Abrí los ojos.
El sol entraba a raudales por la ventana. Era la mañana.
«Fantástico —pensé—. Hora de levantarse para otro fabuloso día de instituto.»
Volví a cerrar los ojos. «No puedo enfrentarme a ello —me dije—. Quizá si me quedo en la cama, todos mis problemas desaparecerán.»
—¡Matt! ¡Hora de levantarse! —llamó mamá.
Suspiré. Mamá nunca me dejaría perder un día de escuela. No había escapatoria.
—¡Matt! —volvió a gritar.
«Su voz suena rara —pensé—. Más aguda de lo normal. A lo mejor no está cansada por una vez.»
Me levanté de la cama con un supremo esfuerzo y puse los pies en el suelo. Un momento… mis pies. Me los quedé mirando porque tenían un aspecto diferente, es decir, eran como antes. Ya no eran grandes. ¡Mis viejos pies habían vuelto!
Me miré las manos y agité los dedos. ¡Era yo! ¡Mi auténtico yo! Corrí al cuarto de baño para comprobarlo en el espejo. Tenía que asegurarme. Encendí la luz y… ahí estaba yo… ¡un niño enclenque de doce años! Empecé a dar brincos.
—¡Yupiii! ¡Tengo doce años! ¡Tengo doce años!
¡Todos mis problemas se habían solucionado!
¡No tenía que ir al instituto! ¡No tendría que enfrentarme con aquel matón! ¡La pesadilla había terminado!
Ahora todo volvía a ser normal. Incluso esperaba con impaciencia el momento de ver a Pam, Greg y Biggie en sus familiares versiones gruñonas.
—¡Matt! ¡Vas a llegar tarde! —gritó mamá.
«¿Se habrá resfriado o algo así?», me pregunté mientras me vestía rápidamente y corría escaleras abajo. Su voz era realmente distinta. Prácticamente entré deslizándome en la cocina.
—Hoy tomaré cereales, mamá…
Me detuve. Había dos personas sentadas a la mesa, un hombre y una mujer, a los que yo jamás había visto.