada Jiang Qing estaba a punto de tomar una decisión. Todavía no se efectuaría la producción.

Las últimas escenas de exteriores se iban a rodar en marzo en el distrito del Lago Occidental de la provincia de Hang Chow. Llegué justo antes de que el autobús arrancara. El único asiento que quedaba libre era el que estaba junto al supervisor. Dudé, pero decidí ocuparlo. Podía apreciar una extraña tensión entre nosotros. Me pasó un cigarrillo. No hablamos durante todo el trayecto de seis horas.

Lanza Esperanzadora y Wong Soviética estaban sentadas delante de nosotros. Cantaron óperas durante todo el recorrido. Una detrás de otra. El autobús se estropeó justo antes de entrar en el distrito del Lago Occidental. Cuando los demás miembros del equipo salieron a estirar las piernas, el supervisor y yo nos pusimos a hablar.

Le pregunté si tenía familia. Dijo que sí, pero que prácticamente había estado solo durante todos estos años. Le pregunté dónde vivía. Aquí y allí, voy a donde me lleva mi trabajo, dijo. Me preguntó qué tal me las arreglaba con mi vida y si había conseguido un poco de felicidad. Le dije que no y le hice la misma pregunta. Para mi sorpresa, respondió que estaba tan seco como un pescado tirado sobre tierra salada. Dijo que estaba cansado, pero que estaba comprometido con una misión. ¿Qué misión? Luchar por la gente, dijo. Gente que tiene el mismo destino que yo, añadió. Pensé que aquella afirmación parecía alguna especie de consigna. Se lo dije. Se rió y dijo que estaba impresionado por mi osadía.

¿Por qué luchas por la gente? ¿A quién te refieres con lo de gente?, pregunté. Me dijo que debería saber más de él. Afirmé que me gustaría saber más. Empezó con su revelación. Su familia provenía de la provincia de las Montañas Orientales, en el norte. Su madre había sido una criada antes de la Liberación. Nunca había conocido a su padre. A lo largo de su infancia, él y su madre fueron maltratados por los ricos y se quedaron sin un techo bajo el que cobijarse. Su madre tuvo que prostituirse para alimentarlo. Los niños ricos lo golpeaban y mandaban a sus perros a morderlo. Desde entonces odiaba a los perros. Su madre murió de sífilis cuando él tenía doce años. Su madre no pudo ser enterrada en su propio pueblo con sus antepasados. Un hombre dijo que su espíritu maligno ahuyentaría la buena fortuna del pueblo. El hombre que dijo aquello había gozado en una ocasión con el cuerpo de su madre. La enterraron justo fuera de la entrada a la ciudad. Los perros salvajes la desenterraron y se la comieron hasta los huesos.

Aunque estaba lleno de rabia, el supervisor se mantuvo calmado. Después de morir mi madre, me fui a Shanghái a casa de un familiar que era un comunista clandestino. Me puso en contacto con una organización teatral izquierdista en la que me convertí en el cantante de ópera más joven. Ese mismo año me uní al Partido. Echaba de menos a mi madre. Se había llevado una gran parte de mí. Nunca he escapado a la soledad desde entonces. En homenaje a mi madre, produje y dirigí una adaptación de una obra occidental llamada La casa de muñecas. Fue el momento cumbre de mi vida. Levantó la mano para tocar el ala de su sombrero del Ejército Rojo y dijo: Interpreté a Nora.

Antes de que la imagen que se perfilaba en mi mente estuviera completa, el supervisor me interrumpió. Me preguntó cómo me sentía siendo una mujer en esta sociedad. Al verme vacilar, dijo que debía ser responsabilidad de toda mujer fomentar la justicia. La pregunta no me gustó, porque yo no veía que se fomentara mucha justicia. Pero no se lo dije. Le dije, a propósito, que su pregunta me confundía. Le dije que el presidente nos lo enseñaba todo sobre la igualdad de derechos. La igualdad de derechos entre los hombres y las mujeres, igualdad de derechos entre los seres humanos. La igualdad de derechos que se nos había ofrecido a Lanza Esperanzadora y a mí. El supervisor sonrió vagamente. Una vez más, no estás expresando tus verdaderos pensamientos. Le contesté: Quizá, pero, bueno, ¿por qué no me dices tu nombre? ¿Por qué no puedes revelar tu verdadera identidad? ¿Has dicho alguna vez lo que piensas de verdad? Él respondió: Pero estamos hablando de ti. Estamos hablando de cómo te sientes, la inquietud que provoca tu resentimiento. El resentimiento en el que a menudo te hundes, como un buñuelo hervido se unta en salsa de vinagre.

¿Dulce? ¿Amarga? Se rió. Tocó la más infeliz de mis fibras. Le dije: Estoy bien y a nadie le importa lo que a mí me pase.

Mientes muy mal, dijo. No puedes esconder tus sentimientos; eso demuestra que no sabes nada del arte de vivir. Estás sometida a una gran tensión, como un conejo en un saco. Tus ojos me dicen que te disgusta todo lo que te mandan hacer. Te sientes desgraciada. Odias a Sonido de Lluvia y a Wong Soviética. Los odias porque condenaron tus ambiciones. Tienes celos de Lanza Esperanzadora. No sabes qué hacer con tus ambiciones y te sientes torturada por ello. Querrías ser alguien, querrías ser historia. Mereces que te critiquen como burguesa individualista. No hay forma mejor de describirte. Dime si no estás conforme con mi descripción. Dime la verdad, por favor. ¿Me la dirás? El supervisor se dio cuenta de lo tranquila que me quedaba y dijo: Eres complicada.

En el sótano del hotel del Lago Occidental, adonde íbamos a fumar cada día después de rodar, el supervisor me dijo que la camarada Jiang Qing estaba recibiendo críticas por sus creaciones. Sus opositores decían que cuando una mujer subía a un barco, el barco se hundía inmediatamente. El supervisor me preguntó si estaba sorprendida. Le contesté: A la luz de cinco mil años de historia, no estoy sorprendida. Ah, sí, la historia, dijo. Toda sabiduría es sabiduría del hombre. Ésa es la historia de China. La caída de un reino siempre es culpa de una concubina. ¿Hay algo más cierto? ¿Por qué debería ser una excepción la camarada Qing?

La camarada Jiang Qing no debería preocuparse por sus opositores, dije. Ella es la abanderada, la emperatriz moderna de China. Estoy segura de que el poder que ostenta va más allá de lo que nadie pueda imaginar. El supervisor sonrió. ¿De verdad piensas eso? Su sonrisa transmitía un mensaje. El mensaje estaba escrito en un código indestructible que yo no podía interpretar. Qué extraño, empecé a pensar, un supervisor que no tiene nombre, que entra y sale a su antojo del estudio, que se codea con los personajes más poderosos del país. ¿Por qué estaba interesado en venir al cuarto de fumar? ¿Por qué continuaba pidiéndome que le contara lo que de verdad pensaba? Recordé que mucha gente desaparecía después de hablar con franqueza. Continuamos sentados, fumando. La farola de la calle dibujaba los contornos del rostro del supervisor. Permaneció de pie junto a la ventana, mirando la luna. ¿Qué pensamientos estaban enterrando allí?

Mi vida reverdeció. Reverdeció porque el supervisor se estaba interesando por mí. Cada día yo esperaba con ilusión volver a provocarlo. No dejaba de decirme a mí misma que no iba a cambiar nada, pero no iba a permitir que la atención que me estaba prestando se desvaneciera. El supervisor empezó a hablarme en público. Me hablaba en los platós y fuera de ellos, delante de Lanza Esperanzadora, delante de Wong Soviética. Hablábamos de la pizarra de rodaje, del maquillaje, del vestuario y de los decorados. También hablábamos en privado, en la escalera, en el cuarto de fumar. Le di mi versión de Azalea Roja. Le demostré que era una Azalea Roja por naturaleza. Se me quedó mirando, asombrado, perplejo ante mi locura. Le dije que aunque no sabía montar a caballo, sabía cómo llevar un tractor. Le dije que un tractor corría más que un caballo. Era necesario que viera que yo tenía un motor y Lanza Esperanzadora no. Le dije que me gustaría entretejer la hiedra de la confianza que yo sentía alrededor de sus nervios. Le grité, aunque en voz baja: ¿No ves que podría ser como tú quisieras?

El supervisor se quedó callado mientras estaba en el plató. Dejó de hablarme. Pero sabía que algo le estaba pasando. Sabía que le había hecho interesarse por mí. Sabía que estaba consiguiendo un camarada. Sollocé despertándome a medianoche, soñando con Yan por primera vez en mucho tiempo. Le escribí a Yan y le hablé del supervisor.

Se estaban realizando las últimas tomas del rodaje. Una tarde el productor alquiló un barco e invitó a todos los miembros del equipo a navegar por el Lago Occidental como fiesta de despedida. Al pensar en la despedida, me sentí enferma, como si un deseo alimentado en secreto fuera a ser abortado. Decidí quedarme en el hotel. Mientras estaba echada en la cama, me recordé a mí misma que el equipo se disolvería en dos días. Dos días: cuarenta y ocho horas. La película Azalea Roja estaría rodada. El supervisor se habría ido. No me pasaría nada más. Mi esfuerzo habría sido malgastado, como una onda de agua en aquel lago. Una repentina tristeza me inundó por dentro.

Estaba echada en la cama del hotel, pensando en el supervisor, cuando entró la diseñadora del vestuario. Era una mujer agradable de unos treinta años, con cara de Buda. Me dijo que Lanza Esperanzadora había invitado al supervisor a una comida de despedida en un restaurante al estilo ruso cerca del lago. Sugirió que fuéramos a visitar un templo budista oculto en la cadena de montañas al este de la provincia. Mi mente no dejaba de imaginar a Lanza Esperanzadora y el supervisor sentados juntos charlando. La diseñadora del vestuario me dijo que el templo era famoso porque concedía deseos. No me importaban los deseos, pero necesitaba salir de la habitación.

Al alzar la vista desde el pie de la montaña, el templo parecía situado en medio de las nubes. Una escalera tallada en la piedra conducía montaña arriba hasta el templo. La escalera era estrecha. Solo dejaba pasar a una persona. Me sentí como si caminara por un guante de piedra. En una placa conmemorativa se leía una inscripción que decía que hicieron falta cuatro generaciones de talladores para finalizar la escalera.

Ancianas menudas, sin dientes, con bolsas de comida, ascendían poco a poco por la escalera. Se inclinaban, golpeando con las cabezas los escalones de piedra a cada peldaño que subían.

La diseñadora y yo llegamos finalmente a la puerta del templo hacia las tres de la tarde. El templo estaba cubierto de hiedra. El aire era fresco y cargado por el aroma a jazmín. El humo de los grandes quemadores de incienso flotaba en el aire, rodeando los hombros de los devotos. Tras atravesar un largo corredor, había un altar tallado en madera de sándalo. Enfrente del altar, una hilera de muñecas de trapo de aspecto primitivo, aproximadamente trescientas, masculinas y femeninas, pintadas con gran colorido, estaban sentadas a los pies de la estatua de Buda.

Una anciana sin pelo, con el cuerpo totalmente empapado en sudor, se puso de rodillas. Tenía el rostro cubierto de barro marrón del ritual de la reverencia. Sacó una muñeca de colores rojo y verde y un bolígrafo, y escribió unos caracteres en la parte posterior de la muñeca. Colocó la muñeca en la hilera e hizo interminables reverencias a la estatua de Buda. El sonido de su cabeza golpeando el suelo permaneció en mi oído durante largo rato. Me aproximé lentamente a la muñeca y eché una ojeada a lo que había escrito. Decía: Querido Dios del Nacimiento. Recibí de ti una muñeca y me concediste un maravilloso nieto. Ahora he hecho otra bonita muñeca para devolvértela. Nunca podré agradecerte lo suficiente. Tu sincera seguidora. Madre de tu niño Gran Flecha.

Me temblaban los dedos cuando fui a encender el incienso. Por primera vez, hice una reverencia sincera ante la estatua de Buda. No sabía qué desear. Me incorporé para mirar la estatua. Dime qué desear, recé. En medio del humo, me sorprendí al oír mi corazón que decía: Por favor, Buda, hazme fuerte. Hazme fuerte. En aquel momento fui consciente de mi debilidad. Esa debilidad era debida a la intrusión de un hombre en particular. Me invadió el pánico: me di cuenta de que mi corazón estaba anhelante por el supervisor. Miré a mi alrededor e intenté encontrar a la diseñadora, pero había desaparecido. Continué mirando. De pronto, mis ojos encontraron los suyos, los del supervisor. Estaba entre la multitud, sus ojos me seguían. Apartó la vista en el momento en que se encontraron nuestras miradas. Hice un movimiento. Hombres y mujeres con muñecas en las manos continuaban entrando precipitadamente. Hacían reverencias, se entregaban al ritual como si no hubiera nadie presente. El sonido de sus oraciones se propagaba y se mezclaba con el sonido de los cánticos de los monjes.

