La mañana del 15 de abril de 1974, mi familia me acompañó a la plaza del Pueblo. Diez grandes camiones estaban estacionados en el centro de la plaza. Cada camión llevaba sujetas a los lados banderas rojas con caracteres de color oro que proclamaban «Granja del Fuego Rojo». Las banderas ondeaban en toda su magnitud, brillantes como el color de la sangre fresca.

Di mi nombre. Me saludó una mujer de unos veinticinco años, con el pelo corto a la altura de las orejas y ojos con forma de media luna. Era afable. Se presentó como la camarada Lu. Me expresó sus felicitaciones repetidas veces, se inclinó por encima de mi hombro y me dijo: Siéntete orgullosa de ti misma. Sonrió. Los ojos en forma de media luna se convirtieron en cuartos de luna. Me estrechó la mano y me puso una flor roja de papel en la parte delantera de la blusa. Dijo: Eh, a sonreír; ahora somos una familia.

Me subí al camión menos atestado. Mi padre me pasó las maletas. Mi madre parecía enferma. Flora y Coral fueron a su lado para cogerla por los brazos. Conquistador del Espacio me miraba atentamente. Sus ojos hundidos parecían dos pozos de caos. Mi padre me saludó con la mano y forzó una sonrisa. Y ahora, lárgate de aquí, dijo, intentando en vano sonar gracioso.

Mi familia permaneció de pie ante mí, como si estuvieran posando tontamente para una foto. Era una foto de tristeza, una imagen que nunca se repetiría. Yo me quedaba fuera de la fotografía.

Quería decir a mi familia que se marchara porque cuanto más rato permanecieran allí más amargura sentiría yo, pero no fui capaz de decir nada. Era demasiado triste decir cualquier cosa. Sin embargo tenía diecisiete años. Tenía valor. Me volví en dirección al viento. Le dije al futuro: Ahora estoy lista, ven y ponme a prueba.

Cuando los camiones arrancaron, la congregación de gente gimió. Los padres no querían soltar los brazos de sus hijos. Yo aparté la mirada. Pensé en mi pasado heroico, en cómo siempre había estado orgullosa de ser una revolucionaria consagrada. Me obligué a mí misma a sentirme orgullosa, y de ese modo me sentí un poco mejor. La camarada Lu me vio, vio que no saludaba para despedirme de mi familia. Se me acercó y me dijo: Tienes coraje. Me pidió que cantara una canción de alguna cita de Mao. Ella empezó: «Vamos al campo, vamos a la frontera, vamos a donde nuestro país nos necesite más…».

Nos pusimos a cantar con Lu. Nuestras voces sonaban secas y débiles como las de unas vacas viejas y enfermas. Lu sacudió con fuerza el brazo en un intento de que el canto se acelerara. La gente no le prestaba atención. Era uno de esos momentos en que la memoria echa raíces. El momento en que la juventud empezaba a marchitarse. Miré fijamente a mis padres, que permanecían de pie como unas berenjenas congeladas, con las cabezas colgándoles flácidamente delante del pecho. Se me saltaron las lágrimas. Canté con fuerza. Chillé. Lu me dijo al oído: Vaya coraje, vaya coraje. Su brazo sostenía la bandera de la granja del Fuego Rojo. Los camiones avanzaron contra el viento. El polvo empañaba la imagen de Shanghái que se desvanecía.

En los camiones, nadie se presentó a los demás. Todo el mundo estaba sentado junto a su equipaje, escuchando el sonido rugiente del viento. Nos quedamos sentados, como si lloráramos la pérdida de algo. A las pocas horas fuimos recibidos por las estrellas de la noche en el cielo. Empecé a echar de menos a mi padre. Pensé en la vez en que nos sacó de la cama a mí, a Flora y a Conquistador del Espacio a medianoche para observar la Vía Láctea y las estrellas. Quería que fuéramos astrónomos. El sueño que él no había tenido ocasión de realizar. Aquel día estaba igual de claro que esa noche, el cielo, la Vía Láctea, Júpiter, Marte, Venus y un satélite de la tierra hecho por el hombre y puesto en órbita…

Estaba adormecida cuando me llegó el olor del mar de la China Oriental. Lu nos dijo que habíamos llegado a la granja del Fuego Rojo. Era ya última hora de la tarde. Había un océano sin fin de juncos marinos. Los camiones se dispersaron en diferentes direcciones. Nuestro camión se arrastró por el prado como una pequeña araña. El cielo parecía lóbrego y bajo, tan bajo como un techo que se puede tocar.

Bajé del camión con hormigueo en las piernas. Ante mí había dos barracones rectangulares de ladrillo situados a ambos lados. Entre los barracones había un fregadero comunitario con muchos grifos. Vi gente que entraba y salía de ambas edificaciones. Gente con aspecto cansado, aburrido, con ropas polvorientas y pelo grasiento. No nos prestaron atención.

Estaba cogiendo mis maletas cuando oí que alguien gritaba de pronto: ¡Juntaos! ¡Viene la comandante!

¿Comandante? ¿Era aquello un campamento militar? Confundida, me volví hacia Lu, que miraba fijamente y con tensión en dirección éste. Su sonrisa había desaparecido por completo. Su mirada era severa. Seguí sus ojos en dirección al campo raso. Una pequeña figura apareció en el horizonte.

Era alta, tenía una buena constitución y caminaba con autoridad. Llevaba el uniforme del Ejército de Liberación Popular, lavado hasta parecer casi blanco y recogido en la cadera con un cinturón de siete centímetros de ancho. Llevaba dos trenzas cortas y espesas. Tenía la mirada de un conquistador.

Se paró a metro y medio de donde nosotros nos encontrábamos y nos sonrió. Se puso a observarnos uno a uno. Tenía un par de ojos penetrantes, exaltados, en los que vi la energía de un león. La piel curtida, cejas espesas, nariz huesuda, pómulos altos y una boca carnosa, con forma de castaña de agua, y los hombros de un antiguo señor de la guerra, anchos hasta rozar lo extravagante. Iba descalza. Llevaba las mangas y los pantalones remangados. Las manos las apoyaba en la cintura. Cuando sus ojos se encontraron con los míos, yo temblé sin ninguna razón. Me quemó con el sol de sus ojos. Me sentí desnuda.

Empezó a hablar. Sus palabras no transportaban ningún sonido. La gente se calló y se oyó una voz como un susurro: Bienvenidos, nuevos soldados de la granja del Fuego Rojo que os unís a nosotros como… Se aclaró la garganta y escupió las palabras una a una: Como nuestra sangre nueva. Dijo que nos invitaba a que saliéramos de nuestro pequeño mundo de preocupaciones personales para formar parte de una operación a gran escala. Dijo que acabábamos de dar el primer paso de la Larga Marcha. De pronto, alzando la voz, anunció que quería presentarse. Dijo: Me llamo Yan Sheng. Yan, como disciplina; Sheng, como victoria. Podéis llamarme Yan. Añadió que era secretaria del Partido y comandante de nuestra compañía, una compañía que estaba realizando cambios trascendentales para el mundo. Bajó otra vez la voz hasta susurrar. Explicó que en realidad no tenía mucho que decir en una ocasión como ésa. Pero sí quería añadir una cosa. Entonces gritó: ¡No se os ocurra a ninguno de vosotros restregarme la mierda por la cara! ¡No defraudéis ninguno de vosotros el nombre glorioso de la Séptima Compañía Avanzada, modelo de todo el ejército de la granja del Fuego Rojo! Preguntó si había quedado claro y todos nosotros, sobresaltados, respondimos: ¡Sí!

A continuación, abanicando la mano ante su nariz como si tuviera que librarse de algún mal olor, preguntó si deseábamos dejar de ser tan débiles como éramos. Repitió la frase una vez más. Quería oírnos decir «¡Sí!» del modo que corresponde a un soldado. Y gritamos con voz entusiasta.

Dijo: Esto está mejor, y luego sonrió. Su sonrisa era afectuosa. Pero solo duró tres segundos. Volvió a mirar con severidad y nos dijo que la granja tenía trece mil miembros y nuestra compañía cuatrocientos. Dijo que esperaba que cada uno de nosotros funcionara como un tornillo en una gran máquina revolucionaria. Manteneos despiertos. Corred, corred y corred, dijo ella, porque si os paráis os oxidaréis. Quería que recordáramos que aunque no nos dieran uniformes formales, seríamos instruidos como verdaderos soldados. Dijo: Nunca digo tonterías, nunca. Esta frase suya se me quedó grabada en la mente durante mucho tiempo, por el tono tan amenazador con que había sido expresada.

Como si nos hubiéramos quedado bloqueados por la impresión, nadie se movió después de que Yan ordenara romper filas. Lu levantó la mano, Yan dio un paso hacia atrás para apartarse de la tropa y presentó a Lu como su comandante auxiliar.

Lu dijo que tenía un par de cosas que explicar a la tropa. Marchó por delante de las filas. Antes de que abriera la boca, en su cara se dibujaron varias sonrisas amplias. Con una voz extremadamente clara dijo que aunque había sido recientemente trasladada a esta compañía, era un antiguo miembro de la familia del Partido Comunista. Empezó a recitar la historia del Partido Comunista, comenzando por la primera reunión de constitución en un pequeño barco cerca de Shanghái. Habló y habló hasta que el sol retiró su último rayo y quedamos envueltos por la niebla que descendió sobre nosotros.

Me destinaron a la casa número tres, ocupada por mujeres. Mi habitación medía tres por cinco metros aproximadamente y estaba ocupada por cuatro literas. Tenía siete compañeras de habitación. Dentro, el único espacio privado era el del interior de la mosquitera que colgaba de unas delgadas cañas de bambú. El suelo era de tierra apasionada.

Al día siguiente nos ordenaron que fuésemos a trabajar a los arrozales. Las sanguijuelas en el agua enlodada me daban miedo. A mi lado trabajaba una chica llamada Pequeña Hoja. Tenía una sanguijuela en la pierna. Cuando intentó arrancársela, el animal penetró aún más. Pronto desapareció dentro de la piel, dejando un punto negro en la superficie. La chica chillaba de horror. Llamé a una mujer soldado con experiencia llamada Orquídea para pedirle ayuda. Orquídea vino y dio golpecitos a la piel que quedaba por encima de la cabeza de la sanguijuela. La sanguijuela se retiró hasta salir. Pequeña Hoja se mostró muy agradecida por mi ayuda y nos hicimos buenas amigas.

Pequeña Hoja tenía dieciocho años. Su cama estaba junto a la mía. Era pálida, tan pálida que la exposición al sol a lo largo de todo el día no alteraba el color de su piel. Sus dedos eran delgados y finos. Esparcía excrementos de cerdo como si ordenara joyas. Caminaba con gracia, como un sauce movido por una suave brisa. Sus largas trenzas se balanceaban sobre su espalda. Bajaba la mirada al suelo cada vez que hablaba. Era tímida. Pero le gustaba cantar.

Me contó que la había criado su abuela, quien había sido cantante de ópera antes de la Revolución Cultural. Había heredado su voz. A sus padres los habían enviado a trabajar a unos remotos campos petrolíferos porque eran intelectuales. Iban a casa una vez al año, la víspera del Año Nuevo. Nunca había llegado a conocer mucho a sus padres, pero se sabía todas las óperas antiguas a pesar de que nunca las cantaba en público. En público cantaba «Mi patria», una canción que se había hecho popular desde la Liberación. Su voz era el orgullo de nuestro pelotón. Nos ayudaba a superar el duro trabajo, a superar los días en que teníamos que levantarnos a las cinco y trabajar en los campos hasta las nueve de la noche.

Era osada. Tenía la osadía de adornar su hermosura. Se ataba las trenzas con cordones de colores mientras el resto de nosotras nos atábamos las trenzas con gomas marrones. Su feminidad nos ridiculizaba. Yo la observaba y percibía el peligro de su temeridad. Yo había sido líder de los guardias rojos. Conocía las reglas. Sabía cuál era la fina línea que separaba lo correcto de lo incorrecto. Observaba a Pequeña Hoja. Su belleza. Quería atarme las trenzas con cordones de colores cada día, pero no tenía coraje para demostrar mi desprecio a las reglas. Siempre había sido buena.

Tenía que admitir que Pequeña Hoja era muy hermosa. Pero tanto yo como el resto de las mujeres soldados decíamos que no lo era. Nos poníamos gomas marrones. El color del barro, de los excrementos de cerdo, de nuestras mentes. Porque nosotras creíamos que un verdadero comunista nunca se preocupaba por su aspecto. La belleza del alma era lo único por lo que había que preocuparse. Pequeña Hoja nunca se peleaba con nadie. No hacía caso de lo que decíamos. Sonreía para sí. Bajaba la mirada al suelo. Sonreía, desde el corazón, a sí misma, a sus cordones de color, y se sentía satisfecha. Sin importar lo cansada que estuviera, Pequeña Hoja caminaba siempre cuarenta y cinco minutos hasta el lugar donde había agua caliente y volvía cargada con agua para lavarse. Se limpiaba el barro de las uñas con paciencia y alegría. Cada atardecer se lavaba dentro de su mosquitera mientras yo yacía en la mía, observándola, con mis uñas como las de una zarpa apoyadas en los muslos.

Pequeña Hoja me enseñó, orgullosa, cómo utilizaba restos de tejidos para confeccionarse bonitas prendas de ropa interior, bordadas delicadamente con flores, hojas y pájaros. Tendió una cuerda cerca de nuestra pequeña ventana, entre nuestras camas, de la que colgaba su ropa interior para que se secara. En nuestra habitación vacía, aquella cuerda era como una galería de arte.

Pequeña Hoja me perturbaba. Perturbaba a las compañeras de habitación, al pelotón y a la compañía. Atraía nuestras miradas. No podíamos evitar mirarla. Los más gandules no podían retirar la vista de ella, de esa criatura llena de encanto burgués. Yo desdeñaba mi propio deseo de mostrar mi juventud. Un deseo despreciable, me decía a mí misma cientos de veces.

Yo tenía diecisiete años y medio. Admiraba el coraje de Pequeña Hoja, el coraje de volver a diseñar las ropas que nos daban: estrechaba sus camisas por la cintura; rehacía los pantalones para que las piernas parecieran más largas. No se sentía avergonzada de sus pechos plenos. A primera hora del atardecer cargaba con los dos contenedores de agua, la espalda recta y el pecho henchido. Caminaba hasta nuestra habitación cantando. Tras ella el cielo era de un azul aterciopelado. Los soldados varones, medio hombres medio monos, la contemplaban cuando pasaba a su lado. Era la Venus del atardecer de la granja. Yo la envidiaba y la adoraba. En junio se atrevió a salir sin sujetador. Yo odié mi sujetador cuando la vi caminando hacia mí, con los senos vibrantes. Hizo que me sintiera marchita sin siquiera haber florecido.

Los días eran largos, tan largos… El trabajo no tenía fin. A las cinco de la mañana ya estábamos cortando las plantas oleíferas. Las semillas negras rodaban por mi cuello y dentro de mis zapatos mientras derribaba las plantas.

No me molestaba en enjugarme el sudor que goteaba y salaba mis ojos. No tenía tiempo. Nuestro pelotón era el más rápido de la compañía. Nos elevábamos vertiginosamente como flechas. Avanzábamos a través de los campos en formación de escalera. Cuando trabajábamos, nos sumergíamos en el mar de las plantas. Apenas erguíamos la espalda; no teníamos tiempo para hacerlo. Pequeña Hoja se erguía de vez en cuando. Nos perturbaba. Proferíamos palabras poco amistosas. Le decíamos: ¡Qué vergüenza ser tan holgazán! No parábamos hasta que Pequeña Hoja volvía a inclinarse para trabajar. Le hacíamos esto a todo el mundo excepto a Yan. Yan era jinete. Nosotros éramos sus caballos. No tenía que fustigarnos para que siguiéramos en movimiento. Sentíamos el frío de un látigo en la espalda cuando ella se acercaba para examinar nuestro trabajo. Yo contemplaba sus pies cuando pasaba a mi lado. No me atrevía a levantar la cabeza. Me concentraba en lo que hacían mis manos. Ella se paraba y me observaba trabajando. Yo cortaba la planta y la derribaba limpiamente. Intentaba no dejar que las semillas negras se derramaran en exceso. Ella pasaba y yo exhalaba un suspiro.

Alguien robó unas de las prendas interiores bordadas a mano más bonitas de Pequeña Hoja. El acto se consideraba un crimen ideológico. El comité del Partido de la compañía convocó una reunión. Se celebró en el comedor. Cuatrocientas personas estaban sentadas en pequeñas banquetas de madera, en fila. Le correspondió a Yan plantear la cuestión referente al robo. Nadie admitió ser culpable. Lu estaba indignada. Dijo que no podía consentir un comportamiento así. Dijo que el objeto que se había robado nos avergonzaba a todos. Dijo que el Partido tendría que emprender una campaña política para prevenir que se volviera a repetir una conducta de ese tipo. Dijo que la falta correspondía más a los jefes de compañía que a los soldados. Yan se levantó. Pidió disculpas por ser débil al juzgar a sus soldados. Se disculpó ante el Partido. Criticó a Pequeña Hoja por su vanidad. Le ordenó que hiciera una confesión y le dijo que en el futuro no colgara la ropa interior cerca de la ventana.

Pequeña Hoja se estaba limpiando las uñas al atardecer. Intentaba lavar la porquería marrón, el fungicida que había manchado sus uñas. Utilizaba un cepillo de dientes. Yo me tendí reclinando la cabeza sobre las manos. Contemplé su paciencia. Pequeña Hoja dijo que Yan la había defraudado. Pensaba que era más humana que Lu, dijo Pequeña Hoja. Lu es un perro. No esperaba que exhibiera colmillos de elefante pero se suponía que Yan era un elefante. Se supone que tiene marfil en vez de dentadura de sierra como un perro.

No hice ningún comentario. Me resultaba duro hacer comentarios sobre Yan. No era consciente de cuándo me había convertido en admiradora de Yan. Como otros muchos de mi compañía, la defendía automáticamente. Durante los descansos en el campo, chismorreábamos historias legendarias sobre Yan. Me enteré por Orquídea que Yan se había unido al Partido Comunista cuando tenía dieciocho años. A su llegada, cinco años antes, la tierra de la granja del Fuego Rojo era yerma. Había conducido a su pelotón de veinte guardias rojos para reclamar aquella tierra. Orquídea se encontraba entre ellos. Yan era famosa por sus hombros de hierro. Para retirar el barro y construir los canales de riego, hizo veinte trayectos de ochocientos metros en un día, cargando con setenta y cinco kilos en dos capazos que colgaban de una pértiga que llevaba sobre los hombros. Sus hombros se hincharon como pan cocido al vapor. Pero continuó cargando con los capazos. Permitió que la pértiga le rozara una y otra vez los hombros ensangrentados. Creía en el poder de la voluntad. Al cabo de un año sus ampollas tenían el tamaño de pulgares. Era la número uno de la compañía en levantamiento de peso. Orquídea contaba la historia como si Yan fuera un dios.

Contemplaba a Yan llevando grandes cargas por la tarde. Apilaba leña y más leña encima de su cabeza hasta dar la sensación de que tenía una colina sobre los hombros y solo las piernas se movían por debajo de ella. Tenía los músculos de un hombre. Sus piernas eran como las patas de un animal.

Los soldados más antiguos nunca se cansaban de describir una imagen de su heroína. Pocos años antes, después del almacenamiento del cereal, se produjo un incendio. Las chozas de paja y las cosechas de los campos listas para recoger se quemaron y todos los guardias rojos lloraron. Yan se puso frente a las filas de soldados con una de sus trenzas quemadas, el rostro chamuscado y la ropa humeante. Dijo que su fe en el comunismo era todo lo que necesitaba para volver a materializar el sueño. La compañía edificó nuevas casas en nueve meses. Yan fue reverenciada. Era más real que Mao.

Avanzada la noche, mientras oía el sonido de Pequeña Hoja lavándose, me imaginaba a Yan con la trenza quemada, la piel chamuscada por el fuego que rugía tras ella… Yan se había convertido en la protagonista de mi ópera. Empecé a cantar «Destacamento rojo de mujeres». Pequeña Hoja canturreaba conmigo, luego se unieron el resto de las compañeras de cuarto. Estaba cantando la canción de Yan. Yan era la heroína en la vida real. Al cantar quería alcanzarla para convertirme en ella. Quería convertirme en heroína. Adoraba a Pequeña Hoja como amiga, pero necesitaba a Yan para reverenciarla.

Al otro lado de la ventana el sauce se mecía con fuerza. Las hojas golpeaban ligeramente en el vidrio. Hacía una noche ventosa. Mañana sería otro día duro. La depresión caló hondo. Dediqué mis pensamientos a Yan. Ella me inspiraba, daba significado a mi vida. Que Yan hubiera decepcionado a Pequeña Hoja no disminuía mi admiración por ella. Necesitaba un líder que me levantara el ánimo. Me dolía la espalda. Tenía las uñas completamente marrones, la piel agrietada. Pero Yan ocupaba el centro de mi atención. Pensando en ella me quedé dormida.

Empecé a imitar la forma de andar de Yan, su forma de hablar y de vestirse. No era consciente de lo que estaba haciendo. Mi cinturón tenía cinco centímetros de ancho. Deseaba que tuviera un par de centímetros más. Me corté mis largas trenzas hasta dejarlas de la misma longitud que las de Yan. Intentaba cargar con todo lo que podía cuando nuestro pelotón era enviado a cavar un nuevo canal de riego. Dejaba que la pértiga me rozara las ampollas ensangrentadas de los hombros. Cuando el dolor se hacía un hueco hasta llegar al corazón, me obligaba a mí misma a pensar en Yan y en el modo en que ella se enfrentaba al miedo.

Pronunciaba discursos en la reunión de autoconfesión y autocrítica de todas las noches para impresionar a Yan. Ponía mi debilidad encima de la mesa. Todo el mundo hacía lo mismo. Nos ayudábamos los unos a los otros a examinar nuestros pensamientos, a librarnos de las ideas incorrectas. Creíamos que si no lográbamos hacerlo, nuestros corazones serían aniquilados por los malignos espíritus burgueses. Mao nos había advertido que esos espíritus malignos estaban en todas partes, escondidos y esperando el momento adecuado para apoderarse de nosotros. Es preciso hablar a diario de la lucha de clases, cada mes y cada año, decía Mao. Discutíamos sobre nuestros caracteres, hablábamos sobre el modo de mejorarnos a nosotros mismos y de mantener la decencia. Hablábamos sobre el modo de construir una voluntad más firme. Una voluntad mágica. Una voluntad de victoria permanente. No me di cuenta hasta más tarde de que aquéllos eran días llenos de significado, días de un amor ardiente y días de satisfacción. Me sentía entusiasmada en estas reuniones. Aunque Yan no parecía caer en la cuenta de mi existencia, no me desanimaba. Me dejaba llevar por la sinceridad y creía que finalmente ganaría su confianza.

Me encontraba en el grupo al que ordenaron asistir a un programa de formación militar organizado por el cuartel general de la granja. Estaba contenta de que me consideraran políticamente digna de confianza. El programa constaba de una serie de cursos intensivos sobre tiro, manejo de granadas y combate. Yan dijo que no consideraría que habíamos superado el programa hasta que nos encurtiéramos en nuestro propio sudor. Además nos convocaban a salir de inspección a medianoche, momento en que teníamos que levantarnos de la cama y estar listos para partir con nuestros rifles y linternas en un plazo de tres minutos.

A principios de verano me despertó a medianoche una llamada de emergencia. El jefe del pelotón me llamó por la ventana y en cuestión de minutos me encontré fuera con el resto del grupo.

El aire parecía agua, me refrescaba el rostro. Nos movíamos con energía, casi corríamos a través de los juncos. Cuando llegamos a los campos de trigo, alguien susurró una orden de carga.

Me espabilé de golpe; ésa era la primera vez que recibía la orden de usar munición real. Algo serio había pasado. Cargué mi arma.

Y después oí la voz de Yan. Nos ordenó echarnos al suelo y luego avanzar. Era la voz de un asesino.

Empezamos a arrastrarnos a través del trigo. Era difícil ver algo. El trigo nos fustigaba y dejaba agujas minúsculas por todo el cuerpo. Sostuve el arma firmemente. El soldado varón que iba delante de mí dejó de gatear y pasó hacia atrás la orden de alerta.

Me mantuve allí, echada, conteniendo la respiración y escuchando. Los insectos empezaron a cantar y el trigo despedía un dulce aroma. La noche estaba en calma. Los mosquitos empezaron a picarme a través de la ropa. En la distancia se oía un ruido, luego silencio. Pensé que el ruido era producto de mi imaginación. Después de aproximadamente un minuto, lo volví a oír. Se trataba de dos sonidos. Uno era de un hombre y el otro de una mujer que estaban murmurando. Oí un grito suave y amortiguado. Y luego la conmoción se apoderó de mí: reconocí la voz de Pequeña Hoja.

