Sonó un timbre. Chicos grandes y de aspecto amenazador entraron en tropel en el instituto.
—Vamos, chico. Muévete. —Un profesor me dio un empujón para que cruzara la puerta.
Se me hizo un nudo en el estómago. Aquello era como el primer día de colegio, pero diez veces peor, ¡un millón de millones de veces peor! Sentí deseos de gritar: «¡No puedo ir al instituto! ¡Sólo he llegado a séptimo!»
Deambulé por los pasillos entre centenares de otros chicos. «¿Adónde voy? —me pregunté—. ¡Ni siquiera sé en qué clase estoy!»
Un chico corpulento con una chaqueta de fútbol americano vino hacia mí y se detuvo a escasos centímetros de mi cara.
—Esto… hola —saludé. ¿Quién era aquel tipo?
El otro no se movió, ni pronunció palabra. Se limitó a seguir allí, pegado a mí.
—Esto… escucha —empecé—. No sé a qué clase ir. ¿Sabes dónde están los chicos que son… bueno, ya sabes, de mi edad?
El chico grande, muy, muy grande, me miró boquiabierto.
—Pequeña basura —masculló—. Vas a pajear lo que me hiciste ayer.
—¿Yo? —El corazón me dio un vuelco. ¿De qué estaba hablando?—. ¿Yo te hice algo? No lo creo. ¡Yo no te he hecho nada! ¡Ayer ni siquiera estaba aquí!
Él puso sus manazas sobre mis hombros… y apretó.
—¡Ay! —exclamé.
—Hoy, después de clase —me amenazó lentamente—, vas a pagar.
Me soltó y se alejó caminando despacio por el pasillo, como si fuera el amo de aquel lugar. Yo estaba tan asustado que me metí en la primera aula que encontré y me senté al fondo. Una mujer alta con el pelo oscuro y rizado se colocó delante de la pizarra.
—¡Muy bien, chicos! —gritó, y todos se callaron—. Abrid el libro por la página ciento cincuenta y siete.
«¿Qué clase es ésta?», me pregunté. Observé que la chica de al lado sacaba un libro de texto de su mochila. Miré la tapa. No. Oh, no. No podía ser. El título era: Matemáticas de nivel avanzado: cálculo.
¡Cálculo! ¡Jamás había oído ese nombre! Las matemáticas no se me daban bien, ni siquiera las de séptimo curso. ¿Cómo iba a hacer cálculo? La profesora me vio y entrecerró los ojos.
—¿Matt? ¿Te toca ahora esta clase?
—¡No! —exclamé, poniéndome en pie de un bote—. ¡No me toca esta clase, eso seguro!
—Estás en mi clase de las dos y media, Matt —me recordó la profesora—. A menos que necesites cambiar de horario.
—¡No, no! Ya me va bien. —Eché a andar hacia atrás para salir del aula—. ¡Me he confundido, eso es todo!
Salí corriendo de allí tan deprisa como pude. «Adiós —pensé—. A la de las dos y media tampoco voy a venir. Creo que hoy me saltaré la clase de mates. ¿Qué hago ahora?» Seguí andando por el pasillo. Sonó el timbre. Otro profesor, un hombre bajo, regordete y con gafas, salió al pasillo para cerrar la puerta de su clase y me vio.
—Llegas tarde otra vez, Amsterdam —me riñó—. Vamos, entra.
Me apresuré a entrar, esperando que aquella clase fuera algo más fácil, como por ejemplo, una clase de lengua en que se leyeran cómics. No hubo suerte. Era una clase de lengua, sí, pero no se leían cómics sino un libro titulado Anna Karenina.
En primer lugar, ese libro tiene unas diez mil páginas. Segundo, todos los demás lo habían leído menos yo. Tercero, aunque inténtara leerlo, no entendería de qué se trataba ni en mil años.
—Dado que has sido el último en llegar a clase, Amsterdam —empezó el profesor—, serás el primero en leer. Empieza por la página cuarenta y siete.