Otra oleada de gente irrumpió en masa. El número de muñecas sobre el altar iba en aumento. El sonido de los devotos arrodillándose era fuerte como el retumbar de tambores. El flujo humano me empujó hasta la parte posterior del altar, donde había un muro con miles de estatuas de profetas de Buda. Nubes de cerámica pintada completaban la escena, a los pies de los profetas, sobre sus palmas, alrededor de las cabezas. Un ciervo corriendo con una cinta roja alrededor del cuello; un cesto de paja con melocotones. Una barba blanca que llegaba hasta el suelo y se agitaba en la brisa. Sonrisas vagas. Un reino donde los sentidos se desfiguran. Me volví mientras todo mi ser era absorbido por una intensa mirada, una mirada desde detrás, de él, del supervisor.

Me quedé ensimismada. Mi mano se estiró hacia atrás, hacia él, como si actuara por voluntad propia. Me sentí arrastrada por mi mano. Se abrió paso a través de los cuerpos de la multitud y de repente otra mano la tocó y la estrechó con fuerza.

Sin ni siquiera mirar, sabía que era él. Miré las estatuas de los profetas de Buda, oí mi corazón que gritaba de dicha.

Mientras la multitud seguía avanzando, la mano me soltó. Me volví para mirar. A poco más de un metro estaba él de pie, como si estuviera allí clavado, mirándome. Tenía una palidez cadavérica. Todo empezó a desvanecerse ante mí, excepto sus claros ojos de almendra. El ciervo con la cinta roja empezó a correr, los melocotones se agitaron en la parte inferior de las ramas, los profetas continuaron con sus vagas sonrisas.

Dos hombres con uniformes de guardias de seguridad hicieron su aparición. Avanzaron apresuradamente entre el gentío y se acercaron a él. Le hablaron, mirando alrededor. Le preguntaron si estaba bien. El supervisor sacudió las manos con impaciencia y les hizo una indicación colina abajo. Los hombres se comportaron amablemente pero se negaron a marcharse. Se quedaron allí, inmóviles. El supervisor se volvió al cielo, con la mandíbula apuntando a lo alto. En sus ojos de almendra vi una suma tristeza.

La diseñadora apareció de nuevo. Se quejó de mi lentitud. Dijo que había pedido un deseo para ella y que ahora se sentía mucho mejor. Sugirió que fuéramos a la oscura cueva subterránea, la cueva del Dragón Amarillo. Se decía que, hace millones de años, un dragón murió en su interior y que el estrecho túnel de la entrada era la envoltura del intestino.

La cueva estaba muy concurrida, atestada de personas que sostenían jazmín en las manos; algunas mujeres lo llevaban alrededor del cuello y en el pelo. De pronto me di cuenta de que el supervisor me seguía. Los dos guardias de seguridad iban tras él.

La diseñadora se puso contenta al ver el gentío. Qué divertido, dijo, y preguntó a alguien dónde se cogía el jazmín. Empujó con el hombro a la multitud en dirección a un rayo de luz junto a la salida, a varios metros de distancia. Dijo que debía apresurarse y coger el jazmín antes de que se acabara. El pasaje era tan estrecho que los cuerpos extraños se apiñaban y se apretujaban los unos a los otros. El olor acre del sudor se mezclaba con el jazmín. Yo me moví hacia él. Tenía la esperanza de que volviera a coger mi mano. Lo esperaba tan ansiosamente… Me quedé esperando. El olor a jazmín se intensificó. Se acercó un poco más en medio de la multitud. Los dos hombres desaparecieron. Estaba junto a mí. Nuestros alientos se encontraron. Le ofrecí mi mano. No reaccionó. No me cogió la mano. Por todo mi cuerpo había pétalos del jazmín deshojado.

Me culpé a mí misma, a mi ridiculez. Pero mi ridiculez era poderosa. Me dominaba, me dirigía. Aun así, me quedaba la fuerza de voluntad. Evité a propósito brindar con el supervisor en la fiesta de despedida que celebramos en un gran barco tallado con imágenes de dragones y fénices. Brindé con todos los demás. Brindé con Lanza Esperanzadora y con Wong Soviética. Adiós y cuídate, mis labios se abrían y se cerraban mecánicamente. Me decía a mí misma que todo desaparecería para siempre en un día: Deja de esperar, déjalo de una vez. Bebí con el equipo.

Lanza Esperanzadora estaba borracha. Se puso a cantar una canción infantil. Cantaba: Arrancando rábanos, arrancando rábanos, y se cayó al suelo de la risa. Al levantarse vomitó. Wong Soviética llevó a Lanza Esperanzadora a su habitación. La celebración continuó.

El supervisor actuaba como si nuestros dedos nunca se hubieran tocado. Sonreía a los miembros del equipo. Fingía bien. Se desabotonó su chaqueta mao. Llevaba una camisa blanca debajo. Sus dedos largos y finos sostenían una copa de vino. Tenía las mejillas rojas y el color hizo que su piel pareciera la de una jovencita. Cuando el jefe del equipo de iluminación, Gran Tai, le retó a probar quién de los dos bebía más, aceptó.

El equipo vitoreó y se agrupó alrededor de la mesa para mirar. Gran Tai era un hombre enorme, fuerte, de unos cincuenta años, un soltero que siempre había adorado al supervisor. Lo elogiaba como el hombre más hermoso que hubiera visto jamás y decía que haría cualquier cosa para permanecer cerca de él. La gente había advertido al supervisor que no se acercara demasiado a Gran Tai porque tenía extraños problemas: siempre encontraba excusas para buscarse problemas con los hombres de aspecto afeminado.

El supervisor cogió un vaso de vino de arroz y lo bebió de golpe mientras Gran Tai cogía el suyo. Los miembros del equipo les volvieron a llenar los vasos. Me escondí en un rincón donde no podía llegar la luz y sentí que mi mente se espesaba. Gran Tai era un buen bebedor. El rostro del supervisor, al cabo de tres brindis, estaba tan blanco como una muñeca de papel japonesa. Los miembros del equipo esperaban excitados pasar un buen rato. Se tranquilizaron un poco después de que el supervisor y Gran Tai vaciaran el cuarto vaso.

Gran Tai sugirió que se pusieran a pescar desde el barco. La diseñadora del vestuario se reía mientras iba a pedir material al hombre que guiaba el barco. Gran Tai sacó dos cañas de pescar y le pasó una al supervisor. Tembloroso, el supervisor cogió un trocito de comida de su plato y lo colocó en el anzuelo. Echaron los anzuelos al agua. El barco avanzaba suavemente.

Un ganso gritó a lo lejos. La diseñadora dijo que era época de apareamiento. A los gansos les gustaba aparearse bajo el agua, y siempre por la noche. El ganso macho tenía hermosas plumas, de colores magníficos, pero la hembra era ordinaria, como un pato. Se lamían los cuellos uno a otro después del apareamiento. Es terriblemente desagradable, dijo la diseñadora.

Gran Tai se recostó en la silla. Sus ojos parecían diminutos, más pequeños que los de un conejo. Bajó el vaso y estiró la mano hacia el rostro del supervisor. Se rió, dejando ver su diente de plata. Dijo que pensaba que el supervisor era más hermoso que una mujer. Preguntó: ¿Por qué eres un hombre? No deberías ser un hombre: estropeas tu aspecto al vestirte de hombre.

El supervisor sugirió que volvieran a llenar las copas. ¡Un brindis! ¡Un brindis!, animaron los miembros del equipo. Después del quinto vaso, Gran Tai empezó a sacudir los brazos y a patalear con las piernas en el aire. El supervisor dijo que había un pez en el anzuelo. Había oído un sonido y estaba seguro de que había picado un gran pez. Gran Tai anduvo con dificultad hacia la caña. Se cayó al agua mientras tiraba hacia arriba del pescado. La diseñadora consiguió una gran red y los miembros del equipo ayudaron a sacar al hombre y al pescado del agua. El supervisor se dio la vuelta. Me cogió observándolo. Caminó en mi dirección. Me di cuenta de mi temblor, estaba a punto de vomitar. Olí a jazmín y me acordé de la tarde en la cueva del Dragón Amarillo. Me acerqué a la diseñadora y ayudé a subir a Gran Tai al barco. Gran Tai estaba profundamente dormido a pesar de los tirones y los arrastres. Le salía agua por la boca. Los miembros del equipo no paraban de reírse. Aquellos ojos de almendra estaban fijos en mí. Estiré los músculos faciales para reírme con los demás.

A la mañana siguiente el autobús estaba listo para arrancar en dirección a Shanghái cuando subió el supervisor. Bajé la cabeza y fingí comprobar mis notas. Se acercó, luego se sentó detrás de mí. Me preguntó el número total de tomas que habíamos rodado en el lugar. No le contesté. Sabía que no hacía falta. Sabía que en realidad no le interesaban las cifras. Nos quedamos sentados en silencio. El autobús arrancó en medio del calor. Los miembros del equipo cantaban una canción sobre un vagabundo. Lanza Esperanzadora repartió a todo el mundo tarjetas de despedida que había hecho ella misma con recortes de papel y cintas rosa.

Llegamos a Shanghái por la tarde. El autobús se detuvo ante la entrada del estudio. El supervisor se levantó y estrechó las manos de los miembros del equipo, uno tras otro. Deseó buena salud y suerte a todo el mundo. Los miembros del equipo le desearon un buen viaje de vuelta a Pekín. Cuando me tendió la mano a mí, no me di ni una posibilidad a mí misma. Me negaba a sufrir esa proximidad. Dejando su mano suspendida en el aire, me levanté y bajé del autobús. Saqué rápidamente la bicicleta del aparcamiento. La rueda trasera estaba pinchada. Decidí resignarme. Rodé hacia la entrada. Las ruedas producían sonidos crepitantes sobre las hojas secas de arce que cubrían el pavimento. Alguien tiró de la bicicleta desde atrás. Tienes una rueda pinchada. Era su voz. No importa, dije sin volverme. Se negaba a soltar la bicicleta. Me di la vuelta. Hizo un esfuerzo por sonreír. Di un adiós amistoso, sugirió. Aparté la mirada. Dijo: La gente nos está mirando. Yo dije: Ya lo sé. Los muy cerdos, indecentes.

Yo estaba sufriendo. No podía evitarlo. Empecé a pedalear otra vez. Él soltó la bicicleta y dijo: Quiero que te reúnas conmigo en el parque de la Paz esta noche a las siete y media.

Me quedé sentada junto a la ventana, con mis pensamientos a la deriva. No oí a mi madre que me llamaba a cenar. No oía nada aparte del sonido de mis pensamientos arrastrándose.

Me fui hasta el escritorio y saqué rápidamente una pluma y un cuaderno. Rompí un pedazo de papel del cuaderno. No podía escribir lo que quería. Vino mi madre. Me cogió las manos. Me dijo: Estás caliente. Sugirió que me quitara el jersey. Lo hice. Miré a mi madre y de pronto descubrí cuánto me parecía a ella. Había heredado su testarudez. Había heredado su pasión. Debía vivir para mí misma, era algo que llevaba en la sangre. Aunque solo fuera un sueño, que así fuese.

El parque de la Paz estaba situado junto al crematorio de la Vista del Dragón. Era un parque con pocos visitantes. La mayoría de la gente que lo frecuentaba eran personas que iban a llorar a sus muertos. Me sentí a salvo en la oscuridad. Al bajar del autobús, miré alrededor. El aire llevaba el olor a incienso desde el cercano cementerio. Me aseguré de que nadie me seguía. Pagué cinco céntimos en la verja y entré en el parque.

La calma era extraordinaria. Los árboles y las hojas eran densos como muros. Vagué entre los árboles mientras mantenía la mirada fija en la entrada. A las ocho le vi. Se acercó a mí desde atrás, vestido de negro. Nos refugiamos en la sombra de los árboles donde las luces parecían ojos de fantasmas. Nos detuvimos mirándonos uno a otro junto a un gran tronco de árbol. Me dijo que llevaba allí desde las siete. Estaba contento de que hubiera ido. Le dije que yo también estaba contenta. Se nos agotaron las palabras. Caminamos en dirección a los árboles tupidos. Podía oír los latidos de mi corazón.

¿Ya has hecho la maleta?, busqué algo que decir. Sí, contestó. Su voz sonaba forzada. ¿A qué hora sale el tren? A las cuatro de la mañana. Bien, le dije. Bien, dijo. Tu vida en Pekín debe de ser muy excitante, le dije. No sabía por qué lo había dicho. Excitante, cierto, un lugar donde las intenciones sanguinarias se ocultan detrás de sonrisas encantadoras. Sacudió la cabeza. Aflojó el paso y dijo: No entenderías esa parte de mí, nadie podría. Le pregunté: ¿Ni siquiera tu mujer? Oh, mi mujer, dijo. Mi mujer es una persona sumamente encantadora. Pero dejaría de ser encantadora conmigo si me conociera. Pero quiero que tú me conozcas. Me cogió las manos y dijo: Creo que lo harás. Me miró fijamente. No podía verle los ojos. Solo veía la sombra de su cabeza. Yo estaba de cara a la luz pero él estaba oculto en la sombra. Sin dejar de mirarme, me rodeó con los brazos y me dio la vuelta, quedándose él en la luz y yo en la sombra. Lo miré atrevidamente porque sabía que no podía ver mis ojos. Lo miré. Miré los contornos de su rostro. Envejeció, segundo a segundo. La tristeza le penetraba. Su expresión se suavizó. Soy una persona solitaria, dijo, pensaba que estaba acostumbrado a ello, pero no es verdad. ¿Te das cuenta?