Mi único pensamiento era: No puedo dejar que Pequeña Hoja sea atrapada de esta forma. Era mi mejor amiga, el único aire en nuestro sofocante cuarto. Nunca me había contado nada sobre un asunto con un hombre, aunque era fácil entender por qué: sería escandaloso admitirlo. Se suponía que una buena camarada dedicaba toda su energía, su juventud entera, a la Revolución; no se le permitía ni tan siquiera pensar en un hombre hasta que se aproximaba a los treinta años, momento en el que se podía tener en cuenta el matrimonio. Pensé en las consecuencias que tendría que soportar Pequeña Hoja si era atrapada. Podía ver su futuro arruinado en un momento. Sería abandonada por la sociedad y su familia caería en desgracia. Me adelanté a gatas en dirección al ruido.

Una mano firme me empujó inmediatamente hacia abajo contra el suelo. Era Yan. Forcejeé intentando librarme de ella. Pero Yan era demasiado joven. Su gesto era firme como una roca. Parecía saber con exactitud lo que estaba sucediendo.

Los murmullos y los jadeos subieron de volumen. Yan apretó los dientes y cobró aliento. Yo sentía la fuerza de su cuerpo. En un segundo aflojó la presión sobre mi espalda y gritó repentinamente: ¡Ahora!

Fue como si una bomba hubiera explotado junto a mí. Yan dirigió su linterna sobre Pequeña Hoja y el hombre. Aproximadamente otras treinta linternas, incluida la mía, se encendieron al mismo tiempo.

Pequeña Hoja gritó. Su voz rasgó la noche. Llevaba su camisa favorita: la que estaba bordada con flores de ciruelo rosa. Las luces hicieron resplandecer sus nalgas desnudas. Su grito me perforó hasta la médula. Mi corazón quedó partido en rodajas.

El hombre que estaba con Pequeña Hoja era delgado, llevaba gafas y parecía instruido. Se subió los pantalones e intentó correr. Inmediatamente fue alcanzado por el grupo dirigido por la comandante auxiliar Lu, que sacó su rifle y lo apuntó contra la cabeza del hombre instruido. No era de nuestra compañía, pero recordé haberlo visto en el mercado. Había sonreído a Pequeña Hoja, pero cuando le pregunté si lo conocía, ella me había dicho que no.

Pequeña Hoja temblaba y lloraba. Gateaba adelante y atrás buscando sus ropas, intentando cubrirse las nalgas con las manos.

Bajé mi linterna.

Yan se aproximó lentamente al hombre. Le preguntó por qué había hecho aquello a Pequeña Hoja. Le temblaba la voz. Para mi sorpresa vi las lágrimas centellear en sus ojos.

El hombre se mordió el labio. No dijo nada.

Yan arrojó a tierra su cinturón y ordenó a los soldados varones que azotaran al hombre. Ella se alejó caminando, pero se detuvo y dijo que le complacería mucho que los soldados pudieran hacer entender al hombre que la mujer de hoy ya no era una víctima del deseo del hombre. Se quitó la chaqueta para tapar a Pequeña Hoja. A ella le dijo con suavidad: Vámonos a casa.

El hombre instruido no parecía sentirse culpable. Cuando empezaron las patadas y los azotes, se esforzó para no gritar.

Yo regresé a los barracones con el resto de las mujeres soldados. Desde la distancia podíamos oír los gemidos contenidos del hombre y las órdenes gritadas por Lu: ¡Muerte al violador! Pequeña Hoja no podía dejar de gimotear.

Se celebró un juicio público en el gran comedor. Pequeña Hoja había sido sometida a cuatro días de «lavado mental intensivo». Sobre un estrado provisional, Pequeña Hoja declaró con voz alta y forzada que había sido violada. El papel del que leía se le escurrió de las manos dos veces. Su amante instruido fue condenado.

Nunca olvidaré la expresión del hombre cuando la sentencia de muerte fue anunciada. Como si acabara de salir de una pesadilla, de pronto pareció relajado. Cuando Pequeña Hoja entró en el comedor, su cara magullada y amoratada se iluminó.

Yo estaba sentada junto a Yan. La oí intercambiar palabras con Lu. Dijeron que el hombre estaba demasiado corrompido por los pensamientos burgueses. Yan suspiró con un aire triste. Lu dijo que lo bueno era que el Partido había conseguido detener la propagación de la corrupción. Yan se mostró de acuerdo y dijo que como mínimo habían salvado a Pequeña Hoja. Lu pronunció un breve discurso para poner fin al juicio. La carreta volcada a la cabeza de la caravana sirve como aviso a las carretas que vienen detrás, dijo a la compañía.

El grito de Pequeña Hoja permaneció en mi oído durante toda la semana. Pensé en hablar con Pequeña Hoja, pero me sentí demasiado culpable para mirarla a la cara.

Nadie habló del hombre después de su ejecución, aunque estaba en el pensamiento de todo el mundo. Pequeña Hoja dejó de lavarse. Pasaban los meses y todavía no se había lavado. Hubo quejas sobre su olor. Cuando cargué con dos contenedores de agua caliente y le pregunté si me dejaba lavarle la ropa interior, cogió un par de tijeras y la hizo jirones. Se cortó de un tajo las largas trenzas y dejó de peinarse el cabello. De sus labios goteaba mucosidad. Por la noche cantaba canciones desafinadas. Luego empeoró. No dejaba de cantar una vez llegada la medianoche. Cantaba óperas antiguas. Una detrás de otra. Jugaba con las cortinas de las mosquiteras de las habitaciones. Los mosquitos entraban en las mallas. Las compañeras de cuarto se ponían furiosas. Ataban a Pequeña Hoja sobre la cama. Pero ella se reía y luego cantaba aún más fuerte. Las compañeras de cuarto le escupían a la cara y le decían que se callara. Pero continuaba hasta que amanecía. Un día, cuando nos despertamos, todos los zapatos habían desaparecido. Pequeña Hoja se los había llevado. Tiró los zapatos al pozo que había detrás del almacén de la compañía. Pequeña Hoja se estaba volviendo loca, pero nadie quería hacer frente a la evidencia. Yo no podía describir mis sentimientos. Yo la había destruido. Nosotros la asesinamos. Nosotros estábamos locos. La habíamos acorralado hasta volverla loca.

Las compañeras de cuarto informaron sobre su comportamiento. Yan se negó a creer que Pequeña Hoja estuviera demente. Nos hizo callar a todas. Nos pidió a Orquídea, a Lu y a mí que fuéramos con ella, que enviáramos a Pequeña Hoja al hospital de la granja.

Escoltamos a Pequeña Hoja en el tractor. Cuatro de nosotras la sujetábamos como si lleváramos un animal al matadero. Yan cubrió con su chaqueta a Pequeña Hoja. La protegió del fuerte viento y la tapó como si fuera un recién nacido.

Los médicos hicieron muchas pruebas a Pequeña Hoja pero no pudieron averiguar cuál era su enfermedad. Le dijeron a Yan que no se podía hacer nada más y le pidieron que se volviera a llevar a Pequeña Hoja. Yan rugió. Amenazó con acusarlos de reaccionarios si no llegaban a un diagnóstico aceptable. Los médicos trataron de convencerla. Finalmente, enviaron a Pequeña Hoja a un hospital de Shanghái donde se le diagnosticó que había sufrido una crisis nerviosa.

Cuando Pequeña Hoja regresó del hospital meses después, no la reconocí. Los fármacos que le habían recetado le hicieron ganar peso. Estaba tan gorda como un oso.

Volvieron a darle una cama en nuestra habitación, donde se quedaba sentada la mayor parte del día con la mirada fija en una dirección. Sus pupilas se movían a veces hacia arriba, a veces hacia dentro de su calavera como si fuera a leer su propio cerebro. Su cabello no tenía brillo. Pensé en los atardeceres en los que se lavaba el pelo después de cenar y se lo peinaba y secaba mientras se ponía al sol. Recordé la canción que cantaba tan bien, «Mi patria».

Hay muchachas como flores hermosas,
muchachos con cuerpos fuertes y mentes receptivas.

Para construir nuestra nueva China,
trabajamos felices y sudamos juntos…

Pasé la noche de mi decimoctavo cumpleaños bajo la mosquitera. Me había invadido una ansiedad indecible. Parecía una bochornosa tarde de verano. Un calor fastidioso. El aire tenía la densidad de la crema. Era el momento de la madurez del cuerpo. Empezaba a echarse a perder. Mi cuerpo gritaba por dentro intentando romper el cautiverio. Estaba inquieta.

Los juncos brotaban bajo mi cama. Me había visto obligada a cortarlos porque perforaban mi estera de bambú y la noche anterior me habían rasguñado la mejilla. Tenía que frenarlos o me harían daño. Ya me habían hecho daño anteriores y los había escardado por las raíces. Pero los juncos eran indestructibles. Eran excesivos, la sal no les afectaba. Cuando pensaba que ya habían desaparecido, volvían. Crecían de la nada. Debía de ser la sal. La sal activa los juncos, pensé. Eran como uña y carne. Eran los verdaderos granjeros del Fuego Rojo.

Me bajé de la cama y me puse a gatas. Arranqué los juncos y rompí cada uno de ellos en dos. Volví bajo la malla, cerré herméticamente la cortina, maté de una palmetada tres mosquitos. Los estrujé y miré las manchas sangrientas que habían quedado en la malla. El desasosiego me sobrecogió como el crecimiento repetido de los juncos, a partir de la nada. Era mi cuerpo. Eso debía de ser. Su juventud, la sal. El cuerpo y el desasosiego trabajaban como uña y carne. Estaban gritando en mi interior, partiéndome en dos.

Utilicé un pequeño espejo para examinar mi cuerpo, para inspeccionar los detalles de las partes privadas. Escuché mi cuerpo atentamente. Oí su agitación, su inquietud. El cuerpo había estado intentando atraer algo, un contacto ajeno, sosegar su ansiedad, pero en vano. Exigía escapar de su dominador, la mente. Estaba furioso. Me llevó a donde yo no quería ir: había empezado a tener pensamientos sobre hombres. Soñaba que era tocada por muchas manos. Estaba enfadada conmigo misma.

Era violento. Mi cuerpo tenía deseos. No podía hacer que colaborara conmigo. Di vueltas toda la noche, la soledad me envolvía, la ansiedad me afligía. Permanecí echada sobre la espalda, como si estuviera tendida sobre los barrotes de una celda. Me recorrí con las manos todo el cuerpo, no sabía cómo volver a recuperar la paz. Podía sentir un monstruo creciendo en mi interior, un monstruo de deseo. Se hacía cada día más grande, empujaba hacia los lados los demás órganos. Me sentía indefensa. No podía ver la salida. La mosquitera era una tumba con un poco de aire viciado. Aunque me sentía herida, no podía gritar. Tenía que ser cauta porque nadie gritaba en la habitación. ¿No tenían nada en común conmigo las demás compañeras de cuarto? Los mosquitos me picaban. Yo los buscaba. Se posaban en las esquinas de la malla. Después de chupar sangre se ponían gordos y se quedaban como atontados. Yo apuntaba y soltaba un palmetazo. El mosquito se alejaba volando. Yo esperaba, perseguía, esperaba, volvía a apuntar y atacaba. Atrapé uno de un palmetazo. Se quedó inmóvil y aplastado en mi mano, sanguinolento y pegajoso. La sangre del mosquito. Mi sangre. Perseguía mosquitos cada noche. Los apretaba hasta matarlos. Las manchas de sangre en la malla daban fe de mi habilidad. Jugaba con mosquitos de largas patas. Admiraba la elegancia de esas criaturas. Permitía a uno que aterrizara sobre mi rodilla y lo contemplaba mientras me picaba. Lo observaba insertar su pequeña boca como una pajita en mi piel, sentía su picadura. Le dejaba chupar, chupar para su satisfacción. Luego lo apretaba con dos dedos, firmes, y miraba cómo goteaba su sangre marrón oscura.

El asesinato de mosquitos no daba descanso a mi mente. Mi mente había dejado de ser la mente que conocía. Ya no era la mente inmaculada y perfecta. Empecé a pensar en aquellas muchachas desgraciadas, las muchachas de los años de la escuela secundaria. Como jefe de clase, me mandaban sentarme junto a ellas durante semestres para ayudarlas a ir por el buen camino. Se suponía que tenía que enmendarlas e influirlas. Aunque nadie me explicó nunca cuál era su problema, yo sabía como todo el mundo que se las llamaba «La-Sai»: una palabra de argot que indicaba que las muchachas habían hecho cosas vergonzosas con hombres y habían sido condenadas por las personas virtuosas. Estas muchachas no sentían respeto por sí mismas. Las llamaban «porcelana tarada». Nadie las quería. Miraban adelante hacia un futuro que no existía. No tenían futuro. Eran basura. El hecho de sentarlas a mi lado demostraba la generosidad del Partido Comunista. El Partido no dejaba tirado a ningún pecador. El Partido los salvaba. Yo representaba al Partido.

Al estar sentada al lado de estas muchachas durante siete años, pude ver cómo la vergüenza devoraba sus corazones. Aprendí a no ponerme nunca a su nivel, a mantenerme lejos de los hombres. Admiraba a las mujeres modélicas que nuestra sociedad elogiaba. Las heroínas de las óperas revolucionarias no tenían ni maridos ni amantes. La heroína de mi vida, Yan, tampoco parecía tener nada que ver con los hombres. ¿También ella se sentía desasosegada? ¿Qué sentía por su propio cuerpo? Últimamente parecía más seria que de costumbre. Había dejado de pronunciar discursos en las reuniones. Ponía cara larga y permanecía sombría durante toda la semana. Veía cómo intentaba hablar con Pequeña Hoja. Pequeña Hoja reaccionaba de forma inexplicable. Jugueteaba, distraída, con juncos o con los botones del uniforme de Yan. Se reía, histérica. Yan parecía atormentada por la confusión. Sacudía a Pequeña Hoja por los hombros. Le suplicaba que escuchara. Pero estaba hablando con un vegetal.

Una noche, tarde, después de que acabara de afilar mi hoz, volví a mi habitación y me senté junto a Pequeña Hoja. Mis compañeras de cuarto estaban ocupadas. Como gusanos de seda, todas ellas estaban tejiendo jerséis, bolsas y bufandas. Nadie hablaba.

Fui a sentarme bajo la mosquitera y cerré la cortina. Me quedé mirando el techo de la mosquitera. La soledad me caló a fondo. Yo no era distinta de la vaca con la que había estado trabajando. Me dije a mí misma que debía soportar pacientemente la vida. Cada día el sol nos abrasaba, de rodillas sobre el duro suelo, mientras plantábamos semillas de algodón y cortábamos juncos. Aquello me dejaba embotada. Mi mente se había oxidado. No parecía funcionar. Era imposible pensar cuando el cuerpo sudaba con fuerza. Flotaba en medio de la blancura. El cerebro se encogía con la sal, se secaba bajo el sol.

Las semillas de algodón que plantábamos salían elevándose del suelo, como criaturas prematuras con juncos silvestres a su alrededor. Cuando brotaban por primera vez, parecían pequeños hombrecillos con gorros marrones. Eran muy hermosos a primera hora de la mañana, pero al mediodía la fuerza del sol los había devastado y muchos de ellos morían al atardecer antes de que la bruma les llevara humedad. Cuando morían o empezaban a morir, los caperuzones marrones caían sobre la tierra y los hombrecillos se doblaban tristemente. Los que sobrevivían se estiraban y se hacían más altos. Seguían luchando un día más. Al cabo de una semana estos caperuzones se desprendían y el casquete de los hombrecillos se partía por la mitad. Eran las dos primeras hojas de las plantas. En la granja del Fuego Rojo nunca llegaban a ser lo que se esperaba de ellos, porque los alocados y abusones juncos absorbían toda el agua y el fertilizante. Las plantas de algodón se doblaban a un lado; vivían a la sombra de los juncos. Sus flores daban pena. Parecían viudas de rostros rosáceos. El fruto —las cápsulas de algodón que daban finalmente— eran nueces duras, delgadas, torcidas, mordisqueadas por los insectos, que se escondían en el centro de las plantas. Era algodón de la calidad más ínfima. Ni siquiera era apto para ser tasado. Si alguna vez llegaba a serlo, lo tasaban con un cuatro. Entonces recogíamos las cápsulas, las poníamos en bolsas y las enviábamos a una fábrica de elaboración de papel en vez de a una fábrica de tejidos.

Yo me sentía como si fuera una de esas nueces duras. En vez de crecer, me estaba encogiendo. Me resistía al encogimiento. Recurrí a Orquídea. Tenía sed. Orquídea estaba ansiosa por hacerse amiga mía. Me invitó a que me sentara en su cama. Charló sobre patrones para hacer punto. Habló sin parar. Dijo que era la cuarta vez que tejía el mismo jersey. Me mostró detalles de los patrones y dijo que una vez que lo tuviera acabado, lo desharía y lo volvería a tejer utilizando una vez más la misma lana. Dijo que tejer era el mayor placer de la vida. Debía tejer. No le interesaba nada más. Fijó la vista en las agujas. Sus ojos no iban más allá. Sus dedos en movimiento me recordaron a un grillo masticando hierba. Me quedé mirando la hilaza que era devorada, centímetro a centímetro. Sugerí que habláramos de alguna otra cosa, por ejemplo de ópera. Se negaba a hacerme caso. Continuaba hablando mientras sus manos seguían ocupadas en tejer el jersey. El grillo masticaba la hilaza, hora tras hora, día tras día. Empecé a hablar de ópera. Canté «Aprendamos del gran pino en lo alto de la montaña Tai». Orquídea se adormeció. Se deslizó adentro de su mosquitera. Se puso a roncar muy fuerte. Me entraron ganas de asesinarla. Imaginar que tendría que vivir así el resto de mi vida me arrastraba a la locura.

Observé que Yan partía sola hacia los campos a última hora del atardecer llevando un cántaro. Un día que había una densa niebla decidí seguirla. Me quedé esperando en el mar de juncos. Ella llegó con un cántaro de color marrón. Buscaba algo entre las raíces de los juncos. Estaba intentando cazar culebras acuáticas venenosas. Yan era rápida y ágil. Metía las culebras en el cántaro. La seguí, kilómetro tras kilómetro, guiada por el aura mítica que ella irradiaba. Me escondí y olí los juncos, el mar, la niebla y la noche. La seguí al día siguiente. Kilómetros entre los juncos. Mi sueño mejoró. Sentía curiosidad por las intenciones de Yan, por su motivo para arriesgar la vida cazando culebras.

Durante todo el día había jarreado sin parar. Se nos ordenó que esperáramos en la habitación hasta que el cielo se despejara. Mientras estaba sentada, rogué al dios del tiempo que la lluvia durara el máximo posible. Solo cuando llovía se nos permitía descansar. Y cuando por fin llovía, me sentía verdaderamente aliviada. Salía corriendo del cuarto, alzaba el rostro, estiraba los brazos hacia el cielo para sentirla, para probarla y para dar las gracias por la lluvia. Dejaba que corriera sobre mi rostro, calara mi pelo, bajara por mi cuello, cintura, piernas, hasta las puntas de los pies. Mientras permanecía sentada junto a la ventana, me perdí en mis pensamientos, mirando atentamente el sauce. La lluvia se convertía en mao-mao-yu, «lluvia de pelo de vaca», como la llamaban los campesinos. Me quedé mirando una ventana que había enfrente de la mía. Era la ventana de la habitación de los jefes de la compañía. La ventana de Yan. Me intrigaba. A menudo me preguntaba cómo vivía la gente detrás de esa ventana. Las conocía bien cuando llevaban uniforme pero no en sus mosquiteras. ¿Qué pasaría durante sus noches? ¿Era alguna de sus noches como las mías?

Se abrió la ventana de enfrente. Me retiré de nuevo a mi mosquitera. Me quedé observando a través de la cortina. Era la comandante. Sacó un brazo. Estaba sintiendo la lluvia. Alzó la mandíbula hacia el cielo gris. Sus ojos se cerraron. Mantuvo esa posición durante un instante. Era una postura tan íntima… Entre ella y el cielo. ¿Se sentía igual que yo, sola y deprimida? Después de que Pequeña Hoja se hubiera vuelto loca, mi veneración por Yan se había agriado. La lástima que sentía por Pequeña Hoja se transformó en rabia hacia Yan. Decidí que Yan ya no merecía mi respeto. Era la asesina, aunque yo también lo era. Pero ella lo hizo de modo intencionado, y eso era imperdonable. Yo ejecuté su orden. Pero aun así, en mi interior crecía una obstinación. Me descubrí a mí misma negándome a pensar que Yan no merecía mi respeto. Por algún extraño motivo, sentía que todavía necesitaba que Yan fuera mi heroína. Debía tener una heroína que venerar, a la que seguir, que me sirviera de espejo. Así era como me habían enseñado a vivir. Lo necesitaba del mismo modo que Orquídea necesitaba hacer punto, para sobrevivir, para tirar adelante.

Desarrollé el deseo de conquistar a Yan. Para ser más sinceros, de conquistarme a mí misma, ya que Yan simbolizaba mi fe. Quería que ella me explicara qué era lo que la había llevado a emprender una acción tan cruel contra Pequeña Hoja; quería desprenderla de su máscara de secretaria del Partido, ver qué había dentro de su cabeza. Quería que se rindiera. Estaba obsesionada.

De pronto ella se volvió en dirección hacia mí y se quedó parada. Vio que la observaba fijamente. Se llevó un dedo a la boca y silbó, Yan, la comandante, silbó para ordenar a todo el mundo que volviera al trabajo en los campos. Silbó. Apartó mis pensamientos. Cerró la ventana, sin un solo ademán de su mano, palabra, movimiento de cabeza o insinuación.

La lluvia había cesado. Espesas nubes oscuras encapotaban el cielo. Parecía como si las nubes estuvieran a punto de desplomarse sobre nuestras cabezas. Las ropas que había puesto a secar fuera antes de irme a la cama estaban húmedas y llenas de barro. Las descolgué de la cuerda y me las puse, luego me arrastré hasta el campo.

Estábamos trasplantando raíces de arroz. Trabajamos sin descanso durante tres horas. Yo trasplantaba por los límites del borde del campo y de pronto me di cuenta de que había un rastro de sangre en el agua fangosa. Seguí la sangre y encontré a Orquídea de rodillas en el agua, con los pantalones rojos de sangre. Orquídea siempre tenía problemas con el período. Le podía durar medio mes, sangraba hasta quedarse desfallecida.

Me contó que no había entendido qué era el período la primera vez que lo tuvo. Se había sentido demasiado avergonzada para pedir consejo a nadie. Se llenó los pantalones de paños sin esterilizar. La sangre quedaba bloqueada, pero ella sufrió una infección. Le pregunté por qué no le había dicho nada a su madre o a una amiga. Dijo que su madre estaba en un campo de trabajo y que su amiga sabía todavía menos que ella. Su amiga ni siquiera estaba segura de si el presidente Mao era un hombre o una mujer.

Le pregunté a Orquídea por qué no había pedido a la jefa de pelotón un día libre. Dijo que sí lo había hecho. Se lo negaron. La jefa la había enviado a Lu y Lu dijo que el trasplante tenía que estar concluido para medianoche porque si no perderíamos la cosecha. Le dije a Orquídea que Lu era una revolucionaria teórica que exigía a los demás que fueran marxistas mientras ella era una revisionista. Orquídea no estuvo de acuerdo. Dijo que Lu también era dura consigo misma, que nunca se había tomado un día libre cuando tenía el período. Orquídea dijo que Lu padecía fuertes calambres cada mes. Orquídea vio en una ocasión a Lu llorando y retorciéndose en el retrete a causa del dolor. Yo no sabía qué decir. Le prometí a Orquídea que la ayudaría en cuanto acabara de plantar mi parte.

La lluvia empezó de nuevo y cada vez caía con más fuerza. Yo trabajaba rápido para ayudar a Orquídea. Mis brazos y mis dedos se movían como si no fueran míos. Cuando me incorporé un momento para estirar la espalda, reparé en Yan, que se encontraba unas parcelas más allá. Se movía como una bailarina: se pasaba los vástagos de arroz de la mano izquierda a la derecha y los insertaba en el barro con perfecta coordinación caminando hacia atrás. La ropa mojada se le pegaba al cuerpo.

Lo hice lo mejor posible para competir. Yan respondió al reto. Jugó conmigo, como un gato con un ratón. Aceleró y yo me rezagué; de pronto ralentizaba para permitir que la alcanzara, antes de volver a sacarme ventaja. Acabó con una parcela, luego pasó a la siguiente sin volver la cabeza.

El cielo se oscureció aún más. Un altavoz emitía canciones de citas de Mao. Los soldados estaban exhaustos como plantas azotadas por una tormenta. Dos enormes focos luminosos fueron transportados hasta los campos. Trajeron pan cocido al vapor. Los soldados se acercaron a rastras a los cestos de pan. Lu nos detuvo. Aulló: ¡Nada de comida hasta que el trabajo esté acabado! Nos ladraba el estómago, pero no nos atrevíamos a responder a Lu, la ayudante de la secretaria del Partido. Le teníamos miedo. Luego se oyó la voz de la comandante. Una voz de trueno: ¿Qué clase de idiota eres? ¿No te dice tu sentido común que el hombre es el motor y la comida es el combustible? Yan agitó el brazo como si quisiera acercarnos en grandes grupos hasta donde estaba el pan. ¡Id ahora!, gritó. Corrimos como cerdos al engordadero.

