Quise chillar. Intenté gritar: «¡no puedo creer lo que me está sucediendo!». Pero todo lo que conseguí articular fue un gruñido aterrador.

«¡No!», pensé, presa del pánico. Sentía deseos de arrancarme aquella horrible piel. Era un horrible monstruo, ¡y ni siquiera podía hablar! Era alto y muy fuerte, y medía casi dos metros. Mi piel era verde y escamosa, con rayas negras, como un lagarto, y me salían babas por todas partes. Mi cabeza parecía de dinosaurio y estaba llena de verrugas, encima de ella tenía tres cuernos puntiagudos entre cuatro orejas también acabadas en punta. Las manos y los pies tenían garras afiladas, y las uñas de los pies chocaban contra el suelo del cuarto de baño cuando caminaba.

Era un tipo terriblemente feo. Ojalá hubiera seguido siendo un anciano. ¡Cada vez que despertaba, mi vida era peor! ¿No se acabaría nunca? ¿Cómo podida hacer que se detuviera?

Pensé en Lacie, que siempre parecía estar allá adonde fuera, y además, recordé que había intentado ayudarme a escapar de los dos tipos de negro. «Quiere ayudarme. Tengo que encontrarla. Sé que ha de estar ahí fuera, en alguna parte. Ella es mi única esperanza.»

Recorrí la casa con paso vacilante en mi cuerpo de monstruo. Estaba vacía. Al menos no tenía que enfrentarme con una nueva familia. ¡Una familia de monstruos habría sido una auténtica pesadilla! Tenía que agradecer pequeñas cosas como aquélla, sobre todo considerando que era verde y tenía cuernos en la cabeza. Salí torpemente a la calle e intenté gritar: «¡Lacie! Lacie, ¿dónde estás?» Pero mi boca no articulaba palabras, lo único que salía de ella era un rugido terrorífico y atronador.

Un coche que pasaba por mi lado se detuvo de repente y el conductor me miró boquiabierto a través del parabrisas.

—¡No se asuste! —grité, pero no fue eso lo que se oyó. Un nuevo rugido hendió el aire. El hombre chilló y dio marcha atrás a toda velocidad hasta estrellarse contra otro coche. Yo me acerqué para ver si había algún herido.

En el otro coche viajaba una mujer con su hijo. Debían de estar bien porque, en cuanto me vieron, salieron todos corriendo de los coches y huyeron, dando chillidos.

Mis gigantes patas de lagarto me llevaron al centro de la ciudad, aplastando arbustos y derribando cubos de basura. La gente chillaba aterrorizada nada más verme.

«Lacie —pensé—. Tengo que encontrar a Lacie.» Intenté concentrarme en esta idea, pero me estaba entrando hambre, un hambre feroz. Por lo general me gusta comer mantequilla de cacahuete y mermelada cuando quiero picar algo, pero ese día tenía un deseo voraz por comer metal, un bonito y crujiente trozo de metal bien grande.

La ciudad se había sumido en el pánico. La gente corría de un lado a otro, lanzando gritos como si hubiera llegado el fin del mundo. Pero yo no quería hacer daño a nadie, sólo quería comer algo. Me planté frente a un coche de aspecto apetitoso. El conductor frenó en seco.

Lancé un rugido y me golpeé el pecho con mis poderosos brazos de monstruo. El conductor se acurrucó en el coche.

Arranqué uno de los limpiaparabrisas, sólo para probar. Mmmmm. Qué goma tan rica. El hombre abrió la puerta del coche.

—¡No! —gritaba—¡No me hagas daño! ¡Dé-déjame en paz! —Y salió corriendo para ocultarse en alguna parte. Tuvo el detalle de dejarme el coche.

Arranqué la puerta y me comí la manecilla. Era deliciosa, de rico cromo fresquito. Luego le di un buen bocado a la puerta. Ñam, ñam. Mis dientes eran enormes y estaban afilados como cuchillas, así que no me fue difícil masticar el metal. Mmrnm. Tapicería de piel para darle más sabor. Cuando terminé con la puerta, arranqué un asiento. Mientras me lo comía, arrojaba trozos de goma espuma amarilla. La piel era deliciosa, pero el relleno de espuma era un poco seco. Era como las palomitas infladas sin mantequilla. Aaggg.

Estaba ocupado arrancando el volante, cuando oí el ruido de unas sirenas. Oh, oh. Vi que en torno a mí se había congregado toda una multitud y la gente me señalaba.

—¡Se está comiendo un coche! —gritó alguien.

«Bueno, ya ves —pensé—. ¿Qué esperan que coma un monstruo? ¿Cereales?»

Las sirenas se fueron acercando y varios coches patrulla de la policía formaron un cordón a mi alrededor.

—Despejen la calle —ordenó una voz a través de un megáfono—. Apártense. Despejen la calle.

«Será mejor que me vaya de aquí», decidí. Dejé caer el volante que estaba mordisqueando y eché a correr. La gente chilló y huyó a toda prisa para dejarme paso.

—¡Deténganlo! ¡Atrapen al monstruo!

El agudo sonido de las sirenas traspasó el aire. Sabía que, si me atrapaban, intentarían encerrarme… o algo peor. Tenía que salir de allí y esconderme. Caminé torpemente por entre la multitud en dirección a las afueras de la ciudad. Entonces fue cuando vi a Lacie. Montones de personas huían de mí, pero ella era la única que corría hacia mí. Gruñí, intentando llamarla por su nombre. Ella me aferró por el brazo viscoso y me alejó de la multitud. Luego me condujo por un callejón y perdimos de vista a los demás. Yo quería preguntarle adonde íbamos, pero sabía que no me saldrían las palabras, y temía que mis rugidos la asustaran.

Corrimos sin parar, y no nos detuvimos hasta llegar al bosque de las afueras de .la ciudad. Lacie se adentró en el bosque, tirando de mí. «Quiere ocultarme», pensé con agradecimiento, y deseé poder expresarlo.

Seguí a Lacie por un estrecho sendero hasta que se acabó y seguimos abriéndonos paso por entre la maleza. Por fin llegamos a una casita, totalmente oculta tras árboles y parras. Apenas se entreveía, a pesar de encontrarnos frente a ella.

«Un escondite —me dije—. ¿Cómo ha encontrado Lacie este lugar?»

Me pregunté si habría algo bueno para comer en el interior de la casa porque volvía a estar hambriento. «Un par de bicicletas me sentarían de rechupete en ese momento», pensé. Lacie abrió la puerta de la casa y me hizo señas de que la siguiera. Cuando entré, dos personas surgieron de las sombras.

No. Oh, no. Ellos otra vez no. Pero sí, eran ellos, los tipos de negro. Uno de ellos habló.

—Gracias por traérnoslo —dijo—. Has hecho bien tu trabajo.