Mis brazos lo abrazaron. Sentí, mientras lo sentía a él, la piel de Yan. Lo toqué y le dije: Estoy a tu servicio. Se estremeció como un árbol joven en medio de una tormenta. Me abrazó. Dijo con voz suave: Déjame, déjame poseerte.

Sus labios eran tiernos, tiernos como una fruta de lychee pelada. Mi corazón bebió su jugo pegajoso. ¿Quieres saber mi nombre?, dijo. No, le contesté. No quiero saber tu nombre porque no vamos a volver a vernos.

Humedeció mis mejillas. Entre sus brazos firmes encontré mi sed. Permanecimos bajo el tupido osmanto, envueltos por su dulce olor. Se oyó un ruido a lo lejos. Un grupo de gente con linternas se acercaba en nuestra dirección. Eran guardias de las patrullas de control criminal de la ciudad. Nos separamos y nos retiramos a las sombras. Me apoyé en el tronco cuando el barrido de linternas pasó a mi lado. Mientras seguía el movimiento de los rayos de luz, me sorprendí al ver otras figuras humanas entre los arbustos. No unas pocas, sino muchas. Cabezas pegadas entre sí, susurrando en la oscuridad.

El supervisor y yo caminamos por el parque como criminales prófugos. Cuando las patrullas se alejaron, pasamos por detrás del tablón de anuncios del parque. El tablón estaba lleno de fotografías de criminales, ladrones, hombres y mujeres atrapados en pleno adulterio. Alrededor de los cuadros había artículos de crítica pública.

Caminó detrás de mí y se mantuvo a tres metros de distancia. Intentamos encontrar un lugar en el que sentarnos. Pero todos los bancos de la zona arbolada próximos a la maleza, protegidos por las sombras donde los ojos de los fantasmas no centelleaban, estaban ocupados por parejas. En cada banco había tres parejas, colocadas en direcciones opuestas. Nadie molestaba a nadie. Todos estaban ocupados con sus ardientes asuntos, susurrando y acariciándose.

Finalmente descubrimos un sitio tranquilo detrás de los servicios públicos. Nos arrastramos adentrándonos en la maleza y nos quedamos echados sobre la espalda encima de la hierba. La oscuridad me atraía. Le pedí que me cantara algún fragmento de una de sus óperas favoritas. Me canturreó a la oreja:

De pie junto a la verja
la mujer es más delgada que una flor marchita.

Con su amor fabricó un tejido.

La bufanda que ella tejió la desgastó un extraño.

Era una mujer vieja cuando su amor era joven.

De pronto dijo que presentía que yo tenía un amante. Me preguntó si podía describirle. Me senté. Me quedé muda. Al comprobar mi inquietud, susurró, paladeando las palabras: Está bien, dijo. Me explicó que para él la madurez era importante y cualquier cosa que confesara no cambiaría la forma en que me veía, porque ardía en deseo por mí. Deseaba probar mi ansia de pasión.

Esperó mi respuesta. No sabía que estaba cargando con balas mi arma. Olí el humo antes incluso de apretar el gatillo. Vacilé, luego le dije que había tenido un asunto pero no con un hombre.

Oí un largo silencio. Lentamente, pude sentir que se recuperaba de la impresión. ¿La elegiste tú? Su voz sonaba severa. Sí, y no, dije yo, pero no habría cambiado nada si ella fuera un hombre. ¿Dónde está ella?, preguntó. En la granja del Fuego Rojo. No sé exactamente dónde. Le debo la vida. Él dijo: ¿Ah sí? Le pregunté si debía confesarle toda la historia. Dijo que no tenía que hacerlo. Le aseguré que no me importaba. Contestó que siempre estaría dispuesto a escuchar pero que prefería oír la historia en otro momento. Le dije que apreciaba su comprensión. Dijo que era demasiado pronto para apreciar nada. El té sabe mejor al servir la segunda taza.

La fiebre surgió con el hambre de nuestros cuerpos. Las manos, aunque tenían prohibido meterse bajo la ropa, calibraban el grado de intimidad por el calor corporal. La piel irradiaba calor. El placer recorrió nuestra carne e hizo que nuestras almas cantaran.

Le pedí que me hablara de Pekín, de su vida. Le pregunté si podría verlo otra vez. Dijo que sería muy arriesgado. No quiero que te hagan daño por mi causa. Mucha gente ha sufrido por mi culpa, dijo. Puede costar una vida… Se detuvo y alzó las manos para tocarme la cara. Mi pequeña amiga, continuó, me asustan tus preguntas. Lo abracé y dije: Haría cualquier cosa que me pidieras. Que seas un dulce sueño esta noche, dijo. ¿Por qué no mañana?, pregunté. No, solo esta noche, insistió. Porque cuando raye el día, no me conocerás. No habrá habido noche. Esta noche nunca existió.

Dijo que sería como si una mariposa nocturna intentara llegar al filamento de la bombilla: si insistía en seguir en contacto con él, lo único que conseguiría sería quemarme. Cualquier intento de ponerme en contacto con él era inaceptable. Pekín es una ciudad intransigente, muy intransigente, dijo. Es allí donde sale el sol y alumbra para todos.

Lo miré. Sabía que estaba diciendo la verdad. Pero aun así mis sentidos se negaban a confiar plenamente en él. ¿Quién era él? Su misterio me intrigaba. Lo estreché entre mis brazos, pero incluso así no parecía real. Pegué mi cara a la parte de atrás de su cuello, aquel hermoso y femenino cuello largo. Aún conservaba el olor a jazmín.

Me pidió que me quedara quieta y que escuchara con atención. Me dijo que alguien nos observaba escondido entre los arbustos. ¿Quién po-podrá… podrá ser? El miedo formó un nudo con mis palabras. El supervisor dijo que no tenía ni idea. Todavía abrazándome, continuó: Espero que no sea un policía secreto. Intentemos no inquietarle. Vuélvete conmigo hasta un ángulo desde donde pueda ver sus movimientos. Mientras nos dábamos la vuelta lentamente, la sombra entre la maleza arqueó la espalda. Se movía hacia nosotros. ¿Qué debemos hacer? ¿Quién puede ser? Le pregunté si había oído hablar de esos hombres y mujeres solitarios, los masturbadores. Me abrazó y empezó a acariciarme.

He oído informes, no una vez sino muchas, continuó. En aquel instante me sentía arrastrada por él a un placer alarmante. Su voz en mi oído me excitaba todos los nervios. Estoy seguro de que es un masturbador. No, espera un momento. Veo a dos personas. La otra se esconde detrás del pino perenne. Estoy seguro de que hay alguien más observando. Sí, veo un tercero, y ahora un cuarto. Observa conmigo. No tengas miedo, porque ellos están tan asustados como nosotros. Mira detrás de ese arbusto de menta, y ahí, detrás de los osmantos. Puedo verlos gemir en silencio, sus partes frontales y posteriores expuestas como animales en temporada de apareamiento, suplicando la caricia y la penetración. Veo las colinas de la juventud cubiertas por azaleas del color de la sangre. Las azaleas siguen floreciendo, invadiendo las montañas y el planeta. La tierra siente los mordiscos y gime, sollozando disparatadamente arrastrada por el placer. ¿Lo oyes? La pasión que sentían por el Gran Timonel ha sido traicionada. Oh, ¡qué gran escena! Ojalá nuestro gran presidente pudiera verlo. Se sentiría impresionado e impotente… Oh, ahora lo sé, éste es un lugar en el que los hombres y las mujeres solitarios se unen cada noche para experimentar la esencia del drama. Se reúnen aquí con sus dioses y sus diosas. Llevan el espíritu de los muertos cuya carne acaba de ser incinerada. Se masturban y eyaculan su pasión con culpa criminal. Cálmate, mi pequeña amiga, mira la chimenea gigante del crematorio de la Vista del Dragón, mira el humo rojo que lanza al cielo, mira cómo es arrastrado por el aire, mira cómo asciende. Debes aprender a no cerrar los ojos, debes observar, debes aprender a apreciar la belleza dada por la naturaleza. Observa conmigo, siénteme en tu interior, la excitación todavía no se acaba. Los masturbadores se van acercando a nosotros, luchando contra un espanto tan profundo que ha cegado su visión interior. Saben que los fusilarán si los atrapan, igual que a nosotros. Contemplan este momento como su última actuación, igual que nosotros. El miedo dulcifica el ánimo. Estamos tan cerca de la muerte como del cielo. ¿Puedes sentirlo?

Le supliqué que nos fuéramos de aquel lugar. Que nos fuéramos del bosque de los masturbadores. Sostuvo con su hombro mi cuerpo sin fuerza, y nos abrimos camino afuera, hacia la noche de terciopelo. Las espinas de los arbustos habían rasgado mi ropa, habían arañado mis extremidades, dejando marcas en mi carne. Las sombras arqueaban la espalda. Los arbustos temblaban con un ritmo denso. Los masturbadores se mecían, subían y caían monumentalmente y, al pasar, oíamos el sonido mientras estallaban uno detrás de otro. Yo me desplomé, medio inconsciente, en éxtasis.

Volví la mirada cuando salí por la puerta del parque de la Paz. Vi las linternas de las patrullas que inspeccionaban en la maleza. Gritaban consignas que sonaban como de amenaza: «¡Cuidado con las actividades reaccionarias!», «¡Unámonos para librarnos de las influencias burguesas!». El parque se volvió a sumir en el sonido de la muerte.

Fui a la estación del ferrocarril a las dos de la mañana. Estaba tan abarrotada como un enjambre de abejas. Me puse de costado y me abrí camino a empellones hasta la zona del Expreso de Pekín. Miré un vagón detrás de otro y luego lo vi. En el vagón veinticuatro. El supervisor estaba de pie entre dos hombres con uniformes de guardias de seguridad que me resultaban familiares. No dejaba de mirar por la ventana. Yo me acerqué al tren. Pero no saludé con la mano como el resto de la gente. Luego él me vio, aunque su rostro seguía inexpresivo. Lo único que pasó fue que sus ojos dejaron de buscar. No hizo un solo movimiento para decirme adiós. No podía. Era alguien demasiado importante. Nos miramos fijamente el uno al otro. Luego el tren empezó a moverse. Los hombres pusieron ante él un mantel bordado de color blanquecino. Una camarera del tren llegó con una taza de té recién hecho. Intenté sonreírle. Intentó devolverme la sonrisa, pero uno de los hombres se levantó y desenrolló la cortina de la ventana.

La producción casi acabada se suspendió repentinamente. Se comentaba que la camarada Jiang Qing tenía problemas con el reparto. Nos repartieron montones de material de lectura procedente del Gabinete Cultural Nacional sobre la política del Partido en cuestiones de arte. Llegábamos al estudio a las ocho de la mañana, nos sentábamos para revisar todo aquel material, nos autoexaminábamos, descubríamos los errores políticos de los demás y los exponíamos para hacer una crítica. Las reuniones duraban hasta las cinco de la tarde. Un cigarrillo, una taza de café, una guerra dialéctica se convirtieron en el estilo de vida de la nación.

Además del fregado, me ordenaron llenar los contenedores de agua caliente de la oficina, copiar las actas de lo que decía todo el mundo y entregarlas al comité del Partido del estudio. Había sido ayudante de plató durante solo unos cuantos meses, pero el vacío que sentía se había vuelto intolerable. Me parecía una úlcera que creciera día a día. Después de acabar la jornada, cuando me echaba en la cama por la noche, notaba que la úlcera se propagaba.

Nunca tuve noticias del supervisor. A dondequiera que fuera por el estudio, veía su sombra y oía su voz. El arce me transmitía su espíritu. El recuerdo de la noche de su partida se apoderaba de mí cada atardecer. Mi cuerpo, solo en el vacío, estaba tendido sin esperanzas en un campo de deseo.

Echaba de menos a Yan, aunque nunca contestó a mis cartas. Nunca hablamos sobre nuestra relación. Nunca nos atrevimos a admitir, ni ante nosotras mismas ni la una a la otra, que lo que habíamos compartido era amor. En su lugar, nos entregábamos a la turbación y la culpa. Nos transmitíamos una a otra nuestra profunda vergüenza. Nunca había pensado en tenerla únicamente para mí hasta el momento en que vi cómo la tocaba Leopardo. Fue en ese momento cuando caí en la cuenta de mi vergüenza. Porque fue en ese momento cuando más deseé ser amada.

