Me crié con las enseñanzas de Mao y las óperas de madame Mao, la camarada Jiang Qing. Me convertí en líder de los pequeños guardias rojos cuando estaba en la escuela primaria. Esto sucedió durante la Gran Revolución Cultural del Proletariado, cuando el rojo era mi color. Mis padres vivían —a decir de los vecinos— como un par de palillos para comer: siempre en armonía. Mi padre era profesor de dibujo técnico industrial en el Instituto Textil de Shanghái, aunque su verdadera pasión era la astronomía. Mi madre era maestra en una escuela de enseñanza secundaria de Shanghái. Daba clases de lo que le pidiera el Partido, un semestre en chino y el siguiente en ruso. Mis padres creían en Mao y en el Partido Comunista, igual que el resto de la gente del vecindario. Tuvieron cuatro hijos, cada uno de ellos con un año de diferencia. Yo nací en 1957. Vivíamos en la ciudad, en la calle Frondosa del sur, en una pequeña casa de dos pisos ocupada por dos familias. La casa nos la había dejado mi abuelo, muerto de tuberculosis justo antes de que yo naciera.

Fui una adulta desde que cumplí los cinco años. Esto no era algo fuera de lo corriente. Todos los niños con los que jugaba cargaban con sus hermanos pequeños, a los que llevaban atados a la espalda con un trozo de tela. Los pequeños se entretenían con sus mocos mientras nosotros jugábamos al escondite. Me hicieron responsable del control de la familia ya que mis padres se pasaban todo el día en sus unidades de trabajo, exactamente igual que los padres de los demás.

A mis hermanas y a mi hermano los llamaba mis niños porque tenía que recogerlos del parvulario y de la guardería siendo yo misma todavía una párvula. Cuando tenía seis años, mi hermana Flora tenía cinco; mi segunda hermana, Coral, cuatro y mi hermano, Conquistador del Espacio, tres. Mis padres elegían cuidadosamente los nombres que nos ponían. Los consideraban unos excéntricos porque lo normal era que los vecinos llamaran a sus hijos Guardia del Rojo, Gran Salto, Larga Marcha, Estrella Roja, Liberación, Revolución, Nueva China, Camino de Rusia, Resistencia a Estados Unidos, Explorador Patriota, Incomparable Soldado Rojo, etcétera. Mis padres tenían ideas propias. Primero me llamaron Lin-Shuan —Sol Naciente en una Montaña—, pero luego lo desecharon porque Mao era considerado el único sol. Tras nuevas reflexiones, me llamaron Anchee: Jade de Paz. Además sonaba como la versión china de la palabra inglesa «ángel». Me inscribieron en el registro con este nombre. A Flora y a Coral les pusieron estos nombres por su parecido en chino con el sonido de chee (jade). Los motivos por los que mis padres llamaron Conquistador del Espacio a mi hermano eran dos: uno era que a mi padre le apasionaba la astronomía, y el otro, como respuesta al anuncio de Mao de que China no tardaría en construir su propia nave espacial.

Según yo lo entendía, mis padres hacían un trabajo que estaba salvando al mundo. Cada atardecer yo iba a recoger a los niños y me peleaba con los críos de la calle a lo largo de todo el camino hasta casa. Era el plato de cada día acabar con una mejilla amoratada o con la nariz sangrando. No me importaba demasiado. Aunque me asustaba cruzar los semáforos y los callejones oscuros, aprendí a no mostrar miedo, porque tenía que ser un modelo para mis hermanos y enseñarles lo que significaba ser valiente. Después de dejar a los niños a solas jugando en la sala de estar, me iba a encender el horno de la cocina para preparar la cena. Siempre tardaba mucho tiempo en encender la cocina, pues no entendía que la madera y el carbón necesitan aire para arder. Cargaba el horno y cantaba canciones de citas de Mao. Un día, después de intentarlo muchas veces sin que al horno le diera la gana de encenderse, perdí la paciencia y lo dejé. Luego vino un crío y me dijo que salía humo de la ventana de nuestra casa. Esto pasó en tres ocasiones.

Intentaba acostar a los niños con el cielo aún claro. Los piececitos de mis hermanos pataleaban contra las mantas de algodón y hacían nuevos agujeros sobre los antiguos. La manta no tardaba en hacerse jirones. Cuando la habitación se quedaba en silencio, me apoyaba en el alféizar de la ventana que daba a la entrada del callejón, a esperar a que aparecieran mis padres. Observaba el cielo volverse azul oscuro, cómo salía Venus, y me quedaba dormida junto a la ventana.

En 1967, cuando tenía diez años, nos mudamos. Fue porque nuestros vecinos de abajo nos acusaron de tener más espacio que ellos. Dijeron: ¿Cómo puede una familia de seis miembros ocupar cuatro habitaciones mientras una familia de once solo tiene una? La Revolución procura la equidad. Se presentaron con orinales y vertieron mierda sobre nuestras mantas. No había policía. La comisaría se consideraba un mecanismo revisionista y había sido clausurada por los revolucionarios. Los guardias rojos comenzaron a saquear casas. Nadie respondió a nuestra llamada de ayuda. Los vecinos se limitaron a observar.

El vecino de abajo seguía molestándonos. Limpiábamos la mierda noche tras noche, nos tragábamos sus insultos con paciente sumisión. Nos amenazaron con hacernos daño a nosotros los niños cuando nuestros padres no estuvieran en casa. Dijeron que su segunda hija tenía todo un historial como enferma mental. En consecuencia, no podían ser responsables de lo que pudiera hacer. La segunda hija se presentó allí y me enseñó un hacha que acababa de afilar. Dijo que podría abrirme la cabeza en dos como se abre un melón. Me preguntó si me gustaría que lo hiciera. Yo le contesté: Espera aquí y ya te diré luego si me gustaría o no. Agarré a mis hermanas y a mi hermano, echamos a correr y nos apretujamos en una alacena hasta la noche.

Un día, cuando mi madre entraba por la puerta después del trabajo, la segunda hija saltó sobre ella. Las vi forcejear hasta el hueco de la escalera. Tras recibir un empujón, mi madre fue tumbada a la fuerza contra el suelo y acuchillada con las tijeras. Yo me quedé espantada. Permanecí de pie al lado mismo de mi madre viendo la sangre que le corría por la cara y las muñecas. Quise gritar pero me había quedado sin voz. La segunda hija bajó al piso inferior y se cortó sus propias muñecas con las tijeras. Luego se lanzó apresuradamente hacia un montón de curiosos que se había apiñado ante la puerta y sus manos ensangrentadas se alzaron en el aire. Gritó: Miradme. Soy una trabajadora que ha sido atacada por una intelectual burguesa. Camaradas, esto es un asesinato político. Los miembros de su familia salieron. Se pusieron a gritar: Una deuda de sangre debe pagarse con sangre.

Mi padre dijo que debíamos trasladarnos. Teníamos que escapar. Escribió pequeñas notas en las que describía nuestra casa y lo que le gustaría a cambio. Enganchó las notas a troncos de árboles por las calles. Al día siguiente, una camioneta se presentó en nuestra puerta cargada de muebles. Se bajaron cinco hombres de la camioneta diciendo que venían a intercambiar su casa por la nuestra. Mi padre respondió que todavía no habíamos mirado lo suficiente para decidirnos. Los hombres contestaron: Nuestra casa es perfecta para vosotros y está lista para que os instaléis. Mi padre respondió que no sabíamos qué aspecto tenía. Los hombres dijeron: Id ahora a echar un vistazo, os gustará. Mi padre preguntó cuántas habitaciones había. Ellos dijeron que tres, muy bonitas, según el prototipo de Shanghái. Mi madre les preguntó: ¿Sabéis que la segunda hija de nuestra vecina de abajo es una enferma mental? Los hombres dijeron que eso no sería ningún problema. Dijeron que acababan de pegar a la segunda hija y que había confesado que era normal y que su familia solo quería tener más habitaciones. Había prometido no causar más problemas en el futuro. Los hombres explicaron que eran un padre y sus hijos y que todos ellos trabajaban en una fábrica de acero de Shanghái. Los hijos necesitaban habitaciones para poder casarse. Las necesitaban rápidamente. Mi padre dijo: Por favor, dejad que nos lo pensemos. Los hombres respondieron: Esperaremos ante vuestra puerta mientras os decidís. Mi padre dijo: No podéis hacer eso. Los hombres respondieron: No es ningún problema. Mis padres decidieron echar un vistazo a la casa de los hombres en la calle Shanxi.

