En realidad Hércules no quería comerse a nadie sino salir de la jaula. No intentó detenerme cuando me deslicé hacia fuera.
Salí sigilosamente de la carpa para ocultarme en la furgoneta hasta que terminaran los ensayos.
—¿Dónde te has metido todo el día? —gruñó papá cuando me encontró. Todos los demás se metieron en la furgoneta y volvimos a casa.
—Me encontraba mal —me quejé—. Tenía que tumbarme.
—Vas a aprender ese truco mañana, Matt —insistió papá—. No volverás a escaparte de nuevo.
Yo me limité a bostezar, dando por supuesto que ese mañana nunca llegaría, al menos para mi familia circense. La mañana traería consigo un nuevo espanto, o quizá por una vez ocurriría algo bueno.
Aquella noche me acosté temprano porque no me gustaba ser el hijo de ocho años de una familia circense. Estaba impaciente por salir de ella. Mis hermanos del circo abarrotaban mi antigua habitación. Jamás conseguiría dormirme allí, de modo que volví a meterme en el cuarto de invitados. Pero una vez allí, no conseguía dormirme porque no podía dejar de pensar en lo que me aguardaba al día siguiente. Resulta difícil relajarse cuando no sabes en qué mundo te vas a despertar por la mañana. Probé a contar ovejas, pero eso nunca me había funcionado, así que intenté pensar en todas las cosas buenas que podían suceder al despertarme.
Podía despertar como jugador de la liga de béisbol. Podía ser el mejor lanzador de todos los tiempos. O podía ser un niño muy rico que tiene todo lo que desea. O quizás un explorador del espacio del siglo XXV. ¿Por qué no me ocurría nunca nada parecido?
Por encima de todo, deseaba despertarme y encontrar de nuevo a mi familia, la auténtica. Me tenían frito, pero al menos estaba acostumbrado a ellos.
Incluso les echaba de menos… un poco. Bueno, mucho.
Por fin, justo antes del amanecer, me quedé dormido.
Era aún muy temprano cuando me desperté. Paseé la mirada por la habitación, pero todo parecía un poco borroso. «¿Quién soy ahora?», me pregunté. La habitación parecía normal. No se oía ningún ruido. La familia circense, por tanto, había desaparecido.
«Será mejor averiguarlo de una vez», decidí. Salté fuera de la cama. Sentía cierta debilidad en las piernas. Caminé lentamente hacia el cuarto de baño y allí me miré en el espejo.
No. Oh, no. Aquello era lo peor que me había ocurrido. ¡Lo peor de lo peor!