Parecía que Yan me hubiera desterrado. Igual que hacíamos con los brotes de arroz al comienzo de la primavera: rompíamos las raíces entrelazadas, las separábamos para garantizar el crecimiento individual en el futuro. La mayoría de los brotes de arroz sobrevivían, pero unos pocos morían durante el proceso. Cada vez que rompía las raíces con mis manos, escuchaba el sonido del desgarro y me preguntaba si las raíces sentían dolor. Yan nunca prestó atención a ese sonido. Cumplía con lo que creía su obligación, sin pestañear. Era cruel. Tenía que ser así. Me rechazó para salvarme. Me alejó para conseguir que la recordara. Y así lo hice. Yan se había convertido en parte de mí. Lo supe desde que toqué al supervisor. Mi relación con él, aunque sucedió de modo inesperado, fue lógica: se produjo como cabía esperar. La diferencia era que yo había sido, por extraño que parezca, consciente de cada uno de mis movimientos con el supervisor. Si lo que compartía con Yan era amor, lo que compartía con el supervisor era ambición, rebasarnos a nosotros mismos, nuestro tiempo, ir más allá de nuestras mentes echadas a perder.

El supervisor se había marchado sin promesas. Pero mi ansia de superación hacía que yo solo deseara lo imposible. Yan era lo imposible. No podía librarme de pagar por ello. Estaba pagando por ello. Me convertí en mi madre. Igual que mi madre, vivía en el sueño del mundo en el que creía. Ansiaba el regreso del supervisor. Ansiaba el momento en que volviera a hacer acto de presencia. Un anhelo interminable: solitario, amargo, vaporoso, pero tan vivo…

Lanza Esperanzadora se puso muy enferma. Se decía que los comentarios de la camarada Jiang Qing sobre el reparto cuestionaban su futuro. Se decía que la camarada Jiang Qing había inspeccionado las tomas y había comentado: No es oro todo lo que reluce, refiriéndose a que no veía un talento real en las tomas. La frase quedó impresa en un documento con el titular en rojo. Fue leída en las reuniones del estudio. Lanza Esperanzadora buscó ayuda en Sonido de Lluvia y Wong Soviética. Vertió sus lágrimas. Pero no dijeron nada. Ni una sola palabra.

Han considerado tu nombre, me dijo el guarda Una Onza. Sonido de Lluvia y Wong Soviética están en comunicación con Pekín para confirmar las noticias. ¿Qué nombre? ¿A quién han considerado? Oí cada una de las palabras que había pronunciado pero pregunté, mientras mi corazón se aceleraba. Por un momento quedé sorda, como si mis oídos estuvieran bloqueados por sucesivas detonaciones de petardos. Por la tarde me llamaron a la oficina de los jefes del estudio. Me senté ante un enorme escritorio de madera y Sonido de Lluvia me dijo que los de arriba, en Pekín, me habían escogido para una importante tarea, una prueba cinematográfica para el papel de Azalea Roja.

Wong Soviética estaba sentada junto a Sonido de Lluvia, con los ojos llenos de envidia. ¿Conoces a alguien en Pekín?, preguntó. Su voz reflejaba una gran desconfianza. Mientras yo negaba con la cabeza, ella dijo: Debes decir la verdad, nada más que la verdad. Las necesidades del Partido son mi prioridad, contesté. Podría seguir de ayudante de plató si el Partido necesitara que lo hiciera. ¡Hipócrita!, me gritó Wong Soviética.

Extrañamente, me complació ver a Wong Soviética actuar de este modo. ¿Por qué tengo que ser una hipócrita?, dije suavemente. ¡No! No podemos permitir que vaya, dijo con firmeza Wong Soviética dirigiéndose a Sonido de Lluvia. Debemos ser responsables con los de arriba. Mi instinto me dice que está seriamente corrupta, como una piedra en un foso de estiércol: ¡apestosa hasta la médula! Debe de haber un hombre, algún amante, detrás de la cortina. ¡Es necesario reforzar el dique antes de que suba el agua!

Sonido de Lluvia deshizo las conjeturas de Wong Soviética. La muchacha es pura: hicimos que la examinaran los médicos, ¿te acuerdas? No creo que haya un astuto amante detrás de la cortina. Es terreno sin explotar. Es una mierdecita revoltosa, estoy de acuerdo, pero quizá, ¡quién sabe!, eso es lo que les gusta a los de arriba. Nuestro presidente siempre ha elogiado el espíritu de los rebeldes. Los de arriba siempre han dicho que les gustaban los jóvenes tocados de ese regusto a rebelde. ¡Quién sabe!

Wong Soviética le dijo a gritos a Sonido de Lluvia: Lo único que quieres es ahorrarte todas las molestias de llevar adelante una investigación; eres irresponsable con el Partido. ¿No tienes principios? Sonido de Lluvia se sentó en su silla y dijo despacio: «Di siempre que sí a nuestro Partido», ése es mi principio.

No sabía adónde me llevaban. Solo sabía que estaba en Pekín. Había viajado en distintos coches de lujo. Era la primera vez que montaba en coche, pero de todos modos no me puse nerviosa. Todos los conductores llevaban guantes blancos de nailon. No contestaron a mis preguntas sobre las instrucciones. Imaginé que no estaban autorizados. Cuando decían: Por favor, el acento era marcadamente del norte, lo cual revelaba que debían de ser hijos de campesinos. Sus rasgos eran sinceros y pulidos como una piedra tallada.

Llevaba la ropa de Yan, el uniforme del ejército blanqueado por los lavados. Me lo ponía cuando estaba asustada o bien me sentía orgullosa. Tenía la intuición de que el hecho de ser escogida por los de arriba en Pekín tenía que ver con el supervisor. Su sigilo me excitaba y me asustaba al mismo tiempo. No me gustaba estar obsesionada por él, me parecía peligroso. No estábamos al mismo nivel. Podía ver el modo en que me hechizaba. Decidí que, si volvía a verlo de nuevo, rompería ese hechizo. Iba a confiar en mí misma. Y sabía que debía ser así. Tenía veinte años. Tenía valor.

Unos guantes blancos de nailon me abrieron la puerta para salir del coche. Estaba en medio de un parque de peonías rodeado por un bosque. ¡Qué lugar! A mis pies los arroyos cantaban entre las piedras. Un camino despejado entre las peonías rosa conducía a las colinas verdes. El chófer me dijo que siguiera el camino, tras lo cual regresó al coche. El vehículo arrancó y se alejó como la sombra de un pájaro. Campos de prados se extendían hasta el final del cielo, donde el sol se estaba poniendo. Un soplo de viento agitó el bosque. Las nubes nadaban en el espejo del río.

Andaba a paso ligero dejándome llevar por el viento. Aunque el cabeceo de las peonías era agradable, la vistosidad de las flores me recordó la condición social del propietario. De pronto recordé la primera orden de Yan a mi llegada a la granja del Fuego Rojo: ¡Actúa como un soldado! Me obligué a continuar.

Apareció una antigua mansión, envuelta en hiedra y flores de brillantes colores. Había una puerta oscura y estrecha. Me paré ante la puerta. Me abrió un joven con guantes blancos y un uniforme verde del ejército. Me sonrió en silencio y me hizo pasar al vestíbulo. Antes de que yo entrara, otro hombre se encontraba ya en el vestíbulo, pero en un principio no reparé en él, ya que estaba inmóvil como un mueble junto a la entrada. Al igual que el primer hombre, esbozaba una sonrisa bien adiestrada. Me indicó con un gesto que lo siguiera a una salita donde había una hilera de fotografías en blanco y negro expuestas en la pared. Me senté en un sofá desde el que se dominaba una vista magistral del jardín. Otro joven de rostro amable apareció con una bandeja blanca. Sonrisa adiestrada. Me ofreció una toalla húmeda caliente. Salió en el mismo instante en el que un cuarto joven de rostro amable entraba en la sala y colocaba ante mí una taza de té aromático. Sonrisa adiestrada. Pasos adiestrados. Guantes blancos. Mandíbulas afeitadas. Bocas como pétalos. Rasgos de piedra tallada. Se deslizaban entrando y saliendo de la sala como peces entre algas marinas.

Di un sorbo al té y empecé a mirar las fotografías. La mayoría de los temas eran flores y entre ellas abundaban las peonías. Peonías en medio de la niebla, con lluvia, al amanecer, puesta de sol, bajo la luz de la luna y en la oscuridad. Peonías cubiertas por la nieve, de blanco. Peonías marchitas, fotografiadas apasionadamente. Por un momento me cautivaron y me olvidé de dónde estaba. Mientras miraba cuidadosamente, descubrí que las fotografías no eran exactamente en blanco y negro. Estaban coloreadas a mano, ligeramente amarronadas. El color de los pétalos abiertos estaba tratado con delicadeza. Me emocionó el modo en que el artista se había entregado a estas fotografías.

Desde la salita, un puente arqueado conducía hacia el jardín. La luminosidad resaltaba todo lo que había fuera. Oí el clic del obturador de una cámara. Oí una voz familiar. Era una voz esperada, pero aun así me sorprendió.

Cuánto tiempo, ¿no?, dijo la voz. Me hizo temblar por dentro como otras veces. Quería decir algo pero la lengua se me trabó. Ven a ver el jardín, dijo la voz.

El supervisor llevaba una blusa de algodón blanqueada, pantalones color verde césped y sandalias de paja de un azul intenso. Tenía los brazos delgados, de muchacha, cruzados en el pecho. Se volvió para mirar el corazón de una peonía. Se concentró en la flor. El perfume que se había puesto me arrastró hacia él. La dicha de volver a verlo me recorrió de pies a cabeza. El corto cabello negro estaba peinado suavemente hacia atrás. Se entretuvo con otra peonía. Su elegancia sofocaba mi respiración con el deseo de estar cerca de él. Cuando sus dedos tocaron los pétalos de una peonía, todo mi ser se estremeció por dentro, recordando el modo en que me había tocado a mí.

No me gustaba el deseo que sentía porque me volvía impotente ante él. El supervisor se inclinó para examinar una flor en forma de cilindro. El hecho de que hablara sin voz atraía toda mi atención. Odiaba sus trucos, pero deseaba tanto ser seducida… ¿Algún comentario sobre las fotografías?, dijo al fin. Me oí a mí misma preguntar: ¿Ésas las sacaste tú? Aquí no vive nadie más. Las fotos fueron sacadas en este jardín.

Los jóvenes de rostro amable continuaban deslizándose dentro y fuera de la estancia. Sentí que era observada. Sus cerebros están hechos de metal, dijo el supervisor, indicando las espaldas de los rostros agradables. Tienen corazones cuadriculados como los de un robot. No entienden las emociones igual que tú. Tú tienes experiencia. ¿Cómo está tu amante? ¿Cómo se llama? Oh, no, no me respondas a eso. He cambiado de idea.

Me asustó el modo en que me escrutaba el supervisor. Pregunté el motivo por el que se me había requerido allí. Te necesito, dijo. Has sido invitada a una importante prueba cinematográfica, una prueba que cambiará algunas de las ideas fundamentales de nuestros compatriotas.

Casi se me cae la taza de té que sostenía en la mano. ¿Voy a interpretar a Azalea Roja?, pregunté, asustada fuera cual fuese la respuesta. Exactamente, asintió. Recuerda, harás que me sienta más feliz si no me haces ninguna pregunta.

¿Crees que estás preparada para interpretar a Azalea Roja?, me preguntó mientras me conducía a través del jardín a otro patio. Entramos en una habitación. Vi una pantalla blanca que colgaba del techo. La habitación tenía un muro barnizado de oscuro con tallas en forma de peonía. En cada esquina había cuatro apliques de luz en forma de flor. Había dos grandes sofás amarillos situados delante de la pantalla. El supervisor me indicó que me sentara en el sofá.

A veces duermo aquí las noches en que se hace demasiado tarde y la oscuridad me produce escalofríos, dijo. Y me convierto en la persona más triste del mundo después de ver mi película favorita. Me acurruco en el sofá y dejo que las lágrimas me asalten como a un niño. ¿Debería uno dejarse llevar cuando se siente débil?

Una sombra cruzó la pantalla. Al volverme vi un proyector en la pared. Así que esto es una sala de proyección, dije. Es una pantalla en la que se interpreta y reinterpretar la historia, dijo el supervisor. Todo depende de nuestra voluntad, añadió. El joven de rostro amable sirvió el té aromático. El supervisor me miró fijamente mientras sorbía el té. Me gusta el modo en que está iluminada tu cara ahora. No te muevas. Sí, eso está bien, sus manos hacían girar mi rostro. Tu rostro posee la cualidad heroica que he estado buscando. Me gusta tanto mirarte… ¿Te gusta oír lo que estoy diciendo? Demuéstrame tu gratitud como los demás. Me irrita tu calma, así que olvídalo. No soporto sentirme confundido. Una de las cosas que observé en ti es que no te reías de lo mismo que a las niñas tontitas les hacía reírse como locas. Me impresionó, aunque todavía no me he acostumbrado a tu carácter. Tus cualidades son innatas. Eso es raro. Fregar el suelo te ha hecho aprender. Hay un dicho para esto: «Trágate lo más amargo de lo amargo: te vuelve el mejor entre lo bueno».