Me pidieron que vigilara la casa mientras ellos estaban ausentes. Estaba haciendo los deberes cuando vi que los hombres empezaban a descargar sus muebles. Después empezaron a mover los nuestros. Me acerqué a ellos y les dije: Mis padres no han regresado todavía. Los hombres contestaron que les gustaría ayudarnos mientras dispusieran aún de la camioneta. No podréis conseguir en ningún sitio que os dejen una camioneta para cuando hayáis decidido que estáis listos para trasladaros, dijeron. ¿Vais a trasladar todas estas cosas con vuestras pequeñas manos desnudas?

Cuando mis padres regresaron, la mayor parte de nuestros muebles estaban instalados en la camioneta. Mi madre dijo: No es esto lo que quiero, no nos podéis obligar a trasladarnos. Los hombres respondieron: Somos trabajadores, esto no es un pasatiempo. Vosotros pusisteis un anuncio, nosotros hicimos una buena oferta. Hoy es domingo, nuestro único día libre. No nos gusta que nos tomen el pelo. Hemos pegado a la segunda hija de los vecinos de abajo porque nos tomó el pelo.

Mi padre se llevó a un lado a mi madre y a los niños. Dijo: Debemos irnos. Trasladémonos, olvidémonos de la equidad. Y así lo hicimos. Nos mudamos a la calle Shanxi en el distrito Xu-Hui. Se trataba de una hilera de casas. Nuestro piso tenía dos habitaciones compartidas por tres familias. El piso era propiedad del gobierno. Las tres familias tenían que compartir un retrete. Ocupamos la parte delantera del piso. Además de una sala, había un porche y una cocina. La familia que ocupaba la parte trasera del piso estaba formada por cinco miembros. Vivían en una habitación y su hornillo para cocinar estaba justo junto al retrete. Esto no me gustaba porque, a menudo, cuando iba a cagar ellos estaban cocinando. La tercera familia del piso vivía en un espacio habilitado en el porche de la parte de atrás. Eran gente muy tranquila.

Mi padre dijo: Adaptémonos a nuestra nueva vivienda. Pensad en ello de este modo: las cosas podrían ser peores, podrían habernos matado. Por lo menos aquí estamos seguros. Todos nos mostramos conformes y luego nos sentimos mejor. En el piso de arriba había una familia con seis hijos. La tercera hija tenía mi edad. Su nombre oficial era Girasol pero en su casa la llamaban Pequeño Ataúd porque estaba tan delgada como un esqueleto. Bajó para preguntarme si me gustaría participar en el seminario de estudio de Mao que seguía su familia cada noche después de cenar. Le contesté que tenía que preguntárselo a mi padre. Mi padre dijo que no, que no quería tener la Revolución en casa. Me sorprendió. Pasé toda una noche pensando si mi padre sería un contrarrevolucionario clandestino y si debería informar o no sobre él.

Pequeño Ataúd se sintió defraudada cuando se enteró de que no iba a asistir al seminario de estudio de Mao que organizaba su familia. Volvió al piso de arriba y oí que su familia empezaba a cantar: «Rojo en el este, sale el sol, China ha dado a luz un Mao Zedong…». Yo admiraba a su familia. Deseaba que nosotros pudiéramos hacer lo mismo.

A nosotras las chicas nos organizaron para dormir en el porche mientras mi hermano dormía en la cocina. Mi madre añoraba tremendamente nuestra vieja casa. Echaba de menos tener un lavabo para nosotros solos.

La mañana siguiente a nuestro traslado, un lunes, recuerdo, me despertó el fuerte sonido de un timbre eléctrico. Me asomé a la ventana y miré. En la planta baja había un taller de materiales de cable y alambre. Cuando el potente timbre sonaba a las siete y media, un tropel de mujeres entraba apresuradamente. Las cabezas se movían como abejas abriéndose paso a empellones para entrar en la colmena. Había unas doscientas mujeres trabajando entre la planta baja y el callejón trasero cubierto en su tercera parte por un tejadillo. Las mujeres eran normalmente amas de casa. No tenían estudios pero solían ser eficientes en los trabajos manuales. En el taller conectaban cables y soldaban todo el día. Se traían de casa el almuerzo y se lo comían en el patio. Desde mi ventana podía ver lo que comían, en su mayor parte pescado conservado en sal y tofu. Algunas de ellas recibían cupones para leche ya que los cables que soldaban llevaban sustancias químicas tóxicas. El olor de estas sustancias llegaba hasta el piso de arriba cuando tendían los alambres en el patio.

A las mujeres de abajo les gustaba charlar, discutir y cantar óperas de la camarada Jiang Qing, madame Mao. Los vecinos las describían como «Fuerte Pelea los Lunes, Miércoles y Viernes, Pequeña Discusión los Martes, Jueves y Sábados». Tenían altavoces en cada habitación. Por la tarde, alguien leía en voz alta las obras de Mao y artículos del Diario del Pueblo y de la revista Bandera Roja. A las tres y media, cuando regresábamos de la escuela, oíamos una cinta con música para hacer gimnasia que ponían a diario. Las mujeres iban al exterior, formaban hileras y ocupaban toda la callejuela para hacer diez minutos de estiramientos. A menudo me apoyaba en el alféizar de la ventana con mis hermanas y mi hermano para observarlas. Al cabo de poco tiempo empezamos a conocer algunos apodos de las mujeres, como Chow-Di —Atrae a un Chico—, Lai-Di —Consíguete un Chico—, Shuang-Di —Doble Chico—, Yin-Di —Gana un Chico— y Bao-Di —Garantízate un Chico—. Estos nombres me turbaban. Aunque no podía vincularme a ellos, empezó a invadir mi mente la idea de que haber nacido chica era algo triste. En el taller se hacían turnos de trabajo. La máquina de alambre estaba en marcha día y noche. Mi padre pasó una mala temporada intentando acostumbrarse al ruido. No podía dormir. Bajó a protestar pero no sirvió de nada. Las mujeres necesitaban trabajar, contestó el jefe. Se trataba de una tarea revolucionaria.

Los niños de nuestro callejón iban con frecuencia a ver a las mujeres mientras empalmaban alambres. Las mujeres los lijaban antes de darles forma. Nos daban papel de lija y también nosotros los lijábamos. Era divertido. Nos dijeron que los alambres serían enviados a Vietnam. Lo que estábamos haciendo era un secreto nacional. Las mujeres recibían como premio certificados de honor del gobierno. El certificado de mayor tamaño fue enmarcado y colgado de la pared. Ponía: Honor y Gloria al Taller de Ferretería Wu-Lee.

Fui a la escuela primaria Larga Felicidad. La escuela se encontraba seis calles más allá de nuestra casa. Mis nuevos compañeros de clase se reían de mí porque siempre llevaba la misma chaqueta agujereada. Me la ponía en todas las estaciones. Eran las ropas viejas de mi prima. Flora también solía llevar esas mismas ropas cuando a mí me quedaban demasiado pequeñas. Cuando ya tenían remiendos en los cuellos y los codos, las heredaba Coral. Más remiendos. Las ropas se rompían pese a sus cuidados. Sabía que Conquistador del Espacio esperaba su turno. Conquistador del Espacio siempre iba vestido con harapos. Esto hacía que me sintiera culpable. Los muchachos del nuevo vecindario eran antipáticos. Nos atacaban a menudo. Nos llamaban Harapos y Pulgas. Mi padre nos dijo: No puedo permitirme compraros ropas nuevas para que parezcáis más respetables, pero si sois aplicados en la escuela, os respetarán. Los niños malos pueden quitaros la cartera pero no pueden quitaros la inteligencia. Seguí la enseñanza de mi padre y funcionó. Al poco tiempo fui aceptada como miembro de la Pequeña Guardia Roja y después elegida jefe por mis buenas notas. Era una líder por naturaleza. Adquirí experiencia en mi propia casa desde muy corta edad. En esos días, aprender a ser un revolucionario lo era todo. Los guardias rojos nos enseñaban cómo destruir y cómo reverenciar. Saltaban de los edificios para mostrar su lealtad a Mao. Se decía que la muerte física no importaba. Era liviana como una pluma. Solo muriendo por el pueblo, la muerte tenía más peso que una montaña.

Mis padres nunca hablaban de política en casa. Ni se quejaban del trabajo que les asignaban. En 1971 mi padre dejó de ser profesor de la escuela profesional: le enviaron a trabajar a una imprenta como auxiliar administrativo. Aunque mi madre tenía un título universitario, la destinaron a una fábrica de zapatos. Que uno fuera miembro de la clase obrera era una exigencia política, dijo su jefe. El Partido lo denominaba programa de reeducación. Mis padres no eran felices con sus trabajos, pero se portaban correctamente por nosotros, sus hijos. Las críticas que hubieran podido recibir habrían acabado afectándonos.

Mi madre no servía para ser lo que no era. Sus colegas decían que era desacertada políticamente. Un día, cuando le ordenaron que escribiera el lema: «Una larga, larga vida para el presidente Mao» en papel parafinado, escribió: «Ninguna, ninguna vida para el presidente Mao».

