«Socorro.»

De repente el despacho de la directora no parecía un lugar tan terrible. Aquel tipo, quienquiera que fuese, jamás se atrevería a hacerme daño en el despacho de la directora.

—¡Necesitarás cirugía estética cuando termine contigo! —aulló el tipo.

Abrí la puerta y me metí dentro del despacho. Tras la mesa, una mujer corpulenta con los cabellos grises como el acero estaba sentada escribiendo.

—¿Sí? —preguntó—. ¿Qué ocurre?

Hice una pausa para recobrar el aliento. ¿Para qué me habían mandado allí? Ah, sí, la clase de lengua.

—Me ha enviado el profesor de lengua —expliqué—. Supongo que he metido la pata.

—Siéntate, Matt. —La directora me ofreció una silla. Parecía una mujer simpática; no alzó la voz—. ¿Qué ha pasado?

—Ha habido un error —empecé diciendo—. No me corresponde estar aquí. ¡No debería estar en el instituto!

—¿De qué demonios estás hablando? —me preguntó ella frunciendo el ceño.

—¡Tengo doce años! —exclamé—. ¡Soy un alumno de séptimo curso! No puedo hacer las tareas del instituto. ¡Todavía debería estar en el colegio!

La mujer se quedó perpleja. Alargó una mano y apretó el dorso contra mi frente.

«Está comprobando si tengo fiebre —comprendí—. Debe de pensar que soy una especie de maníaco.»

—Matt —dijo, hablando despacio y con claridad—, estás en el undécimo curso y no en el séptimo. ¿Lo entiendes?

—Ya sé que parezco un alumno de undécimo —expliqué—. ¡Pero no puedo seguir las clases! Ahora mismo, en la clase de lengua, estaban leyendo un libro gordísimo titulado Anna no sé qué. ¡Ni siquiera he podido leer una frase!

—Tranquilízate, Matt. —La directora se levantó para ir hasta un archivador—. Puedes hacerlo. Te lo demostraré.

Sacó un fichero y lo abrió. Yo lo miré. Era un expediente académico con las notas y comentarios. Mi nombre encabezaba el gráfico, y allí estaban mis notas del séptimo, octavo, noveno y décimo cursos, así como las de la primera mitad del undécimo.

—¿Lo ves? —preguntó la señora McNab—, Puedes hacerlo. Has sacado notable en casi todo cada año. —Incluso había algunos sobresalientes.

—Pero… pero aún no he hecho todo esto —protesté. ¿Qué estaba pasando? ¿Cómo había ido a parar al futuro? ¿Qué había pasado con todos los años anteriores?—. Señora McNab, usted no lo comprende —insistí—. Ayer, tenía doce años. Hoy, cuando me he despertado, ¡tenía dieciséis! ¡Pero mi cerebro sigue teniendo sólo doce!

—Sí, lo sé —replicó la señora McNab.