Me estaba contando la historia de Azalea Roja como si se tratara de su propia vida. Era una líder del Ejército Rojo, una diosa roja admirada y querida por todos. La historia trataba de una larga marcha espiritual. Trataba de una fe inquebrantable en el comunismo, de la adoración a Mao, de la enorme voluntad de vencer a los enemigos, de la extraordinaria habilidad militar a la hora de dirigir grandiosas batallas.

La historia no me cautivó tanto como la cabeza que hablaba ante mí. Era una peonía abriéndose. Una peonía coloreada a mano, como las de las fotografías. Los ojos de almendra estaban más claros que nunca. La fina piel de porcelana decía mucho de su elegancia. Era un hombre y una mujer. Su historia era un licor barato. Corrió por mi garganta y me emborrachó con su calor.

Esto es lo que quiero ver en tus ojos, dijo: un millón de toros descendiendo por una colina a todo correr con las colas ardiendo.

Hizo un ademán con la mano. La habitación se oscureció. Quiero mostrarte una de mis películas favoritas, me dijo al oído. Le pregunté cómo se titulaba la película. La caída del Imperio romano. Le dije que no entendía los idiomas extranjeros. Dijo que ése era el motivo de que estuviera sentado a mi lado. Quería ser mi intérprete.

Empezó la película. La persona encargada del proyector ajustó las lentes. La imagen borrosa quedó enfocada. La indicación redonda del comienzo parecía un gran ojo espiándome. El supervisor estaba a escasos centímetros de distancia. Olía su perfume. Empezó con la traducción. Su voz me recordó a los arbustos que se agitan con el viento.

La voz del supervisor se mezcló con la banda sonora de la película. Su voz se llenó de pesar mientras traducía el desenlace de la historia. La película trataba de la caída de un imperio y el suicidio de su princesa. La música tenía una austeridad trágica. Vi el centelleo en sus brillantes ojos de almendra y el lento goteo de perlas por sus mejillas, como un collar roto. La traducción se hizo más fragmentada y luego su aliento se entrecortó. Se detuvo, incapaz de continuar, y la película siguió adelante.

Recibí un documento con caracteres rojos en la cubierta. Los caracteres decían «Instrucciones estrictamente confidenciales». Era una orden del supervisor. Me ordenaba ir a ver una de las versiones teatrales de Azalea Roja. Me envió a ver a un grupo de teatro local que había estado interpretando la obra durante años. El grupo ensayaba sin tener una fecha de estreno. La actriz que interpretaba a Azalea Roja era unos siete centímetros más baja que yo y no tenía ganas de hablar conmigo. Tuve la impresión de que todos los miembros del grupo sabían quién me enviaba. Detrás de su amabilidad había distanciamiento y frialdad.

Cada mañana a las ocho los actores empezaban a interpretar de memoria en voz alta. La obra no tenía fuerza. Las actrices traían sus labores de punto al escenario y los actores fumaban paquetes de cigarrillos. A la hora del almuerzo le pregunté a un miembro del grupo por qué todo parecía tan lento. Me preguntó si le permitiría prescindir de Azalea Roja por un segundo. Su actitud me confundió. Me hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y luego me pidió que escuchara cuando él pusiera la radio. Movió el sintonizador a un lado y otro del dial, explorando todas las emisoras. Había ópera, una ópera tras otra. Las óperas que conocíamos de memoria desde hacía años. Los críos de la calle se unían a la música, se ponían a cantar. El hombre dijo, con una sonrisa amarga: Las óperas revolucionarias son lo que respiramos. Escupió en el suelo y se secó la nariz con los dedos. Yo me di la vuelta. Perdón, dijo soñolientamente, y se alejó pausadamente a echar una siesta. Exhalaba puro aburrimiento.

A mí no me aburrían las óperas, no me aburría Azalea Roja. Había pagado un precio en la granja del Fuego Rojo para interpretar aquel papel. Yan y millones de jóvenes todavía seguían luchando contra las sanguijuelas. Solo de pensar en ello se me ponían los pelos de punta. Había dejado de importarme si otra gente iba a disfrutar con las heroínas de la camarada Jiang Qing. Azalea Roja se había convertido en mi vida.

Cada mañana ponía cara de respeto. Entraba elegantemente en el salón de ensayos y me sentaba con gesto modesto. A la hora del almuerzo me comía un bol de arroz con unos cuantos pedazos de verduras agrias en conserva. Me dedicaba al estudio del personaje. Leía frase a frase hasta que podía recitar el texto de memoria. Seguí esperando.

El supervisor me mandó llamar. Me mandó llamar con toda una colección de nuevos uniformes del ejército que quería que me pusiera. Después, por la tarde, fui a verlo con mi ropa nueva. Sonrió. Era una peonía. También se había puesto un uniforme. Un largo mechón de pelo le caía por la cara. Me saludó junto a la verja de entrada y sugirió que diéramos un largo paseo por el jardín. Nos sumergimos en el verde, entre parcelas de peonías. Llegamos a un barco de piedra junto al lago. Me contó la fábula del barco de piedra. Era el regalo de un hijo a su madre. El hijo era un emperador. Le preguntó a la madre qué era lo que quería para su nonagésimo cumpleaños. La madre dijo que siempre le había fascinado viajar en barco, pero que le tenía miedo al agua. El hijo construyó un barco de piedra justo al lado del espigón para que la madre pudiera estar en el barco sin agua. La madre disfrutó enormemente de su fiesta de cumpleaños a bordo del barco, y la fábula se propagó por toda la nación como un ejemplo de elevación.

Nos sentamos en el barco de piedra y observamos los reflejos en el agua. Deberías pensar en la película. El supervisor interrumpió de pronto mis pensamientos dispersos. La vida de una verdadera heroína es como la actuación de las bailarinas acrobáticas en la cuerda floja. Nunca estás totalmente preparada.

El sol se ponía y el cielo parecía un abanico dorado. Las nubes rosáceas, como pintadas con tinta y agua, enrojecían y teñían el cielo. Somos las manos que deberían estar escribiendo la historia, dijo levantándose y caminó hasta el borde del barco de piedra. Se quedó mirando el agua, que había cambiado de color: de verde oscuro a negro profundo. No tengo miedo al agua, dijo mientras levantaba la barbilla, perdiendo la mirada a lo lejos en el cielo. Observé esa mirada. Vi pura devoción. La mirada condensaba la bruma del atardecer y la transformaba en rocío. Me pidió que abandonara mi antigua personalidad para vivir de acuerdo con las expectativas del Partido. Me dijo que sacrificar la vida de uno por los ideales del pueblo engrandecía la propia vida. Dijo que quería que aniquilara el demonio que había en mí. El demonio que te hace renunciar a tu necesidad emocional, dijo. Me pidió que me olvidara de mi propio yo. Dijo que me estaba pidiendo un compromiso total. Su tono religioso me asustó. No podía entender de qué estaba hablando.

Dijo que intuía que mi mente tenía voluntad propia. No lo negué. Su rostro reflejó abatimiento. Me pidió que por favor no le defraudara. Dijo que había confiado tanto en mí que su misión no estaría completa sin mi colaboración. Admitió que nunca había sabido aceptar el rechazo. Me pidió que permaneciera en guardia. Dijo que durante algún tiempo había odiado la individualidad. Me pidió que no le permitiera perjudicarme. Me pidió que le obedeciera, porque obedecerlo era obedecer a mi propia ambición. Porque él y yo nos habíamos vuelto inseparables.

El supervisor me llevó de regreso a Shanghái. Dijo que le habría supuesto muchas dificultades filmar Azalea Roja en Pekín. Había una corriente política en contra de él, en contra de la mayor abanderada, la camarada Jiang Qing. Shanghái era un lugar mejor, dijo. En Shanghái, las óperas de la camarada Jiang Qing eran el plato espiritual de cada día. Las radios de todos los vecindarios hacían sonar las óperas. El Taller de Ferretería Wu-Lee en el piso inferior tenía la radio puesta a todas horas. La mayoría de las mujeres cantaban con la radio mientras soldaban cables.

La insurrección después de la cosecha
fue una violenta tormenta.

El faro se iluminó,
iluminó mi corazón.

Me hizo entender que
para liberar el país debíamos confiar en las armas.

La única forma de alcanzar una vida agradable
es unirse al Ejército Rojo y al Partido.

Cuando volábamos a Shanghái me dijo que algún día le recordaría como a un genio.

Durante el rodaje, estuve viviendo en la casa de invitados del estudio de cine y se me permitía visitar a mis padres una vez cada pocos días. Yo estaba fascinada con mi vestuario —uniforme y abrigo del Ejército Rojo—, así que lo llevaba puesto cada vez que iba a visitar a los míos. Cuando caminaba por las callejuelas, sabía que los vecinos me estaban mirando a través de las ventanas. Ya no se atrevían a hablar conmigo. Me había vuelto demasiado importante.

Cuando nos topábamos casualmente, me hablaban con tono adulador. Decían: Oh, hacía tiempo que sabíamos que algún día serías alguien. Lo sabíamos desde que te trasladaste al distrito.

Me daba cuenta de que no podía decirles gran cosa porque aún recordaba los días en que me llamaban pulga.

Hablé con Pequeño Ataúd en una ocasión en que la vi venir de visita a ver a sus padres. Se había convertido en una trabajadora en una fábrica y se había casado con un compañero, luego se habían ido a vivir lejos. Pequeño Ataúd nunca me adulaba. Se limitaba a mirarme con admiración. Sabía que estaba orgullosa de mí y le dije: Haré que te sientas aún más orgullosa.

A partir de este momento, quiero que olvides tu apellido. Ahora eres Azalea Roja, dijo el supervisor. A ver, que oiga tu nombre, por favor. Me estremecí y lo pronuncié a viva voz: Soy Azalea Roja. Él movió la cabeza con satisfacción. Quiero que seas consciente de lo que estás creando, continuó. Estás creando una imagen que pronto dominará la ideología china. Estás creando historia, la historia del proletariado. Estamos devolviendo a la historia su rostro original. En unos meses, cuando la película recorra todo el país, serás el ídolo de las juventudes revolucionarias. Quiero que memorices esta enseñanza del presidente Mao: «El poder de un buen ejemplo es infinito».

¿Estás preparada? Tenía los ojos rojos por la falta de sueño, la voz transmitía un aroma a tierra quemada. Hemos empezado nuestra batalla, dijo. La camarada Jiang Qing está con nosotros. Es una batalla a vida o muerte. Una lucha por el poder político. Yo asentí como si entendiera lo que había dicho. Se movió hacia mí, se detuvo y utilizó su dedo corazón para elevar mi barbilla. Me examinó. Era un dragón que entraba por la ventana de mis ojos y me impregnaba todo el cuerpo con una fuerza silenciosa. Sí, hermosa. Mira, vamos a atravesar un bosque de armas y una lluvia de balas para rendir respeto a nuestras madres. Madres que, durante miles de años, vivieron sus vidas avergonzadas, murieron del mismo modo, fueron enterradas y así se pudrieron. Vamos a decirles: Ahora hay un mundo nuevo. Un mundo donde nacer mujer se recibe con celebración y bienvenida. Un mundo donde una mujer que está obligada a casarse con un cerdo puede tener un amorío. Se detuvo de pronto. Me miró fijamente, entrecerrando los ojos. Bien, por hoy es suficiente. Apretó un timbre que había sobre la mesa y entró un joven de rostro amable. Llévala a la sala de maquillaje.

Era la primera vez que posaba. El fotógrafo dijo que los talleres de impresión estaban esperando esta fotografía; el cartel se editaría en tres días. Era un encargo político de la camarada Jiang Qing. Azalea Roja debía satisfacer sus expectativas más vivas. Me quedé mirando la bombilla que tenía ante mí. Pensé en Lanza Esperanzadora y en el odio que Wong Soviética sentía por mí. Le dije al fotógrafo que estaba lista. El sonido de los clics era irreal. Sentí a Yan debajo de la piel.

El equipo volvió a rodar las escenas. Los que antes trabajaban para Lanza Esperanzadora ahora tenían que estar a mi servicio. Lanza Esperanzadora y Wong Soviética habían quedado excluidas. Nadie las mencionó. El rodaje continuó sin problemas hasta un día en el que se nos ordenó que revisáramos ciertas frases del guión. Azalea Roja no debía ser demasiado mordaz. El tiempo que permanecía en pantalla debía reducirse, lo que significaba que el héroe masculino debía ser preponderante. El supervisor hizo los cambios. Volvieron a llamarlo a Pekín varias veces. Cada vez que regresaba, se le veía frustrado. Fumaba cuatro paquetes de cigarrillos al día. Sus dedos se pusieron marrones. No explicaba nada. Rodó tres versiones de una escena con diálogos diferentes. En la primera me ordenaron que dijera: «No puedes arrebatarme mi sueño». En la segunda tenía que decir: «No, él es la esperanza de China, nunca podrás arrebatarme esa esperanza». En la tercera tenía que decir: «Sacrificaría mi vida por seguirlo, porque él es el salvador del proletariado del mundo». Así era como luchaba el supervisor con sus oponentes de Pekín. Si la primera versión no funcionaba, sacaría la segunda o la tercera versión. Negociaba. Peleaba por cada centímetro de película.