En chino, «Una larga, larga vida» se traduce como «Diez mil años sin ningún final», y por lo tanto había un carácter que significaba «ningún» o «no» en la frase. Mi madre se armó un lío con los caracteres y al final el escrito se convirtió en «Ningún año sin final». Fue un accidente, según dijo. Estaba sufriendo un fuerte dolor de cabeza cuando le ordenaron que hiciera el trabajo. No se la autorizaba a descansar cuando tenía la presión sanguínea alta. No entendía por qué lo había escrito de aquel modo. Siempre había querido a Mao, confesó. En la reunión política semanal a la que tenía que asistir todo el mundo en el distrito, la criticaron. Dijeron que lo había hecho de mala idea. Habría que tratarla como a una delincuente. Mi madre no sabía cómo justificarse. No sabía qué hacer.

Hice un borrador de un discurso de autocrítica para mi madre. Entonces tenía doce años. Escribí citas famosas de Mao. Decía que el presidente Mao nos enseña que debemos permitir que la gente corrija sus errores. Ése es el único modo de aprender el verdadero comunismo. Un error cometido por un inocente no es un delito. Pero cuando a un inocente no se le permite corregir el error, eso sí es delito. Desobedecer las enseñanzas de Mao es un delito. Mi madre leyó mi borrador en la reunión de su escuela y fue perdonada. Cuando volvió a casa, me dijo que era muy afortunada por tener una hija tan lista como yo.

Pero a la semana siguiente volvieron a sorprender a mi madre. Estaba utilizando un trozo de periódico con la foto de Mao para limpiarse en el retrete. Todos nos limpiábamos con papel de periódico en aquellos días porque era muy poca la gente que podía permitirse el papel higiénico. Mi madre enseñó una carta del médico en la reunión semanal de las masas que demostraba que tenía la presión sanguínea extremadamente alta cuando el incidente tuvo lugar. Esta vez no la perdonaron. La enviaron a trabajos forzados en una fábrica de zapatos. La fábrica producía botas de goma. Cada par pesaba cinco kilos. Su trabajo era sacar las botas de los moldes. Ocho horas al día. Cada noche llegaba a casa y se desplomaba.

En cuanto atravesaba la puerta, se dejaba caer sobre una silla. Se quedaba allí sentada, sin moverse, como si se estuviera muriendo. Yo hacía que Flora trajera una toalla húmeda y una jarra de agua; Coral, un abanico de bambú; Conquistador del Espacio, una taza de agua, y yo misma le quitaba los zapatos. Luego esperábamos en silencio a que se reanimara y entonces empezábamos nuestro ceremonial. Nuestra madre sonreía, feliz, y dejaba que la atendiéramos. Le enjugaba la espalda mientras Flora la abanicaba. Coral volvía a empapar la toalla, me la pasaba, y entonces Conquistador del Espacio cambiaba el agua. Enseguida oíamos los pasos de nuestro padre subiendo por la escalera. Siempre esperábamos que abriera la puerta y nos hiciera una mueca burlona.

A menudo nos quedábamos sin comida cuando llegaba final de mes. Nos convertíamos en animales famélicos. Pasábamos tanta hambre que una vez Coral cogió un frasco del armario y se tragó unas píldoras para la diarrea de color rosa. Pensaba que eran golosinas. Su intestino se resintió. Conquistador del Espacio engullía mondas y corazones de fruta que cogía de los basureros de la calle. Flora y yo bebíamos agua anhelando que se acabara el día.

Madre recibía la paga el día cinco de cada mes en la estación de autobuses. Aquel día íbamos a esperarla. Cuando se abría la puerta del autobús, madre se bajaba con energía, con el rostro resplandeciente. Nosotros saltábamos sobre ella como monos. Nos llevaba a una panadería cercana para que comiéramos hasta saciarnos. No dejábamos de tragar hasta que nuestros estómagos estaban tan duros como melones. Nuestra madre era la mujer más feliz de la tierra en aquellos momentos. Era el único día en que no parecía estar enferma.

Mi padre no sabía hacer zapatos, pero los hacía para nosotros. Parecían pequeños barcos, con dos lados que se torcían hacia arriba, ya que las suelas que compraba eran demasiado pequeñas para ajustarse a la parte superior. De todos modos, las perforaba y las cosía. Utilizaba un destornillador. Cada domingo remendaba nuestros zapatos con los dedos envueltos en vendas. Lo hizo hasta que Flora y yo aprendimos a hacer zapatos con harapos.

Un día, nuestra madre vino a casa con un montón de frascos de medicinas. Llegaba del hospital. Tenía tuberculosis y le dijeron que se pusiera una mascarilla quirúrgica para estar en casa. Dijo que, en cierto modo, estaba contenta de tener la enfermedad ya que por fin podría pasar tiempo con la familia.

Me convertí en una activista de Mao en el distrito y gané concursos por ser capaz de recitar el Pequeño Libro Rojo.

Me convertí en una entusiasta de la ópera. No existían muchas formas de entretenimiento. La palabra «entretenimiento» se consideraba una sucia palabra burguesa. La ópera era otra cosa. Era una afirmación proletaria. Las óperas revolucionarias habían sido creadas por madame Mao, la camarada Jiang Qing. Que te entusiasmaran o no las óperas suponía una actitud política determinante. Demostraba si se era o no un revolucionario. Las óperas se enseñaban por la radio y en la escuela, y las organizaciones de los vecindarios las promocionaban. Durante diez años. Las mismas óperas. Escuchaba óperas cuando comía, caminaba y dormía. Crecí con las óperas. Se convirtieron en mis células. Decoré el porche con carteles de mis heroínas operísticas favoritas. Cantaba óperas allí por donde iba. Mi madre me oía cantar en sueños; decía que las óperas me alimentaban. Era verdad. No podía pasar un día sin escucharlas. Pegaba la oreja a la radio y me figuraba las respiraciones de la cantante. La imitaba. El aria se llamaba «No abandonaré la batalla hasta que las bestias estén muertas». La cantaba Ciruela de Hierro, un personaje adolescente de una ópera llamada La linterna roja. No dejaba de cantar el aria hasta que me dolían las cuerdas vocales. Continuaba forzando mi voz hasta las tonalidades más altas:

Mi Padre es un pino, su voluntad es fuerte.

Un héroe de espíritu indomable,

es un verdadero comunista.

Y yo te sigo,

camino a tu lado y nunca vacilo.

Alzo la linterna roja en lo alto,

la luz me guía hacia delante.

Te sigo para derrotar a las bestias,

mi generación y la siguiente…

Era capaz de recitar todos los libretos de las óperas La linterna roja, La montaña del engaño del tigre, El estanque de Sha-Jia, El puerto, Ataque sorpresa sobre el regimiento del tigre blanco, El destacamento rojo de mujeres, Canción del río del dragón. Mi padre no soportaba mis sonoros lamentos acompañando a la radio; siempre gritaba: ¿Te estás ahorcando en la cocina, o qué?

Nuestra abuela del campo nos trajo una gallina joven. El vecino de al lado, el Viejo Sastre, se quedó impresionado cuando la vio por la gran cantidad de plumas marrón oscuro que tenía junto a la boca. Dijo que era como la barba de Karl Marx. Así que a la gallina le pusimos el nombre de Gran Barba. Gran Barba era la mascota de la abuela y del abuelo. Estaba con ellos desde que tenía solo dos días. Nuestra abuela se dio cuenta de que era demasiado pobre para mantenerla y pasó un mal trago cuando quiso matarla para comérsela. Nos la trajo a Shanghái y nos dijo que nos la comiéramos nosotros. Gran Barba es demasiado joven para poner huevos, dijo la abuela. Una gallina no vale nada si no da huevos. Gran Barba hizo un sonido co-co-co e inclinó la cabeza al oír los comentarios. Su cresta era muy, pero que muy roja, como un trozo de carbón candente. Cocedla al vapor con vino de sorgo, dijo la abuela. Tendrá un sabor delicioso. Le pedimos a la abuela que se quedara para comerse a Gran Barba con nosotros, pero meneó la cabeza con rapidez y dijo: Coméosla vosotros. Yo soy alérgica a la carne de pollo. Cogió su equipaje y se alejó caminando, casi corriendo. Sus pequeños pies apenas podían marcar el paso.

Así pues, ¿quién iba a matar a Gran Barba? Yo no, dijo mi padre. Ni siquiera estoy interesado en comérmela ahora que la he visto… Mi padre se quedó mirando fijamente a Gran Barba. Gran Barba movió la cabeza de un lado a otro, hizo el sonido co-co-co y luego se alisó las plumas con la boca. Nuestro padre volvió a su escritorio. Gran Barba agitó las alas en dirección a nuestra madre: Oh no, yo no, no puedo matar ni una mosca, ya lo sabéis. Se quedó mirándome y lo mismo hicieron los niños. Sabía lo que querían decir: Tú eres la más valiente. Tú deberías ser la carnicera.