Orquídea estaba llorando cuando finalmente fui a ayudarla; iba muy retrasada. Masticamos el pan mientras plantábamos los vástagos. Acabamos a las diez. Orquídea me dio las gracias llorando, aliviada. Dijo que su madre habría deseado suicidarse si hubiera presenciado eso. Llena de frustración, le dije a Orquídea que se callara. Le dije que si Yan podía hacerlo, nosotras también. No éramos las únicas que teníamos que aguantar ese tipo de vida. Había cientos, miles de jóvenes en la misma situación. Orquídea hizo un gesto de asentimiento. Usó la manga para enjugarse las lágrimas. Lo sentí por ella. No me gustaba su tono lastimoso. Mientras la ayudaba a salir de los campos, se convocó una reunión.

Estaban llevando uno de los focos hasta la parcela donde habíamos trabajado; millones de mosquitos pulularon a su alrededor. Lu pidió atención a gritos. Quería hablar sobre la calidad del trabajo del día. Pasó el altavoz a Yan. Yan estaba cubierta de barro. Solo sus ojos centelleaban. Ordenó que se moviera la luz para iluminar un punto en concreto, donde docenas de vástagos de arroz estaban flotando en el agua. El trabajo se había hecho deficientemente a lo largo de todo el recorrido hasta el límite del campo. Alguien ha hecho un buen trabajo aquí, dijo Yan con sarcasmo, los vástagos estarán muertos antes de que raye el día. Quería que miráramos los vástagos muriéndose. Que observáramos atentamente. Dijo que los vástagos eran sus criaturas. Los soldados empezaron a inspeccionar los campos con nerviosismo. Corrió la voz de que el grupo responsable de la plantación descuidada era el pelotón número cuatro: era nuestro territorio. Yo sabía que ésta era la zona en la que había trabajado mientras intentaba emular a Yan.

Lu ordenó que la persona responsable diera un paso adelante para recibir una reprimenda pública. Orquídea notó mi miedo y me agarró la mano con fuerza. Nadie iba a marcharse de allí hasta que se admitiera la falta.

Cuando cobré valor y estaba ya a punto de dar un paso, Yan dijo de pronto que prefería dejar que el camarada responsable corrigiera su propia falta.

Los campos permanecían en silencio bajo la luz de la luna. La llovizna había cesado y el aire estaba tranquilo. Los insectos reanudaron su canto nocturno. La fragancia de las plantas flotaba a mi alrededor. La luna salió de entre las nubes. Hundí mis pies en el barro y empecé a rehacer el trabajo. Tenía los pies hinchados. Canté una canción de una cita de Mao para combatir el sueño.

Me he decidido
a no temer la muerte.

Superando todas las dificultades,
procuro la victoria.

Me he decidido…

Cuando me desperté, el cielo estaba cubierto de nubes naranja. El sol aún tenía que salir. Estaba echada en el barro, me dolían las articulaciones y sabía que no había acabado el trabajo. La idea de tener que reanudarlo hizo que me doliera la espalda. Las sanguijuelas se me instalaron en las piernas. No me quedaba energía suficiente para sacudírmelas de una palmada. Me chupaban la sangre hasta que se quedaban satisfechas y se desprendían. Estaba desesperada.

No tenía agallas para enfrentarme a la posibilidad de que el Partido me diera la espalda. Temía caer en desgracia.

Me obligué a mí misma a sentarme. Miré alrededor y pensé que estaba soñando. Mi trabajo estaba acabado, completamente finalizado hasta el límite. Miré en dirección al sol. Había alguien. Alguien a unos diez metros, que recorría el campo a pasos regulares.

Se me saltaron las lágrimas, porque fue a Yan a quien vi. Estaba caminando bajo el sol. Ella era el sol. Mi frío corazón se calentó.

Me puse en pie y caminé hacia ella.

Ella se dio la vuelta al oír que me aproximaba.

Me hizo un gesto de reconocimiento y luego se inclinó para acabar el último trecho. Se lavó las manos en el canal de regadío. Vio las sanguijuelas en mis piernas y me dijo que me las sacudiera de un golpe. Dijo que Orquídea había ido a verla la noche anterior y se lo había contado todo. Me explicó que le complacía que me hubiera quedado toda la noche en los campos, que había hecho lo que se suponía que tenía que hacer. Se soltó las trenzas, se inclinó y se las lavó en el canal. Escurrió el agua de su cabello y agitó la cabeza. Se peinó el pelo con los dedos y lo trenzó. Dijo que cuando me encontró yo parecía una gran tortuga. Pensó que me había desmayado o algo así. Hizo una pausa y luego añadió que la había hecho sentirse culpable, porque podía haber cogido una enfermedad, una artritis, por ejemplo. Eso habría sido una desgracia para el Partido.

Me froté los ojos, intentando parecer despierta.

Me miró a la cara, con un esbozo de sonrisa en el rostro. Me dijo que intuía que yo tenía una voluntad fuerte. Dijo que le gustaba la gente de voluntad fuerte. Miró al sol por un instante. Dijo: Quiero que seas la jefa del pelotón número cuatro. Lo arreglaría para que me trasladara a su cuarto y pudiera discutir los problemas con los jefes de compañía. Luego se retiró caminando rápidamente hacia los barracones.

Me quedé al sol, notando, sintiendo el aletear de una esperanza.

Me instalé con Yan y otros seis jefes de pelotón. Yan y yo compartíamos una litera. Yo ocupé la de arriba. En la mosquitera de Yan, la decoración consistía en un despliegue de chapas de Mao prendidas a una tela de color rojo, aproximadamente un millar de diferentes clases, de distintas etapas históricas. Me quedé impresionada. Yan las colocaba durante el día y las quitaba por la noche. La habitación era del mismo tamaño que la anterior. Servía de dormitorio, de sala de conferencias y de comedor provisional. También era un campo de batalla. Aunque oficialmente Yan estaba al cargo y Lu era su auxiliar, ésta aspiraba a mucho más. Quería el puesto de Yan. Estaba obsesionada. Convocaba reuniones sin tener un orden del día. Había que obedecerla. Medio amodorradas, teníamos que permanecer sentadas durante todas sus reuniones. Le gustaba ver que la gente la obedecía. Sentirse poderosa era una droga para ella. Solo en las reuniones se sentía capaz de controlar vidas ajenas como si fuesen la suya misma. Nos hacía advertencias y nos amenazaba. Disfrutaba al comprobar el temor que sentíamos. Ponía la mira en todos nuestros posibles errores. Esperaba, había estado esperando, el momento preciso para pillar una falta y lograr la sumisión. Intentaba pillar a Yan en un error. Yo veía claro que Lu habría empujado a Yan por un precipicio si hubiera tenido la ocasión.

El nombre completo de Lu era Lu de Hielo. Era hija de un mártir revolucionario. Su padre había sido asesinado por los nacionalistas en Taiwan. Lo asesinaron mientras llevaba a cabo una misión secreta. Su madre sufrió aquella pérdida hasta morir. Murió tres días después de haber dado a luz. Fue un invierno terrible. Un fuerte viento cortaba la piel como a tijeretazos. A su hijita le puso el nombre de Hielo. Hielo fue criada bajo los auspicios especiales del Partido. Creció en un orfelinato fundado por los dirigentes del Partido. Al igual que Yan, era también fundadora de la Guardia Roja. Había ido a visitar la ciudad natal de Mao en Hunan, donde probó las hojas del árbol del que Mao había comido cuando estuvo sitiado e inmovilizado por los nacionalistas unos treinta años atrás.

Lu me enseñó un cráneo que había descubierto en el patio trasero de una casa en Hunan. Dijo que era la calavera de un mártir del Ejército Rojo. Me indicó un agujero en la frente del cráneo y dijo que era el agujero de una bala. Acarició el cráneo con sus dedos, que entraron y salieron por las cavidades de los ojos y tocaron la mandíbula. La extraña expresión del rostro de Lu me dejó sin aliento. Me dijo que una anciana del pueblo enterró al mártir en secreto. Veinte años después, la calavera había aparecido encima de la tierra. La anciana la extrajo y se la dio a Lu cuando se enteró de que su padre también había sido un mártir. Lu pensaba a menudo que podía haber sido el cráneo de su propio padre.

Me quedé mirando el cráneo e intenté comprender el atractivo que ejercía sobre Lu. ¿Quizá el espíritu amenazante? ¿Quizá la frialdad que solo la muerte puede transmitir? La mirada de Lu se ajustaba a su nombre. Era escalofriante. Su entusiasmo no transmitía calor. Hablaba despacio, pronunciando cada sílaba con claridad. Tenía un rostro largo, en forma de cacahuete. Su expresión era decidida y juiciosa. Sus rasgos se distribuían uniformemente por la cara. Ojos oblicuos, glaciales, como la pintura de una antigua beldad. Pero su belleza se veía estropeada por su eterna rectitud. Sus ojos con forma de media luna habían dejado de ser cálidos y dulces con los soldados. Nuestro respeto hacia ella era el de un ratón hacia un gato.

A Lu le gustaba la acción. No conocía la vacilación. Atacaba e invadía. Era su estilo: capturar y cortar de cuajo. Mantenerse alerta, apuntar y disparar, como acostumbraba decir. Pero eso no me impresionaba. Por el contrario, hacía que me distanciase. Tenía ideas fijas. Su mente estaba plagada de malas intenciones. Me observaba. Fríamente. Con desconfianza. Empezó a hacerlo en el preciso momento en que me instalé. Su sonrisa estaba cargada de advertencias. Me dio una copia de sus apuntes sobre Mao. Su caligrafía era extremadamente pulcra. Deseaba que mi caligrafía fuera como la suya, pero sus escritos me aburrían. Su mente era una máquina de propaganda. No tenía motor propio. Se lo dije cuando me pidió una opinión. No le dije que su mente era una máquina de propaganda, pero sugerí que pusiera aceite al motor de su mente. Dijo que le gustaba mi franqueza. Dijo que la gente le había estado mintiendo. Tenía que aguantar las mentiras de un montón de hipócritas. Odiaba a los hipócritas. Dijo que el país estaba lleno de hipócritas. El Partido estaba dirigido en muchos aspectos por hipócritas. Dijo que era su deber combatir la hipocresía. Pasaría el resto de su vida corrigiendo lo incorrecto. Me pidió que me uniera a la batalla. No entendí del todo lo que pretendía, pero no se lo dije. Le contesté: Sí, por supuesto. Los hipócritas eran malos, en cualquier caso. Me preguntó: ¿Huele a hipócrita en nuestra habitación?

Nuestras compañeras de habitación volvieron después de cenar. Cantaban y bromeaban. Hacían bromas sobre cómo castigaban a los gandules, a los que se negaban a contentarse con su vida de campesinos. Las compañeras de cuarto se callaron al oír a Lu hablando de hipócritas. Una tras otra, como peces, se movieron de aquí para allá y se fueron metiendo cada una en su malla. Se podían oír movimientos a tientas. Me recordaron a vampiros mascando cuerpos humanos en sus tumbas.

Lu continuó hablando. Era como una actuación teatral. Como hija de un mártir de la Revolución, nunca me olvido de que mis antepasados derramaron su sangre y ofrecieron sus vidas por la victoria de la Revolución, dijo Lu. Nunca dejaré de vivir de acuerdo con sus expectativas. Espero que todas vosotras, mis compañeras de armas, superviséis mi conducta. Aceptaré de buen grado cualquier crítica que queráis hacerme de ahora en adelante. El Partido es mi madre y vosotras sois toda mi familia.

Intentaba ser una heroína de ópera viviente, pero yo nunca pude verla de ese modo.

Pasé un mal rato imaginándome cómo podría dormir Lu cada noche con la cara pegada a la calavera. Empecé a tener pesadillas desde que me figuré que el cráneo estaba justo junto a mi cama, ya que mi cama y la de Lu estaban una a continuación de la otra. No me atreví a protestar. Mi instinto me decía que no lo hiciera, porque estaba segura de que Lu se tomaría mi queja como un insulto. ¿Cómo podría soportar ser citada como alguien que tenía miedo a la calavera de un mártir?

Lu observaba a todo el mundo y tomaba nota en su libreta de plástico rojo. Presentaba informes mensuales al cuartel general. He aprendido mis técnicas políticas de mi familia, decía a menudo. En una ocasión nos habló con orgullo de su familia: sus padres adoptivos eran secretarios del Partido en las fuerzas armadas; su hermana y dos hermanos adoptivos eran secretarios del Partido en universidades y fábricas. Todos sus parientes tenían el honor de ingresar en hospitales privados cuando estaban enfermos. Sus habitaciones se encontraban al lado de la del primer ministro.

Lu confeccionaba capirotes para los desobedientes. Siempre escogía alguna persona a quien ponérselos en las reuniones. Se salía con la suya invariablemente. Frases de la revista Bandera Roja y del Diario del Pueblo brotaban de su boca como una cascada. Me hizo pensar en qué pasaría si las ovejas estuvieran viviendo con un lobo. En una ocasión me dijo que un espejo era un símbolo de la egolatría: un capricho burgués. No me atreví a contestarle. Dije: Por supuesto, y escondí mi pequeño espejo dentro de la funda de la almohada. Sabía que podía convertirme en una reaccionaria si quería. Ya había convertido en reaccionarias a unas cuantas personas. Las enviaba a realizar tareas como barrenar una montaña para hacer arrozales, o a cavar tierra para hacer un canal subterráneo. Se las arreglaba para que sus vidas se echaran a perder. Los que sobrevivían se parecían a Pequeña Hoja. Nadie se libraba de pagar el precio de oponerse a Lu. Me inspiraba mucho miedo…

Por otro lado, por extraño que pareciera, Lu se esforzaba por impresionar a los soldados lavando nuestras ropas y afilando nuestras hoces y azadas. Cada noche visitaba las habitaciones y nos arropaba con las mantas, asegurándose de que no se quedara ningún brazo o pierna fuera que pudiera coger frío. Era capaz de enviar anónimamente su paga completa a los padres enfermos de un camarada. Lo hacía con frecuencia. Recibía enormes elogios. A Lu le gustaba decir: No me importa ser el trapo para restregar el rincón más grasiento de la cocina del Partido Comunista. Se le daba bien decir cosas de ese estilo. Nosotras respondíamos que apreciábamos sus cuidados. Teníamos que hacerlo. Poníamos palabras de elogio en el informe mensual que se enviaba al cuartel general. Eso era lo que Lu esperaba de nosotras. Los soldados se lo sabían de memoria.

Siempre que era posible ponía de manifiesto los errores de Yan. Decía que Yan era demasiado blanda a la hora de reformar cerebros, demasiado desprendida con el presupuesto de la compañía, demasiado impaciente a la hora de dirigir el seminario de estudio de Mao de la compañía.

Yan contraatacaba con furia, pero no servía para los enfrentamientos verbales. No era rival para Lu. Hablaba incoherentemente. Cuando se desesperaba, se ponía a maldecir. Palabrota tras palabrota, las decía de todo tipo: vástago de arroz echado a perder, culo de cerdo, gusano de apareamiento, etcétera. Lu disfrutaba viendo a Yan en situaciones comprometidas. Le gustaba empujarla al rincón verbal y golpearla con dureza. La atacaba sin piedad. Mostraba a la compañía que Yan era incivilizada, que solo era capaz de maldecir y luego decía: ¿Por qué no informamos del caso a los de arriba y dejamos que ellos decidan lo que está bien y lo que está mal? Yan siempre acababa cediendo, retirándose, porque no quería estropear su reputación de secretaria de «una rama del Partido muy unida», como Lu bien sabía.

Lu estaba enterada de que yo era una entusiasta de las óperas. Solía pedirme que cantara un tema o dos durante los descansos del trabajo en los campos. Decía que así se calmaba su pasión por ellas. Yo cantaba con fuerza. Daba voces a mi pelotón para que cantaran conmigo. A Lu le gustaba. A ambas. Pero las cosas cambiaron después del incidente de Pequeña Hoja. Yo ya no podía cantar. Cuando Lu me pidió que volviera a hacerlo, fui incapaz de encontrar ánimo para ello. Lo intenté pero mi mente estaba ocupada por la voz de Pequeña Hoja cantando Mi patria. Mis ojos se dirigían a Pequeña Hoja, que como un espíritu silencioso entraba y salía flotando de los campos y de las habitaciones. Los soldados hacían turnos para cuidarla. Intentamos ocultar la verdad a su familia. Imitamos su caligrafía y escribimos a su abuela.

Nuestro truco no duró mucho. Su abuela se dio cuenta de que la carta estaba falsificada. Escribió al comité del Partido exigiendo que se le dijera la verdad. Dijo que si no hubiera estado retenida (permanecía recluida en una casa de arresto por ser considerada una enemiga) habría venido en persona a comprobar cómo se encontraba Pequeña Hoja. A Yan le llevó un tiempo escribir una carta de respuesta. La repasé para pulir la gramática y su tono. No era una carta fácil de escribir. Yan intentaba explicar lo que había sucedido. Podía ver a Yan esforzándose mientras escribía. No quería explicarlo realmente. No podía. No podía decir que nosotros habíamos destrozado a su nieta. Yan escribió que Pequeña Hoja estaba muy enferma, que había caído en una especie de locura. Pero ahora estaba en buenas manos. Se habían ocupado de ella. La granja le había buscado otros médicos y un nuevo tratamiento. Era una carta poco convincente. No expresaba nada aparte de culpa. Pedía a la abuela que conservara su buena imagen de siempre, que comprendiera que no se trataba más que de un incidente. Cientos, miles de jóvenes eran destinados a trabajar en el campo por el Partido. «Hace falta cierto sacrificio cuando se trabaja con ahínco por la prosperidad del país», Yan acabó la carta citando a Mao.

Yan parecía exhausta. Tenía tinta azul en los dedos y en los labios. Hice una copia en limpio de la carta y luego se la devolví. Se fue hacia el cuartel general de la granja para conseguir un sello y franquearla. Aquella noche me dijo: Cuando muera, los demonios del infierno me cortarán en tajadas. Dijo que podía verlo con toda claridad en aquel momento.

Lu me dijo que yo era un buen retoño. Lo suficientemente digno para ser seleccionado como uno de los «pilares del estado». Su discurso de consignas me sacaba de quicio. Me disgustaba. Su charla rebosaba superficialidad. Intentaba dominarlo todo. Muchas veces demostraba su experiencia política e ideológica en las reuniones soltando largas disertaciones sobre la historia del Partido. Deseaba tanto que la admiraran… Lo hacía para recordar a Yan que carecía de las habilidades propias de un líder. Conseguía turbarla. Yo notaba la incomodidad de Yan. Se sentaba en un rincón y se frotaba las manos. Frustrada. Lo sentía por ella. Hacía que me cayera aún mejor. Me gustaba su torpeza. Adoraba su desmaña.

Ni los jefes del cuartel general ni los soldados reaccionaban ante las cualidades de líder exhibidas por Lu. Pasaban las estaciones y Lu seguía en el mismo puesto. Aunque no le gustaba tener que enfrentarse a la frustración, era una buena luchadora. Continuó provocando peleas con Yan y señalando sus defectos delante de los mandos. Yan siguió poniéndola cada vez más furiosa. Quería comerse viva a Lu. Tardé medio mes en descifrar las palabras que Yan había murmurado cuando Lu la insultó, llamándola «madre del pedo». Cuando Lu quería prolongar una reunión para «aguzar las mentes de los soldados», Yan decía: Afilemos primero las azadas. Lu soltaba: Acabarás aplastada en un callejón sin salida si te empeñas en empujar tu carreta sin mirar en qué carril te encuentras. Yan respondió con tono seco: Pues aplastémonos. Lu dijo: Cuando te hagas la cama, quédate en ella. Yan contestó: Diantre. Debería hacer algo para afilar mi lengua.

A menudo me parecía que Lu tenía más de dos ojos cuando me miraba o cuando hablaba conmigo. En una ocasión dijo que le gustaría cultivarme para que me uniera a su grupo avanzado de estudio activista. No le di una respuesta negativa, pero mi indiferencia debió de delatarme. Dijo que se sentía enormemente defraudada. Yo le respondí que haría todo lo posible para mantenerme cerca de su grupo. Prometí tomar prestadas sus notas de estudio de Mao. Dijo que sabía cuál era el motivo de que no me uniera a ella. Dijo que era malo vivir a la sombra de alguien. Dijo que no soportaba tener una piedra en el zapato. Dijo que si uno no era sensato políticamente, no tenía futuro.

Aunque para mí era importante parecer noble ante mi tropa, opté por ignorar la advertencia de Lu. Presentía que debía permanecer al lado de Yan. Al apoyarla, me estaba atribuyendo el papel del menos malvado de los dos personajes de una mala función teatral. Yo no había elegido ser un soldado en la granja del Fuego Rojo. Me sentía como un esclavo. Yan constituía mi fe para seguir adelante. Como mínimo, Yan me hacía sentir que estábamos haciendo lo imposible, al menos así nos lo parecía entonces, y eso era importante.

Para hacer que Yan se sintiera orgullosa, yo asignaba a nuestro pelotón las tareas más duras: echar estiércol, hacer los turnos de noche, cavar canales. Les dije a mis soldados que mi ambición era conseguir que el pelotón fuera conocido en la compañía para que todo el mundo tuviera alguna posibilidad de ser considerado para formar parte de la Liga de Juventudes Comunistas. Los soldados creían en mí, Orquídea incluso dejó de tejer. A final de año, mi pelotón había sido seleccionado como Pelotón de Vanguardia y recibió una mención en la reunión general de la granja. Fui aceptada en la Liga de Juventudes Comunistas.

En la ceremonia de juramento, Yan subió al escenario para felicitarme. Me estrechó las manos, apretándomelas entre sus dedos de zanahoria. Riéndose, susurró que estaba impaciente porque me uniera al Partido, que debía convertirme en miembro del Partido. Me dijo: Podría conseguir que sucediera la siguiente primavera. Dijo que le gustaría mucho verlo. Yo estaba excitada. No podía decir ni una palabra. Volví a apretar sus manos con fuerza. Después, durante muchas noches, antes de dormirme, volvía a celebrar la ceremonia en mi cabeza. Soñaba con la risa de Yan. Caí en la cuenta de cuánto me gustaba.

Una vez acabada la laboriosa temporada de verano, se concedió un poco de tiempo libre a los soldados, cada día, después de la comida. Los ratos libres me producían un vacío en el corazón. Echaba mucho de menos a Pequeña Hoja. Solía peinarle el pelo y lavarle la ropa, pero aunque su cuerpo volvió a tener el aspecto de antes —de nuevo estaba delgada como un sauce—, su mente parecía haberse ido para siempre. Por más que lo intentase, ella no me respondía. Todavía vestía la camisa con la flor de ciruelo —la misma de la noche en que la atraparon—, pero tenía agujeros en las axilas y en los codos. La camisa me recordaba aquella noche —nunca la olvidaré— en que le apunté con mi arma.

No sabía cómo vivían los demás con aquella culpa, si es que existía alguna culpa. Nadie hablaba de ello. La compañía fingía que no había sucedido nunca. A Pequeña Hoja se le asignaban labores ligeras como guarda de almacén y se le daban cupones para azúcar y carne. Era extraño el modo en que Yan trataba a Pequeña Hoja. La sujetaba y la miraba fijamente a los ojos. La observaba con inquietud. Seguía intentando hablar con ella cuando hacía mucho tiempo que todo el mundo había dejado de hacerlo.

Pequeña Hoja se había vuelto peligrosa para sí misma. En una ocasión la pillé tragándose piedrecitas. Orquídea la atrapó también comiendo gusanos. Informé a Yan de los incidentes.

A partir de aquel momento, a menudo veía a Yan siguiendo a Pequeña Hoja por los campos cuando era tarde por la noche. Eran como dos botes perdidos, navegando a la deriva por el mar en medio de una densa niebla.

Yan todavía quería atrapar culebras venenosas. Y yo continuaba siguiéndola. Su sigilo y mi curiosidad se convirtieron en la melodía de la noche en la granja.

Empezó a desagradarme meterme en la mosquitera. Era demasiado tranquila. Evitaba mi cama y caminaba por un sendero estrecho a través de los juncos. A medida que la luz del día se desvanecía, caminaba por la fábrica de ladrillos. Miles de ladrillos listos para hornear estaban amontonados de cualquier manera. Algunas pilas tenían dos metros y medio, otras se sostenían como si estuvieran a punto de caer, algunas ya habían caído. Podía oír el eco de mis propios pasos. El lugar transmitía la sensación de las ruinas antiguas.

Un día se oyó otro sonido entre los ladrillos, como el ruido de un erhu, un banjo de dos cuerdas. Reconocí la melodía —«Liang y Zhu»— de una ópera prohibida; mi abuela solía canturrearla. Liang y Zhu eran dos amantes de la antigüedad que se suicidaron a causa de su amor prohibido. La música que sonaba en aquel momento describía cómo los dos amantes se transformaban en mariposas y volvían a encontrarse en primavera. Me sorprendió oír que alguien de la granja fuera capaz de tocarla con tal destreza.