Tenía la cara pintada. La diseñadora me vistió con un uniforme grisáceo del Ejército Rojo y zapatos de paja. Llevaba las mangas remangadas y trenzas en el pelo. Un ancho cinturón me ceñía el talle. Alguien estaba sujetándome un largo trozo de tela a la pierna. El supervisor había añadido una nueva frase. La frase era: «Presidente Mao».

El supervisor estaba sentado en la silla del director. Su concentración imperaba en el plató. Un auxiliar medía la distancia entre mi nariz y las lentes una y otra vez, murmurando las cifras para sí mismo mientras las escribía. Las manos de Azalea Roja estaban atadas a la espalda con cuerdas. Estaba a punto de ser torturada en público.

Toma dos, toma tres. ¡Quiero un gran, gran primer plano de sus ojos!, aulló el supervisor. ¡Que la cara le quede enmarcada! ¡Cámara, en movimiento! ¡Más cerca, más cerca! El grupo de cámaras se movieron alrededor. Se habían decidido algunos cambios. Los ayudantes de producción empezaron a sudar. Uno de ellos murmuraba los números. Un metro cuarenta, un metro treinta y siete. Un aplique de alumbrado se quemó. El cable echaba humo. El director de iluminación lo reemplazó al instante. El maquillador me peinaba el flequillo una vez más.

De pronto me asustó no ser capaz de satisfacer al supervisor. No ponía sentimiento en mis frases. El maquillador me preguntó si necesitaba que me pusiera unas gotitas de agua en los ojos. El supervisor le hizo un ademán para que se largara. La diseñadora vino y me humedeció la espalda con agua. El supervisor dijo a voces: ¡Rodando! Yo pronuncié mi frase: «Presidente Mao». El supervisor gritó: ¡Corten! Dijo: No, quizá sea la iluminación. Sí, la iluminación es lo que falla. Ésta no es la luz que le gusta. La camarada Jiang Qing no aprobaría esta forma de iluminar. Debe ser una luz directa, uniforme. La camarada Jiang Qing no quiere ver ninguna sombra bajo la nariz de Azalea Roja. Nuestra heroína no debe tener sombras en la cara. ¡En absoluto!

La cámara volvió a rodar. Todo el mundo contenía el aliento. Repetí mi parte cuidadosamente. El supervisor dio una patada a un pie de lámpara. Se sentía frustrado. El equipo de cámaras se puso nervioso. Todo el mundo volvía a estar dispuesto. El supervisor levantó la cabeza. Los ojos de almendra brillaban más que las luces que tenía ante mí. Vi que la ansiedad le quemaba los ojos. Tenía los labios agrietados de la sequedad y sus dedos se estiraban en el aire como las garras de un águila. Cerró los ojos y gimió mi frase: «Presidente Mao». Al abrir los ojos, me preguntó si podía darle algo más que seis sílabas. Se recostó y dijo lentamente: Rodando.

Le fallé. No conseguí dar lo que él quería. Mi actuación era mecánica. Me cortó. Tenía la cara deformada. Dijo: Un minuto más, y será mejor que lo consigas. Ahora sumérgete. Respiré a fondo y dije mi frase. Repetí: «Presidente Mao», «Presidente Mao». No había magia.

El supervisor me llamó idiota. Y yo me llamé idiota. No podía concentrarme. La frase me parecía incluso graciosa. Presidente Mao ¿qué? Deberían fusilarte los nacionalistas, dijo el supervisor. ¿Dónde está el espíritu que vi en ti en otro tiempo? Sé que lo tienes. ¿Qué es lo que te pasa? ¿No entiendes el significado de estas seis sílabas? Creía que tenías sentimiento. Creía que lo entendías todo.

El maquillador vino a repintarme la cicatriz de la frente. La diseñadora roció más sangre de pollo en el pecho. Seguía sin ser capaz de decir «presidente Mao» correctamente. El supervisor dio un golpe al interruptor general de la corriente. El estudio se quedó completamente a oscuras. Yo no podía respirar.

Me senté sola en una de las casas de huéspedes del estudio. Era aproximadamente medianoche. Las ramas del arce en el exterior golpeaban mi ventana como si alguien estuviera llamando. El dormitorio estaba tranquilo como un cementerio. Había tenido un día terrible. Casi me expulsan del plató. Los iluminadores empezaron a mencionar a Lanza Esperanzadora, hablaban de lo fácil que era para ella ejecutar lo que a mí tanto me costaba. Sugirieron que el supervisor me mandara a casa.

Oí sonido de pasos al final del largo pasillo. Venían en mi dirección. Se detuvieron delante de la puerta. Unos suaves toques, como un pájaro carpintero. Está abierto, dije. El supervisor se introdujo sigilosamente en la habitación. Cerró la puerta tras él. Llevaba una chaqueta mao de color azul. Intenté mover una silla para que se sentara. Me detuvo. Se acercó y tomó asiento a mi lado. Me tocó los hombros desnudos con sus manos. Me acarició suavemente. Me pidió que tuviera confianza en él. Dijo: Solo si tienes fe verás el futuro que yo veo y sentirás el poder que yo siento.

Dije que la frase nueva resultaba torpe. Dije que no sabía cómo poner en mi boca esas palabras. Dijo que no era una cuestión de torpeza. La torpeza servía a un propósito político. La frase tenía que estar allí o no habría Azalea Roja. Dije que no conocía ninguna técnica de interpretación para conseguir hacerlo correctamente. Me sentía incapaz de llenar de emoción esas seis sílabas. Dijo que ésa no era la cuestión. Las sílabas en sí carecían de significado. El significado estaba más allá de las palabras, más allá de la propia Azalea Roja. Dije que no lo entendía, pero que en mi opinión la nueva frase iba a echar a perder la película; la gente se iba a reír al verla. Dijo: ¿Quién crees que es la gente? Son cadáveres andantes, permíteme que te diga. ¿Qué sabe la gente? Lo único que conocen es el miedo. Es por eso por lo que necesitan la autoridad. Necesitan que se les diga lo que tienen que hacer. Necesitan un emperador sabio. Ha sido así durante años. Creen lo que los gobernantes les obligan a creer. Es por esto por lo que había fórmulas intelectuales. Las óperas eran una manera de formar las mentes, de mantener las mentes donde debían estar. ¿Lo ves? Te estoy enseñando lo que sé. Te estoy dando mi poder. ¿Lo ves? Ahora hay alguien más que sabe exactamente lo que yo sé. Alguien más está usando mi poder para conseguir también lo que quiere.

Miró mi rostro confuso y dijo: Sabes que te envidio. De verdad, lo hago. Envidio tu ingenuidad, tu dolor, y tus dudas. Porque yo ya no las tengo, nada de eso. No tengo dudas, ¿entiendes lo que te digo? Mi voluntad es inquebrantable. ¿Me escuchas?

Le pregunté por qué motivo hacía todo aquello. Se levantó y cerró las cortinas de terciopelo. Mientras se volvía hacia mí, apagó la luz. En la oscuridad, me atrajo contra su pecho. Me abrazó. Me hizo quererle. Luego, en la oscuridad, me dijo para mi sorpresa que creía conocer a las mujeres al menos tanto como yo, porque también él llevaba una parte femenina en su interior. Era esta persona la que le impulsaba a hacer todo aquello, a trabajar para la camarada Jiang Qing, a trabajar para sí mismo. Dijo que al hacer que yo interpretara a Azalea Roja, podía interpretar a una mujer a la que él mismo había estado admirando.

Sentí el movimiento espasmódico del frenesí y la excitación dolorosa recorriendo su cara. Dejémonos llevar, me susurró al oído. Pocos instantes después, mientras recobrábamos el aliento, oímos el sonido de pisadas en el corredor. El sonido de unas chancletas de madera. Aunque estaba preparada para esto, no pude evitar sentir horror. Eran las pisadas del portero que venía desde el extremo del corredor, acercándose. El supervisor volvió a encender la luz y se arregló la chaqueta. Se fue hasta la puerta para abrir una rendija y se sentó en la silla que estaba frente a mí. Sacó un periódico y fingió estar leyendo. Agarré una pluma y simulé tomar notas. Los pasos se detuvieron a la altura de la puerta. Miré al supervisor. Estaba tan calmado como un lago en un día de verano sin viento. La puerta se abrió de par en par. La cabeza del hombre se asomó. Se nos quedó mirando y luego entró. Llevaba una tetera y dos tazas de esmalte. Se acercó a la mesa y sirvió el té en las tazas. No dijo nada. El supervisor empezó a decirme: Así que quiero que memorices estos nuevos cambios. Debes ser capaz de interpretarlos mañana correctamente.

Mi pluma hacía garabatos sobre el papel. Sí, dije. Miré al hombre con el rabillo del ojo. Su rostro no tenía expresión. Luego llenó el contenedor de agua caliente, salió de la habitación y cerró la puerta. Oímos sus pasos que desaparecían al final del corredor.

El supervisor dijo que el portero era una señal. Una señal de urgencia. Una señal de peligro. Nos estaban vigilando. Dijo: Ahora es el momento de que te cuente algo importante. Algo que debo decirte antes de que sea demasiado tarde. La voz del supervisor vaciló al terminar la frase. Una extraña luz hizo brillar sus ojos de almendra. Los ojos de un fanático. Dio un trago al té y me preguntó si me interesaba oír una historia, la verdadera historia de Azalea Roja. Yo dije: Estoy esperando.

Era hija de una mujer que había sido abandonada por su marido, el supervisor comenzó el relato. Le habían enseñado que nacer chica era una deshonra. Intentó creérselo igual que lo había hecho su madre. Pero no pudo. Tenía dieciséis años. Era una comunista. Se unió a una compañía local de ópera y se fue a Shanghái. Interpretó a Nora. Ella era Nora. Oyó hablar de Mao y de su Ejército Rojo. Esos ideales eran exactamente los de ella. Fue a reunirse con su héroe a una remota zona montañosa, en la cueva de Yanan. No llevaba nada aparte de su juventud. Tenía veintitrés años y era actriz. Allí conoció a Mao, el dragón celestial, el sol rojo, la esperanza de China, la esperanza de las mujeres. Conoció a su compañero espiritual. Se convirtió en su vida y nunca volvió a amar después de entonces. No podía olvidarlo. No podía olvidar la pasión en medio del fuego de artillería. No podía olvidar sus cuerpos alcanzando el éxtasis simultáneamente con la explosión de una bomba. No podía olvidar las partes del techo destrozado lloviendo sobre sus cuerpos desnudos a medianoche. Podían ver a través del techo. El cielo era de terciopelo negro. El cielo del Reino Medio.

No podía olvidar su risa. Era un poeta nato, un amante y gobernante nato. Le dijo que aquélla era la mejor interpretación que él había hecho en su vi da. Lo hizo una y otra vez con ella, en medio del fuego. Le dijo que era su emperadora de la guerra. Le dijo que era su vida, su diosa de la victoria. Dijo que debían unirse espiritual y físicamente. Debía concederle el deseo de casarse con ella, por el bien de batallar por una nueva China, una China donde el nacimiento de una niña fuera motivo de celebración. Se unieron en la cueva de Yanan. Todo el Ejército Rojo celebró la unión con vino de arroz, cacahuetes y boniatos. Era la época del Ejército Rojo en los años treinta. La tropa no era muy numerosa. Mao estaba reclutando hombres, mujeres y caballos. La nueva pareja estaba junta, uno al lado del otro. Soportaron el fuego y el agua, desafiaron peligros innumerables. Ella soportó batallas junto a él. Batallas que casi le costaron la vida.

Cuando salió de una larga batalla en el oeste, tenía el estómago lleno de hojas. Los muslos eran delgados como brazos, el pecho era una madera para lavar. Su caballo era del tamaño de un perro grande. Mataron a su caballo para llenar los estómagos de los líderes famélicos del Ejército Rojo. Los soldados morían de las heridas y del hambre. Morían en la carretera. Las mujeres y los niños. Sobrevivió. Su número de glóbulos rojos era tan bajo que apenas se aguantaba de pie. Era la fe en sus ideales lo que la hacía seguir por la carretera repleta de muerte. No podía describir su felicidad aquel día —1 de octubre de 1949— cuando su hombre se subió al piso superior de la Puerta de la Paz Celestial para declarar al mundo entero que China había llegado a la era de la independencia.

El tono del supervisor cambió. Su voz se volvió ronca. Sus ojos parecían dos arañas rojas. Continuó: De todos modos, no le conocía tan bien como ella pensaba. Cuando le pusieron delante un contrato, ya era demasiado tarde para que ella se diera cuenta de su ingenuidad. La obligaron a firmar un contrato con el Partido en el que no le daban ningún derecho a participar en la toma de decisiones políticas de China. Sus batallas no significaban nada para el Partido. No quería creerlo. Se volvió a Mao, al hombre de su fuerza.