Me senté en un pupitre y me agité con nerviosismo.
—Esto… señor. —No sabía cómo se llamaba aquel tipo—. Es que… no me he traído el libro.
—No, claro —contestó el profesor con un suspiro—. Robertson, ¿quieres prestarle el libro a Amsterdam, por favor?
Robertson resultó ser la chica sentada a mi lado. ¿De qué iba aquel profesor, por cierto, llamando a todo el mundo por el apellido? La chica me pasó el libro.
—Gracias, Robertson —dije. Ella me miró con el entrecejo fruncido. Supongo que no le gustó que la llamara así, pero no sabía su nombre de pila. Era la primera vez en mi vida que la veía.
—Página cuarenta y siete, Amsterdam —repitió el profesor.
Abrí el libro por la página cuarenta y siete, le eché una ojeada y respiré hondo. La página estaba llena de palabras difíciles que yo no conocía, y también de nombres rusos. «Estoy a punto de hacer el ridículo —pensé y luego me dije—: Lee las frases de una en una.» Lo malo era que las frases eran muy largas. ¡Una frase ocupaba una página entera!
—¿Vas a leer o no? —preguntó el profesor.
Respiré hondo y empecé a leer la primera frase.
—La joven princesa Kitty Shcherb… Sherba… Sherbet…
Robertson rió disimuladamente.
—Shcherbatskaya —me corrigió el profesor—. No Sherbet. Hemos repasado todos estos nombres, Amsterdam. Ya deberías sabértelos.
¿Shcherbatskaya? Aunque el profesor lo hubiera pronunciado por mí, me era imposible decirlo. Jamás nos ponían palabras como ésas en los exámenes de lengua de séptimo.
—Robertson, sigue tú —ordenó el profesor.
Robertson recuperó su libro y empezó a leer en voz alta. Intenté seguir la historia. Trataba de gente que iba a bailes y de unos que querían casarse con la princesa Kitty. Cosas de chicas. De repente bostecé.
—¿Aburrido, Amsterdam? —preguntó el profesor—. Quizá yo consiga despertarte. ¿ Por qué no nos dices lo que significa este pasaje?
—¿Significa? —repetí—. ¿Quiere decir que qué quiere decir?
—Eso mismo.
Intenté ganar tiempo. ¿Cuándo se terminaría aquella clase?
—Esto… ¿qué significa? —dije para mis adentros, como si estuviera muy concentrado—. O sea, ¿cuál es su significado? Bueno, ésa sí que es una pregunta difícil…
Todos los demás chicos se volvieron para mirarme. El profesor dio unos golpes en el suelo con el pie.
—Estamos esperando.
¿Qué podía hacer? No tenía la menor idea de qué decir. Opté por una solución infalible.
—Tengo que ir al lavabo —dije.
Todos rieron menos el profesor, que puso los ojos en blanco,
—Adelante, y pásate por dirección a tu vuelta.
—¿Qué?
—Ya me has oído —contestó el profesor—. Tienes una cita en dirección. Ahora sal de mi clase.
Me levanté de un salto y salí corriendo de la habitación. ¡Caray! ¡Los profesores de instituto sí que eran duros!
Pero aunque me habían castigado, estaba contento de poder escapar de allí, Nunca creí que diría esto, pero lo cierto es que deseé volver al colegio. Deseé que todo volviera a ser normal Vagué por el pasillo, buscando la dirección, Encontré una puerta con una ventana de cristal esmerilado. En la ventana ponía: «SRA. McNAB, DIRECTORA.»
«¿Debería entrar? —me pregunté—. ¿Para qué? Lo único que hará será gritarme.» Estaba a punto de dar media vuelta y marcharme, pero alguien vino hacia mí por el pasillo. Alguien a quien yo no quería ver.
—¡Ahí estás, pequeña basura! —Era el grandullón de antes—. ¡Voy a machacarte contra el suelo!