Me guié por ese sonido. Se paró. Oí pasos. Una sombra se agachó repentinamente escondiéndose en la siguiente calleja. La seguí de cerca y encontré el erhu sobre un banco de ladrillo. Miré a mi alrededor. Nadie. El viento silbaba entre los ladrillos decorados. Me incliné para coger el instrumento y en ese momento unas manos me taparon los ojos desde atrás.

Intenté retirar las manos. Los dedos se resistieron. Eran unas manos poderosas. Pregunté: ¿Quién es?, y no hubo respuesta. Me estiré hacia atrás para hacerle cosquillas. La persona que tenía a la espalda soltó una risita. Un aliento cálido en mi cuello. ¿Yan?, dije en voz alta.

Se plantó delante de mí sonriendo. Sostenía el erhu. ¿Tú, eras tú? ¿Tú tocabas el erhu? Me quedé mirándola. Hizo un gesto afirmativo, sin decir nada. Aunque no podía conseguir que mi mente relacionara la imagen de la comandante con la del intérprete de erhu, sentí una dicha repentina. La dicha de una necesidad anhelante satisfecha. Un sentimiento solitario compartido y convertido en inspiración. Vi en mi mente pétalos de color melocotón que descendían como la nieve y el paisaje palidecía. Valles distantes y colinas se fundían en una sola cosa. Todo estaba envuelto en pureza.

Se sentó en el banco y me indicó con un gesto que tomara asiento a su lado. Seguía sonriendo en silencio. Yo quería decirle que no sabía que tocara el erhu, decirle lo maravillosamente bien que tocaba, pero tenía miedo de hablar.

Cogió el erhu y el arco, volvió a afinar las cuerdas, inclinó su cabeza hacia el instrumento y cerró los ojos. Respiró a fondo y acarició el instrumento con el arco: empezó a tocar «El río».

La música se transformó en un río ondulante en mi cabeza. Podía oírlo correr a través de mares y montañas, impulsado por los vientos y las nubes, brincando sobre precipicios y cascadas, rodeado de rocas y desembocando en el océano. Me vi cautivada por ella como ella estaba cautivada por la música. Percibí su verdadero ser a través del erhu. Me desperté. Ella me despertó. En aquella tierra extraña, me encontré ante un ser al que aún no conocía, un ser que me sorprendía y que tanto me agradaba conocer.

Sus dedos corrían arriba y abajo de las cuerdas, creando sonidos como la lluvia que gotea sobre las hojas del bananero. Luego se detuvieron y contuvo el aliento. Las puntas de sus dedos tocaron primero la cuerda y luego se posaron en ella. El arco empezó a moverse. Nació una ristra de notas que denotaban una amargura nunca expresada. Hacía vibrar la cuerda lentamente. Los dedos interpretaron tristes sílabas. Dio un toque al arco después de una pausa. Las notas eran violentas. Alzó la cabeza, con los ojos cerrados y la mandíbula firme. La figura que tenía ante mí se fragmentó: la secretaria de Partido, la heroína, la asesina y la hermosa intérprete de erhu…

Tocó «Caballos a la carrera», «El hermano del Ejército Rojo regresa», y finalmente «Liang y Zhu» otra vez.

Hablamos. Una conversación que hasta entonces nunca había mantenido. Nos contamos la historia de nuestras vidas. En nuestro afán por expresarnos nos pisábamos las frases la una a la otra.

Me contó que sus padres eran trabajadores del textil. Su madre había recibido honores como Madre Distinguida en los años cincuenta por tener nueve hijos. Yan era la octava. La familia vivía en el distrito Larga Paz de Shanghái, en una habitación con el armazón de madera, y compartían con otras veinte familias un pozo. No tenían retrete, solo un orinal por la noche. Era responsabilidad suya llevar cada mañana el orinal hasta el depósito del alcantarillado público y limpiarlo. Le dije que nosotros vivíamos en mejores condiciones. Teníamos retrete, aunque lo compartíamos con otras dos familias, catorce personas. Dijo: Oh sí, puedo imaginarme el trasiego de la mañana. Nos reímos.

Le pregunté dónde había aprendido a tocar el erhu. Dijo que sus padres eran aficionados a la música folclórica. Formaba parte de la tradición familiar que cada miembro dominara como mínimo un instrumento. Cada uno de ellos tenía una especialidad: laúd, erhu, sheng con caramillos y trompeta. De pequeña era una niña delgada, así que eligió aprender el erhu. Se identificaba con sus líneas verticales. Sus padres ahorraron dinero y le compraron el instrumento por su décimo cumpleaños. Cada semana, la familia invitaba a comer a un intérprete de erhu retirado y le pedían que hiciera algún comentario sobre el instrumento. La familia esperaba que Yan se convirtiera algún día en una famosa intérprete de erhu.

Tenía quince años cuando se inició la Revolución Cultural en 1966. Se unió a los guardias rojos y marchó hasta Pekín para pasar revista ante el presidente Mao en la plaza Tiananmen. Como representante más joven de los guardias rojos, fue invitada a asistir a una ópera creada recientemente por madame Mao, Jiang Qing, en el Gran Palacio del Pueblo. Le gustaron los anchos cinturones de siete centímetros que llevaban los intérpretes. Canjeó su mejor colección de chapas de Mao por un cinturón. Me lo enseñó. Estaba hecho de cuero auténtico y tenía una hebilla de latón. Lo diseñó la camarada Jiang Qing, mi heroína, dijo. ¿Has leído los libros de Mao?, me preguntó. Sí, los he leído, dije, todos ellos. Ella contestó: Eso es fantástico, es lo mismo que hice yo. Me aprendí de memoria el Pequeño Libro Rojo y me sé todas las canciones.

Le conté que yo era guardia rojo desde la escuela elemental, mi experiencia era mucho menos gloriosa que la suya, aunque nadie podría embaucarme respecto a sus conocimientos de las canciones de Mao. Sonrió y me pidió que la pusiera a prueba. Le pregunté si sabría decir a qué parte correspondía lo que cantara yo…

La política y la táctica son la vida del Partido…

¡Página siete, segundo párrafo!, dijo.

Donde no llega la escoba, el polvo no desaparece solo…

¡Página diez, primer párrafo!

Llegamos del campo…

¡Página ciento cuarenta y seis, tercer párrafo!

El mundo es vuestro…

¡Página doscientos sesenta y tres, primer párrafo!

Al estudiar las obras del presidente Mao, debemos aprender a sacar provecho. Debemos aplicar sus enseñanzas a nuestros problemas para asegurar un resultado rápido…

Cantó conmigo.

Así como cuando erguimos una caña de bambú bajo el sol, vemos la sombra inmediatamente…

¿Dónde estamos?, grité.

¡Prefacio del vicepresidente Lin Biao a las citas de Mao, segunda edición!, me contestó a gritos, y nos reímos, tan felices.

Aún continuábamos hablando cuando llegamos a los barracones. Permanecimos en la oscuridad inmersas en un deleite indescriptible. Ten cuidado, dijo. Hice un gesto de asentimiento y comprendí que había querido decir que evitase atraer la atención de Lu. Tomamos caminos separados y regresamos a nuestra habitación.

No pude dormir aquella noche. La habitación y la mosquitera parecían muy distintas. Yan no me habló más, pero a mí me pareció que había vida y aire fresco en la habitación. Me parecía primavera. El crecimiento de los juncos por debajo de la cama me resultaba tolerable por primera vez. Pensé que me gustaría que hubiera césped en la habitación. ¿Le gustaría a Yan? Estaba en la litera de abajo. Era tanto lo que quería compartir con ella… Pero no me atrevía a hablarle. La cama de Lu estaba al lado de la nuestra. Éramos ocho personas durmiendo en una habitación, separadas por mosquiteras.

Lu tenía celos de nosotras, de nuestro gozo. Yo lo sentía por ella. Me habría gustado ser su amiga. Era una pena que solo se sintiera cerca de su calavera. Tuve lástima por ella por vez primera. Era una sensación extraña. ¿Qué era lo que me hacía preocuparme por Lu? ¿Yan? Lu tenía dos años más que Yan. Tenía veinticinco años. Aspiraba a mucho. Aspiraba a controlar nuestras vidas. ¿Qué estaba haciendo con su juventud? Las arrugas habían invadido su rostro. Pronto tendría treinta años, cuarenta, y aún seguiría en la granja del Fuego Rojo. Decía que le encantaba la granja y que nunca se marcharía. Yo me preguntaba cómo a alguien podía encantarle aquella granja. Una granja que no producía nada aparte de mala hierba y juncos. Una oscuridad completa. Un infierno. Lu no decía la verdad. No sabía cómo hacerlo. ¿Tenía sentimientos? ¿Sentimientos como los que habíamos compartido Yan y yo? Debía de tenerlos. Era joven y saludable. Pero ¿quién se atrevía a ser amable con ella? ¿Quién se preocupaba de verdad por ella aparte de halagarla por su poder? ¿Con quién compartiría sus sentimientos? ¿Se casaría? Qué idea tan graciosa, pensar en Lu casada. Los hombres de la compañía le tenían miedo. Se sometían a ella, aceptaban su dominio. Los hombres se rendían sin condiciones. Solo su sombra ya los espantaba. La trataban como si fuera un cartel pegado en la pared. Le mostraban su admiración pero la apartaban de sus pensamientos. Veía soledad en los ojos de Lu. Ojos que contemplaban los campos en días lluviosos. Ojos de la sed.

Lu se acostaba tarde. Se sentaba en una banqueta de madera a estudiar las obras de Mao. Cada noche practicaba ese ritual. Unas diez páginas de apuntes cada noche. Era la última en irse a la cama y la primera en levantarse. Limpiaba la habitación y la sala. Me gusta servir a la gente, solía decir. Citaba las enseñanzas de Mao cuando se la elogiaba. Le gustaba decir: Solo he hecho lo que el presidente me ha enseñado. Solía recitar: «Para nadie resulta difícil hacer una cosa de provecho. Lo difícil es hacer cosas de provecho durante toda la vida sin hacer jamás nada malo».

El comportamiento de Lu me resultaba aterrador. Su inflexibilidad ponía en evidencia su ambición obsesiva de poder. Me volví más cauta, más amable con ella. Escogía con cuidado las palabras cuando me dirigía a ella. Hablábamos tanteándonos la una a la otra. Intentaba captar mis intenciones. Sabía que ninguna de las dos podía controlar a la otra. Esto le disgustaba. Lu percibió mi intimidad con Yan de inmediato, como un perro un olor. Un día se me acercó después del trabajo y dijo: Ya sé por qué se te veía tan excitada, vaya ladronzuela. Yo le dije: No sé qué quieres decir. Sonrió e hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Me dijo que me encargara de inspeccionar las maletas de los soldados habitación por habitación. Me acompañó. Me ordenó que registrara su contenido buscando obscenidades. Mientras regresábamos a nuestra habitación después del servicio, de pronto me dijo: ¿Recuerdas lo que dijiste anoche? Casi me tropecé con una piedra. Dio de lleno en mi conciencia culpable. Respondí: ¿Cómo quieres que sepa si dije algo? Estaba durmiendo. ¿Cómo iba a saberlo? Pues, ya sabes, yo simplemente lo oí, repuso con una sonrisa insidiosa. Simplemente lo oí, repitió. Sus palabras parecían sabandijas trepando por mi espalda.

Lu abrió la puerta para dejarme pasar, luego entró tras de mí y la cerró. Dime, ¿qué te tiene preocupada? Me miró como si yo fuera una mosca y ella una araña, como si lucháramos en la tela tejida por ella. Yo dije: Tengo que lavarme la ropa. Hace una semana que no tengo ropa limpia para ponerme. Debo darme prisa porque tengo que dirigir una reunión del pelotón. Se me quedó mirando, mis ropas sucias, mis pies desnudos. Dijo: Pensaba que eras una persona sincera. Yo contesté: Soy una persona sincera. Añadió: Para mí no. Quiero que seas consciente de tu creciente sofisticación. Estás perdiendo la pureza. La pureza que vi cuando te recogí en Shanghái. ¿Te acuerdas de lo que te dije que me gustaba de ti? ¿Recuerdas que te pedí que mantuvieras lo bueno que hay en ti? Le contesté: He conservado la virtud y siempre la conservaré, pero ahora tengo que lavarme la ropa. Dio un paso atrás para dejarme cruzar la puerta. No finjas que no me entiendes, concluyó. Si quieres sinceramente convertirte en miembro de nuestro Partido, no servirá de mucho que te niegues a ser honesta conmigo.

Mientras me lavaba la ropa, pensé en lo fácilmente que Lu podría destruirme presentando informes falsos y dejando caer palabras ambiguas en mi expediente, al que solo tenían acceso los jefes del Partido. Palabras que podrían enterrarme viva. Palabras que una vez en el expediente nunca podrían cambiarse. Me seguirían incluso después de la muerte. El expediente determina quién soy yo y quién seré. Sería la única opinión de mí que el Partido consideraría real y fiable.

Como secretaria del Partido, Yan tenía poder para hacer lo mismo que Lu, para manipular a la gente. Pero a Yan no le gustaba jugar sucio. Creía en la justicia, sin importar lo injusta que su justicia fuera conmigo. Intentaba no dar lugar a rencillas personales, un principio que Mao había establecido para todos los miembros del Partido. Intentaba no hacer lo mismo que Lu, por mucho que lo deseara. Nunca ponía añadidos a los informes que enviaba al cuartel general. Esto me conmovía cuando leía sus informes para pasarlos a limpio. Me acercaba más a ella. No veía estas cualidades en Lu. Con frecuencia Lu se ofrecía voluntaria para trabajar más horas en los campos esforzándose en todo aquello que uno pudiera imaginar, pero nunca perdonaría a alguien que la humillara discutiendo con ella en las reuniones o desobedeciendo sus órdenes. Aplastaré como se aplasta una chinche al que tenga la osadía de tomarme el pelo, nos escupía a la cara. Me encantaría dar a probar al enemigo el puño de hierro de la dictadura del proletariado.

Lu se trajo un perro con ella del cuartel general. Su nombre era 409. Era un pastor alemán que había recibido entrenamiento militar. De él se decía que podía hacer cualquier cosa. La misión de 409 era vigilar a un cerdo llamado Cabeza Tramposa. Cabeza Tramposa, un cerdo macho que pesaba casi doscientas libras, era el quebradero de cabeza de la compañía. Era el cerdo más tramposo de la piara. La compañía no tenía suficiente pienso fino para los animales. A los animales se les daba una mezcla de pienso fino y grano grueso. Un día, los peones de labranza descubrieron que habían desaparecido unos cuantos sacos de pienso fino; uno de los cerdos debía de habérselos comido, pero no podían descubrir cuál de ellos. Dos días después otros dos sacos de pienso fino se volatilizaron. Esta vez, los mozos advirtieron que los cerdos estaban comiéndose los indigestos excrementos de Cabeza Tramposa. Supusieron que Cabeza Tramposa era el ladrón. Le siguieron la pista y lo atraparon robando. Lo extraño de Cabeza Tramposa era que tenía la cara de un perro y actuaba como un perro. Podía salir del corral de un salto y entrar en el almacén de grano y, después, cuando ya había tenido bastante, regresaba corriendo al corral y simulaba no haber hecho nada. No comía otra cosa como última comida del día. Era más grande que los demás.

Lu adoraba a 409. Se gastaba todos sus ahorros en comprarle carne desecada. Lo adiestraba dándole recompensas. 409 no tardó en estar muy unido a ella. Solían dar un paseo junto al mar todas las noches. Lu se volvió más agradable de lo habitual. 409 se portaba mal con todo el mundo menos con Lu. Ella estaba orgullosa de la lealtad de 409. Estimulaba su maldad. A menudo le recitaba alguna cita de Mao. Le ordenaba que se sentara a sus pies mientras ella decía: ¿No es una cuestión clave que uno aprenda a ser capaz de distinguir quién es su amigo y quién no lo es? 409 solía ladrar un sí a Lu y recibía un trozo de carne como premio. Luego Lu continuaba: ¿No es una cuestión capital que uno responda como un verdadero revolucionario: quién es el amigo del pueblo y quién no? 409 ladraba de nuevo y recibía otro pedazo de carne.

Cuando 409 se levantaba sobre las patas, era tan alto como Lu. A menudo, Lu le hacía andar sobre las patas traseras mientras el perro apoyaba las patas delanteras en sus hombros. Un día que Lu había ido al cuartel general para una reunión, 409 estuvo gimiendo todo el día. Sonaba como el llanto de una vieja. Al mediodía empezó a darse golpes contra la pared. Dos soldados varones lo encerraron en una porqueriza y se lanzó contra las barras hasta que las partió por la mitad. Solo Lu pudo detenerlo cuando regresó. Al ver que el perro no podía estar sin ella, Lu estalló en lágrimas.

Como perro guardián, 409 era pésimo. Los soldados decían que en una vida anterior debía de haber estado relacionado con Cabeza Tramposa: los dos animales se entendieron desde el momento en que se conocieron. Se quedaron mirándose mutuamente con incertidumbre, se pusieron a olerse y se aceptaron el uno al otro. ¿Era porque Cabeza Tramposa tenía cara de perro? Se sentaban el uno junto al otro como hermanos. En lo que al robo del pienso se refería, no solo 409 no detenía a Cabeza Tramposa: le ayudaba a extraer la comida de los sacos para que pudiera comer más rápido. Jugaban juntos en la pocilga. 409 siempre disfrutaba con el serrín. Cuando llegaban los peones, 409 ponía una expresión sincera como si se hubiera esforzado por guardar la comida y no lo hubiera conseguido. A Yan no le caía bien 409. Lo llamaba traidor. Le daba patadas y le sugería a Lu que lo devolviera al cuartel general. Lu dijo que sí de mala gana. Como si conociera los sentimientos de Lu, 409 se fue junto a ella y le pasó la lengua por toda la cara.

Lu rogó a Yan que dejara quedarse a 409. Le enseñó su expediente. En él se decía que 409 tenía un reputado historial de guerra. Dijo: Dame dos semanas y lo adiestraré para que vigile a Cabeza Tramposa. Te aseguro que nos dará el buen resultado que prometieron. Yan dijo que el pienso fino estaba escaseando. La compañía no podía permitirse perder ni un solo saco más. Los demás cerdos morían de hambre. Lu hizo turnos de noche para observar a los animales. 409 seguía igual. Lu no podía conseguir que se comportara correctamente. Yan estaba molesta y ordenó a Lu que despachara a 409. Ese mismo día, el día en que se suponía que 409 tenía que irse, Lu pilló a Cabeza Tramposa robando comida. Fue a ver a Yan y le dijo que deshacerse del perro no iba a detener a Cabeza Tramposa. ¿Por qué no matar a Cabeza Tramposa en vez de echar al perro? Lu obtuvo el permiso.

Lu había matado al cerdo para la hora de cenar. Cabeza Tramposa estaba en el bol de todo el mundo. 409 mordisqueó huesos de cerdo y después se fue a buscar a Cabeza Tramposa por todas partes. Olisqueó la porqueriza de Cabeza Tramposa y se quedó esperándolo en el serrín hasta que Lu lo llamó para que saliera. Lu estaba feliz, peinaba hacia atrás el pelo de 409 con los dedos. Se pasaba horas con él, metiéndole la mano entera en la boca y haciéndole ejecutar toda clase de ejercicios.

Lu se llevaba a 409 a los pueblos de la zona para que pudiera aparearse. 409 era agradable con las perras pero se portaba mal con sus dueños. Corría la historia de que 409 solía copular con la perra y después, para expresar su placer, destrozaba los pantalones del dueño. Saltaba sobre los propietarios; de pie sobre sus patas traseras, y ladraba. Los lugareños decían que despertaba a los muertos. Le pidieron a Lu que no volviera a llevar a 409 por allí. Lu se limitó a reír. No sabía hasta qué punto los lugareños hablaban en serio.

Un anochecer, todavía temprano, cuando Lu traía a 409 de vuelta de un pueblo vecino, la cara del perro empezó a ponerse verde. No dejaba de vomitar. Lu intentó que tomara agua y una papilla, pero 409 no retenía nada. Yo estaba afilando las azadas cuando Yan llegó con las noticias. Yan dijo: Lu está cantando una ópera. Fui al almacén del pienso donde normalmente dormía 409. Antes de ver a 409, vi a Lu sollozando. 409 estaba recostado en el regazo de Lu, muerto. Lu lloraba como una viuda de aldea. Un veterinario estaba de pie junto a ellos. Yan llegó y le pasó una toalla húmeda a Lu. Mientras Lu se enjugaba la cara, Yan le preguntó al veterinario por el envenenamiento. El veterinario dijo que había veneno en un pan cocido al vapor. Los del pueblo lo hicieron, dijo Lu, son unos reaccionarios, añadió apretando los dientes. Tenemos que hacerles pagar por esto. Yan no le respondió al principio. Después de la cena, cuando reparó en que Lu seguía sentada junto a 409, Yan le dijo: Yo no lo habría llevado tan a menudo a aparearse.

Lu enterró a 409 junto al río. Al amanecer, cuando nuestro pelotón se fue a trabajar con la azada a los campos, Lu se encontraba ya en plena faena. Tenía los ojos hinchados. Le pregunté si había dormido bien y me dijo que había estado sentada junto a la tumba toda la noche.

Durante el descanso me pidió que la acompañara a la tumba a visitar a 409. Fui con ella. Me sentí conmovida por su tristeza. No sabía que Lu fuera capaz de ponerse triste. Se arrodilló en el barro y plantó flores silvestres sobre la tumba. Sollozaba mientras lo hacía. Yo la levanté por los brazos y ella se apoyó en mi hombro. Me dio las gracias. Deseaba poder hacer algo más por ella. Me miró y me dijo: He perdido a mi mejor amigo, mi mejor amigo, ¿qué voy a hacer? Su tono me asustó. No me atreví a pronunciar una palabra. La miré. Ella se quedó observando los campos fijamente. El viento le agitaba el pelo desde la raíz. Murmuraba para sí misma: Lo haré, lo haré. Tendrás nuevos amigos, dije yo. Ella me miró con recelo. Mira, 409 nunca me mintió, fue lo que dijo.

Lu sabía que yo no estaba diciendo realmente lo que pensaba. Sabía que yo no deseaba ser su amiga. No podía explicarle que estaba asustada de lo que ella era capaz. Tenía el talante de un asesino, y eso era lo que me mantenía apartada.

Lu y yo trabajamos hombro con hombro durante todo el día. Cruzamos pocas palabras. Yo pensaba en Yan, en su risa cordial. Lu era rápida en el trabajo. Su figura delgada se movía como una cabra montés por una montaña, cada uno de sus movimientos era preciso y hábil. Como una cabra montés, tenía delgados tobillos y delgadas muñecas. Le permitían correr más deprisa y agacharse con mayor rapidez.

Era una trabajadora ferviente. Pertenecía a la línea dura. Pero para mí era como la luz de un escenario: aunque brillante en la oscuridad, perdía su brillo al salir el sol. Ella se desvanecía bajo el sol y Yan era el sol.

Yan y yo no demostrábamos ninguna intimidad en público. Lavábamos silenciosamente cada una la ropa de la otra y hacíamos viajes para llenar contenedores de agua caliente la una para la otra. Nos acostumbramos a comunicarnos con la mirada. Cada dos días acudíamos por separado a encontrarnos en la fábrica de ladrillo. Yan buscaba excusas, como comprobar la calidad del trabajo del día. Yo me llevaba el libro más grueso de Mao que encontraba y mi cuaderno de notas y simulaba ir a buscar un lugar para estudiar a solas. Íbamos y veníamos de la mano a través de los juncos. Yan me enseñó a hacer silbatos con juncos. Enrollaba un trozo de junco para confeccionar una trompeta verde y me decía que soplara cuando ella lo hiciera. Hacíamos música con los juncos, música del atardecer. Jugueteábamos la una con los tonos de la otra y nos reíamos cuando sonaba como la tos de un viejo.

Incluso cuando llegó el invierno, continuamos reuniéndonos. Sentadas junto a los ladrillos, Yan practicaba el erhu; yo simplemente me recostaba y escuchaba. Empezamos a hablar de casi todo, incluido nuestro tema más prohibido: los hombres.

Yan dijo que, según su madre, que odiaba a su padre, la mayoría de los hombres eran malos. Mi madre decía que nunca habría tenido nueve hijos con mi padre si no hubiera sido para responder a la llamada del Partido: «Más población significa más poder». Los hombres encuentran placer en seducir y violar a las mujeres, concluyó.

Recordé aquella noche en que Yan se quitó el cinturón y ordenó a los soldados varones que azotaran al hombre instruido. Comprendí de dónde provenía su odio a los hombres. Yo le dije que su padre no representaba a todos los hombres. Yan insistió en que sí. Luego me habló de sus cinco hermanos, todos ellos entre los veinte y los treinta años, todos altos y fuertes. Hablaban obscenamente a medianoche mientras los once miembros de la familia dormían en la misma habitación. Su hermano mayor hablaba de embaucar a una chica del vecindario para que fuera a la habitación y seducirla en la cama mientras sus cuatro hermanos observaban a través de la rendija de la puerta. Le pregunté cómo reaccionaron sus padres ante esto. Yan dijo que se negaron a creerlo. Acusaron a Yan de mentir acerca de ellos. Los hermanos la golpearon mientras sus padres miraban creyendo que hacían lo correcto. Ésa fue la principal razón para dejar a su familia por la granja del Fuego Rojo.