Mao dijo que aquélla era una decisión del Partido y que debía ser un ejemplo para sus camaradas. Dijo que el individuo debía obedecer la decisión del grupo. Era el principio en el que se basaba el Partido. Y ella, hizo hincapié, no debía ser una excepción. Ella nunca entendió aquella excusa. Solo sabía que él era el dueño de este reino. Empezó a darse cuenta de que él deseaba un cambio. Su amor por ella se había desvanecido con el humo de los estruendosos cañones. Había prescindido de ella. Mao abandonó el lecho común y nunca volvió. Ella esperaba noche y día el amor que antes solía darle. En ningún momento puso en duda el amor de él. Le escribió pero nunca obtuvo respuesta. Le fue a ver, pero la guardia de seguridad no le permitió pasar de la puerta. Sus palabras fueron como cuchillos. Le llamó por teléfono porque no creía al guarda de seguridad. Una enfermera joven, su amante, contestó al teléfono. Fue amable pero las palabras le perforaron el corazón. La enfermera dijo: A Mao le gustaría ver a su mujer descansando tranquilamente en el palacio del Ala Oriental. Mao ha dicho que no debes olvidar tomar a tiempo tu medicina.

No se permitió llorar. Su corazón sangraba a medianoche cuando recordaba el cielo de Yanan. No podía soportar estar sentada en aquella casa que la estaba volviendo loca. Necesitaba trabajar, equilibrarse. Exigía estar con su gente. Pero el despacho central del Partido le cerró la boca. La enviaron a Moscú con el pretexto de su recuperación. Nunca le había gustado Moscú. El frío le helaba el aliento. Pidió que le enviaran películas de Hollywood a Moscú. Contempló las películas hasta que la última hoja del invierno cayó sobre el hielo. Cantaba sus óperas antiguas favoritas para superar las noches blancas. Nunca dejó de presentar solicitudes.

Un día, a principios de los años sesenta, le permitieron volver a su patria. Pero su marido se negaba a verla. No le importaba cómo transcurrían sus noches. No le importaba si se volvía loca. No le preocupaba. Él dijo al Partido que estaba loca y que no tenía por qué tratar con una loca, ni él ni ninguno de los demás miembros del Partido.

¿Cómo transcurrían sus noches? El supervisor repitió la pregunta con un sarcasmo aterrador en la voz. Las arañas rojas se encogían en sus ojos. Era como ser enterrada, el supervisor sonrió, enterrada viva. Pero no aceptó lo que el destino le había deparado. Ella creía que era una heroína. Saldría a rastras de la tumba con la única ayuda de sus ensangrentadas manos. Los camaradas de otro tiempo se habían convertido en sus enemigos. De hecho, nunca les había caído bien. Nunca les había gustado la actriz de Shanghái. Nunca pudieron confiar en aquella mujer. Era demasiado salvaje para ellos. Nunca se domesticaría, nunca se tranquilizaría; asedió a Mao después de seducirlo, decían. Había seducido a China. El país estaba en guerra con ella. La atacaban, pero nunca se rendía. Ni ella sabía cómo. Se negaba a desvanecerse. Era un junco que brotaba debajo de una pesada piedra. Aprendió el arte de la guerra. Empezaba los discursos públicos con la frase: «Os traigo saludos del presidente Mao». Sostenía el Pequeño Libro Rojo y decía: «¡Una larga, larga vida al presidente Mao! ¡Larga, larga vida a la Revolución!». Actuaba bien. Era la mejor actriz de su tiempo.

El supervisor encendió otro cigarrillo. Tenía la mente lejos. Sus manos estaban frías como la muerte. Su voz me atravesó y me arrebató. Continuó: Pasó el tiempo y lo que era una barra de hierro tomó la forma de una aguja. Por aquel entonces, le costaba distinguir si era un ser humano aún con vida o un muerto viviente, tampoco podía distinguir si era un hombre o una mujer. Interpretaba papeles y cambiaba de color como un camaleón. Estaba viva y muerta. Disponía de mansiones en todo el Reino Medio, pero tenía miedo de dormir en una simple cama, en un lugar, demasiado tiempo. Cada noche se quedaba echada en la cama y una profunda soledad la devoraba. Se estaba ahogando. La espera la enloquecía. Afiló su lengua y estuvo lista para asesinar. No podía esperar más. Estaba loca de verdad. Las óperas que cantaba sonaban estridentes. Maldecía. Rezaba. Se reía. Gritaba y se transformaba.

Una mañana Mao se despertó y se dio cuenta de que su equipo de gobierno se había convertido en un cuartel general de los capitalistas. El dragón se había convertido en una criatura sin cuerpo. En un congreso anual del Partido, su plan quinquenal del gran salto no recibió apoyo porque sus comunas habían llevado a la muerte por hambre a miles de personas. Sus antiguos cuadros iban a expulsarlo. Había perdido todas las bases.

Fue en esta situación cuando recurrió a ella. Cuando no tuvo a nadie más a quien dirigirse. Ella tenía su propio plan. Ambos aparecieron en la Puerta de la Paz Celestial en un dorado día de septiembre, con uniformes verdes del ejército, inspeccionando a millones de guardias rojos aullantes. Fue ahí, en la plaza de Tiananmen, donde ella sintió que volvía a la vida. El viejo dragón estaba loco de furia. Era algo por lo que ella había estado rezando. La Gran Revolución Cultural del Proletariado la reunió con su pasado. Mao volvía a sentirse inquieto una vez más. Ella le pidió apoyo. Creó ocho grotescas óperas modelo. Las óperas de las heroínas. Las óperas de sus emociones profundas. Le dijo a Mao que las óperas asegurarían su reino rojo. Hizo que los miles de millones de ciudadanos contemplaran las mismas óperas durante diez años. Hizo que los niños recitaran las partes y cantaran las arias. No les permitió ver nada más que sus óperas. Les domesticó, tuvo que hacerlo, y luego se convirtieron en sus mascotas. Porque ella representaba a Mao. En una ocasión, en Szechuan, le complació escuchar un lema popular que decía: «Es mejor cantar una ópera modelo que dejarte llenar el cuerpo de agujeros de balas». Una generación de jóvenes se unió a ella. Casi fue votada como presidente del Partido Comunista de China. Las masas, los millones de seguidores, adoraban a las heroínas de sus óperas. Y a ella. Se había convertido en su religión. Las masas empezaron a decir ¡Larga vida a la camarada Jiang Qing! en la ceremonia matinal antes del trabajo. Era la estrella de la mañana que pendía sobre la vida de la nación.

Mao se puso enfermo. Casi se le caía la lengua tremulante de la boca. La camarada Jiang Qing era como el desbordamiento del río Amarillo. No la detenía nada, destruía lo que se interponía en su camino. El imperio de Mao se tambaleaba. El imperio se había convertido en su partido y en el de ella. La camarada Jiang Qing se alzaba por encima de los hombres. Cuando no le gustaba alguien, lo encarcelaba y torturaba a su familia. El viejo sol se estaba poniendo, impotentemente. Mao apeló al congreso. Mao gimió: Uníos y no os separéis, sed francos y honestos, no intriguéis ni conspiréis. Reunió a sus hombres en el Palacio Prohibido y mandó un telegrama con un comunicado para todo el público. Su llamada era desesperada. Cuidado, camaradas, yo no estoy en sus planes, afirmaba Mao. Jiang Qing quiere ser presidente del Partido. No estoy en sus planes. No respeta a nadie. No dejará a nadie en paz. Cuando yo muera, causará problemas al país. De veras. Os estoy avisando, mis queridos compatriotas. Quiero que sepáis que ella no me representa. No me representa.

Durante medio siglo, Mao la dominó. Pero ella era testaruda. En ese aspecto, era necia. Pero era una verdadera heroína. A pesar de que su soledad era más espesa que el capullo de un gusano de seda, no tenía intención de renunciar a su ideal. Quería ver cómo se transmitía, aunque ella se convirtiera en cenizas algún día.

Debe suceder a su manera, para el pueblo, dijo el supervisor. Mao tiene ochenta y tres años cumplidos. El fango le llega al cuello. La mandíbula inferior le cuelga y le tiemblan las manos. No nos queda tiempo. Debemos darnos prisa. La camarada Jiang Qing tiene prisa. Debe aliviar el dolor de su amor por el pueblo. No podemos perder el tiempo. Debemos revivir a Azalea Roja. Tú. La heroína. La heroína audaz, diabólica, lasciva, obscena. Azalea Roja.

Se apartó de mi cara con una sacudida nerviosa del pelo, luego, misteriosamente, volvió a aproximarse. El calor de su boca me llegaba al lóbulo de la oreja. Como si estuviera en contacto con un gran poder, sus ojos de araña roja chispeaban. Entrégate al pueblo, susurró. Entrégate a la camarada Jiang Qing.

Nunca había creído que el supervisor viviera solo para adorar a la camarada Jiang Qing. Ahora sí lo creía. Era su amante espiritual. Creí en su obsesión por ella, porque representaba su yo femenino. Porque ella le permitía lograr su sueño: dominar la psique de China.

No veía una línea divisoria entre el amor y el odio. Aquella noche no había línea divisoria entre el amor y el odio, entre él y yo.

El supervisor me había cargado de su deseo irrefrenable la noche anterior. Me sentía como una bala en la recámara de un arma. Aún percibía su calor en mi interior. La ambición multiplicaba mi fuerza. Me miré en el espejo de la sala de maquillaje bajo las luces fluorescentes. Vi a Azalea Roja. Con su gorro del Ejército Rojo. Ojos atrevidos. Equipada. Perfectamente serena. Llevaba la firmeza de Yan y el espíritu del supervisor. Me creía mi maquillaje. Me creía que yo era quien se suponía que era. Estaba encarnando la historia.

Soy la sustancia física de la camarada Jiang Qing y del supervisor. Expongo sus pensamientos. Soy mi ambición. Hay una energía que surge del cielo y de la tierra y que confluye en mí.

Mañana el nombre de Azalea Roja estará en boca de todo el mundo.

Soy la personificación de Azalea Roja. Soy mi papel.

El equipo esperaba. Yo estaba vestida y maquillada, las luces encendidas y la cámara preparada en su sitio. Esperábamos a que apareciera nuestro director, el supervisor. Pero no se presentó. Me pusieron el maquillaje y me lo volvieron a retirar.

El equipo seguía esperando. Las hojas de los arces estaban quietas, como si escucharan aquella calma poco habitual. Los miembros del equipo empezaron a sospechar algo. Empezaron los cuchicheos. El equipo de iluminación puso excusas para marcharse antes de la hora señalada. El equipo de maquillaje lo siguió. Luego otros departamentos empezaron también a excusarse. La gente decía que ya habían esperado demasiado tiempo y que se debía tener en cuenta su espera. Yo continuaba sentada al lado de la cámara, esperando. Los cámaras cabeceaban desde el almuerzo. Nadie asumía la responsabilidad. El ambiente era extraño, igual que el modo en que hablaba la gente: con las cabezas pegadas, como si se mordieran las orejas unos a otros.

El estudio quedó en silencio. Luego las calles, la ciudad y el país. Con la ausencia del supervisor apareció una señal de peligro. Intenté no percibir el ambiente. Era una hormiga avanzando sobre un cazo recalentado. Intenté no notar la explosión que se aproximaba. Me propuse mantener la calma.

Luego llegaron las noticias del siglo. Era el 9 de septiembre de 1976. El sol más rojo bajó del cielo del Reino Medio. Mao falleció. Por la noche el país se convirtió en un océano de flores blancas de papel. Los que le lloraban se golpeaban la cabeza contra el suelo, sobre los mostradores de las tiendas de verduras, contra las paredes. Un pena desoladora. La música funeraria oficial era transmitida día y noche. Dulcificaba el aire.

Igual que a los demás, me dieron flores blancas de papel para que me las pusiera. Las llevé como el resto de las mujeres, atadas a las trenzas, a la blusa y a los cordones de los zapatos. Parecíamos plantas de algodón en movimiento. La gente del estudio se reunió a llorar en la sala principal de reuniones. El sonido de los sollozos se estiraba como el de un gramófono de manivela manual al final del resorte. Yo no tenía lágrimas. Me tapé la cara con las manos para esconderme. A través de los dedos vi a Wong Soviética. Sacudía el rostro en su pañuelo húmedo. La nariz no dejaba de resoplar. Lloraba con gran intensidad. Me preguntaba por qué lloraba. Por su juventud marchita, estaba segura. Debía de estar llorando por sus posibilidades perdidas. Lo estaba celebrando; su miseria posiblemente se había acabado. Me echó un vistazo mientras se sonaba la nariz. Noté que me estudiaba. Debió de adivinar que yo no estaba pensando en la mayor pérdida de la nación. Yo estaba pensando en la camarada Jiang Qing.

Se decía que su mujer lo había asesinado. Mao había sido asesinado por la camarada Jiang Qing. Se decía que la camarada Jiang Qing había sustituido al médico del presidente. Mao había sido envenenado hasta morir. La camarada Jiang Qing había retirado la mascarilla de la cara. No podía esperar a que el hombre se muriera por sí solo. Su último abuso fue pedirle que firmara un papel en el momento del último aliento. Los rumores se cebaban cada vez más, cada vez más pringosos; como un plato de cuello de cerdo.

