Me desperté atontado y con un dolor en el estómago.
«Caray —pensé—. ¿Qué comí ayer? ¡Me siento como si tuviera un enorme pedazo de metal en el estómago!»
Entonces lo recordé. Claro que tenía metal en el estómago. Oh, sí. Me había zampado un coche. Mamá siempre me decía que no picara tanto entre comidas.
«Tengo que procurar no repetirlo.»
Me senté para examinarme. Menos mal que volvía a ser humano. Qué alivio. La red yacía abierta en torno a mí. Alguien la había cortado mientras dormía. Pero ¿en quién me había convertido?
Tenía los brazos y las piernas flacos y los pies demasiado grandes. Pero no eran de un tamaño monstruoso. Volvía a ser un chico, pero no de doce años. Calculé que tenía unos catorce.
«Bueno —me dije—. Es mejor que ser un monstruo. Mucho mejor. Pero sigo en la casa del bosque. Sigo siendo un prisionero.» Aquellos tipos de negro me habían atrapado al fin. ¿Qué querían? ¿Qué pensaban hacerme? Me levanté y probé a abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave. Miré la ventana. Era imposible forzar los barrotes. Estaba atrapado.
Oí una llave en la cerradura. ¡Venían a por mí! Me acurruqué en un rincón. La puerta se abrió y Lacie y los dos tipos entraron.
—¿Matt? —me llamó Lacie. Me vio en el rincón y dio un paso hacia mí.
—¿Qué vais a hacerme? —pregunté. Era agradable volver a oír mi propia voz en lugar de unos rugidos—. ¡Dejadme marchar! —exclamé.
Los tipos de negro menearon la cabeza.
—No podemos —me informó el más bajo—. No podemos dejarte ir.
Dieron unos pasos, apretando los puños.
—¡No! —grité—. ¡No os acerquéis!
El tipo alto cerró la puerta de golpe. Luego siguieron avanzando.