Yan me preguntó mi opinión acerca de los hombres. Yo dije: Si te digo la verdad, te vas a escandalizar. Dijo que estaba dispuesta a escuchar y prometió seguir siendo mi amiga sin importar lo que le contara.

Sucedió durante una reunión de los guardias rojos cuando yo tenía dieciséis años. Hubo un corte de energía y estábamos esperando en la oscuridad cuando de pronto una mano me tocó la espalda. La mano, temblorosa, se movía lentamente por mi costado para tocarme el pecho. Yo estaba conmocionada pero permití que la mano permaneciera durante un minuto, luego me levanté y me cambié de asiento. Cuando volvió la luz, me di la vuelta. Vi a tres chicos sentados detrás de mí, todos de mi edad más o menos. Uno de ellos estaba nervioso y pálido. Lo conocía: era un estudiante de sobresalientes, un popular calígrafo que tenía cara de niña. Pensé que había perdido la pureza. Me sentí avergonzada de mí misma.

¿Por qué no gritaste? ¿Por qué no apartaste la mano?, me preguntó Yan. Le dije que ni yo misma lo sabía. Le dije que, de hecho, mi cuerpo se sintió bien. Se quedó asombrada. Permaneció sentada en silencio durante mucho rato. Se puso la cara entre las palmas de la mano.

Los juncos oscilaban y emitían un sonido similar al de un silbido. Shh-shh-shh, shh-shh-shh. Observé a Yan, el modo en que hacía acopio de valor. Me preguntó si sabía la diferencia entre el órgano sexual de un hombre mayor y el de un muchacho. Yo lo había visto en un libro de acupuntura. Estaba dibujado como una tetera boca abajo. Yan asintió con la cabeza y dijo que eso le bastaba. Siguió sentada un rato más. Sonrojada, me dijo que tenía que confesar algo. Esperé. Dijo: No importa. Yo le contesté: No confías en mí. No es eso, dijo. Yo le pregunté: ¿Qué es? Cobró aliento y dijo que de verdad no podía. No conseguía hacerlo. Apoyó la frente en las rodillas. Yo le dije que podía tomarse todo el tiempo que hiciera falta. Me contestó que nunca podría. Como un caracol que encoge la cabeza para meterla en la concha, Yan era incapaz de salir. Se lo rogué. Le expliqué que yo también tenía pensamientos íntimos. Ella respondió que eso era diferente. Lo suyo era una monstruosidad. Le separé las rodillas y levanté su mentón con los dedos. La miré y le dije que casi podía adivinar lo que podía ser. Contestó que no acertaría. Yo le dije: Si tengo razón, ¿me prometes contármelo todo? Ella hizo un gesto de asentimiento.

Un hombre, afirmé, mirándola directamente a los ojos. Entonces perdió la calma.

Se llamaba Leopardo Lee. Tenía veinticuatro años y era jefe de la Compañía Treinta y Dos. Procedía del sur, de una familia de jardineros; un hombre gentil. Lo había conocido en una reunión del cuartel general dos meses antes y desde entonces había pensado en secreto en él. Me dijo que eso era todo. Su historia estaba contada.

Le pregunté: ¿Habéis tenido conversaciones en privado? Respondió: ¿Qué quieres decir?, ¿cómo podría hacerlo? Bueno, ¿cómo sabes que le gustas?, le pregunté. Ella contestó: Bueno, intuyo que es así. Dijo que, por supuesto, no estaba segura pero, de todos modos, eso no era lo que ella quería contarme. Le pregunté: ¿Cuál es el problema? Ella respondió: Lo que pasa es que se supone que no debo tener esos pensamientos, en absoluto. Dijo que lo peor era que no podía sacárselo de la cabeza. Se sentía alterada y eso no le gustaba. Yo bromeé y le dije que aquello sonaba a corrupción de la intimidad, que debería plantear el problema en una reunión de la compañía. No está bien burlarse del sufrimiento de otra gente, me dijo. Le pregunté si era realmente dolor lo que sentía. Contestó que se suponía que era dolor y en efecto lo era. La arrastraba y la consumía. Hacía que su mente se llenara bruscamente de pensamientos sucios, pensamientos de hombres y picos de teteras.

Parecía desvalida. Le dije que yo había sentido exactamente los mismos síntomas. Me preguntó qué había hecho al respecto. Le contesté que leí un libro. Me preguntó si me había sentido mejor después de leerlo. Le respondí que sí. Me preguntó si podía saber el título del libro. Le dije: Se llama El apretón de manos de la segunda vez. Es un libro prohibido, lo cogí de la maleta de Pequeña Hoja. Estaba copiado a mano, trescientas páginas. Me preguntó de qué trataba el libro. Le expliqué que era una historia sobre un hombre y una mujer. Yan dijo que presentía que aquel libro había corrompido la cabeza de Pequeña Hoja. Le respondí que tenía que reconocer que sí. Me contestó que no quería que el libro la llevara por mal camino. Yo le respondí: Por supuesto, pero ¿quién sabe cuál va a ser en realidad la reacción de uno? Le dije que no creía que una persona decidida como ella fuera a ser corrompida por un libro. Me contestó que eso tenía sentido. Me pidió que durante la noche se lo pusiera en una de sus botas para la lluvia. Luego le dije que yo no sería responsable de lo que pudiera pasar por su cabeza en el futuro. Dijo que ella sería responsable de sí misma.

Devoró el libro. Yan, la comandante, la secretaria del Partido, devoró el libro manuscrito en tres noches iluminándose en la mosquitera con una linterna. Cuando devolvió la copia, su aspecto era diferente. Me dijo: Quiero escribirle. Pero, luego, su cara se apenó. Dijo: No puedo. No es seguro. Fuimos a la fábrica de ladrillos. Dijo que Lu había abierto la carta enviada por el hombre instruido a Pequeña Hoja; así fue como supo la compañía dónde atraparlos aquella noche. Los jefes del Partido podían inspeccionar las cartas y las maletas de cualquiera en cualquier momento. No había ninguna norma contra esto.

Le dije a Yan que la había odiado por desenmascarar a Pequeña Hoja. Me contestó que tenía toda la razón al hacerlo. Bajó la cabeza. Escuchó mi acusación en silencio. Le dije: Eres una asesina. Lloré. Dijo que se odiaba a sí misma pero que cumplió con su deber. Sabía desde hacía mucho tiempo que Lu espiaba a Pequeña Hoja. Como secretaria del Partido y comandante, no tenía elección cuando se denunciaba un caso.

Yan tomó mis manos entre las suyas y las frotó. Eran ásperas, como las de un viejo campesino. Dijo que solo en aquel momento entendía lo imperdonable de su acto. En ese instante, se encontraba en la misma situación que Pequeña Hoja: enredada con un hombre. Dijo que era una rana que había vivido en el fondo de un pozo: su conocimiento del universo no era más grande que la abertura del pozo. Su ingenuidad e ignorancia la habían convertido en una asesina. La propaganda del Partido la había embaucado, igual que la revista Bandera Roja y el Diario del Pueblo. La habían preparado para ser una asesina. ¿Y a quién no? No entendía el mundo que la rodeaba, un mundo en el que los asesinos continuaban viviendo mientras los inocentes morían como la mala hierba.

Me acordé de su caza de culebras entre los juncos. Le pregunté por ello. Mientras contemplaba la puesta de sol, dijo que era por Pequeña Hoja, para hacerle recuperar el juicio algún día. Había reunido sesenta y nueve culebras en un cántaro que guardaba debajo de la cama. Tenía que llegar a cien en números redondos. Dijo que era la primera vez en su vida que ponía sus esperanzas en las supersticiones. Su abuela había recogido culebras en una ocasión para curar a su hermana inválida. Cuando reunió cien, su hermana se levantó y caminó. Había estado paralizada durante seis años.

Sabes que las culebras son venenosas, ¿no?, le dije. Asintió con la cabeza. Su sonrisa era tranquila y eso me conmovió profundamente. Le pregunté si me dejaría ayudarla. Le dije que no tendría miedo a las culebras. Movió la cabeza afirmativamente y me agarró por los hombros.

Salimos a cazar culebras por separado. No pude atrapar ninguna. Aquellas criaturas me daban miedo. Su forma me horrorizaba. La grasa de sus colas me ponía paranoica. Tenía pesadillas, mi cuerpo envuelto por culebras. No le conté a Yan mis sueños. No podía creer que a ella no le dieran miedo. Cuando volvía con más culebras, me imaginaba el horror por el que había pasado. Yan volvía a ser mi heroína.

Hablamos más de hombres, en particular de Leopardo Lee. Sugerí que, si quería, yo podía ser su mensajera personal. Sacudió la cabeza y dijo que si para Pequeña Hoja estaba mal, también debería estarlo para ella. Soy miembro del Partido. No puedo hacer algo que he prohibido a los demás. Lo decía con tristeza pero con decisión. Estaba siendo ridícula, pero aun así su dignidad me emocionó. Me sentí atraída por ella cuando la miré. Aquella noche era imposible hartarse de Yan. Era mi Venus.

Así que solo es superficial, ¿no es cierto?, dije cuando regresábamos a los barracones. De repente dijo: Apuesto a que ahora puedes enfrentarte a Lu, has desarrollado una lengua afilada. Se rió. Me hizo un sombrero con juncos mientras discutíamos cómo debería escribirse la carta y cómo encontrar una excusa oficial para que yo se la entregara a Leopardo Lee.

Sentía alegría. La alegría de estar con Yan. La alegría de que ella dependiera de mí. Pasaron dos semanas. Yan aún no me había dado nada para entregar a Leopardo Lee. Cuando me veía, evitaba el tema. Podía darme cuenta de que también ella era feliz, aunque estaba un poco nerviosa. La veía colgar ropa interior de color rojo para que se secara. Rojo intenso. Canturreaba canciones y pasaba más tiempo mirándose delante de un espejo del tamaño de la palma de la mano que había junto a la puerta. Dejó de maldecir. Yo le tomaba el pelo. Le soltaba las palabrotas que ella solía decir y ella captaba mi intención. Se limitaba a sonreír, me llamaba mocosa. Le pregunté por la carta a Leopardo. Continuaba haciéndose la despistada. Dijo que no tenía tiempo para escribir. Le advertí que Leopardo podría olvidarse de ella. Aquella noche, cuando estaba echada en la cama, abrió mi cortina y arrojó una carta doblada.

Camarada Leopardo Lee:

¿Cómo estás? Me preguntaba qué tal estará funcionando la iniciativa agraria en tu compañía. Aquí hacemos grandes progresos. He pensado a menudo en nuestra reunión. Fue muy significativa a la vez que políticamente fructífera.

En el margen, Yan había escrito: «¿Puedes ayudarme, por favor?». Cogí un trozo de papel y contesté que haría todo lo que el Partido me pidiese.

Al día siguiente reescribí la carta. No sabía qué aspecto tenía Leopardo Lee, así que en su lugar describí el rostro de Yan. Intenté imaginarme qué harían cuando estuvieran juntos, cómo se acariciarían; solo de pensarlo se me aceleraron las palpitaciones del corazón. Quería describir el cuerpo de Yan pero no lo había visto nunca. Así que describí el mío, me toqué e imaginé que mi cuerpo era el suyo y mis dedos los de él.

Cuando Yan regresó, le susurré que había acabado. Estaba excitada y dijo que no podía esperar a que llegara la hora de dormir para poder leerla. Le dije que quería mirarla mientras la leía. Yan contestó que debíamos buscar una excusa para irnos juntas a la cama. Hicimos un plan y esperamos a que oscureciera.

Después de la cena, Yan y yo nos sentamos junto a la puerta. Empezó a arreglar su calzado para la lluvia mientras yo sacaba mi rifle para limpiarlo. No nos dijimos nada y simulamos que estábamos concentradas en el trabajo que teníamos entre manos. Me llevé el arma a un rincón y la limpié. Estaba distraída. Miré a hurtadillas a Yan un par de veces. Ella lijaba el zapato agrietado, le aplicaba cola y dejaba que reposara. No me miraba, pero yo sabía que ella era consciente de que la estaba observando. Se puso colorada. Sonrió tímidamente. Con suavidad dio un par de toquecitos a los zapatos. Yo adoraba su timidez porque nadie más se imaginaba que podía ser tímida. Su intimidad me pertenecía a mí.

Lu estaba leyendo las obras de Mao en voz alta. Otras compañeras de cuarto entraban y salían de la habitación, colgaban sus ropas de una cuerda y arrojaban agua sucia al exterior. Los soldados varones del edificio de enfrente daban golpes a sus tazones con los palillos de comer. Cantaban: «Cuando sale el sol, Oh-Yo, Oh-Yo, Oh-Yo, Yo, Yo, Yo, Oh, Oh…». Su canción no tenía fin. Los soldados rociaban también con agua el suelo lodoso y volvían caminando a sus cuartos con los pies descalzos. Las puertas se cerraron. La canción continuó sonando.

Cuando oscureció me encontraba ya en la cama. Esperé a que todas las demás se acostaran también. Eché un vistazo a la habitación a través de la malla. Miré a Lu desde lo alto de mi litera. Su concentración me dejaba admirada. Leía cada día sin falta el Pequeño Libro Rojo. Yo estaba convencida de que habría memorizado cada punto y coma. ¿Disfrutaba de ello o simplemente lo simulaba, o ambas cosas? ¿Se sentiría alguna vez inquieta? Era joven, su cuerpo era redondeado. Había observado que le gustaba contemplarse los pies. A menudo se pasaba mucho rato lavándoselos. Tenían un oscuro color moreno y llevaba las uñas tan limpias como cacahuetes. No eran como las nuestras, teñidas de un tono anaranjado por el fungicida. Cada noche se ponía vinagre en las uñas de los pies para eliminar el fungicida mientras el resto de nosotras dormíamos. En una ocasión, el fuerte olor a vinagre me despertó a media noche y vi a través de la malla que Lu se había quedado adormecida. Sus pies descansaban sobre una banqueta, como dos grandes pasteles de arroz. Eran unos pies jóvenes, de formas elegantes. Me pregunté cuál sería el motivo de que Lu dedicara tanto tiempo a cuidárselos. Y lo comprendí. Sus pies eran su intimidad. Necesitaba esa intimidad para sobrevivir como yo necesitaba a Yan.

Comencé diciendo que no tenía mantas suficientes y que temía coger un resfriado. Yan estornudó y dijo que ella también tenía frío. Lu, como siempre, estudiaba. Molesta por el ruido que hacíamos, dijo con impaciencia: ¿Por qué no os ayudáis la una a la otra, camaradas? ¿Por qué no pensáis en algo para resolver el problema, como por ejemplo compartir las mantas? Había caído de lleno en nuestra trampa. Bajé de un salto con mis mantas y me apresuré a introducirme en la mosquitera de Yan. Cerramos la cortina herméticamente. No pude evitar soltar unas risitas. Yan me tapó la boca con las manos. Le di la carta. Echó las mantas sobre nuestras cabezas y encendió su linterna.

Se sonrojó. Leyó y releyó la carta. Susurró que era lo mejor que había leído en su vida. Dijo que no sabía que yo tuviera tanto talento. Apretó su mejilla contra la mía. Volvió a insistir en que tenía talento. Tras leerla otras dos veces, quería imaginarse cómo reaccionaría Leopardo Lee después de leer la carta.

Le dije que se enamoraría de ella. Me pidió que repitiera lo que acababa de decir y así lo hice. Murmuró: ¿Cómo puedes estar tan segura? Le contesté susurrando: Si yo fuera un hombre, eso es lo que pasaría. Me preguntó si había probado alguna vez unas frutas como pelotillas. Le pregunté qué era eso. Me respondió que se trataba de un tipo de fruta que crecía en el sur. Cuando maduraba, se abría resquebrajándose y hacía sonidos: pang-pang-pang, como petardos. Dijo que así era como latía su corazón en aquel momento. Yo le dije que estaba contenta de tener talento. Me respondió que debería estarlo porque la había dejado embelesada y se encontraba a mi merced.

Tras apagar la linterna, salimos de las mantas para respirar mejor. Le pregunté si la fruta era comestible. Contestó: Sí, es dulce, pero el fruto tiene una cáscara desagradable, como la de un puerco espín. Le dije que cuando la conocí no habría podido imaginar que tuviera un corazón tan tierno. Añadí que su ternura me hacía preguntarme si era una auténtica miembro de la línea dura del Partido o simplemente una revolucionaria teórica. Me contestó: Ahora será mejor que te muerdas la lengua.

A través de la mosquitera vi que Lu terminaba ya de limpiarse los pies con vinagre. Tapó la botella, se levantó, apagó la luz y se subió a su litera. Yan y yo permanecimos despiertas en la oscuridad, demasiado excitadas para dormir. Al cabo de un rato oímos roncar a Lu. Los pálidos rayos lila de la luna se esparcían a través de las cortinas. Podía oír el sonido de nuestras compañeras de cuarto incluso cuando respiraban. Debajo de la cama las culebras golpeaban el cántaro. La inquietud volvió. Me agitaba profundamente. Sentía que mi cuerpo y mi mente se separaban. Mi mente quería obligarme a dormir mientras mi cuerpo quería rebelarse. En cierto modo no quería reconocer por qué mi cuerpo quería rebelarse. Estaba extasiada por aquella sensación de peligro, aquel calor, aquella fascinación.

Yan se volvió de espaldas a mí, suspirando. Quise darle la vuelta pero de repente me sentí asustada. Me invadió una rara sensación de lo ajeno. El cuerpo se me puso rígido. Ella murmuró. Yo le susurré: ¿Has dicho algo? Oí mi propio eco en la oscuridad. Ella suspiró y dijo: Qué pena… Esperé a que acabara la frase. Se quedó en silencio como si también estuviera asustada. Yo le dije: Estoy esperando. Ella continuó: Qué pena que no seas un hombre. Volvió a emitir un suspiro profundo y de frustración. Me sentí abatida. Mi juventud se rebeló con valentía: ¿Qué harías si lo fuera? Se volvió para mirarme de frente y dijo que haría exactamente lo que yo había descrito en la carta. Su respiración era intensa. Sus pestañas tocaron mi mejilla. Una corriente cálida me subió a borbotones de los pies a la cabeza. Permanecimos echadas en silencio. Enfebrecidas. Una de sus piernas estaba entre las mías. Los brazos de una en torno a la otra. Luego, casi al mismo tiempo, nos separamos. Para quitarle importancia a nuestra inquietud, dije que me gustaría recitar un párrafo del Pequeño Libro Rojo. Adelante, revolucionaria teórica, dijo. El presidente Mao nos enseña, empecé: «Levantar una piedra para dejarla caer sobre los propios pies, éste es el resultado que obtendrán los reaccionarios de todos los países mientras intenten resistirse a la fuerza revolucionaria». Correcto, continuó ella, solo si seguimos las enseñanzas del presidente podremos ser invencibles. Hagamos una autocrítica, dije yo. Ella respondió: Después de ti. ¿Qué te preocupa? Confiesa. Limpia tu pecho de culpa.

¿Mi culpa o tu culpa, camarada secretaria del Partido?

Un viejo refrán dice: «Las cosas buenas vienen de dos en dos». El otoño era una estación mágica.

Cuando las remolachas de los campos estaban lo suficientemente dulces para comerlas, teníamos que presentar informes denunciando que los campesinos locales habían estado robando nuestras remolachas. Solíamos enviarlos al cuartel general para que de esta forma no echaran la culpa a la compañía por el descenso en la producción. Yan había estado siguiendo la política de «un ojo abierto y otro cerrado», lo que significaba que no era demasiado estricta a la hora de redactar los informes. De hecho, sabía con toda certeza quiénes eran los ladrones. No eran los campesinos locales, no eran las ratas de campo. Eran los propios soldados. Incluida yo. La paga que recibíamos no era suficiente para cubrir nuestros gastos, así que a última hora del atardecer me convertía en ladrona. Excavaba en el barro para conseguir remolachas, rabanillos y boniatos.

Yan fingía no vernos. De hecho, estaba demasiado atareada con sus propios asuntos. En aquel momento se sentía motivada por su fe en los tratamientos por acupuntura. Había estado llevando a Pequeña Hoja al hospital de la granja vecina —Hospital de la Granja de la Estrella Roja— para ver a un grupo de médicos del Ejército de Liberación Popular que estaban enseñando las técnicas de la acupuntura a los médicos locales. Yan llevaba allí a Pequeña Hoja dos veces al día, al amanecer y a última hora de la tarde. Se levantaba a las cuatro y media de la mañana, metía a Pequeña Hoja en el tractor y las dos se iban dando botes hasta el hospital para una sesión de agujas; luego traía de vuelta a Pequeña Hoja y la dejaba con el personal de la cafetería para que desayunase mientras ella se iba a alcanzarnos a los campos a toda prisa y sin comer nada.

Yo siempre me llevaba un pan de más. Se lo daba a Yan al llegar al campo. Le bastaban tres bocados para acabarse un pan cocido al vapor del tamaño de una mano. Un día regresó empapada, con el barro pegado por toda la ropa. Dijo que se había caído al canal con su tractor. Yan gritaba, feliz. Decía que estaba demasiado excitada para hablar. Dijo: Se ha producido el milagro: Pequeña Hoja está volviendo a recuperar el juicio. Yan chillaba: ¡Una larga, larga vida al presidente Mao! Nos pidió que lo celebráramos con ella. Lo hicimos. Cuando los soldados la rodearon para pedirle más datos, dijo que había dejado a Pequeña Hoja en el hospital para que le hicieran nuevas pruebas. Añadió que por la mañana Pequeña Hoja había cantado una frase de «Mi patria». Yan rompió dos pértigas aquel día cargando con capazos de cincuenta kilos de estiércol hasta el campo.

Aquella noche Yan nos dirigió a todos mientras cantábamos ópera en la reunión de estudio. Su frenesí afectó al resto de la compañía. Nadie prestó atención a Lu, que estaba de pie en un rincón meneando la cabeza. Todo el mundo cantaba «Nada en el mundo puede posponer el comunismo», un aria de La leyenda de la linterna roja. Después de aquello, Yan se brindó por primera vez a tocar el erhu para nosotros. Fue admirada y elogiada por todos.

Me recosté en mi asiento deleitándome con la felicidad de Yan. En esa felicidad creí percibir de nuevo su desconsolado sufrimiento por Pequeña Hoja. Sugerí que cantáramos «Mi patria» para agradecer la buena nueva de Pequeña Hoja. Yan tocó una nota en su erhu. Pero rompió una cuerda por la fuerza de sus dedos. Pidió disculpas al público. En vez de cambiar la cuerda del erhu, lo dejó a un lado y cantó. El sonido era el mismo: su voz era exactamente igual al erhu. No pudimos evitar reírnos. A Yan no le importó. Cantó en un tono agudo:

Éste es mi gran país.

Es el lugar donde nací y donde me criaron.

Es una tierra hermosa donde
el sol brilla en todas partes,
la primavera llega vigorosamente a todas partes.

La felicidad de Yan no duró. Ni una semana. Cuando Pequeña Hoja regresó, tenía el mismo aspecto de siempre, parecía un vegetal. La acupuntura funcionó al principio, pero los nervios acabaron volviendo a su acostumbrada indolencia. Yan se negaba a rendirse. Enviaba a Pequeña Hoja al hospital una y otra vez. Un día su tractor tuvo una avería; cargó con Pequeña Hoja a la espalda y caminó dos horas hasta el hospital. Al día siguiente, Yan no se levantó a tiempo. Estaba demasiado cansada. Me ofrecí a llevar al hospital a Pequeña Hoja en su lugar. Yan insistió en ir ella misma. Acabamos yendo las dos. Hicimos turnos cargando con Pequeña Hoja. Pequeña Hoja dormía como un cerdo muerto a nuestras espaldas. Parecía desahuciada. Yan dijo que todavía le quedaba la última esperanza, la de las culebras. No quise decirle que no creía en eso ni por asomo. Su voz dejaba entrever tanta ilusión… Estaba loca.

Pedí a un tractor que me llevara hasta la Compañía Treinta y Dos para reunirme con Leopardo Lee. Yan me envió allí como representante de nuestra compañía para «intercambiar experiencias revolucionarias» con la suya. Me sentía tan excitada por aquella misión como si fuera yo la que iba a reunirme con mi propio amante. La carta, doblada cuidadosamente, descansaba en mi bolsillo interior. Me abroché el bolsillo por si acaso se me caía con las sacudidas del tractor. De tanto en tanto me aseguraba de que seguía en su sitio. Había reescrito la carta la noche anterior. Yan se sumió en su lectura. Al amanecer ya estaba levantada. Me dijo que yo la había convertido en otra persona. Es cierto, pensé. Se había vuelto mucho más apacible. Se mostraba agradable con todo el mundo, incluida Lu. Los soldados se sentían adulados y Lu estaba perpleja.