Los hombres empezaron a hablar de colgar a aquella zorra. La zorra que estaba a cargo del país. La zorra que había vuelto tan miserables las vidas de los ciudadanos. ¿Cómo vamos a permitir que la plaga se propague por China? ¿No estamos locos de remate? Echemos a esa zorra a una tinaja llena de agua hirviendo. Ahoguémosla. Cortémosla viva en tajadas. Y sacrifiquémosla sobre el altar de nuestros grandes antepasados.

Los medios de comunicación publicaron una foto de la primera esposa de Mao, una mujer joven que había sido asesinada por los nacionalistas hacía medio siglo. Dijeron que aquella mujer era la única esposa verdadera de Mao. Engancharon su foto por todas partes. Incluso en los parvularios, donde enseñaron a los pequeños a decir el nombre de la mujer y a cantar canciones exaltándola.

En el funeral de Mao, por la televisión, apenas pudimos ver la cara de la viuda, la viuda del sol rojo muerto. La cámara sacó las grandes cabezas de los hombres ancianos. Los cuadros de la Larga Marcha. Hombres con las caras hinchadas cuyos ojos no demostraban ninguna emoción. La cámara mostró los rostros de los asociados más próximos a la viuda. Esos rostros estaban delgados y largos. Bocas con forma de pirámide preparadas para decir: Fuego.

El presidente, tumbado en su lecho de muerte, no parecía estar muy satisfecho. Los asistentes, los representantes del pueblo, gemían, apenados. Por la mañana abrieron las puertas al pueblo, el ataúd de cristal se elevó desde el suelo y el muerto quedó expuesto. Cientos de miles de personas fueron a ver a su amado salvador. Cada una de ellas sostenía un voluminoso pañuelo. Se enjugaban las lágrimas una y otra vez, luego se desmayaban, uno detrás de otro, por televisión. Los retiraban y los medios de comunicación elogiaban su lealtad. El amado salvador del pueblo llevaba una chaqueta verde totalmente nueva, diseñada por él mismo. El cuerpo sagrado estaba envuelto en la bandera nacional, con la cara pintada, su interior vaciado y untado con anticorrosivo.

En el estudio, la gente se agrupaba ante el nuevo televisor en blanco y negro, mirando las imágenes. Detrás del televisor aún colgaba un lema: «¡Una larga, larga vida para el presidente Mao!». Los colores eran tan brillantes como las rosas en el verano.

Las palabras «camarada Jiang Qing» habían dejado de existir. Ahora se le llamaba la puta, la zapatilla desgastada.

El amplificador sujeto al tronco del arce fuera de mi ventana estaba retransmitiendo las instrucciones de Mao. Las instrucciones del muerto. La voz del locutor era blanda como una medusa. Repetía: «No estoy en sus planes. Jiang Qing quiere ser presidente del Partido. No estoy en sus planes. No respeta a nadie, creará problemas al país. Lo hará. Os advierto. Mis queridos compatriotas… os advierto».

Me negué a asustarme. La desaparición del supervisor me había preparado para lo peor. Por la noche esperaba. Esperaba una pesadilla. Pero llegó por la mañana.

La trajo Wong Soviética. Su aspecto era extraordinariamente fresco y joven. Me entregó un pedazo de papel con un sello. El papel decía que el Partido había decidido enviarme de vuelta a la granja del Fuego Rojo. Se había disuelto el equipo de la película. Habían asignado una furgoneta para llevarme al lugar al que pertenecía.

No le dije nada; sabía que solo malgastaría mis palabras si lo hacía. El tren de la historia había cambiado de dirección. Comprendí que, a pesar de que en realidad nunca había hecho tal elección, pertenecía al bando de los perdedores. Empecé a hacer la maleta para volver a la granja del Fuego Rojo, donde me encarcelarían.

La manilla de mi puerta giró. Alguien dejó caer una nota. La abrí. Era la letra del supervisor. Me agarré a la pata de la mesa para mantenerme firme. El supervisor quería que me reuniera con él en el parque de la Paz. De inmediato. Urgentemente. No tienes por qué venir, decía la nota. Nuestro encuentro es peligroso. Me están buscando. La nación no me perdonará, no este tipo de pecado. Pero quiero verte. Ven, por favor, si todavía es posible.

Fui. En la oscuridad. Dominando la tormenta.

Me contó que nunca en su vida había dicho «lo siento» a nadie, pero que aquella noche debía expresar su pesar. Te he defraudado. Me he defraudado a mí mismo. Siento vergüenza. Quiero que guardes mi vergüenza, que la talles en la lápida de piedra de tu memoria.

Le miré. Me aproximé para abrazarle. Noté en sus manos un fuerte temblor convulsivo. Se sentía triste porque era demasiado viejo para los infortunios que se avecinaban. Dudaba incluso de que pudiera sobrevivir. Pero debía vivir por su ideal, dijo apretando los dientes. Dijo que no tenía derecho a decepcionarse a sí mismo. No debía rendirse. Matarse era una rendición. Era inaceptable en un verdadero comunista.

Le dije que el estudio me había puesto en una lista como seguidora de la camarada Jiang Qing. Mi expediente estaba salpicado de manchas negras. Me abrazó y me preguntó si podría perdonar a la camarada Jiang Qing. Le contesté que no la conocía. Insistió en que sí. Dijo que la camarada Jiang Qing había sido espectadora de mi pasión. Estaba orgullosa de ti y, en este momento, cuenta contigo. Ella misma va a ser colgada uno de estos días por sus camaradas de la Larga Marcha y debe confiar en su Azalea Roja. Debe ver cómo se transmite su ideal.

Le pregunté por la situación en que se encontraba. Sonrió de un modo extraño. Dijo: Mi mejor posibilidad sería estar en la lista de enfermos mentales. Me hallo en la cuerda floja. Me estoy convirtiendo en una maldición negra para el Reino Medio, dijo en tono jocoso. Tengo la cabeza en la soga y es por ello que debo darte este mensaje. Escucha, no has hecho nada incorrecto políticamente. Eso quiere decir que políticamente eres inocente. Deberían clasificarte como víctima de Jiang Qing, una víctima de la Banda de los Cuatro. Debes declarar eso al público. Debes declarar que no me conoces y punto. Tú no has matado, no has cometido ningún delito. Lo único de lo que te pueden acusar es de tu mirada, la mirada elegida por la camarada Jiang Qing. Tras decir esto, me observó bajo la brillante luz de la luna. Contempló atentamente cada parte de mi cara y su expresión se paralizó. Pero tú no sabías nada de su plan.

No caigas en su trampa, continuó. Recuerda que te encontrarás con trampas, excelentemente diseñadas y bien ensayadas. Pero no será nada nuevo. Siempre los he engañado hasta la fecha. He perdido ante la historia, no ante ellos. Ellos cubrirán de mierda todo lo que yo he elogiado. Con lógica, por supuesto. Te criticarán, pero el día pasará si aprietas los dientes y aguantas mientras ellos te despellejan. Dime ahora que eres una heroína. Prométeme que podrás aguantarlo. No me decepciones.

Pero ya me han ordenado volver a la granja del Fuego Rojo, dije yo. ¿Qué puedo hacer? La orden ha sido cambiada, dijo el supervisor con calma. Un amigo mío en el estudio lo ha arreglado por mí. Te ofrecerán un trabajo en el estudio. Será un puesto despreciable, pero no tienes que volver a la granja. Te han devuelto el número de residencia en la ciudad. Sé que no eres capaz de volver a la granja del Fuego Rojo. Siento no poder protegerte más. Te he hecho más daño que dado felicidad. Lo único que deseo es… Se detuvo y me miró un largo rato. Eres tan joven, tan hermosa… Es bueno que no sepas muchas cosas.

Le pregunté por su relación con la camarada Jiang Qing, le exigí saber. Dijo que era mejor que no supiera. Dijo que de este modo me protegía para que no me hicieran daño. Me pidió que recordara la oscuridad de la noche, que observara la marcha de la historia, que observara cómo se alteraba, que viera cómo era posible que los muertos se levantaran y hablaran, cómo nunca protestaban por lo que se había puesto en sus sucias bocas. Dijo que este poder de la historia era lo que le había cautivado. Me pidió que admirara la historia. Su voz impregnó todo mi ser. Azalea Roja nacerá en otro momento, en otro lugar. Estoy seguro, muy seguro, murmuró. Amo a Azalea Roja, ¿y tú?

Entre la sombra de la maleza, el supervisor me dijo que las óperas se crearon a partir de los deseos insatisfechos de Jiang Qing, que era ese mismo deseo el que había hecho que las tragedias antiguas estremecieran las almas e impulsaran las civilizaciones. Y era este mismo deseo el que encendió la llama de la Gran Revolución Cultural. Hizo una pausa y miró a su alrededor, luego dijo que se sentía un poco decepcionado porque aquella noche no había muchos amantes furtivos y masturbadores presentes. Dijo que había que gozar plenamente del canto de las hojas del arce. Me preguntó si podía imaginarme en las colinas verdes, entre las peonías rosas, de su jardín, allí en Pekín. Me preguntó si podía imaginarnos sentados en el valle, en el seno de la madre naturaleza. Me pidió que cerrara los ojos para oler la fragancia de las flores. Dijo: Que permanezca contigo toda tu vida. Abre el camino oculto de tu mente, experiméntalo, permanece enteramente en contacto con él. Me pidió que le contara cómo dispersaba el viento las nubes con su soplido. Me perdí en su calor. Le dije que sus manos eran viento y que en sus manos mi cuerpo se convertía en nubes. Dijo que se sentía impetuoso y que su pasión era tan fuerte como la muerte.

Dijo que siempre quiso observar su propio humo cuando se alzara en espiral de la chimenea del Crematorio de la Vista del Dragón, que la muerte nunca le había asustado. Nunca había confiado en los libros de historia chinos. Porque esos libros estaban escritos por personas impotentes para el deseo. Gente que estaba pagada por generaciones de emperadores. Eran eunucos. Su deseo había sido castrado.

Quería verme viva. Quería verme vivir su vida. Conoces mi deseo secreto; ahora guárdalo y aliméntalo por mí. Lloré con estremecimiento. Dije: Lo haré, lo prometo. Él dijo: Abracémonos y no digamos nada. Nos abrazamos. Sentí a Yan: salíamos andando de la oscuridad.

Una semana después, madame Mao, Jiang Qing, fue arrestada y denunciada. El arresto fue llevado a cabo por la nueva Oficina Central del Partido en Pekín, dirigida por Hua Guofeng, un hombre designado por Mao. El arresto se manejó noblemente y con buenas maneras. Fue rápido y limpio. El público se sintió sumamente satisfecho. Lo celebraron, compraron cangrejos y los hirvieron, para tomarlos con vino. Los cangrejos hembras simbolizaban a Jiang Qing. Ahora ya había sido devorada. China se sentía desbordante. Reuniones políticas, desfiles monumentales y fuegos artificiales durante toda la noche. La gente se echaba a la calle a puñados, tocando tambores y bailando como buñuelos en agua hirviendo. Un año después, Deng Xiaoping, uno de los cuadros de la Larga Marcha, se hizo cargo del gobierno de Hua. Más reuniones, desfiles y fuegos artificiales. Los retratos de Hua se arrancaron de las paredes y fueron reemplazados por lemas que elogiaban al nuevo hombre en el poder. Jiang Qing estaba encerrada en la prisión nacional de la ciudad de Ch’ing a la espera de la sentencia. La gente lo celebraba y gritaba: ¡Fuera!, ¡Fuera! ¡Fuera!

Volví a trabajar como ayudante de plató en el Estudio de Cine de Shanghái durante los siguientes seis años. Durante ese tiempo, copié guiones, sostuve la pizarra de doblaje, llevé el registro de los rodajes en distintas localizaciones, fregué suelos y llené los contenedores de agua caliente de las oficinas. En seis años de profunda soledad y desamparo mi salud se vino abajo. Tosía sangre y me desmayaba en el plató. Tenía tuberculosis. No me autorizaban a coger una baja. En el expediente del Partido había sido finiquitada permanentemente. Por la noche me sentía tan frustrada que perdía el valor. Echaba de menos a Yan y al supervisor. En seis años me convertí en una piedra, insensible a la pasión.

Un día de 1983 me llegó una carta del extranjero de una joven amiga a la que conocía de la escuela de cine. Se había marchado de China hacía tres años y estaba viviendo en Los Ángeles. Me preguntaba si había pensado alguna vez en ir a América. La idea era tan extraña para mí como la de vivir en la Luna, la Luna como la describía mi padre: helada, sin aire ni sonidos. De todos modos, la desesperación que sentía me volvía osada. Aunque no hablaba una sola palabra de inglés, sabía que América sería la única solución.

Luché para encontrar mi camino y llegué a América el 1 de septiembre de 1984.

Chicago, Navidad de 1992