Y yo dije: Lo haré. No le di mucha importancia. Había preparado buenos platos con palomas vivas, cangrejos y ranas. A una gallina podría quitarle las plumas en diez minutos, igual que lo había visto hacer en el mercado con los patos después de que les cortaran el cuello. Los carniceros los colgaban por las patas, dejaban que la sangre goteara completamente, los sumergían en agua hirviendo, los sacaban y les quitaban las plumas.

Mis hermanas y mi hermano me hicieron un gesto afirmativo. Nunca dudaban de mi determinación. Mi madre dijo: Sácala al patio; no quiero oír nada. Espera, añadió y me tiró de la manga, quizá deberíamos dársela a la gente de arriba. ¿Por qué?, preguntamos todos nosotros. Simplemente es que no aguanto la idea de ver a mis hijos matar. Así era nuestra madre. Ella hizo que nos perdiéramos muchas diversiones. Nos hacía soltar los pájaros que atrapábamos, el gatito que encontramos. Yo le dije: Lo haremos en el patio. No se oirá ningún ruido. Aquella gallina valía como mínimo cinco yuans en el mercado. La paga de cinco días de trabajo de una persona, pensad un momento en ello. Mi madre se quedó callada cuando yo cogí a Gran Barba por las alas. Gran Barba hizo más sonidos co-co-co mientras forcejeaba en mis manos. Conquistador del Espacio dijo: No llores, no es tan terrible, te vamos a enviar con Karl Marx, para que comparéis vuestras barbas. Yo repliqué: Cállate, Conquistador del Espacio, ve a traerme unas tijeras grandes. De repente, antes de que Conquistador del Espacio saliera, recibí un mordisco. Gran Barba, la gallina, me había mordido. Su boca parecía un par de tijeras. La solté. Se puso a volar arriba y abajo junto a la escalera. Después de golpearse en el techo varias veces, cayó bruscamente al patio de cemento.

Se quedó allí, la gallina, Gran Barba, sobre el estómago, encima del patio de cemento, con una de las alas colgándole a un lado, inmóvil. Co-co-co; se tambaleaba al intentar levantarse otra vez. Se cayó, arrastrando el ala con ella. Nos miramos los unos a los otros y luego a Gran Barba. Se ha roto el ala, dijo Coral. Conquistador del Espacio me pasó las tijeras grandes. Yo dije: No, ahora no puedo matarla. Está herida. Flora dijo: Yo tampoco. Coral dijo: Ni yo. Conquistador del Espacio dijo: De ninguna manera voy a ser yo, y se puso a llorar. Siempre os aprovecháis de mí. Se fue corriendo hacia la ventana, levantó la cabeza y aulló: ¡Mamá, otra vez se están aprovechando de mí!

Decidimos posponer la ejecución. Esperaríamos hasta que sanara el ala de Gran Barba. Le hicimos una casita en la cocina, junto al fregadero. Salimos a buscar pajas secas para ella e hicimos una corona parecida a un nido. Se sentó encima con toda tranquilidad. Nosotros la contemplamos durante horas sin interrupción. La gallina permaneció allí sentada, con la cabeza bajo el ala y el pequeño cuerpo caliente. El calor surgía de debajo de sus plumas. Tiene fiebre, dijo nuestra madre. Tiene una infección. ¿Qué debemos hacer? Todos nos pusimos nerviosos. Tengo mis antibióticos, pero no sé si… Le sentarán bien a Gran Barba si sirven para los humanos, dijo Flora. Gran Barba actúa casi como un humano. De veras que lo hace, dijo Coral, alisando las plumas de la gallina. Mirad, sabía que iban a matarla, así que decidió estrellarse y se rompió un ala.

Todos dábamos palmaditas a la gallina con mucho cuidado. Gran Barba nos miraba mansamente. Co-co-co-co. Co-co-co-co. Está sufriendo, mamá, dijimos todos. Por favor, dale los antibióticos.

Nuestra madre puso una cucharada de pastillas en la boca de Gran Barba mientras nosotros la sujetábamos. Coral y Conquistador del Espacio le aguantaban las patas, Flora y yo las alas. Gran Barba cooperaba. Después de aquello, se cagó por la cocina y luego, cuando nos pusimos a cenar, se fue a dormir. No podíamos probar bocado durante la cena. La gallina apestó la pequeña cocina de olor a mierda. Gran Barba ocupaba un amplio rincón de la cocina y nosotros teníamos que apiñarnos en los asientos. Todos pensábamos en la gallina enferma mientras comíamos. Quiero que mantengáis la cocina limpia, es decir, que evitéis el olor, dijo nuestra madre. ¿Me oís? Se nos quedó mirando. Nos llevamos el arroz a la boca. ¿Habéis oído a vuestra madre?, añadió mi padre. Si no, regalaré la gallina esta misma noche.

Suplicamos y prometimos que mantendríamos la cocina limpia. Fuimos a casa de los vecinos para que nos dieran las cenizas de sus hornos. Cubrimos la caca de Gran Barba con cenizas, la recogimos con la pala y luego la echamos al cubo de la basura. Alimentábamos a Gran Barba con gusanos, huesos triturados, arroz y todo tipo de verduras. Engordó. Su color marrón se volvió más rojo. Le hablábamos y le cantábamos canciones con la esperanza de que no tardara en dar huevos. Pero nos defraudó. Se volvió cada vez más bonita, con plumas brillantes y garras fuertes, pero seguía sin dar huevos. Perdimos el interés por agasajarla. ¡Tú, a limpiar!, yo señalaba a Flora. ¡Tú, a limpiar!, Flora señalaba a Coral. ¡Tú, a limpiar!, Coral a Conquistador del Espacio. Conquistador del Espacio nos señalaba a las tres ante nuestra madre: ¡Mamá, se están aprovechando de mí otra vez!

¡Matad a la gallina!, ordenó mi padre. Yo dije que aquel fin de semana tenía que estudiar para un examen. Nosotros también, dijeron los niños. Entonces hacedlo el lunes, dijo nuestro padre. De acuerdo, el lunes, prometí.

Afilé las tijeras el lunes al mediodía. No había nadie en casa. Me quedé mirando a Gran Barba. Ella me devolvió la mirada. Parecía nerviosa. Estaba inspeccionando a su alrededor y se mostraba más inquieta de lo habitual. Tenía la cara tan roja… Fue a sentarse sobre la corona de paja, luego se levantó y dio vueltas por la cocina, adelante y atrás, adelante y atrás. Sentí curiosidad. Me acerqué más para observarla. No le gustó. Se escondió debajo de la silla cerca de la tubería del desagüe. Tuve la impresión de que quería estar sola, pero yo no quería irme. Me quedé de pie intentando pensar una forma de observarla sin ser vista. Había un espejo colgado sobre el fregadero. Tuve una idea. Me subí encima de la mesa de la cocina y me tumbé sobre la espalda. Giré el espejo hasta un ángulo desde el cual podía ver a Gran Barba sin ser vista.

Al cabo de unos cinco minutos, Gran Barba se levantó de su montón de paja. Miró a su alrededor como para asegurarse de que no había nadie más en la cocina. Utilizando la boca, se puso a arreglar la paja de la corona y luego empezó a estirar las patas. Adoptó una posición de lo más graciosa, ni postrada ni erguida, y empezó a doblar la cola hacia abajo para cubrirse el ano. Se quedó en esa posición. Se le hinchó el cuerpo. Estaba empujando por dentro. ¿Estaría poniendo un huevo? Contuve el aliento y continué mirando atentamente al espejo. Gran Barba desapareció por el espejo; se movió hasta un ángulo donde no podía verla. No quería asustarla así que esperé pacientemente. Unos minutos después, Gran Barba entró de nuevo en escena y se volvió hacia mí en un ángulo perfecto. Vi que tenía el ano agrandado y una cosa blanca rosada estaba saliendo. ¡Era un huevo! Gran Barba extendió las patas todavía más; el rostro se le estaba poniendo púrpura. Volvió a la posición cómica, empujó y empujó. Finalmente, se levantó. Vi un huevo entre la paja.

Me bajé de la mesa de un salto y recogí cuidadosamente el huevo de la paja. Estaba caliente. La cáscara era delgada, casi transparente. Había puntitos de sangre en la cáscara. Miré a Gran Barba y ella me miró con modestia. La estreché entre los brazos mientras ella empezaba a cantar. Co-co-co ¡La! Co-co-co ¡La! Su cacareo era tan fuerte, tan orgulloso…

Coral se llevó a Gran Barba a la cama. Pensó que esto le permitiría un buen descanso después de un trabajo tan duro. Nos arrodillamos todos delante de la cama y le hablamos a Gran Barba. Nos pasábamos el huevo uno a otro. Conquistador del Espacio cogió una pluma y escribió la fecha en el huevo. Flora fue a buscar una caja de zapatos y, con gran cuidado, puso el huevo entre papeles suaves y lo guardó debajo de la cama.