Un día que no llovía Yan dio fiesta a la compañía. Ella se dedicó a cortar pilas de juncos durante toda la jornada. Cuando me veía, sonreía tímidamente como si yo fuera Leopardo Lee. Para mi propia sorpresa, yo cada vez pasaba más tiempo pensando en ella. No podía evitarlo. La miraba mientras comía. Lo hacía distraídamente, llevándose comida a la boca con la cuchara. Se quedaba mirando fijamente los campos distantes o contemplando una chinche que mascaba el corazón de una flor de algodón. Ordenó a los de la cafetería que pusieran más azúcar en los platos. Por la noche llevaba ropa interior de color rojo intenso. Sonreía ante el espejo cuando pensaba que no había nadie cerca. Me dijo que le comprara una botella de vinagre cuando fuera a la tienda. Se sentaba con Lu antes de la hora de acostarse para quitarse el tinte químico de las uñas de los pies. A veces cantaba óperas para mí y para Lu. Cantaba igual que su erhu, su voz imitaba el sonido de las cuerdas. Las compañeras de cuarto decían que no apreciaban la diferencia. Ella chillaba: ¿Qué hay de malo en eso? Las compañeras iban a esconderse a las mosquiteras tapándose las bocas con las manos y riéndose con fuerza.

Cuando vi a Leopardo Lee me quedé sorprendida de la elección de Yan. Era una versión masculina de ella: con ojos grandes y penetrantes, cejas como cuchillos y el pelo fuerte y grasiento. No era tan alto ni tan fuerte como me había imaginado. Me recordaba a un mono, con los brazos largos, de movimientos ágiles. Por la forma en que le admiraban sus soldados supe que tenía prestigio como líder. Todos le llamaban Leopardo. Él les correspondía con afecto. Bromeaba con ellos y les decía que no dañaran los retoños cuando trabajaban con la azada. Pareció molesto cuando le anuncié que pertenecía a la Compañía Séptima. Me miró con el rabillo del ojo.

Yo le dije: Tengo una carta para ti. Es de… Se sonrojó antes de que pronunciara el nombre de Yan. Sonreía forzadamente y miraba a su alrededor. Le temblaron levemente las manos cuando saqué la carta y se la tendí. Se la metió en el bolsillo, miró a su alrededor otra vez y luego me guió a través de los campos hasta su oficina. Su compañía parecía estar más consolidada que la nuestra. Tenían más barracones. Los soldados eran más viejos: los varones estaban más delgados y las mujeres más gordas. Todos llevaban sombreros de paja. Cuando llegué hacían un descanso en el trabajo. Las moscas merodeaban atraídas por el olor del estiércol. Los soldados permanecían echados junto al sendero del campo, como patatas; los sombreros les cubrían las caras. La tierra estaba tan caliente como un horno.

Mientras me servía una taza de agua, Leopardo llamó a su asistente, una mujer de baja estatura. Le dijo que me atendiese mientras él salía de la habitación. La mujer baja se presentó como Vieja Wong. Empezó a hablarme de los progresos de la Revolución Cultural en aquella compañía. Se detenía constantemente para mirarme. Quería recordarme que no estaba tomando notas. Entornó los ojos para demostrar su descontento. No le presté mucha atención. Esperaba ansiosamente a que volviera Leopardo. Me esforcé para no mirar por la ventana. Finalmente, Leopardo regresó. Sin ninguna expresión concreta en la cara, preguntó si ya habíamos acabado. Oh, sí, dije, con la esperanza de deshacernos de Vieja Wong. Pero enseguida mostró que su intención no era ésa. Me preguntó si había algo más que quisiera saber. No entendí el porqué de esa pregunta: sabía exactamente lo que quería. Me quedé allí sentada observándolo. Leopardo jugueteaba con una goma. Estaba nervioso. La goma se rompió y salió rebotada contra la cara de Vieja Wong, que gritó y se llevó las manos a las mejillas. Él dijo: Lo siento, y sacó un cigarrillo del cajón. Lo encendió y empezó a sacudirlo antes de que hubiera ceniza. Vieja Wong preguntó si debía llamar a un tractor para enviarme de vuelta. Leopardo hizo un gesto afirmativo. A mí no me entraba en la cabeza que estuviera comportándose así, pero no sabía qué hacer.

Me subí al tractor. El conductor encendió el motor. Miré a Leopardo. Me pareció que no era muy guapo. Apartó la mirada. Temía demasiado ser descubierto. Era un cobarde. Empezó a caerme mal porque Yan corría el mismo riesgo y no estaba asustada. En cambio él, como hombre, no tenía agallas.

Aquella noche, en la mosquitera, Yan me preguntó cómo había ido la visita. Yo temía herirla si le contaba la verdad. Le dije: Oh, parecía muy excitado. Yan me preguntó si iba a contestar a su carta. Asentí con la cabeza y le contesté que sí en tono seguro. Yan se sintió satisfecha. Me pidió que le escribiera otra carta por ella.

Envié cuatro cartas a Leopardo en dos meses. Él jamás escribió una respuesta. Me volví antipática con él cuando lo visitaba. Deseaba poder fustigarlo del mismo modo que se hace con una vaca para conseguir que se enamorara de Yan. Un par de veces me dio la impresión de que ella quería hablar conmigo, pero siempre se las arreglaba para apagar el interruptor antes de conectar la luz. Me quedé pensando por qué actuaba con tanta reserva. Conocía a Yan lo suficiente para saber que no le importaba nada aparte de estar con él. Ella no era capaz de ocultar sus sentimientos. Los atraparían como a Pequeña Hoja y a su amante instruido. Perderían sus puestos en el Partido. Si hacían público su amor, el cuartel general de la granja les daría una fecha para casarse y luego les asignarían una pequeña habitación en los barracones como hogar permanente. Se acabarían los chismes y la posibilidad de volver a Shanghái se perdería para siempre. Les darían el título de campesinos locales en cuanto se instalaran. ¿Era esto lo que Leopardo quería para su vida? De pronto lo dudé.

Lo sentí por Yan. Estaba tan enferma de amor… Cada noche escuchaba sus murmullos y la consolaba inventando historias sobre los milagros del amor. Me gasté todos los cupones de azúcar con ella porque era una adicta al azúcar. Se comía las mazorcas de maíz simplemente porque eran dulces. Para seguir compartiendo la cama con ella, continué poniendo el frío como excusa. Le dije que no limpiara la mosquitera porque la suciedad la volvía menos transparente. Cuando estaba la luz encendida, podíamos distinguirlo todo en la habitación, pero nadie era capaz de vernos.

A pesar de su mal de amores, delante de la tropa Yan continuaba siendo tan dura como una roca. Hizo que la compañía disputara una competición de trabajo con nuestra vecina, la granja de la Estrella Roja. Teníamos que cavar un canal. La actuación de Yan fue admirada por miles de personas. Pero por la noche era más tierna que el pan fermentado. Yo disfrutaba viendo su sonrojo cuando leía mis cartas. Le pedí que se imaginara que era mi amante e insistí en que me explicara los detalles que podría usar yo la próxima vez que escribiera. Ella hacía una mueca y decía: ¿Sabes cómo compran caquis los campesinos locales? Escogen los más blandos. Esto es lo que estás haciendo conmigo. Le dije que tenía que saber los detalles porque, si no, ¿cómo se suponía que iba a describirlos? Me dijo: ¿Dónde está tu imaginación? Le repliqué que uno no podía imaginar algo que no intuía. Me puso el índice en los labios y me pidió que me callara. Susurró que contaba con las sensaciones pero que no podía expresarlas en palabras. Estaba demasiado turbada con aquello. Me cogió la mano y la apretó contra su pecho. Me pidió que sintiera su corazón.

Deseé ser la sangre de aquel órgano. En el martilleo de sus latidos, en los jadeos de su pecho, percibí una ciudad caótica. Una fuerza mítica me arrastró hacia ella. Sentí la llamarada de un fuego que crecía en mi interior. Yan llevaba una camisa fina con un sujetador debajo. La camisa tenía el color de las raíces. El sujetador era completamente blanco. Sus bragas de color rojo intenso avivaban el fuego. Mientras estiraba perezosa su cuerpo, mi corazón desencadenó todo su furor.

Con los ojos cerrados, Yan puso mis manos en sus mejillas. Tras abrir los ojos con lentitud, se quedó mirándome fijamente. Entreabrió los labios. Yo no podía soportar el modo en que me miraba, como agua que penetra las rocas. La pasión le encendía la mirada.

Hice un esfuerzo por apartar la vista y observé el techo de la mosquitera. Oí toser a Lu. Estaba sentada un metro más allá, junto a la mesa, concentrada en Mao. Pasó una página.

Bajo las mantas, los brazos de Yan rodeaban mi cuello. Me estrechó contra ella. Sus pechos se apretaban contra mi espalda. Hizo que me volviera hacia ella. Se soltó una de sus trenzas, luego guió mis manos para que le soltaran la otra. Alisé su pelo suelto con los dedos.

Oí a Lu que se cepillaba los dientes. Escupió, luego cerró la puerta y apagó la luz. La estructura de la litera se tambaleó al trepar a su cama. Esperé a oír sus ronquidos. Yan empezó a susurrarme a la oreja, recitando alguna de las frases que yo había usado en sus cartas. Era un brote de arroz en un verano de sequía.

Continué mandando cartas a Leopardo cada dos semanas. Él decía: Gracias por las cartas, y nada más. Volvía a Yan con las manos vacías. Una noche, mientras escribía otra carta, Yan permaneció echada a mi lado, llorando. Me dijo que sabía que todo lo que le había contado sobre Leopardo era mentira. Dijo: Tus manos son demasiado pequeñas para cubrir el cielo. Me has puesto en ridículo. Lo dijo tranquilamente. Un ridículo lamentable, añadió. Rompí la carta, sintiéndome culpable. Le contesté que había hecho aquello porque no se me ocurrió qué otra cosa podía hacer. Le expliqué que sentía haberle ocultado algo. Me respondió: No tienes que disculparte. Le dije que quizá él simplemente estuviera asustado y necesitase más tiempo. Ella movió la cabeza, sonriendo con pena. Dijo que no era lo suficientemente guapa para él, que no era lo suficientemente inteligente, que no era lo suficientemente femenina. Era tonta del bote. Una estúpida y nada más. Cogió un espejo y lo volvió hacia sí. Después de estar un largo rato mirándose, dijo que veía un rostro viejo y deteriorado por la intemperie. Dijo que tenía veinticinco años y que no poseía nada aparte de inútiles cargos en el Partido. Tenía lo que se merecía porque uno recoge lo que planta. Ella merecía solo condecoraciones.

No podía soportar su tristeza. Me perturbaba que dijera que no tenía nada aparte de cargos del Partido. Me tenía a mí. Fui hasta ella y le aparté el espejo de la cara. Me sentía incapaz de decir nada. Quería decirle: Eres muy muy hermosa. Adoro todo lo que hay en ti. Si fuera un hombre, moriría por tu amor.

Hacia las cuatro de la tarde ya pude dar permiso a mi pelotón para irse. Estábamos arreglando un puente. Mi política era que, una vez finalizada la tarea, les permitía tener el resto del día libre. Les caía bien a los soldados. En muchos casos, los que acababan el trabajo se quedaban para ayudar a los otros en respuesta a mi llamada de «llevar adelante el espíritu de colaboración comunista». A Lu no le gustaba mi política; la llamaba «una mierda de pacto capitalista». Me pidió que la cambiara y no pude más que acceder. Pero cuando no estaba inspeccionando, hacía las cosas a mi manera.

En cuanto el trabajo estuvo hecho, crucé el puente caminando. A un lado del canal había un gran lema pintado sobre un lienzo, montado sobre gruesas cañas de bambú, que decía: «No temas la muerte ni el trabajo duro». Nosotros mismos habíamos construido el canal durante mi primer invierno en la granja, casi un año antes. Me sentía orgullosa cada vez que caminaba junto a él.

Aquel día en concreto, mientras andaba junto al río, oí a un barquero local que me llamaba desde su barca. Me dijo que fuera a toda prisa: había descubierto un cuerpo ahogado. Corrí hasta la barca. Era un cuerpo de mujer. El barquero le dio la vuelta lentamente, como a un rollito relleno en una sartén. Ante mí apareció Pequeña Hoja. Me quedé sin aliento. Su rostro estaba hinchado. Toda la cabeza se había inflado como una calabaza. Había marcas de cortes en sus brazos y piernas. El barquero dijo que parecía que la hubieran atacado. ¿Ves esos cortes? Debió de forcejear, pero se quedó enredada en las hierbas. Me quedé paralizada.

Alguien dio la noticia a Yan. Bajó corriendo desde el puente como un caballo enloquecido, con su cabello echado hacia atrás desde la raíz. Tenía el rostro azul y rojo como si hubiera sido golpeado. No quiso escuchar al barquero cuando le dijo que era inútil intentar un auxilio boca a boca. Lleva horas muerta, dijo el barquero. Yan seguía apretando y apretando el pecho de Pequeña Hoja. Destilaba abundante sudor, que caía en pequeños regueros. Su camisa no tardó en quedarse empapada. No paró hasta que estuvo totalmente agotada.

El cuartel general de la granja del Fuego Rojo celebró una ceremonia especial en recuerdo de Pequeña Hoja. Se la honró como camarada destacada y fue admitida a título póstumo en la Liga de Juventudes del Partido Comunista. La abuela de Pequeña Hoja asistió a la ceremonia. Era hermosa como su nieta. Tenía la elegancia de una cantante de ópera. Estrechó entre los brazos a Pequeña Hoja. No tenía lágrimas en los ojos; su rostro estaba más pálido que el de la muerte. Lu, que representaba al comité del Partido de la granja, le entregó un cheque por valor de quinientos yuans como muestra de condolencia. La abuela de Pequeña Hoja cogió el cheque y se lo quedó mirando.

Yan se marchó repentinamente. Dijo que no volvería para la cena. Fui a buscarla, recorrí toda la granja antes de encontrarla finalmente sentada debajo del puente. El cántaro que usaba para recoger las culebras estaba a su lado. Pocos días antes me había dicho con gran satisfacción que ya había llegado a la cifra redonda —cien culebras— y que esperaba que Pequeña Hoja volviera a sus cabales por arte de magia.

Di unos pasos para aproximarme a Yan y vi que, una a una, estaba arrancando la cabeza de cada culebra. La sangre marrón oscura de las culebras se esparcía por su cara y su uniforme.

Cuando todas las culebras estuvieron partidas, cogió el cántaro y lo estrelló.

Me puse a su lado. Se agachó a mis pies y la abracé en cuanto empezó a llorar.

Después de la muerte de Pequeña Hoja, Yan ya no fue la secretaria del Partido ni la comandante que yo conocía. También me transformó a mí, como hizo consigo misma. Discutíamos sobre los motivos por los que estábamos perdiendo de vista el «brillante futuro» que el Partido había trazado. Nos preguntábamos por qué cada vez éramos más y más pobres si habíamos estado trabajando con tanta dureza en la tierra. Nuestro salario mensual de veinticuatro yuans apenas daba para comida, queroseno y papel higiénico. Nunca había podido comprarme ropa nueva. ¿Iba a transcurrir así el resto de nuestras vidas? La ironía era cruel: la granja del Fuego Rojo era un modelo de colectividad comunista, estaba marcando el futuro. Era una de las diez granjas en el mar de China Oriental. Ninguna de estas granjas —Estrella Roja, Centella Roja, Cuatro de Mayo, Siete de Mayo, Vanguardia, Mar de Oriente, Larga Marcha, Viento del Mar, Cosecha del Mar y nuestra granja—, con un total de más de doscientos mil jóvenes urbanos enviados a trabajar y a vivir allí, producía ni siquiera comida suficiente para alimentar a su población. Las granjas habían estado recibiendo anualmente suplementos alimentarios del gobierno y éste había dejado claro a los cuarteles generales que el año próximo no recibirían más ayuda. Nos preguntábamos qué queríamos decir realmente cuando gritábamos: «Sudando intensamente, cultivando más cosechas para apoyar la revolución del mundo».

Yan perdió el interés por dirigir las reuniones políticas de estudio. Se volvió vulnerable, débil y triste. Nos peleábamos. Decía que quería abandonar su puesto, que había dejado de ser la persona adecuada para aquel trabajo. Lu encaja mejor. Le contesté que no me gustaba ver cómo se convertía en una decadente: El desánimo no nos salvará. Dijo que dejarlo era la única salida que le quedaba. Yo le pregunté: ¿Qué pasará cuando tú lo dejes y Lu tome el poder? ¿Seguiremos durmiendo juntas? Ella soltó: No sabía que te gustara mi poder más de lo que te gusto yo. Le respondí: No es el poder lo que tienes en tus manos, son nuestras vidas. No es que puedas mejorarlas pero puedes empeorarlas. Dijo que su vida era una inutilidad, que aquello era una cárcel. Le pregunté: ¿Adónde podríamos ir? ¿Cómo podríamos escapar? Había mosquiteras por arriba y culebras por abajo. Si echábamos a correr, moriríamos. Mao y el Partido habían marcado nuestro destino. Debíamos continuar así para siempre.

Yan se marchó para hacer una instrucción política intensiva de siete días en el cuartel general de la granja. Dormí sola. Y empecé a trastornarme. Temía perderla cuando ella y Leopardo se encontraran de nuevo. Tenía una impresión extraña, una sensación de aturdimiento continuo. Soñaba con Yan por la noche. Esperaba con anhelo la puesta de sol y que el día anunciara su fin. Yan se convirtió en mi amante durante su ausencia. Con la puesta de sol nació en mí un nuevo sentimiento hacia ella. Su color borró la oscuridad de mi corazón.

Escribí a mis padres en Shanghái. Les hablé de la secretaria del Partido, la comandante Yan. Les dije que éramos muy buenas amigas. Era una jefa justa. Era como un gran árbol con ramas repletas y follaje frondoso, y yo disfrutaba del aire fresco sentada a su sombra. No podía llegar más allá con mis explicaciones. Le dije a mi madre que la granja estaba bien y yo también. Mencioné que los padres de algunas de mis compañeras de cuarto habían venido de visita, aunque la granja no merecía el viaje.

En vez de escribir una carta de respuesta, mi madre vino a visitarme. Yo estaba en plena faena, rociando los campos con productos químicos. Orquídea me dijo que había llegado mi madre. No me lo creí. Señaló a una mujer cubierta de polvo que estaba de pie en el camino. Ahora dime que mentía, dijo. Me quité el depósito de productos químicos y fui hacia ella. Mamá, dije, ¿quién te ha dicho que vinieras? Mi madre sonrió, y dijo: Una madre siempre puede encontrar a su hija. Me arrodillé para quitarle los zapatos. Tenía los pies hinchados. Vertí un cuenco de agua sobre ellos. Me preguntó cuánto pesaba el depósito de fungicida. Treinta kilos, contesté. Mi madre me dijo: Tienes la espalda empapada. Yo contesté: Lo sé. Ella continuó: Está bien que hayas trabajado duro. Le expliqué que era jefa de pelotón.

Mi madre dijo que se sentía orgullosa. Le contesté que eso me satisfacía. Añadió que no había traído nada porque Flora acababa de terminar la escuela secundaria y había sido destinada a un internado profesional. También le habían retirado a ella el número de residente en Shanghái. No tenemos dinero para comprarle una manta nueva; sigue usando la que tú dejaste. Es bueno ser ahorrador, ¿no crees?, dijo mi madre. ¿Y cómo está Coral?, le pregunté. ¿La destinarán a una fábrica? Mi madre asintió y dijo que había estado rezando para que esto sucediera. Aunque sea duro decirlo (mamá meneó la cabeza), Coral tiene miedo a marcharse. La gente de la escuela dice que si demuestra alguna incapacidad física, sus oportunidades de permanecer en Shanghái serán mucho mayores. Coral no fue al médico cuando padeció una grave disentería. Intentaba estropearse el intestino para poder alegar una incapacidad. Fue estúpido, pero no fuimos capaces de impedirlo. Muchos jóvenes del vecindario hacen lo mismo; tienen miedo de que los destinen a las granjas. Coral es muy desgraciada. Dijo que ella nunca pidió haber nacido, me lo echó en cara. Mi hijita me lo echó en cara.

Aquella noche instalé a mi madre en la cama de Yan. Quería hablar con ella pero me quedé dormida en cuanto mi cabeza tocó la almohada. A la mañana siguiente, mi madre dijo que sería mejor que se marchara. Me dijo que no debería sentir lástima de mí misma: Es una muestra de debilidad. Su presencia podía aumentar mi debilidad y ésa no era su intención. Ella no debía acudir ahí para que los soldados sintieran más nostalgia. Yo no podía negar que me sentía débil, ni que mi conducta pudiera influir en los otros. Quería llorar en brazos de mi madre, pero me sentía adulta desde los cinco años. Mi madre debía verme fuerte, o no sobreviviría. Dependía de mí. Le pregunté si no quería que la llevara a dar una vuelta por la granja. Aseguró que ya había visto suficiente. Ya bastaba de tanta tierra yerma y salobre. Dijo que era hora de regresar.

Mi madre no preguntó por Yan, en cuya cama había dormido la noche anterior. Me habría gustado que lo hubiera hecho. Deseaba poderle contar algo de mi vida real. Pero no preguntó. Sabía que la razón era el cargo de secretaria del Partido de Yan. Mi madre temía a los secretarios del Partido. Ya había sido víctima de muchos de ellos. Huyó antes de que le presentara a Yan. Mi madre se negó a que la acompañara a la estación de autobús de la granja. Era tozuda. Se alejó caminando ella sola entre el polvo. A pesar de la objeción de Lu a que me ausentara durante unas horas, la seguí a través del campo de algodón. No descansó durante casi cinco kilómetros. Se alejaba caminando de cuanto había visto: la tierra, las hijas de Shanghái, la prisión. Se escapaba como una niña. La observé mientras esperaba el autobús. Aparentaba más años de los que tenía: tenía cuarenta y tres años pero parecía que tuviera sesenta o más.

Cuando el autobús se la llevó, me adentré corriendo en los campos de algodón. Corrí hasta agotarme y me quedé tumbada sobre la espalda. Lloré y grité el nombre de Yan.

El día programado para su regreso anduve kilómetros para darle la bienvenida. Cuando el tractor apareció en un camino transversal, el corazón estuvo a punto de saltarme por la boca. Ella bajó de un brinco y corrió hacia mí. Su bufanda se fue volando. El tractor continuó avanzando. De pie ante mí, estaba guapísima con su uniforme.

¿Lo viste?, le pregunté, recogiendo su bufanda y devolviéndosela. ¿Leopardo?, sonrió mientras cogía la bufanda. ¿Y?, añadí yo. Me pidió que no volviera a mencionar nunca más el nombre de Leopardo en nuestras conversaciones. Todo ha terminado, no pasó nada. Le pregunté qué había sucedido. Nos sentimos tan extraños como antes. ¿Estaba allí?, insistí. Sí, estaba. ¿Hablasteis? Sí, nos saludamos. ¿Qué más? Leímos los informes de nuestras compañías, y eso es todo.

No parecía dolida. Su mal de amores había desaparecido. Dijo: Nuestro gran líder el presidente Mao nos enseña: «Un proletario primero debe liberarse a sí mismo para liberar al mundo». Me frotó la nariz. Le dije: Hueles a jabón. Me contestó que había tomado un baño en el cuartel general. Ése era el trato especial que daban a los secretarios del Partido. Tenía algo importante que contarme. Me dijo que pronto dejaría la compañía.

Cerré los ojos y me relajé en sus brazos. Permanecimos echadas apaciblemente durante un buen rato. Ahora soy yo la que desearía que fueras un hombre, le dije. Me contestó que eso ya lo sabía. Me abrazó más fuerte. Escuché el sonido de su corazón aporreando. Aparentábamos no estar tristes. Éramos valientes.

Yan me contó que la habían destinado a una compañía aislada, la Compañía Treinta. Necesitaban un secretario del Partido y comandante para dirigir a ochocientos jóvenes. ¿Por qué tú? ¿Por qué no Lu? Es una orden, me dijo. No me pertenezco a mí sola. Le pregunté si la nueva compañía estaba muy lejos. Respondió que eso temía. Dijo que era horrible, lo mismo que aquí, peor seguramente porque estaba más cerca del mar. Le pregunté si quería ir allí. Contestó que no confiaba en poder conquistar esa tierra, que no entendía cómo se había vuelto tan miedosa. Dijo que no quería dejarme. Sonrió con tristeza y recitó un refrán: «Cuando el invitado se ha ido, el té no tarda en enfriarse». Yo le respondí que mi taza de té nunca se enfriaría.

Lu apagó temprano la luz. La compañía había tenido una dura jornada recogiendo arroz. En la habitación, los ronquidos subían y bajaban. Yo estaba contemplando la luz de la luna cuando sentí las manos de Yan que me tocaban con ternura la cara. Sus manos me acariciaron el cuello y los hombros. Dijo que su obligación era aguantar el dolor de dejarme. Los ojos se me llenaron de lágrimas. Pensé en Pequeña Hoja y en el hombre instruido. Su dicha y el precio que pagaron. Lloré. Yan me abrazó. Dijo que no podía contenerse. Su sed era espantosa.

