Retrocedí hasta chocar con un lado de la jaula, hasta que las frías barras de acero se me clavaron en la espalda. Me temblaban tanto las piernas que pensé que caería de bruces al suelo. El león me miró fijamente y olisqueó el aire.
He oído decir que los animales huelen el miedo, por lo que a aquel león se le llenó la nariz. Mi «padre», el domador de leones, estaba a mi lado en la jaula.
—Hoy vamos a probar un truco nuevo, Matt —propuso—. Vas a montar al león.
Me sentí como si me hubiera dado un puñetazo en el estómago. ¿Yo iba a montar al león? ¡Ya!, y qué más.
«Menudo padre me ha tocado —pensé—, que alimenta a un león con su propio hijo.»
El animal se levantó. Yo no apartaba los ojos de él, temblando de miedo.
¡GGRRRRRR! El aliento del león me sopló en la cara como un viento cálido. Se me pusieron los pelos de punta. El animal avanzó hacia nosotros y papá hizo restallar el látigo.
—¡Ja! —gritó.
El león retrocedió, lamiéndose el hocico.
—Vamos, muchacho —me animó papá con voz resonante—. Súbete a lomos de Hércules. Luego deslízate hasta los hombros. Yo usaré el látigo para hacer que camine por la jaula.
No pude pronunciar palabra. Me quedé mirando a aquel hombre con absoluta incredulidad.
—¿Por qué me miras así? No tendrás miedo de Hércules, ¿no?
—¿M-miedo? —balbucí «Miedo» no era la palabra. Terror, horror, espanto, quizá. Pero ¿miedo? No.
El hombre volvió a hacer restallar el látigo.
—¡Ningún hijo mío es un cobarde! —bramó—. ¡Súbete a ese león ahora mismo! —Luego se inclinó hacia mí y susurró—: Sólo has de tener cuidado de que no te muerda. Recuerda a tu pobre hermano Tom. Todavía no ha aprendido a escribir con la mano izquierda.
El hombre hizo restallar el látigo… justo a mis pies, pero yo no pensaba montar el león. Ni hablar. Y no podía permanecer en aquella jaula ni un segundo más. Papá hizo restallar el látigo a mis pies otra vez y yo di un bote.
—¡Noooo! —chillé.
Abrí la puerta de la jaula de un tirón y salí corriendo tan deprisa que papá no tuvo tiempo de reaccionar. Abandoné la carpa a la carrera. Mi cerebro gritaba: «¡Escóndete! ¡Encuentra un escondite, deprisa!»
Divisé un par de remolques en el aparcamiento. Corrí hacia la parte posterior de uno de ellos… y me di de morros contra Lacie.
—¡Otra vez tú! —exclamé jadeando. Era extraña su forma de aparecer en todas partes—. Tengo que esconderme —le dije—. ¡Estoy metido en un buen lío!
—¿Qué pasa, Matt? —preguntó ella.
—¡Estoy a punto de convertirme en comida para leones! —exclamé—. ¡Ayúdame!
Lacie tiró del pomo de la puerta del remolque, pero estaba cerrada.
—¡Oh, no! —gemí—. ¡Mira!
Señalé a dos chicos que corrían hacia nosotros. Los había visto antes. Eran los dos tipos de negro. ¡Venían a por mí!
Eché a correr. No tenía adonde ir, ni lugar en que esconderme, salvo el interior de la carpa. Irrumpí en la carpa, apartando bruscamente la lona de la entrada, e intenté recobrar el aliento mientras mis ojos se adaptaban a la penumbra.
—¡Ahí dentro! ¡Se ha metido en la carpa! —oí gritar a uno de los chicos.
Avancé torpemente por el oscuro interior de la carpa, buscando un lugar donde esconderme.
—¡A por él! —Los dos tipos habían entrado en la carpa.
Corrí a ciegas… y me metí directamente en la jaula del león.