Cuando llegaron nuestros padres, les contamos la gran noticia. Les dijimos que, puesto que Gran Barba había empezado a poner huevos, ya no había razón para matarla. Los huevos eran lo más caro del mercado. Mis padres estuvieron de acuerdo, pero dijeron que no se comerían los huevos de Gran Barba. Acordamos que reservaríamos los huevos para los invitados que vinieran a casa.

Gran Barba se convirtió en el centro de nuestra atención. Cada día, después de la escuela, íbamos a coger gusanos. Conquistador del Espacio se subía a los árboles para conseguir gusanos más grandes. Gran Barba se volvió cada vez más melindrosa en sus gustos. Empezó a comer únicamente gusanos vivos. Ponía un huevo cada dos días y pronto la caja de zapatos estuvo llena.

La buena vida de Gran Barba no duró mucho. Aquel verano, el comité del Partido del vecindario lanzó una Campaña Patriótica de Salud Pública según la cual había que matar a todos los perros, patos y pollos en tres días. Intentamos esconder a Gran Barba, pero no podíamos hacerla callar cada vez que soltaba un huevo. Tenía que expresar su orgullo de madre. El comité, un grupo de ancianos retirados, se presentó en nuestra puerta gritando consignas para movilizarnos. Al principio fingimos no oírlos. Cuando se acercaron más, agitando sus pequeñas banderas de papel en las manos, nos pusimos nerviosos. Aguantamos a Gran Barba debajo de la ventana y la tapamos con mantas. Los viejos gritaban con sus voces roncas y el aliento entrecortado. El lema era: ¡No hay que criar patos ni gallinas en la ciudad! Después se convirtió en: ¡No hay que criar patos…! El anciano que dirigía los gritos se quedó sin aliento en este momento, se detuvo para recuperarlo, y continuó: ¡… criar gallinas en la ciudad! Los que proferían consignas no se preocupaban por lo que gritaban, simplemente repetían lo que el viejo había interrumpido, así que siguieron: ¡No hay que criar patos! Cuando el viejo recuperó la voz, continuaron: ¡Criar gallinas en la ciudad!

El jefe del comité del Partido del vecindario vino a hablar conmigo. Me preguntó por qué no me estaba comportando como correspondía a una líder de los pequeños guardias rojos. Me preguntó si aún quería ser elegida como «Leal a Mao» el próximo año. Comprendí qué tenía que hacer. Prometí matar a Gran Barba a la mañana siguiente. Dijo que él y su comité vendrían hacia las siete y media a comprobar cómo me había portado. Quería ver la cabeza de Gran Barba.

Dormí mal, por descontado. Me desperté al amanecer. Gran Barba ya se había levantado y estaba comiendo su desayuno en la oscuridad. Cuando me oyó entrar, hizo su sonido co-co-co. Cogí un par de tijeras y levanté a Gran Barba por las alas. Bajé al patio. Arriba, Pequeño Ataúd ya había regresado del mercado. Le pregunté qué hora era. Me contestó que eran las siete menos cinco. Seguía diciéndome a mí misma: Esto no es nada. Gran Barba solo es una gallina, un animal, un enemigo de la salud pública. Levanté las tijeras y volví a bajarlas. Volví arriba para coger un cuenco en el que verter la sangre de Gran Barba. Eran las siete y cuarto. Bajé otra vez al patio y me di cuenta de que me había olvidado de otra cosa. Subí a hervir agua. Dejé a Gran Barba suelta en el patio. Parecía contenta. Agitaba las plumas a la vez que usaba la boca para hacerme abrir el puño. Estaba jugando conmigo. Cuando volví a subir, el agua ya estaba hirviendo. Llevé abajo el recipiente de agua y lo coloqué cerca del cuenco. Agarré a Gran Barba, pero forcejeó para soltarse como si intuyera algún peligro. La perseguí. Se postró delante de mí. La cogí y le metí la cabeza debajo del ala. Estaba utilizando toda mi fuerza. Empecé a arrancarle la barba. Mis manos eran débiles pero me obligué a mí misma a ignorarlo. Seguí arrancando plumas hasta que apareció el cuello de Gran Barba. Cogí las tijeras. Tenía los brazos rígidos. Eran las siete y veinticinco. Gran Barba sacó la cabeza de debajo del ala. Me miró, tenía la cara roja. Continuaba forcejeando. Oí el tambor del comité del vecindario que redoblaba en el callejón de al lado. Volví a meter la cabeza de Gran Barba debajo del ala. Levanté las tijeras y apunté a su cuello. Forcejeó con violencia. Eran las siete y media. Sonó el timbre del taller de ferretería Wu-Lee, las mujeres llegaron en tropel. La gente del comité apareció en la puerta; los gritos de las consignas eran como oleadas que subían y bajaban. Cerré de golpe las tijeras. Gran Barba sacó la cabeza e hizo un sonido co-co-co y empujó un huevo fuera de su cuerpo.

No podía mirar. Bajé las tijeras. Cuando volví a mirar vi a Gran Barba volando sobre las cabezas de todos, chorreando sangre por el camino. Mis hermanas y mi hermano miraban hacia abajo desde la ventana. Gran Barba se había subido a un árbol casi tan alto como nuestra ventana, luego se precipitó sobre el suelo de cemento.

Corrí escalera arriba. Dije que no podría tocar a la gallina nunca más. Nadie de mi familia lo haría. Gran Barba yacía muerta sobre el patio de cemento, junto al cuenco y el recipiente de agua hirviendo. El huevo fue pisoteado. Cuando el agua se enfrió, Pequeño Ataúd vino a verme y me preguntó qué iba a hacer con la gallina. Va a estropearse, dijo. Le rogué que se la llevara. Le dije que sería un buen plato si la cocinaban con vino. Sabía que su padre y su abuelo eran alcohólicos. La cogió.

Después de cenar, me dirigí al piso de arriba. La familia de Pequeño Ataúd estaba en una sesión de su seminario de Mao. Gran Barba se había convertido en un manojo de huesos tirado en el cubo de la basura en una esquina. Pequeño Ataúd me dijo que Gran Barba tenía un sabor excelente.

En la escuela, los libros de Mao eran nuestros textos. Yo era la primera de la clase en historia del Partido Comunista de China. Para mí, saber historia significaba aprender cómo el proletariado había ganado a los reaccionarios. La historia occidental era la de la explotación capitalista. En nuestras clases colgábamos retratos de Marx, Engels, Lenin y Stalin junto a los de Mao. Cada mañana les hacíamos una reverencia igual que se la hacíamos a Mao y rezábamos por una larga, larga vida para él. Mis hermanas me copiaban las redacciones. Mis redacciones eran una compilación de consignas. Siempre empezaba con ésta: «Sopla el viento del este, el tambor de la batalla redobla. ¿Quiénes son los que hoy tienen miedo en el mundo? No es el pueblo quien teme a los imperialistas americanos. Son los imperialistas americanos quienes tienen miedo al pueblo». Esas frases me hicieron ganar algunos premios. Conquistador del Espacio se quedaba mirándome como si yo fuera un mago. Las redacciones, para mí, no tenían ninguna dificultad; eran nada; eran las competiciones de ábaco las que me resultaban complicadas. Escribía redacciones para mi hermano y para mis hermanas, pero notaba que no tenía mucho en común con los demás niños. Me sentía como una adulta. Ansiaba tener retos. Estaba en la escuela día y noche fomentando el comunismo, haciendo la revolución mientras pintaba consignas sobre paredes y maderas. Dirigía a mis compañeros de escuela para recoger dinero. Queríamos donar lo que consiguiéramos a los niños que pasaban hambre en América. Estábamos orgullosos de lo que hacíamos. Estábamos seguros de que íbamos poniendo puntitos rojos en el mapa del mundo. Luchábamos para lograr la paz definitiva en el planeta. No pasaba ni un solo día en que no me sintiera heroica. Yo era la ópera.