Yan echó las mantas por encima de las dos. Respiramos nuestros alientos. Tomó mis manos para que tocaran sus pechos. Ella también me acariciaba, temblando. Murmuró que desearía poder expresarme la felicidad que yo le procuraba. Le pregunté que si para ella yo era Leopardo. Me envolvió con sus brazos. Dijo que nunca hubo ningún Leopardo. Fui yo quien lo creó. Le dije que era la misión que ella me había dado. Me contestó: Hiciste un gran trabajo. Le pregunté si sabía lo que estábamos haciendo. Respondió que no sabía nada aparte del Pequeño Libro Rojo. Le pregunté qué cita se aplicaba a aquella situación. Recitó: «Uno aprende a librar la batalla librando la batalla».

Le dije que no podía verla porque mis lágrimas no dejaban de brotar. Susurró: Olvídate de mi marcha por ahora. Le dije que no podía. Dijo: Quiero que me obedezcas. Siempre te ha ido bien cuando me has obedecido. Lamió mis lágrimas y dijo que era así como iba a recordarnos a las dos.

Deslicé lentamente mis manos por su camisa. Guió mis dedos para que desabrochara su sostén. Los botones estaban ajustados, eran cinco. Finalmente, el último se soltó. En el momento en que toqué sus pechos, sentí un dulce sobresalto. Mi corazón latió desordenadamente. Un caballo salvaje se libró de sus riendas. Susurró algo que no pude oír. Yan era nieve que se fundía. Yo ya no sabía qué papel estaba interpretando: su hombre imaginado o yo misma. El caballo salvaje continuó cabalgando. Me trasladé a donde salía el sol. Sus labios tenían el color de un tomate. Dentro de mí se levantó un vendaval mezclado con truenos. Estaba embelesada por el deseo. Quería ser tocada. Sus manos me rozaron los pechos. Mi mente enloqueció. Mis sentidos se reanimaron frenéticamente con un fuego violento. Le rogué que me abrazara con fuerza. Oí una suave voz que se elevaba en la parte posterior de mi cabeza pidiéndome que me detuviera. Al vacilar, ella tomó mis labios y me besó ardientemente. La suave voz desapareció. Me perdí en las caricias.

Yan no fue a la Compañía Treinta. La orden fue cancelada porque el cuartel general fue incapaz de conectar allí la tubería de agua potable. Cuando nos enteramos de la noticia gritamos «Una larga, larga vida para el presidente Mao». Lu se sintió decepcionada. Ella habría ocupado el puesto de Yan si ésta se hubiera marchado. Dijo que la lluvia tenía la culpa. Llovía demasiado y malograba su suerte.

Estábamos en mayo. Los cultivos brotaban. Durante los cinco últimos meses, el cuartel general había ordenado que los líderes de la compañía se ocuparan de la conciencia política de sus soldados. Solo cuando sus mentes avancen políticamente, la cantidad y la calidad de los productos habrá avanzado. Ésta es la clave para nuestro éxito económico. Lu leyó las instrucciones a la compañía en voz alta. Dijo que se requería de cada uno de los soldados que dijera unas palabras en la reunión de autocrítica. Lu se enfadaba durante estas reuniones cuando, como era habitual, dos terceras partes de la gente se quedaba amodorrada. Lu decía que debía de haber un enemigo de clase escondido entre los soldados. Tenemos que tensar más la cuerda de la lucha de clases en nuestras mentes para mantenernos invencibles, añadió.

Para incitarnos a trabajar más duro, Lu pasó además la siguiente orden: solo se nos permitiría mear o cagar dos veces al día durante las horas de trabajo, y no podríamos permanecer en los aseos más de cinco minutos. Cualquiera que incumpliera esta regla sería criticado duramente. Solo los burros perezosos cagan más veces, dijo Lu. ¡Y los burros perezosos merecen que se les azote sin piedad!

Cuando Lu le pidió a Yan que diera unas charlas de movilización a las masas, Yan dio un paso adelante frente a la tropa y dijo: Por favor, repetid después de mí: El presidente Mao nos enseña: «Confía en el pueblo». Disolvió la reunión en menos de un minuto. Lu dijo: No podemos esperar que las tachuelas estén derechas si las vigas no lo están. Yan soltó: ¿Qué problema tienes? Dando golpecitos con la pluma sobre su cuaderno, Lu dijo: Camarada secretaria, creo que tienes termitas espirituales en la casa de tus pensamientos. ¿Ah sí? Yan miró a Lu de soslayo. ¿Sabes de dónde he sacado esas termitas? De ti. Tienes la mente atestada de termitas. No tienes vigas ni tachuelas limpias en la casa de tu mente. Fueron devoradas hace mucho tiempo. Y ahora tus termitas tienen hambre, te salen trepando por los ojos, de los agujeros de las orejas, la nariz y el culo para comerse las casas de los demás. Yan se fue andando, y dejó lívida a Lu.

Aunque mis excusas sobre el tiempo frío sonaban cada vez menos convincentes, seguía durmiendo con Yan, fingiendo que se había convertido en un hábito. Lu empezó a inquietarse. Dijo que no era saludable que dos personas se apartaran del resto. En una reunión de miembros del Partido señaló que Yan había perdido su autodisciplina y que estaba desarrollando una tendencia peligrosa hacia el revisionismo. La criticó por separarse de las masas y formar una facción política. Yan me pidió que ignorara a Lu; dijo que era una chinche política.

Una tarde me encontré con que mi cama había sido registrada. Más tarde, aquella misma noche, advertí también que los ronquidos de Lu habían cesado. Me preguntaba si había estado escuchándonos. Al día siguiente Lu se acercó y dijo que le gustaría hablar conmigo. Me preguntó qué hacía con Yan en la fábrica de ladrillos. Le dije que practicábamos el erhu. Replicó: ¿Es eso todo? Sus ojos me decían que no se lo creía ni por asomo. Ya sabes que he estado recibiendo informes de las masas sobre vosotras dos. Siempre usaba «las masas» para afirmar algo que ella quería decir. Le dije: Lo siento, no te entiendo. Me respondió: Estoy segura de que me entiendes perfectamente. Sonrió. Me he dado cuenta de que habéis estado poniéndoos la una ropa de la otra.

Era verdad que Yan y yo habíamos procurado tener el mejor aspecto posible. Era cierto que llevábamos la una la ropa de la otra y que yo me había puesto el cinturón de siete centímetros. Le pregunté a Lu si aquello era un problema. No me contestó. Se alejó con una sonrisa, como diciendo: Ya veremos. Esa misma noche, en la pared de la cafetería apareció un nuevo lema. Decía: «Sed conscientes de las nuevas pautas de la lucha de clases». Lu pronunció una charla en la reunión de la noche para llamar la atención sobre «los corruptores ocultos en las filas proletarias». Recalcó que la compañía no debería permitir que una cagadita de ratón echara a perder todo un tarro de papilla.

Aquella misma noche, Yan me dijo que Lu estaba solicitando secretamente a los altos cargos del Partido la aprobación para una inspección a medianoche en todas las mosquiteras. Sugirió que dejáramos de dormir juntas. Debes obedecerme, dijo Yan en tono imperativo. Yo le contesté: De acuerdo, pero después de esta noche. Yan me cogió entre sus brazos. Sentí como si sus brazos estuvieran a punto de romperme las costillas.

A la mañana siguiente, me desperté con un aliento poco familiar sobre mi rostro. Abrí bruscamente los ojos. Vi una cabeza borrosa que se balanceaba ante mí. Me quedé horrorizada: era Lu. Estaba en nuestra mosquitera observándonos.

Mi corazón soltó un grito desgarrador. Intenté mantener el control. Cerré los ojos para fingir que continuaba durmiendo. Empecé a temblar. Si Lu levantaba las mantas, Yan y yo quedaríamos expuestas desnudas. Lu podría hacer que nos arrestaran de inmediato. Sentí el aliento de Lu que se volvía más entrecortado. Bajo las mantas, mis dedos agarraban firmemente la sábana. Recé; a quién, no lo sabía. Simplemente recé. Sentí que la cabeza de Lu se acercaba cada vez más a mi cara. Su mano se estiró hasta mi cuello y tocó el extremo de la sábana.

Yan, dormida, se dio la vuelta de cara a la pared. La sombra de Lu se escabulló. Me quedé paralizada. Cuando volví a abrir los ojos, Lu se había marchado.

Lu dejó de hacerme preguntas. Por otro lado, observé que, allí adonde fuera, era perseguida por Lu o por alguna de sus personas de confianza. Me había convertido en el objetivo de Lu para atacar a Yan.

Resultaba duro no poder estar cerca de Yan. Mi vida carecía de sentido. Yan actuaba con más severidad que antes. Trabajaba duro y no demostraba ninguna emoción. Arrastró tras de sí a Lu para que fuera su compañera en el transporte de piedras. Para agotar a Lu, cogía un capazo lleno y caminaba lo más rápido posible. Aunque Lu se retorcía como una gamba cuando trabajaba con Yan, nunca se quejaba. Como si supiera que algún día iba a ganar, soportaba el dolor casi con alegría. Un par de veces la vi enjugándose las lágrimas por la noche mientras tomaba notas al estudiar.

Ya sabes, en realidad no me importa si me cuelgan el cuerpo boca abajo o me pinchan el trasero con una aguja, me dijo Lu levantando la cabeza de su libreta con una sonrisa espantosa. Todo lo que necesito es fe.

Tres semanas más tarde, un atardecer después del trabajo, cuando no había nadie en nuestra habitación, le rogué a Yan que dejara de torturar a Lu. Le pedí que pensara en las consecuencias. Le dije: No olvides que un perro saltaría sobre un muro si se sintiera arrinconado. Yan me empujó contra la puerta y dijo: Lu quiere poder, quiere obligarme a abandonar mi puesto. No importa si soy agradable con ella o no, ha decidido ser mi enemiga. Sabe muy bien que degradándote a ti me degrada a mí. Luego Yan me contó que dos semanas antes, en el cuartel general de la granja, cuando ella me propuso para miembro del Partido Comunista, Lu planteó una objeción. No permitirá que a un tigre le crezcan un par de alas, me dijo Yan. ¿Entiendes? ¡Tú eres mis alas!

Le dije que, de todos modos, no me importaba en realidad unirme al Partido. Pero necesitas ser miembro del Partido, dijo Yan, es un arma para tu futuro. Yo le pregunté: ¿Qué podrías hacer contra la objeción de Lu? «Si alguien toma la iniciativa e intenta hacerme daño, yo reaccionaré haciéndole daño». Yan recitó la cita de Mao y continuó: He ido al cuartel general esta tarde. El jefe quería hablar conmigo sobre la promoción de Lu. He hecho lo mismo que ella te hizo a ti. He ajustado las cuentas, utilizando sus mismas armas. Y he tenido éxito. El jefe ha desistido de hacer la propuesta.

Le pregunté qué pensaba hacer respecto al odio que sentía Lu. Dijo que no le importaba lo más mínimo puesto que ella misma era un perro arrinconado. Caminábamos por un sendero brumoso pisando el rocío. Le dije que estaba cansada de la vida y que odiaba ser una bala colocada en la recámara de un rifle. Yan contestó que ella se sentía del mismo modo. Pero es mejor luchar que ser despedazado vivo, dijo. Debe de ser nuestro destino que hayamos nacido en este tiempo. Si no puedes volver al vientre de tu madre, es mejor que aprendas a ser un buen luchador.

Llegaron las vacaciones de la fiesta de primavera. Para dar ejemplo a los soldados, Yan y yo nos ofrecimos como voluntarias para vigilar la propiedad de la compañía durante las vacaciones, y así poder pasar algún tiempo juntas. Tras la partida del último soldado, al amanecer, Yan y yo nos fuimos a los campos a recoger rabanillos y coliflores. Aquella noche preparamos una sopa deliciosa.

Después de cenar, ya adentrada la noche, Yan y yo fuimos a dar un largo paseo por el campo helado. Tuve la sensación de encontrarme completamente en paz, en cuerpo y alma a la vez. Miré a Yan, sus rasgos endurecidos contra el cielo negro. Era una diosa de hierro. Una vez más sentí veneración por ella e hizo que me quedara sin habla. Caminé hombro con hombro a su lado. Tenía la mirada perdida en la distancia lejana, concentrada en sus pensamientos. El aire frío era vigorizante. Respiré profundamente. Yan estaba pensando en su futuro y en el mío, de eso estaba segura. Me deprimía estar al tanto de sus pensamientos. ¿Qué control teníamos sobre nuestro futuro? Ninguno. La vida que estábamos viviendo era el futuro que se nos había asignado, igual que a nuestros padres: un trabajo para toda la vida, un tornillo que, ajustado a una máquina revolucionaria en funcionamiento, no se tiene en cuenta hasta que se rompe.

Yan cogió mi mano y la sujetó con fuerza. Nos sentamos entre los juncos oscuros, deprimidas y contentas al mismo tiempo.

Cuando volvimos a nuestra habitación, Lu apareció de forma inesperada. Dijo que quería reemplazarnos o a Yan o a mí, para que una de nosotras pudiera disfrutar de un descanso. Nos sentimos terriblemente defraudadas, pero ninguna de las dos dijo una palabra.

La batalla invisible entre Lu y nosotras era tan dura como el helado barro salado de color marrón. Lu jamás dejaba de observarnos. Se volvió una adicta a esa operación. Yan y yo nos pasábamos la vida eludiendo sus artimañas. Durante el día, repasábamos las existencias de grano que estaban almacenadas y seleccionábamos algodón.

Yan y yo permanecíamos en silencio la mayor parte del tiempo. Por la noche dormíamos en nuestras respectivas mosquiteras y pensábamos la una en la otra. Una tarde descubrí la sombra de Lu escondiéndose detrás de la puerta, escuchando nuestra conversación. Cuando indiqué a Yan dónde se escondía Lu, cogió un palo de madera. Simulando que estaba persiguiendo una rata, abrió de golpe la puerta y puso en evidencia a Lu. Ésta sonrió violenta; dijo que estaba persiguiendo mosquitos para aplastarlos de un palmetazo. Yan se enfadó muchísimo. Un día, cuando Lu estaba en los campos, cogió la calavera de Lu y la lanzó a un hoyo de estiércol. Lu se puso lívida cuando a su vuelta no pudo encontrar el cráneo. Yan no reconoció haberlo hecho. Lu no dijo nada más sobre la calavera, pero cinceló la fecha en la puerta. Cuando observé aquellos trazos torpes pero decididos, pude sentir la fuerza estranguladora de Lu. ¡Tensémosla con fuerza! ¡Sí, más fuerte! ¡Más fuerte!, oí a Lu gritar una noche mientras dormía.

Después de la fiesta de primavera, íbamos cada día a cavar los campos de algodón con nuestras azadas. El viento del mar de la China Oriental se mezclaba con la arena y era cortante como una cuchilla. Penetraba la piel y nos agrietaba los labios. La escarcha echaba a perder los capullos. Los soldados no podían contener su resentimiento y maldecían cuando las tuberías de agua se quedaban heladas por la mañana. Se peleaban por pequeñeces, como quién ocupaba más espacio en las cuerdas de colgar la ropa. Fue inútil que Lu apelara a una «familia unida y armoniosa». Yan estaba atareada intentando descubrir errores de Lu. Quería echarla de la compañía. Lu lo sabía y trataba de hacer lo mismo con Yan.

Yan y yo hacía tiempo que habíamos dejado de encontrarnos en la fábrica de ladrillos, ya que no sabíamos adónde iba a enviar Lu sus perros guardianes humanos. Yan tenía cara de enfado. Empezó otra vez a soltar palabrotas. Aquellos días en la granja había ejecuciones de todo tipo. El cuartel general estaba frustrado por la falta de fe de los soldados. A menudo aparecían en las paredes carteles de personas sentenciadas a muerte. Aquello se llamaba «matar a un pollo para espantar a los monos».

Yan se me acercó un día y me dijo que Orquídea se había convertido en el perro guardián de Lu. Nos había estado siguiendo en secreto. No pude aceptarlo. Dije que Orquídea era una buena persona. Yan respondió que nadie en nuestra compañía seguía siendo una persona. Éramos perros. Nos peleábamos por la comida del otro. ¿No estábamos dispuestos a hacer cualquier cosa para conseguir un mínimo alivio? Lu había estado asignando tareas fáciles a Orquídea, y eso era sospechoso. Le dije a Yan: Ves a un enemigo debajo de cualquier árbol. Dijo que era posible que tuviera razón: La granja del Fuego Rojo es una casa de locos.

Una mañana, mientras estaba cavando en el algodonal con mi pelotón, una furgoneta blanca se acercó por el camino y se paró a nuestra altura. Un grupo de personas bien vestidas con abrigos verdes del ejército salió del vehículo y caminó hacia nosotros. Cuando pasaron a nuestro lado, nos miraron de pies a cabeza con ojos críticos. Tú… Un hombre me señaló de pronto con el dedo. Sí, tú. El hombre se acercó más y preguntó: ¿Cuántos años tienes? Él debía de tener unos cuarenta años. Hablaba en el dialecto habitual, como un mandarín en un anuncio radiofónico. Le dije que tenía veinte. Me preguntó si podía indicarle cómo llegar al cuartel general. Una mujer del grupo tomaba notas de nuestra conversación. Mientras les daba instrucciones, me rodearon, observaron mi perfil, se pusieron en cuclillas, entornaron los ojos para medir mi altura y mis rasgos. El hombre me preguntó si tenía ampollas en las manos. Les enseñé las ampollas de cada una de mis manos, de mis hombros y de mis rodillas. Estudiaron las ampollas y miraron más de cerca mis uñas, que estaban completamente marrones de trabajar con fungicida. Oí que el hombre le susurraba algo a una mujer. La mujer hizo anotaciones en su cuaderno. Pocos minutos después volvieron a su furgoneta. No siguieron las indicaciones que les había dado.

Aquella noche, durante la reunión de estudio, los soldados, en vez de amodorrarse, cuchicheaban acerca de quiénes eran esas personas y por qué habían venido. Finalmente, una muchacha cuya tía estaba trabajando en la Junta Cultural del gobierno explicó la causa: la camarada Jiang Qing, madame Mao, estaba reformando la industria del cine y había enviado a un grupo de sus colaboradores para encontrar muchachos y muchachas con el aspecto adecuado para prepararlos como futuros actores de la industria cinematográfica china.

Buscaban el tipo de aspecto que podría convencer a las masas de que si alguien les ponía un par de bayonetas en el cuello, no renunciarían a las creencias comunistas a cambio de la vida. A los pocos escogidos se les enseñaría a interpretar los papeles principales de las películas. Como requisito político, los candidatos tenían que ser trabajadores, campesinos o soldados destacados.

Le di las noticias a Yan y ella pensó que no se trataba más que de cháchara fantasiosa. Nuestros rostros no respondían en absoluto al ideal de belleza. Éramos patatas marrones. La posibilidad de ser escogidas era tan difícil como encontrar una aguja en un pajar.

Al día siguiente, alguien de la habitación colgó un espejo roto junto a la puerta. Todo el mundo empezó a inclinarse a un lado para echarse un vistazo antes de salir del cuarto. Al mediodía, vi a Lu haciéndose muecas cuando abrí la puerta. Después de unos breves y comprometidos instantes, Lu me dijo que retirara el espejo. Le contesté que no era mío. Dijo: Haz lo que te digo. Añadió que convocaría una reunión aquella noche para tratar de lo que había que hacer para mantenerse apartado de las influencias burguesas. Retiré el espejo y se lo di a Lu. Lu colgó el espejo delante del tablón de anuncios de la compañía y pintó un gran lema debajo como recordatorio: «El derrumbamiento de una presa comienza con el agujero de una hormiga». Aquella noche, Lu habló durante dos horas sobre la importancia de combatir a los enemigos ideológicos invisibles.

El discurso de Lu no impidió que la gente siguiera fantaseando con lo de las estrellas de cine. Los soldados se ponían sus mejores ropas y buscaban todo tipo de excusas para ir al cuartel general y poder pasar junto a las ventanas de aquellos inusuales invitados. A Orquídea y a mí nos mandaron a las tiendas del cuartel general a comprar verduras en conserva. Vimos que el cuartel general estaba lleno de gente. Todo el mundo discutía dónde podían estar los del estudio de cine y oí que alguien decía que, a su regreso, el grupo pasaría por la calzada del Corazón Rojo.

Orquídea me preguntó si deberíamos ir por la calzada del Corazón Rojo cuando vio que otros se movían en esa dirección. Yo dudé. Nunca se sabe, me animó Orquídea. Luego me dijo que, el día anterior, una chica había sido escogida mientras se cepillaba los dientes en la Compañía Trece. Le pidieron que se pusiera más pasta de dientes y que continuara cepillándose mientras le hacían una entrevista.

Orquídea y yo fuimos por la calzada del Corazón Rojo. Esperamos, como otros muchos, fingiendo que simplemente estábamos caminando. Después de media hora vimos aparecer la furgoneta blanca. De pronto todo el mundo se animó mucho y empezó a sonreír a su paso. Yo también sonreí.

Orquídea y yo estábamos en el aseo cuando oímos que alguien recitaba un poema de Mao a viva voz mientras daba rienda suelta a su intestino en el retrete de hombres. «Los cuatro mares tempestuosos… nubes… aguas… cólera», iba recitando el hombre, luego se detuvo. Oí caer la mierda. «Los cinco continentes se agitan… huracanes… truenos enfurecidos». De nuevo el sonido de mierda cayendo.

«Los comunistas son como las semillas». Una muchacha estaba cantando una canción de una cita de Mao detrás de mí. «La gente es como la tierra. Debemos formar parte de la gente allí adonde vamos…». Orquídea aulló: No te entusiasmes demasiado. Te caerás y formarás parte del estiércol. «Florece y echa raíces en el pueblo…», continuó la muchacha.

Una semana más tarde, Yan y Lu fueron convocadas en el cuartel general por el secretario jefe del Partido de la granja para una reunión importante. Volvieron con una noticia: de toda la granja del Fuego Rojo dos mujeres y un hombre habían sido seleccionados para ir al estudio cinematográfico a la primera prueba regional. Yo era una de ellas.

Me miré una y otra vez en el pequeño espejo. Me imaginé que el espejo era una gran pantalla y practiqué con el tipo de expresiones que pensaba agradarían a los millones de personas del público.

Yan me dijo que podía elegir entre bailar o recitar uno de los poemas de Mao durante la prueba. Decidí recitar el poema de Mao «Elogio al ciruelo de invierno». Para Mao, el ciruelo de invierno era el símbolo del Partido Comunista y del Ejército Rojo. Yan me observaba mientras preparaba el recitado. Permanecía allí sentada, como una estatua de Buda. Cuando le pregunté qué tal lo hacía, dijo que veía un fénix dorado que salía remontándose de un gallinero.

Tres días después, el cuartel general mandó a Yan que me llevara a Shanghái para el concurso. La víspera de nuestra partida, Yan no regresó hasta medianoche. Sin decir una palabra, se quitó los zapatos, se metió en la mosquitera y cerró la cortina herméticamente. Sabía lo que pasaba por su mente, pero no podía hacer nada para ayudarla.

¡Apaga la puñetera luz de una vez, camarada Lu!, gritó Yan desde la mosquitera. Aún no he acabado mi estudio; Lu permanecía sentada en su banqueta con resolución. ¡Es hora de dormir!, gritó Yan. Lu se levantó y dijo: ¡Estoy estudiando marxismo! Yan la interrumpió: ¡No me importa si estás estudiando capitalismo! ¡Lo único que quiero es que apagues la luz! Lu se sentó, pasó las páginas y dijo: ¡Deja de actuar como Hitler! Yan saltó de la cama, apagó la luz y volvió a su mosquitera. Lu volvió a encender la luz. ¡Serás puta!, gritó Yan, furiosa, abriendo la cortina de la mosquitera. Cogió el erhu de debajo de la cama y lo arrojó contra la bombilla, que se rompió junto con una de las cuerdas del erhu. Mañana informaré de todo al cuartel general, dijo Lu en la oscuridad.

Permanecí en silencio. ¿Qué podía decir? Era la posibilidad de mi partida lo que perturbaba a Yan. A pesar de lo mucho que deseaba que me fuera de aquel lugar, el hecho de que me marchara significaría que ella no tendría a nadie más en quien confiar. Puesto que su fe en el comunismo había empezado a desmoronarse, ya no era tan fuerte emocionalmente. Yo no tenía ni idea de adónde iría yo a parar si ganaba el concurso.

A la mañana siguiente, Yan parecía serena. Vertió en mis gachas todo el azúcar que había reservado últimamente. Lu nos miró mientras Yan iba a poner en marcha el tractor y me daba prisa para que montara. Los soldados observaban en silencio. Yan me llevó al cuartel general a que me pusieran el sello para salir de la granja. Nos cambiamos al camión que iba a Shanghái.

