¡Era un anciano!
—¡No! —grité. Ya no podía soportarlo más. Volví a la cama con la mayor celeridad que me permitían mis viejas y débiles piernas. Me metí bajo las sábanas y cerré los ojos, dispuesto a dormirme otra vez. No tenía la menor intención de pasar un día entero como un anciano, cuando en realidad sólo tenía doce años.
Rápidamente me quedé dormido. Cuando desperté, supe enseguida que había cambiado y ya no era un anciano. Me sentía lleno de energía, de poder. Me sentía fuerte.
«Quizá sea jugador de béisbol», pensé esperanzado. Me froté los ojos. Fue entonces cuando me vi la mano. Era… era verde. Mi piel era verde y en lugar de dedos, ¡tenía garras!
Tragué saliva, intentando dominar el pánico. ¿Qué me había ocurrido? No perdí un segundo más en descubrirlo. Me dirigí pesadamente al espejo del cuarto de baño. Cuando vi mi rostro, dejé escapar un bramido de horror y repugnancia.
Me había convertido en un monstruo, un enorme y repelente monstruo.