Me pidieron que asistiera a la reunión del comité revolucionario de la escuela. Estábamos en 1970 y yo tenía trece años. Discutí con la gente del comité, los verdaderos revolucionarios, sobre cómo llevar adelante la Revolución Cultural en nuestra Escuela Primaria de la Larga Felicidad. Había dejado de sonrojarme cuando levantaba la mano para pedir la palabra. Sabía de lo que estaba hablando. De mi boca brotaban frases del Diario del Pueblo y de la revista Bandera Roja. Mis discursos estaban cargados de un espíritu apasionado y noble. Era una persona respetada. A principios de los años setenta, el hecho de ser líder de los pequeños guardias rojos en la escuela secundaria aportó honra a mi familia. Mis certificados de honor eran el orgullo de mi madre, aunque nunca los colgó de la pared. Mi nombre era constantemente mencionado por la autoridad de la escuela y ensalzado como «Activista del Estudio de los Pensamientos de Mao», la «Buena Niña de Mao» y «Estudiante de Excelencia». Cada vez que hablaba a través de un micrófono desde la emisora de la escuela, mis hermanas y mi hermano me escuchaban en sus aulas y sus compañeros de clase los miraban con admiración y envidia.

El nuevo secretario del Partido en nuestra escuela, un hombre llamado Chain, era el representante de los trabajadores de la compañía naviera de Shanghái. Tenía unos cincuenta años y estaba extremadamente delgado, como una caña de bambú. Me enseñó a presidir reuniones políticas. Le gustaba decir: Tenemos que dejar que nuestra pequeña jefa desempeñe un gran papel en la Revolución Cultural y dar una oportunidad seria a los pequeños guardias rojos. Me dijo que no me asustara de las cosas que no entendía. Debes aprender a pensar de este modo: Aunque la tierra deje de girar, yo seguiré girando.

Era la primera semana de noviembre cuando el secretario Chain me hizo pasar a su oficina. Me dijo, muy excitado, que el comité por fin había desenmascarado a una enemiga de clase clandestina, una espía americana. Dijo: Vamos a celebrar una reunión contra ella, un mitin al que asistirán dos mil personas. Tú serás la representante de los estudiantes encargada de hablar en su contra. Le pregunté quién era. Frunció el entrecejo y pronunció un nombre impactante. Era Hojas de Otoño, mi maestra. Pensé que no había entendido bien al secretario Chain. Pero me hizo un gesto de asentimiento con lentitud, para confirmar que había oído bien.

Me senté. De hecho me dejé caer en la silla. De pronto mis piernas habían perdido la fuerza.

Hojas de Otoño era una mujer delgada, de mediana edad y con una fuerte miopía. Llevaba gafas oscuras y tenía la voz ronca y mal genio. Le encantaban el chino, las matemáticas y la música. El primer día que entró en clase, nos preguntó a todos los alumnos si alguno de nosotros podía decir lo que significaba Hojas de Otoño. Nadie era capaz de imaginárselo. Luego lo explicó. Dijo que era un famoso poema escrito en la dinastía Tang sobre las hojas de otoño. Exaltaba la belleza y el significado de las hojas caídas. Decía que cuando una hoja caía naturalmente simbolizaba una vida plena. El contacto con el suelo simbolizaba la transformación de una hoja madura en barro fresco. Fertilizaba las semillas a lo largo del invierno. Su fecundación la enlazaba con la siguiente primavera. Dijo que nosotros éramos su primavera.

Era una maestra enérgica que nunca parecía cansarse de enseñar. Sus métodos eran únicos. Había momentos en que levantaba los brazos hasta los hombros y los estiraba a ambos lados, convirtiéndose en una cruz, para explicar el infinito; al momento siguiente hablaba con un fuerte acento de Hunan para explicar el origen de un poeta. En una ocasión perdió completamente la voz mientras intentaba explicarme la progresión geométrica. Cuando por fin logró que yo comprendiera, se rió silenciosamente como un mudo con los brazos bailando en el aire. Cuando le di las gracias, dijo que estaba contenta de que me tomara tan en serio el aprender. Me puso como ejemplo para nuestra clase y luego para todo el grado. Cuando se enteró de que quería mejorar mi nivel de chino, me trajo sus propios libros para que los leyera. Era así con todos sus alumnos. Un día en que llovía intensamente después de la clase, dejó a los estudiantes su impermeable, sus zapatos para la lluvia y su paraguas para que volvieran a casa. Ella llegó a su casa empapada. Al día siguiente tenía fiebre, pero dio la clase de todos modos y continuó esforzándose, a pesar de lo mal que se encontraba. Cuando acabó la clase, había vuelto a quedarse sin voz. De ningún modo podía imaginarme a Hojas de Otoño como una espía americana.

Como si me leyera el pensamiento, el secretario Chain sonrió y me preguntó si alguna vez había oído la frase «las llamas incontenibles refinan el verdadero oro». Negué con la cabeza. Dijo: Es hora de que tú misma te pongas a prueba para ver si eres una verdadera revolucionaria o solo una revolucionaria teórica. Pronunció una cita de Mao: «Hacer la revolución no es como ofrecer un banquete, ni pintar un bonito cuadro o hacer un bordado. No puede ser tan tranquila y apacible. Una revolución es una insurrección, es un acto de violencia en el que una clase derroca a otra».

Me di cuenta de que las palabras se me habían quedado bloqueadas en la punta de la lengua. No podía dejar de repetirme: Hojas de Otoño es mi maestra. El secretario Chain sugirió que nos ocupáramos de mi problema. Encendió un cigarrillo y me contó la fábula titulada Un lobo con piel de cordero. Dijo que Hojas de Otoño era un lobo. Me explicó que el padre de Hojas de Otoño era un americano chino que aún vivía en América. Hojas de Otoño nació y fue educada en América. El secretario Chain dijo: El capitalismo envió a su hija de regreso a China para educar a nuestros niños. ¿No te parece esto problemático?

Durante las siguientes dos horas el secretario Chain me convenció de que Hojas de Otoño era una agente secreta de los imperialistas que utilizaba la enseñanza como arma para destruir nuestras mentes. El secretario Chain me preguntó si yo iba a tolerar esto. Por supuesto que no, fue lo que le contesté. Nadie puede hacer volver a nuestros proletarios a la vieja sociedad. Bien, dijo el secretario Chain y me dio unas palmaditas en la espalda. Dijo que sabía que yo sería una lanza afilada para el Partido. Levanté la cabeza y dije: Secretario, por favor, dígame lo que debo hacer. Él contestó: Escribe un discurso. Le pregunté qué era lo que debía escribir. Él respondió: Cuéntales a las masas cómo te corrompió mentalmente. El secretario Chain añadió: No estás suficientemente madura para entenderlo todavía. Luego me preguntó mi opinión sobre el tipo de persona que creía que era Hojas de Otoño. Le dije la verdad.

El secretario Chain se rió abiertamente de mí. Dijo que me había convertido ya en una víctima de la espía, que casi me había matado con la habilidad del lobo que mata a las ovejas, sin dejar rastro de sangre. Dio con el puño en la mesa y dijo a viva voz: ¡Eso por sí solo es un material de discusión maravilloso! Me sentí extraña. Dejó de reírse y dijo: No debes permitir que tu inmadurez te desanime.

Hizo que me sintiera decepcionada conmigo misma. Déjame que te ayude, sugirió. Me preguntó los nombres de los libros que me había dejado. La niña de los fósforos, empecé a recordar, La pequeña sirena y Blancanieves. Me preguntó el nombre del autor. Dije que era algo así como Andersen.

De pronto el secretario Chain levantó la mano en el aire y frunció el ceño. Dijo: Basta, ya lo tenemos. ¿Quién es Andersen? Un anciano extranjero, supongo, le contesté. ¿Sobre qué trataban sus cuentos? Sobre vidas de príncipes, princesas y hadas. ¿Qué hace ahora ese Andersen?, preguntó. No lo sé, contesté.

¡Fíjate qué negligente eres!, casi gritó el secretario Chain. ¡Podría ser un espía extranjero! Sacó un pequeño frasco de vidrio y se llevó unas cuantas píldoras a la boca. Me explicó que era una medicina para el dolor de hígado. Dijo que el hígado le dolía mucho pero que no podía contárselo a su médico porque le hospitalizaría de inmediato. Dijo que el dolor era cada vez más insoportable pero que no podía permitirse perder ni un solo segundo en el hospital. ¿Cómo voy a decepcionar al presidente Mao, que depositó su confianza en gente como nosotros, la clase trabajadora, la clase que en otro tiempo, antes de la Liberación, estaba por debajo incluso de los cerdos y los perros?

La cara se le estaba poniendo de color púrpura. Le sugerí que se tomara un descanso. Hizo un ademán para que me marchara mientras se apretaba el hígado con las manos intentando aguantar el dolor. Me explicó que no había estudiado mucho. Sus padres murieron de hambre cuando él tenía cinco años. Su hermano y su hermana pequeña fueron arrojados al mar después de que los padres murieran de cólera. Fue vendido como mano de obra a una empresa naviera en Shanghái y a menudo recibía palizas del propietario. Después de la Liberación, se unió al Partido y le enviaron a la escuela nocturna de los trabajadores. Dijo: Le debo mucho a nuestro Partido y todavía no he trabajado lo suficientemente duro para demostrar mi agradecimiento.