Nos sentamos muy juntas en el camión descubierto de la granja. Empezó a llover después de que cruzáramos los confines del campo y nos aproximáramos a la ciudad. Intenté no pensar demasiado en lo que sucedería si Yan y yo nos separáramos para siempre. Yan sacó de su bolsa un pedazo de plástico para protegerme de la lluvia. Intenté tirar del plástico para taparla a ella. No te molestes, dijo en tono impaciente. La cogí del brazo y le dije: Quizá ni siquiera pase el concurso regional. No te atrevas a restregarme la mierda por la cara, contestó.

La entrada del Estudio de Cine de Shanghái era más solemne de lo que yo había imaginado. Delante de mí había un gran macizo de flores con dos edificios de color rojizo oscuro que se alzaban imponentes a ambos lados. Yan y yo caminamos a través de los estudios donde vimos fondos oceánicos pintados y buques navales de cerámica. Nos perdimos y acabamos en un lugar donde vimos casas quemadas y un puente derrumbado. Exploramos túneles subterráneos, árboles artificiales, partes del cuerpo humano de plástico vestidas con uniformes del Ejército Comunista, uniformes del ejército japonés y una bandera japonesa quemada.

Un guardia de seguridad nos persiguió gritando. Le enseñamos nuestra carta oficial. Nos guió hasta la sala de interpretación, donde había muchos jóvenes reunidos. Fuimos conducidas a nuestros asientos. Miré a mi alrededor. Un lema en rojo colgaba por encima del escenario: «¡Consagra toda tu energía a la empresa cultural del Partido!». Había otros dos lemas que colgaban verticalmente: «¡Sigue a la camarada Jiang Qing!» y «¡Larga vida a la victoria de la línea revolucionaria de Mao!». Enfrente del escenario había una larga y estrecha mesa cubierta con un mantel. Aproximadamente quince miembros del jurado estaban sentados detrás de ella.

A mi lado había tomado asiento una muchacha que era la chica más hermosa que había visto en mi vida. Me dijo que era de la granja de la Estrella Roja, vecina a la nuestra. Tenía una boca como una cereza. Comparada con la suya, mi boca era tan grande como la de una rana. Sus caderas se curvaban desde la cintura. Las mías eran rectas como una columna. Cuando dijeron su nombre, subió al escenario con calma e hizo su interpretación sin precipitarse. Su pieza era una combinación de danza y narración. Mientras interpretaba, se reía y lloraba como si fuera de verdad. Empecé a notar que me faltaba el aliento. Los sonidos que me rodeaban eran capas de ecos. A mi lado, los rivales se convirtieron en figuras y cabezas borrosas. Yo no tenía ni idea de interpretación profesional: no podía competir con ellos. No podía dejar de pensar que ni siquiera hablaba mandarín correctamente. Cuando me llamaron por el nombre, me entró el pánico. En vez de levantarme y caminar hasta el escenario, me apoyé en la silla de delante y me cubrí la cabeza con los brazos.

Yan me sacudió por los brazos y los hombros, pero yo no conseguía ponerme en movimiento. Temblaba con fuerza. El anunciador repitió mi nombre y dijo que era la última llamada. Sentí que me iba a desmayar. Veía doble. Mis piernas habían perdido la fuerza. Yan me gritó brutalmente en la oreja: ¡Levanta el culo, cabeza de caca de chorlito! ¡Por todos nuestros antepasados, es tu única oportunidad de escapar del infierno! Gritó: ¡Tú, cabeza de chorlito, cadáver de piojo que no quisiera tocar, me has defraudado y me has deshonrado!

Me levanté de un brinco. Me enjugué el sudor de la cara. El abrigo del ejército se me cayó de los hombros. Caminé a zancadas hasta el escenario.

Me quedé delante de los jueces. No veía ninguna expresión en sus rostros. Me miraron de arriba abajo. El calvo del centro se quitó las gafas. Abrí la boca, pero no tenía voz. Mi mente se quedó en blanco: me olvidé de los versos. Yan se levantó entre el público. Tenía la cara morada.

Las palabras se derramaron de mi boca por sí solas. Poema del presidente Mao. Casi chillaba: «¡Elogio al ciruelo de invierno!». El sonido era resonante y claro como la llamada de una corneta. Yan sonrió, su boca se estaba moviendo con la mía:

Viento y lluvia despiden la primavera,
la nieve, agitándose, la recibe.

El inaccesible peñasco está cubierto
por cien metros de hielo,
pero el ciruelo aún se engalana con sus ramas floridas.

No exhibe sus encantos
para competir con la primavera,
tan solo está aquí para anunciar su llegada.

Cuando las flores de la montaña
brillan como el brocado
sonríe, oculto entre ellas, afablemente.

Yan me miraba con dulzura. Me cogió de las manos durante todo el recorrido de vuelta a la granja del Fuego Rojo.

Mientras esperaba los resultados del concurso, los soldados de la compañía empezaron a distanciarse de mí. Podía notar su envidia y su rencor. Al cabo de dos meses, cuando ya había empezado a creer que debían de haberme eliminado, Yan trajo una notificación del cuartel general que decía que había sido seleccionada para una segunda prueba regional.

Mis padres estaban contentos de tener la ocasión de reunirse conmigo durante el fin de semana en Shanghái. Mi padre me aconsejó que no me creyera nada. Aparentaba más años de los que tenía. Igual que mi madre. No les quedaba coraje. Su ímpetu estaba seriamente debilitado por las experiencias vividas. Mi padre ya no era el astrónomo ambicioso que había llamado a su hijo Conquistador del Espacio. Permanecía aplastado bajo los pies del secretario del Partido de su unidad, totalmente pisoteado. Era miedoso como un ratón al que han descubierto.

Me enviaron de vuelta a la granja y volvieron a llamarme para los otros concursos regionales. Después de cada prueba me obligué a mí misma a no pensar en el asunto.

Yan se consumía a fuerza de trabajo. Algunas veces la encontré mirándome desde lejos con la más triste de las expresiones en su rostro. Apenas hablaba, y cuando lo hacía, su voz sonaba cansada. Yo no sabía qué decir. Intentaba mantenerme ocupada forjando mi nuevo futuro. No quería centrarme en mis sentimientos. No podía. No podía enfrentarme a Yan. Era demasiado duro. Intenté olvidar antes de que el tiempo nos separara.

A comienzos de la primavera de 1976, después de la última selección, me enviaron al Estudio de Cine de Shanghái a una clase especial en la que se pondría a prueba mi habilidad para el aprendizaje. Muchos de los jóvenes que había conocido y que me habían parecido excelentes, como la chica con la boca de cereza de la granja de la Estrella Roja, habían quedado eliminados. Y continuaba adelante gente que demostró carecer de habilidades interpretativas. Posteriormente me dijeron que uno de los principios de Jiang Qing era que prefería tener «hierba socialista» a «brotes capitalistas».

Los jueces pensaron de mí que tenía menos talento pero que era más fidedigna políticamente.

En la clase me enseñaron a llevar una bolsa de plástico como si se tratara de una pesada piedra. Para describirme dijeron que tenía antecedentes comunes —a saber, nadie de mi familia había sido actor— pero que era rápida para responder a las instrucciones.

En otro ejercicio de interpretación me pidieron que bebiera una taza de agua. El instructor me detuvo y dijo: No, no, no. No estás bebiendo agua correctamente. Dijo que tenía dos problemas. Me explicó que una persona del proletariado nunca sujetaba una taza de un modo tan superficial, utilizando tres dedos para sostener el asa. Me indicó que aguantara la taza con la mano, porque una persona del proletariado nunca bebería agua sorbo a sorbo como una señorita burguesa con un montón de tiempo libre. Me enseñó a beber agua a toda velocidad y de un trago y a restregarme la boca con la manga.

El estudio comprobó mis antecedentes familiares y mi historial político. Luego me enviaron de vuelta a la granja. Me dijeron que había sido aceptada.

Cuando regresé y le conté a Orquídea las excitantes noticias, me espantó con un rumor: el cuartel general estaba llevando a cabo una investigación sobre Yan y sobre mí. Lu era la jefa del equipo de investigación.

Fui a ver a Yan para confirmar el rumor. Yan parecía un criminal desesperado. Me dijo que Lu había presentado informes secretos sobre nosotras al cuartel general. La langosta había comenzado a masticar. Su destrucción había empezado. El cuartel general le había ordenado a Yan que «pusiera las cartas sobre la mesa» por iniciativa propia antes de que se pusiera en práctica la fuerza de las masas.

Lo negué, me susurró Yan. Lo negué todo. Conozco a la perfección los trucos del Partido. Le dije al primer secretario que tuve una relación más revolucionaria contigo que con cualquiera de mis camaradas. Le di muchos ejemplos de tus logros como destacada jefe de pelotón bajo mi dirección. Le expresé nuestra lealtad al Partido. No sentía ninguna vergüenza cuando lo hice. En una casa de locos supongo que uno puede decir cualquier cosa, ¿no?

El primer secretario abandonó el caso porque Lu no presentaba ninguna prueba concreta. La hija de puta de Lu presentó un informe al comité del Partido del estudio cinematográfico. Era grotesco ver hasta qué punto había llegado su locura. No podía evitar admirarla.

El estudio de cine envió un equipo para investigar nuestro caso. Mantuvieron charlas con Lu. No hablaron conmigo ni con Yan. El primer secretario de la granja parecía estar cambiando su idea sobre mí. Organizó un equipo de investigación de dos hombres y se encargó de mantener una charla en cadena con todo el mundo en la compañía, uno detrás de otro. Yan estaba preocupada. Dijo: Husmearán algunas telas de araña y huellas de caballo porque, por suerte o por desgracia, las masas sí que tienen los «ojos abiertos», supongo.

Le pregunté a Yan qué podíamos hacer. Se sumió en un largo silencio y luego dijo, citando un dicho: «Si las tácticas de un demonio tienen un palmo de altura, las tácticas de Mao tendrán diez veces esa altura». Le pregunté cómo debía interpretar aquel refrán. Me contestó que hiciéramos dos cosas: primero, negarlo todo si nos interrogaban; segundo, que siguiera sus órdenes. No hagas ninguna pregunta. Cuando le pregunté por qué no podía discutir su plan conmigo, contestó que eso era parte de su plan.

Lu hacía uso de todo su poder, como si Yan ya estuviera fuera de la escena. Interrumpió su rutina de estudio de las obras de Mao diciendo que había llegado a dominar la esencia de sus pensamientos. Sonreía cada vez que entraba y salía de la habitación y canturreaba canciones en el trabajo. Pedía chuletas de cerdo en el almuerzo y la cena. Estaba engordando.

Una semana después de mi regreso, una mañana clara, Lu reunió a la compañía delante de los depósitos de almacenamiento para una reunión. Ordenó a todo el mundo que recitara un poema de Mao a la vez que ella y que prestara atención a su significado latente. La tropa la siguió:

En este pequeño mundo
unas cuantas moscas chocan contra la pared.

El ruido que hacen
a veces produce un escalofrío,
a veces un sollozo.

Una hormiga intentando mover las raíces de un árbol.

De qué modo tan ridículo sobrevaloran su fuerza.

En las filas, todo el mundo sabía lo que Lu estaba insinuando. Lanzaban miradas de reojo a Yan. Yan permanecía en pie ante la tropa, como el monte Everest elevándose en medio de una tormenta. Me sorprendió que recitara el poema a viva voz, sin demostrar ira. Os he advertido a todos anteriormente, dijo Lu, y os advierto otra vez (andaba a paso regular, adelante y atrás, moviendo aparatosamente los brazos): una mosca solo se posa sobre un huevo agrietado. Se volvió a Yan. ¿No tengo razón? Yan asintió humildemente.

Lu sonreía con arrogancia. Sacó un trozo de papel de su bolsillo y anunció la decisión del cuartel general: hasta que el equipo de investigación llegara a una conclusión, ningún candidato de nuestra compañía sería enviado al estudio de cine.

Miré a Yan. No podía ocultar mi decepción e indignación. Yan estaba masticando una mazorca de maíz. Su rostro se transfiguró, parecía un toro bravo herido. Lu miró fijamente a Yan durante un instante y a continuación le preguntó si necesitaba alguna aspirina porque no tenía buen aspecto.

Yan se volvió lentamente hacia la tropa y preguntó: ¿Cómo debería responder un cordero cuando un lobo le pregunta si puede hacerle una visita de Año Nuevo? Los soldados no se atrevieron a contestar. Todos ellos se volvieron para quedarse mirando a Lu. Lu cerró el puño, luego ordenó a la tropa que citara un párrafo de una enseñanza de Mao. «Donde no llega la escoba, el polvo no desaparece solo. Lo mismo se aplica a la hora de suprimir a los reaccionarios».

Yan dijo a las tropas antes de concluir: Aprended de mí, camaradas, aprended de mi estupidez. Confundí un ojo de pez con una perla. Empezó a reírse. Los soldados la observaban.

Lu sonrió insidiosamente. Cruzó los brazos delante del pecho y dijo: El ganador no será el que se ría más alto, sino el que se ría más tiempo.

La impotencia se apoderó de mí. Hacía días que Yan había dejado de hablarme. Me sentí enfermar. ¿De qué serviría negarlo todo? ¿Qué podía ser más normal en este país que el que alguien se convirtiera en reaccionario cuando el Partido decidía llamarlo reaccionario? Aunque nunca había dudado del estilo combativo de Yan, esta vez me sentía frustrada porque no estaba haciendo mucho, aparte de su combate dialéctico con Lu. Me preguntaba a mí misma qué se podía hacer. Me encontraba en el límite de la cordura.

Trabajé junto a una trilladora todo el día. El ruido trillaba mis pensamientos. La decepción era tan grande que no podía dejar de pensar en mi desgracia. Las espigas de cereal eran poco voluminosas, más menudas que una caca de ratón, se amontonaban alrededor de mis pies, iban aumentando, enterrándome. Le lancé un alarido a Orquídea cuando vino a recoger el grano con una pala. Me respondió con otro alarido: Estamos a finales de otoño, grillo. ¿Cuántos días puedes continuar dando brincos?

Empecé a sufrir un intenso dolor de cabeza. Empeoró después de medianoche. Mientras seguía dando vueltas en la cama, de pronto oí un susurro. La voz venía de abajo. ¿Estás despierta? Era Yan. Agujereaba el colchón de paja con los dedos. Le pregunté: ¿Qué estás haciendo? Su susurro era lo suficientemente fuerte para que lo oyera Lu. Yan dijo que quería reunirse conmigo en la fábrica de ladrillos. No respondí. Continué callada porque estaba pensando que podría haberse vuelto loca como Pequeña Hoja. Me quedé echada boca abajo. Tenía ganas de llorar. Continuó agujereando a través de la paja. Le susurré: Vuelve a dormirte, por favor, alguien nos va a oír. Respondió que no le importaba. Dijo que me quería. Dijo: Es medianoche, estaremos a salvo. Añadió: Hace demasiado tiempo.

Me di cuenta de que la cama de Lu se agitaba un poco. ¿Vas a venir?, continuaba Yan. Voy a coger el tractor y espero que estés ahí conmigo. Abrió la cortina de malla y se escabulló afuera de la habitación.

La oscuridad me golpeó el rostro al salir de la habitación. Sentí el final de mi mundo mientras seguía a Yan fuera del cuarto y subíamos al tractor. Estaba segura de que Lu lo había oído todo.

Me sujeté a la barra del tractor. Yan conducía moviéndose a través de los juncos como una culebra de agua. Se arqueaba sobre el volante como un jinete. Aunque la calzada era lo suficientemente grande para dos tractores, cuando un tractor con una carga pesada que venía en dirección contraria pasó a su lado, Yan saltó como una rata canguro.

La oscuridad de la noche era sofocante. Las luces y los ruidos del motor del tractor me horrorizaban. Yan continuó a toda velocidad. El tractor seguía adelante dando botes. Le grité a Yan. Le dije: ¡No quiero volverme loca contigo! Grité: ¡Vete al infierno, vete y muérete sola. No quiero que me encierren. No quiero ser Pequeña Hoja! Yan me respondió a gritos. Chilló tópicos, tópicos como ¡«Los vencedores no se retiran, los cobardes nunca ganan»! Yo grité que nunca íbamos a ganar. La granja del Fuego Rojo era el sitio donde moriríamos asesinadas. Lu iba a asesinarnos. Yan dijo: A Lu le encantaría asesinarnos.

El tractor pasó como un rayo entre los juncos. Las hojas me vapuleaban la cara. Chillé. Dijo que yo era una estúpida y que soñaba demasiado. Gritó: Te estoy enseñando a ser una asesina. Sé una asesina para ganar. Estúpida, ¿me oyes?

Cerca del canal de riego viró bruscamente. Casi me caigo del tractor al río. Me rodeó por la cintura con su brazo derecho y controló el tractor con el izquierdo. Cuando acabó de dar la vuelta, redujo la velocidad. Oí que otro tractor venía por detrás. No me moví. Me dijo que saltara cuando ella me soltase la cintura. No me moví. Pensé que había entendido mal. Lo repitió. Le oí decir: Salta del tractor, regresa y ordena a tu pelotón que hagan una inspección de emergencia en la fábrica de ladrillos. Pregunté: ¿Qué quieres hacer? Aulló: ¿Ha quedado clara la orden? Antes de que pudiera contestar que sí, me empujó del tractor de un golpe.

Me caí a los juncos. Cuando me levanté, vi que otro tractor había pasado delante de mí como un tigre precipitándose a través de la maleza. Sin poder ver con claridad, sabía que Lu lo conducía.

Estaba temblando. No podía pensar. Corrí todo lo que pude de vuelta a los barracones y reuní al pelotón en tres tractores. No paraba de repetir: Fábrica de ladrillos, fábrica de ladrillos. No sabía qué más podía decir. Cogí mi rifle y lo cargué.

Al cabo de media hora, el pelotón había llegado a la fábrica de ladrillos. El jefe de mi escuadrón se acercó y me informó de que habían encontrado dos tractores aparcados entre los juncos a diez metros el uno del otro.

En cuanto ordené la búsqueda, caí en la cuenta del plan de Yan. El miedo se apoderó de mí. Las sombras de los soldados se movían entre las calles de ladrillos. Surgió un recuerdo de Yan tocando el erhu para mí. La pulsación de la música. Seguí andando y poco a poco se apoderó de mí la sensación de que estaba volviéndome loca. Grité nerviosa, dije: ¡Alto! La palabra salió de mi boca y me cogió desprevenida. Los soldados tomaron la palabra por una orden: Se detuvieron y se pusieron de rodillas. Antes de que pudiera pensar algo, oí un ruido en la distancia. Empecé a creer que me había vuelto loca de verdad, porque pensé que estaba oyendo a Pequeña Hoja murmurando y el sonido de cuerpos arrastrándose.

El jefe de escuadrón me preguntó si debíamos seguir adelante. Me oí decir a mí misma: ¡Carguen armas!, con la voz de Yan. Seguimos la pista del sonido. Los ruidos aumentaron. Empecé a perder la noción de la realidad. Oí el sonido de algo, como de un saco de patatas que está siendo arrastrado. Oí pasos irregulares mezclados con sonidos que parecían de animales. Mi miedo se intensificó.

Fue en el momento en que oí al jefe de mi escuadrón gritar ¡Ni un solo movimiento! cuando se me paralizó el corazón. El jefe de escuadrón me informó de que había cogido a los malhechores. Las linternas y los rifles se levantaron en el aire. El lugar quedó iluminado como si la luna hubiera descendido. Adapté la vista de la oscuridad a la luz y la imagen que apareció progresivamente ante mi vista me partió el corazón en dos.

Yan y Lu estaban enlazadas, medio desnudas, como un par de grotescos gusanos de seda apareándose. Yan, cubriéndose la vista con una mano, se levantó del suelo. Hizo un movimiento apresurado, fingiendo que iba a echar a correr. Los soldados estrecharon el cerco y la obligaron a ceder.

Llegó un tractor patrulla: el primer secretario del Partido en la granja descendió. Los soldados le abrieron paso. Me quedé estupefacta. Estaba asombrada del plan de Yan. Comprendí que ella siempre sería mi guía.

Yan se puso de nuevo la camisa con lentitud. Miró a su alrededor y recogió la camisa de Lu. Fue a tapar a Lu con ella. Hizo su interpretación con gran elegancia. Lu permanecía inmóvil, espantada. Esto no tiene nada que ver con ella, dijo Yan con calma, señalando a Lu. La seduje y asumiré el castigo por mi delito.

Lu gritó: ¡No! Gritó: ¡No es lo que veis! ¡En absoluto! ¡Soy víctima de Yan! Yan continuó en silencio y luego dijo: Lo siento. Continuó diciendo «lo siento» como si hubiera perdido el control de sus nervios. Lu lloraba y decía: No es eso. Es una trampa. Una trampa en la que dos reaccionarios han planeado asesinar a un revolucionario. Me señaló a mí. Dijo que yo era la cómplice.

Los soldados parecían confundidos. En la compañía, nadie con un mínimo de inteligencia habría creído ni por un instante que Yan tendría una relación con Lu. Las dos eran tan incompatibles como el fuego y el agua. Pero el primer secretario no podía apreciar esa sutileza. Cayó de lleno en la trampa de Yan. Yan se adelantó. Estaba aprovechándose de la conmoción que sufría todo el mundo. Cayó de rodillas y se cubrió el rostro con las palmas como si estuviera profundamente avergonzada. Convenció a todos los presentes de que lo que habían descubierto era una verdad increíble. Una verdad que se parecía mucho a un mal espectáculo de marionetas.

Aproveché la indicación de Yan y me dejé llevar por la confusión. Señalé la nariz de Lu y dije: Lu, duplicarás tu delito si haces ataques infundados y difamatorios contra un inocente. Le dije al secretario: El verdadero reaccionario ha empezado su ataque. Hizo un gesto de asentimiento y dijo: Dejadla que actúe. Lu aulló: ¡Secretario, estoy pidiendo justicia! Yan dijo: Secretario, no es Lu, soy yo. Lu dijo: Secretario, no puedes permitir que se salgan con la suya. No podemos ser indulgentes cuando tratamos con reaccionarios. El secretario se puso las manos en la espalda y empezó a caminar de regreso al tractor. ¡Un ladrón!, gritó. ¡Detengan al ladrón!, dijo despectivamente. Lu se arrastró hasta los pies del jefe. Juro que nunca he engañado al Partido. Tienes que creerme. El jefe se subió al tractor e indicó al conductor que pusiera el motor en marcha. Vosotras dos, dijo señalando a Lu y a Yan, los mejores oficiales de toda la granja, me habéis avergonzado. Hizo una pausa, como si seguir adelante le causara un gran dolor. Lu suplicó que se le concediera una oportunidad para explicarse. El jefe dijo: ¿Cómo quieres explicarlo si lo he visto todo con mis propios ojos? El tractor empezó a arrancar, mientras el jefe pronunciaba su última frase: Para limpiar un campo, hay que arrancar las malas hierbas de raíz.

Como camarada con un buen historial, mi caso fue desestimado. Iban a enviarme al Estudio de Cine de Shanghái para que me prepararan como actriz.

El cuartel general organizó una fiesta de despedida para mí. Todo el mundo hizo un brindis para felicitarme. El jefe me condecoró con una bandera roja con caracteres bordados en oro. Era un soldado laureado. Nuestra granja del Fuego Rojo está orgullosa de que hayas sido elegida, dijo el jefe. No defraudes las más vivas expectativas del pueblo.

No podía dejar de pensar en Yan ni por un instante. Estaba detenida y encerrada junto con Lu en una habitación oscura en un depósito de agua. No podía hacerme a la idea de irme de la granja sin que Yan estuviera a salvo. Pero sabía que el hecho de renunciar a mi oportunidad no ayudaría a mejorar su situación. Solo podía revelar con más evidencia la verdad, que Yan y yo éramos las malhechoras. Me di cuenta de que por el bien de Yan tenía que marcharme. Empecé a hacer la maleta. Le había arrebatado la vida a Yan. ¿Qué quedaría para ella en la granja? Solo podía imaginármela tumbada bajo la fría mosquitera sola por la noche sin nada en que pensar para el día de mañana.

Me levanté a primera hora del amanecer, cuando aún estaba oscuro. Bajé a la mosquitera vacía de Yan y sollocé mientras abrazaba sus cosas. Me llevé conmigo su colección de chapas de Mao cuando dejé la mosquitera para siempre.

Seguía oscuro mientras esperaba en el cruce el primer camión para Shanghái. El viento soplaba con fuerza. Los remolinos de arena y polvo me azotaban la cara como miles de pequeños látigos, me perforaban el cuello y continuaban hasta la espina dorsal. Al despedirme de los campos, todas las experiencias que había tenido con Yan se agolparon en mi interior, empezando por el primer día que llegué a la granja y la vi aparecer en el horizonte.

Llegó el camión. Me subí. En el momento en que iniciaba la marcha, sentí que el mundo que me rodeaba empezaba a girar como una rueda. Cuando el camión pasó junto al depósito de agua, a través de mi visión empañada distinguí una figura de pie, en lo alto de la torre, con una bandera roja que ondeaba detrás de ella.