Tropecé con alguien, reboté hacia atrás y aterricé en el suelo con un ruido sordo, ¡Ay! ¿Qué había ocurrido? En la acera, había una chica, sentada con libros esparcidos alrededor. La ayudé a ponerse en pie.
—¿Estás bien? —pregunté.
Ella asintió.
—Lo siento mucho —me disculpé—. No sé qué me pasa hoy.
—No te preocupes —dijo ella sonriendo—. No me he hecho daño. —No era una chica de instituto, sino que parecía de mi edad. Es decir, de la edad, que yo creía que tenía: doce años.
Era guapa, con largos y espesos cabellos rubios recogidos en una cola y chispeantes ojos azules. Se agachó para recoger sus cosas.
—Te ayudaré —me ofrecí, y me agaché a por un libro.
«¡CLONC!» Mi cabeza golpeó contra la suya.
—¡Lo he vuelto a hacer! —exclamé, harto ya de todo aquello.
—No te preocupes —repitió la niña, recogiendo el resto de sus libros—. Me llamo Lacie —se presentó.
—Yo, Matt.
—¿Qué te ocurre, Matt? —preguntó—. ¿Por qué tienes tanta prisa?
¿Qué podía decirle? ¿Que mi vida entera había dado un vuelco?
En ese momento las puertas del instituto se abrieron de par en par y la señora McNab salió fuera.
—Tengo que marcharme —contesté—. Tengo que irme a casa. Hasta luego.
Corrí calle abajo antes de que la señora McNab pudiera divisarme.
Al llegar a casa, me desplomé en el sofá. Había sido un día terrible, aunque al menos había conseguido llegar a casa antes de que aquel grandullón me diera una paliza. Pero ¿qué iba a hacer al día siguiente?
Miré la tele hasta que Pam y Greg volvieron del colegio. Pam y Greg; me había olvidado de ellos.
Ahora eran unos niños y parecían esperar que yo los cuidara.
—¡Prepáranos la merienda! ¡Prepáranos la merienda! —pidió Pam.
—Prepáratela tú —le espeté.
—¡Se lo diré a mamá! —exclamó ella—. ¡Tú tienes que prepararnos la merienda, y tengo hambre!
Recordé la excusa que Pam y Greg usaban siempre cuando no querían hacer algo para mí.
—Tengo que hacer deberes —afirmé.
«Oh, sí —me dije—. Seguramente es verdad que tengo deberes, y del instituto. Es imposible. No podré hacerlos. Pero si no los hago, mañana estaré en apuros, en más de un sentido —pensé, recordando al grandullón—. ¿Y qué le he hecho yo?»
Cuando llegó la hora de acostarse, me dirigí a mi antiguo cuarto, pero Pam dormía allí, de modo que volví a la habitación de invitados y me metí en la cama.
«¿Qué voy a hacer?», me pregunté, muy preocupado, antes de que se me cerraran los ojos.
«No sé qué está pasando. No doy una a derechas. ¿Es así como va a ser el resto de mi vida?»