Me lo quedé mirando y me sentí conmovida. Su dolor parecía ir en aumento. Se apretaba el hígado con los dedos cada vez con más fuerza, pero se negaba a descansar. ¿Sabes?, encontramos el diario de Hojas de Otoño y tenía un párrafo sobre ti, me dijo. ¿Qué… qué decía sobre mí? Me puse nerviosa. Dijo que eras uno de los pocos niños educables. Puso entre comillas educable. ¿Se te ocurre qué quiere decir eso? Sin esperar mi respuesta, el secretario Chain dedujo: Es obvio que Hojas de Otoño pensaba que tú podías ser educada según su patrón, el patrón de su padre, el patrón imperialista. Subrayó que el propósito de escribir aquel diario era presentárselo a su jefe americano como prueba de su éxito como espía.

Se me puso el mundo patas arriba. Me sentí profundamente herida y utilizada. El secretario Chain me preguntó si era consciente de que Hojas de Otoño me había utilizado como modelo para influenciar a los demás. Su objetivo es hacer que todos vosotros traicionéis al comunismo. Sentí culpa y rabia. Le dije al secretario Chain que hablaría al día siguiente. Me hizo un gesto afirmativo. Dijo: Nuestro Partido confía en ti y sin duda Mao estaría muy orgulloso de ti.

¡Sacad a la enemiga de clase clandestina, la espía americana Hojas de Otoño! ¡Exponedla a plena luz del sol!, gritaba la multitud nada más empezar la reunión. Yo estaba sentada sobre el escenario en una de las gradas. Dos hombres fuertes escoltaron a Hojas de Otoño hasta el escenario frente a la multitud formada por dos mil personas, entre las que se incluían sus alumnos y colegas de trabajo. Llevaba los brazos atados a la espalda. Estaba casi irreconocible. Habían pasado sólo unos cuantos días desde que la había visto, pero parecía que hubiese envejecido diez años. El cabello, de pronto, se le había vuelto gris. Se le había ido el color del rostro. Del cuello le colgaba una tabla rectangular en la que ponía: «Abajo la espía americana». Dos hombres la obligaron a inclinarse tres veces ante el retrato de Mao. Uno de ellos le torció el brazo izquierdo con fuerza y le dijo: ¡Ahora, suplica perdón al presidente Mao! Hojas de Otoño se negó a pronunciar las palabras. Los dos hombres le retorcieron los brazos por detrás. Se los retorcieron con fuerza. El rostro de Hojas de Otoño se desfiguró de dolor y luego su boca se movió. Dijo las palabras y los hombres la soltaron.

Yo tenía la boca terriblemente seca. Era difícil soportar lo que estaba viendo. La cuerda de la pesada madera rasgaba la piel de Hojas de Otoño. Me olvidé de lo que se suponía que tenía que hacer —dirigir a la multitud para que gritara las consignas— hasta que el secretario Chain vino a recordarme mi deber.

¡Larga vida a la gran dictadura del proletariado!, grité siguiendo la lista de consignas. Me estaba asustando cada vez más al ver que Hojas de Otoño forcejeaba con los dos hombres que habían estado intentando empujar su cabeza hacia el suelo mientras ella trataba de mirar al cielo. Cuando se le cayeron las gafas, vi que cerraba los ojos con fuerza.

El secretario Chain le gritó. La multitud gritó: ¡Confiesa! El secretario Chain cogió el micrófono y dijo que las masas estaban perdiendo la paciencia. Al actuar de este modo, Hojas de Otoño se estaba cavando su propia tumba.

Hojas de Otoño continuó en silencio. Cuando le propinaron una fuerte patada, dijo que no tenía nada que confesar, que era inocente. Nuestro Partido nunca acusa a nadie que sea inocente, contestó el secretario Chain, pero el Partido tampoco permitiría jamás que un enemigo de clase se escabulla de la red de la dictadura del proletariado. Añadió que había llegado el momento de demostrar que Hojas de Otoño era una delincuente. Me hizo un gesto con la cabeza y se volvió a la multitud. Dijo: ¡Dejemos que hable la víctima!

Me levanté y me sentí aturdida. La multitud empezó a dar palmas. El deslumbrante brillo de la luz del sol me hería los ojos. Se me nubló la vista y vi un millón de abejas que formaban círculos delante de mí zumbando como helicópteros. Mientras la multitud seguía dando palmas, me dirigí a la parte delantera del escenario y me detuve ante el micrófono. Al sacar el discurso que había escrito la noche anterior, de pronto sentí la necesidad de hablar con mis padres. No había ido a casa por la noche y había dormido en clase, encima de la mesa, con otros miembros de los pequeños guardias rojos. Cinco de nosotros escribimos el discurso. Lamenté no haber tenido a mis padres para revisarlo conmigo. Respiré a fondo. Los dedos me temblaban y no me obedecían cuando quería pasar las páginas.

No tengas miedo, estamos todos contigo, me dijo al oído el secretario Chain cuando vino a ajustar la altura del micrófono. Dejó una taza de agua delante de mí. Cogí el agua y me la bebí de un trago. Me sentí un poco mejor. Empecé a leer.

Leí a la multitud que Hojas de Otoño era el lobo con piel de cordero. Saqué los libros que me había dejado y se los enseñé a la multitud. Mientras pronunciaba mi discurso, vi por el rabillo del ojo que Hojas de Otoño había vuelto la cabeza en dirección a mí. Estaba murmurando algo. Me puse nerviosa pero conseguí seguir adelante. Camaradas, dije, ahora entiendo por qué Hojas de Otoño era tan amable conmigo. ¡Estaba intentando convertirme en un enemigo de nuestro país y en un secuaz del imperialismo!

Se oyeron algunos gritos de consignas, momento que aproveché para echar una mirada furtiva a Hojas de Otoño. Parecía respirar con dificultad y estar a punto de caerse. Yo seguía de pie, se me estaban enfriando las extremidades. Intenté retirar mis ojos de Hojas de Otoño, pero era como si ella los tuviera atrapados. Me sentí aterrorizada cuando vi que me estaba observando fijamente sin las gafas. Sus ojos parecían dos pelotas de ping-pong que casi se salían de las órbitas.

La multitud gritaba: ¡Confiesa! ¡Confiesa! Hojas de Otoño empezó a hablar lentamente a la multitud con su voz ronca. Dijo que ella nunca querría convertir a una de sus alumnas en enemiga del país. Se echó a llorar. ¿Por qué iba a hacerlo?, repetía una y otra vez. Estaba perdiendo la voz. Empezó a balancear la cabeza como si intentara hacer resaltar sus palabras, pero no surgió ningún sonido. Dijo que su padre quería a este país y que ésa era la razón por la que ella había regresado a enseñar. Tanto su padre como ella creían en la educación. ¿Espía? ¿De qué estáis hablando? ¿De dónde habéis sacado esa idea? Me miró a mí.

¡Si el enemigo no quiere rendirse, pues hirvámosla, friámosla y quemémosla hasta que se muera!, gritó el secretario Chain. Luego fue la multitud la que se puso a gritar y a blandir los puños. El secretario Chain me indicó que continuara. Pero yo temblaba demasiado para hacerlo. El secretario Chain se acercó al micrófono desde la parte de atrás del escenario. Se puso ante él. Le dijo a la multitud que estaba presenciando una actuación en directo de un enemigo de clase. Nos daba la oportunidad de aprender lo engañoso que puede llegar a ser un enemigo. ¿Podemos permitirle que continúe de este modo? ¡No!, gritó la multitud.

El secretario Chain estaba ordenando a Hojas de Otoño que se callara y aceptara las críticas de las masas revolucionarias con la actitud correcta. Hojas de Otoño dijo que no podía aceptar ningún hecho falso. Hojas de Otoño dijo que una niña como yo no debería ser utilizada por alguien con intención malévola.

Menospreciaste la conciencia política de nuestra pequeña Guardia Roja, dijo el secretario Chain con una risa desdeñosa. Hojas de Otoño pidió hablar conmigo. El secretario Chain le respondió que lo hiciera. Añadió que como buen materialista dialéctico nunca desestimaba el papel de los maestros dando un ejemplo negativo.

Mientras la multitud se calmaba, Hojas de Otoño se puso en cuclillas para buscar las gafas por el suelo. Cuando volvió a ponerse las gafas, empezó a interrogarme. Yo estaba asustada. No esperaba que fuera a hablarme con tal seriedad. Mi terror se transformó en furia. Quería marcharme de allí. Dije: ¿Cómo te atreves a ponerme en un apuro así, a interrogarme como a una reaccionaria? Me has utilizado en el pasado para servir a los imperialistas, ¿ahora quieres utilizarme para escapar a las críticas? ¡Sería una vergüenza que me condenara por ti!

Hojas de Otoño me llamó por mi nombre y me preguntó si realmente creía que ella fuera un enemigo del país. Si no lo pensaba, me pidió que le dijera quién me había designado a mí para pronunciar el discurso. Dijo que quería la verdad. Yo respondí que al presidente Mao siempre le gustaba que los niños mostraran su honestidad. Me preguntó con el mismo tono exacto que utilizaba cuando me ayudaba con mis deberes. Sus ojos me exigían que centrara la atención en ellos. No podía soportar mirarla a los ojos. Ojos que me habían mirado cuando nos explicó la magia de las matemáticas; me habían mirado cuando nos contó la hermosa historia de la sirenita. Cuando conseguí el primer puesto en la Competición de Cálculo con Ábaco, me habían mirado con alegría; cuando estuve enferma, me habían mirado con simpatía y amor. No había caído en la cuenta del verdadero valor que todo esto tenía para mí hasta que lo perdí para siempre aquel día en la reunión.

Oía a la gente que me gritaba. Mi cabeza parecía una tetera hirviendo. Los ojos de Hojas de Otoño tras los gruesos lentes eran ahora como cañones de un arma que me disparaban con fuego. ¡Limítate a ser honesta!, su voz ronca se alzó al límite. Me volví al secretario Chain. Hizo un gesto con la cabeza como para decir: ¿Vas a buscarte la ruina por un enemigo? Había desdén en su sonrisa. Piensa en la serpiente, dijo.

Sí, la serpiente, recordé. Era la historia que contaba Mao en su libro sobre un campesino que encontró una serpiente congelada tendida en el camino un día de nieve. La serpiente tenía la piel más hermosa que jamás había visto el campesino. Sintió lástima por ella y decidió salvarle la vida. La cogió y se la puso dentro de su chaqueta para calentarla con el calor de su cuerpo. Pronto la serpiente se despertó y sintió hambre. Mordió a su salvador. El campesino murió. Lo que nuestro presidente quería destacar, dijo el secretario Chain al acabar la historia, es que debemos ser absolutamente crueles y despiadados con nuestro enemigo.

Me volví para mirar al retrato de Mao que ocupaba toda la pared. Se alzaba en la parte posterior del escenario. Los ojos del presidente miraban como dos linternas oscilantes. Me recordaron mi obligación. Debía enfrentarme a cualquiera que se atreviera a oponerse a las enseñanzas de Mao. Los gritos de consignas me dieron ánimo.

Explícanos tu punto de vista; el secretario Chain me pasó el micrófono. No sabía por qué estaba llorando. Me oí a mí misma llamando a mis padres mientras cogía el micrófono. Dije: Mamá, papá, ¿dónde estáis? La multitud blandió sus puños furiosos contra mí y gritó: ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera! Tenía mucho miedo, mucho, de perder la confianza del secretario Chain, y también de no ser capaz de denunciar a Hojas de Otoño. Finalmente, junté todas mis fuerzas y aullé histérica contra Hojas de Otoño con la garganta llena de lágrimas: ¡Sí, sí, sí, creo que me corrompiste; y creo que eres una verdadera enemiga! ¡Tus sucios trucos no tendrán más efecto sobre mí! ¡Si te atreves a intentarlo de nuevo conmigo, te haré callar! ¡Utilizaré una aguja para coserte los labios para siempre!

Nunca me perdonó. Incluso cuando ya habían pasado más de veinte años, tras el fin de la Revolución. Solo después de que le suplicara perdón, oí su familiar voz ronca que me decía: Lo siento mucho, no te recuerdo. No creo que nunca te haya tenido como alumna.

En aquel mitin fue donde aprendí el significado de la palabra «traición», así como el de la palabra «castigo». De hecho, era muy joven entonces, aunque una nunca es demasiado joven para ser vanidosa. Cuando mis padres se enteraron de lo del mitin a través de Flora, Coral y Conquistador del Espacio, se sintieron espantados. Hablaron de repudiarme. Mi madre dijo: Yo también soy maestra, ¿qué te parecería que una alumna mía me hiciera lo mismo? Me dejó fuera de casa durante seis horas. Dijo que se avergonzaba de ser mi madre.

Escribí mil veces lo que me ordenó mi madre. Era una vieja enseñanza transmitida desde Confucio. Decía: «No trates a los demás como a ti no te gustaría ser tratada». Mi madre me exigió que lo escribiera sobre papel de arroz utilizando tinta y un pincel. Dijo: Quiero que esta frase se quede grabada en tu mente. Si alguna vez desobedeces esta enseñanza, dejarás de ser mi hija.

Al cumplir diecisiete años, mi vida cambió por completo. El subdirector de la escuela tuvo unas palabras conmigo después de charlar con otros muchos alumnos. Me dijo que quería recordarme que era una líder de los estudiantes, un modelo para los que se titulaban. La planificación era algo que estaba allí presente, tan estricta como una ecuación de matemáticas. Me dijo que yo pertenecía a una categoría. Pertenecía al grupo de los que se convertían en campesinos. Dijo que se trataba de una decisión inalterable. La política de Pekín se respetaba a rajatabla, todos sin falta la aceptaban y se daba por supuesto que yo obedecería. Dijo que había enviado a cuatro de sus propios hijos a trabajar al campo. Estaba muy orgulloso de ellos. Dijo muchas más palabras. Palabras llenas de abstracciones. Palabras como canciones. Dijo que si desafiar al cielo produce placer, si desafiar a la tierra produce placer, desafiar a la propia naturaleza del hombre produce el máximo gozo. Estaba recitando el poema de Mao. Dijo que un verdadero comunista se sentía encantado de aceptar retos. Los aceptaba con dignidad. Yo tenía diecisiete años. Me sentía estimulada. Me sentía ansiosa por entregarme a algo. Esperaba con anhelo el arduo trabajo.

Presté atención a las historias que se contaban en el vecindario. Mi vecino de al lado escribió desde su pueblo y dijo que durante el trabajo se había golpeado a propósito con el martillo en el dedo para alegar estar herido y tener una posibilidad de volver a casa. La hermana mayor de Pequeño Ataúd se fue a la frontera del norte y escribió que habían disparado a su compañera de habitación en la frontera por traidora cuando intentaba escaparse a la URSS. Mi primo, que se había ido a Mongolia Interior, escribió para contar que su mejor amigo había muerto al apagar un incendio en la montaña. Le rindieron honores de héroe: salvó la provisión de cereal del pueblo a costa de su propia vida. Mi primo dijo que el héroe le hizo comprender el verdadero sentido de la vida y que había decidido pasar el resto de la suya montado a caballo en Mongolia para conseguir parecerse a él.

Entre los rumores, oí también que la hija de la familia Li había sido violada por el jefe de un pueblo en la provincia del sudoeste; el hijo de la familia Yang había recibido honores por matar un oso que se había comido a su compañero de trabajo en un bosque en una granja del norte. Todas estas familias estaban inquietas. Fueron con aquellas espeluznantes historias a los gestores locales del Partido. Enseñaron las cartas. Pero la respuesta a las familias fue que no se creyeran unas mentiras tan monstruosas inventadas por enemigos que temían la propagación de la Revolución. Las autoridades del Partido enseñaron a las familias fotografías de los lugares adonde habían ido sus hijos, imágenes de prosperidad. Las familias se quedaron convencidas y aliviadas. La familia del piso de arriba envió a su segundo y su tercer hijo al campo. Los padres de Pequeño Ataúd fueron premiados con certificados de honor y flores rojas de papel, ya que la familia había enviado a tres hijos al campo. Tenían las puertas y las paredes cubiertas de cartas de felicitación del tamaño de carteles.

Finalmente, mi nombre apareció en la Lista Roja Gloriosa de la escuela: me habían destinado a la granja del Fuego Rojo, que se situaba cerca de la zona de la costa del mar de China Oriental. Al día siguiente me ordenaron que fuera a un edificio de la ciudad para cancelar mi residencia en Shanghái.

Era una tarde fría. El edificio de la ciudad no tenía luz. Los administrativos trabajaban entre sombras. Fue entre sombras donde empecé mi recorrido heroico. El funcionario me devolvió el libro de registro de residencia de mi familia. Vi mi nombre tachado con un sello rojo. El sello rojo, el símbolo de la autoridad. Aquella tarde me sentí como un huevo desprotegido depositado encima de una roca. Quizá lograra salir a la vida o quizá simplemente fuera aplastada por la pezuña de alguna criatura extraña. En aquel momento me di cuenta de lo fácil que era cantar «Iré a donde indique el dedo del presidente Mao». Recordé cómo solía cantar aquella canción. Nunca hasta aquel día me había dado cuenta de lo que estaba cantando realmente.

Me quedé sentada en la oscuridad. Y mi familia se sentó conmigo. Y llegó el día.