Tenía los pies fríos. Eso fue lo primero que noté al despertar. Sobresalían por debajo de la ropa de la cama. Me senté y les eché la manta por encima. Luego volví a apartarla. ¿Esos eran mis pies? Eran enormes, no monstruosos, pero sí demasiado grandes para mí, mucho más grandes que el día anterior.

«Caray —pensé—. He oído hablar de estirones. Sé que los niños crecen muy deprisa a mi edad, ¡pero esto es ridículo!»

Salí con sigilo de la habitación de invitados. Oí a mamá, Pam y Greg desayunando en la cocina.

«¡Oh, no! —me dije—. Me he dormido. Espero que nadie se haya dado cuenta de que anoche no dormí en mi cuarto.»

Me dirigí al cuarto de baño para lavarme los dientes, pero todo parecía un poco raro. Cuando toqué el pomo de la puerta del cuarto de baño, me pareció que no estaba en su lugar, era como si alguien lo hubiera bajado durante la noche. Y también el techo parecía más bajo.

Encendí la luz y me miré en el espejo. ¿Aquél era yo? No podía dejar de observarme. La imagen se parecía a mí, pero no era yo. No tenía el rostro tan redondo. Me toqué el labio superior, que estaba cubierto de vello rubio. ¡Y yo medía unos quince centímetros más que la noche anterior!

Era… era más viejo. ¡Parecía tener unos dieciséis años!

«No, no —pensé—. Esto no puede ser verdad. Seguro que son imaginaciones mías. Cerraré los ojos un rato. Cuando los abra, seguro que volveré a tener doce años.»

Cerré los ojos con fuerza, conté hasta diez y abrí los ojos. Nada había cambiado. ¡Era un adolescente de dieciséis años! Mi corazón empezó a latir a todo trapo. Conocía aquella vieja historia de Rip Van Winkle, que se pasó cien años durmiendo y cuando despertó, todo había cambiado.

«¿Es eso lo que me ha ocurrido en realidad? —me pregunté—. ¿Me he pasado cuatro años durmiendo?»

Bajé las escaleras corriendo para ir a hablar con mamá. Ella me diría qué estaba pasando.

Corrí todavía en pijama, pero como no estaba acostumbrado a unos pies tan grandes, en el tercer escalón tropecé con el izquierdo.

—¡Noooo!

¡PUM! Caí rodando y aterricé de bruces frente a la cocina. Greg y Pam se rieron… claro.

—¡Muy bueno, Matt! —exclamó Greg—. ¡Diez puntos!

Me puse en pie con dificultad. No tenía tiempo para escuchar las bromas de Greg, tenía que hablar con mamá, que estaba sentada comiendo huevos.

—¡Mamá! —la llamé—. ¡Fíjate en mí!

Ella me miró.

—Ya te veo. Aún no te has vestido. Será mejor que te des prisa o llegarás tarde al colegio.

—¡Pero, mamá! —insistí—. ¡Soy… soy un adolescente!

—Lo sé de sobra —contestó ella—. Ahora date prisa. Me voy dentro de quince minutos.

—Sí, date prisa, Matt —dijo Pam, metiéndose en la conversación—. Harás que lleguemos todos tarde.

Me di la vuelta para replicar, pero… me detuve. Pam y Greg estaban sentados comiendo cereales. No parece que pudiera haber nada raro en eso, ¿verdad?

El único problema era que también ellos tenían un aspecto diferente. Si yo tenía dieciseis años, Pam y Greg debían tener diecinueve y veinte, pero no, ni siquiera tenían quince y dieciséis como antes. ¡Parecían tener sólo once y doce años! ¡Se habían vuelto más jóvenes!

—¡Es imposible! —chillé.

—¡Es imposible! —repitió Greg, burlándose de mí.

Pam soltó una risita.

—Mamá… ¡escucha! —exclamé—. Algo raro está pasando. ¡Ayer yo tenía doce años y hoy tengo dieciséis!

—¡Tú eres el raro! —bromeó Greg. El y Pam se echaron a reír. Eran tan odiosos ahora como antes.

Mamá sólo me escuchaba a medias. Le sacudí el brazo para captar su atención.

—¡Mamá! ¡Pam y Greg son mis hermanos mayores! ¡Pero de repente son más pequeños! ¿No lo recuerdas? ¡Greg es el mayor!

—¡Matt se ha vuelto majareta! —exclamó Greg—. ¡Majareta! ¡Majareta!

Pam se cayó al suelo de tanto reír. Mamá se levantó y dejó su plato en el fregadero.

—Matt, no tengo tiempo para tonterías. Sube a vestirte ahora mismo.

—Pero, mamá…

—¡Ahora mismo!

¿Qué podía hacer? Nadie quería escucharme. Actuaban como si todo fuera normal. Subí a mi cuarto para vestirme, pero no pude encontrar mis ropas de siempre. Los cajones estaban llenos de ropa que no había visto antes de la medida de mi nuevo cuerpo.

«¿Puede tratarse de una broma?», me pregunté mientras me ataba los cordones de las enormes zapatillas deportivas. Todo esto debe de ser un malévolo truco de Greg. Pero ¿cómo? ¿Cómo podía hacerme crecer Greg y volverse él más pequeño? Ni siquiera Greg podía hacer una cosa así.

Entonces entró Biggie.

—¡Oh, no! —exclamé—. Fuera de aquí, Biggie. ¡Fuera!

Biggie no me hizo caso. Corrió directo hacia mí y me lamió una pierna. No me gruñó ni me mordió, se limitó a menear la cola.

«¡Eso es! —pensé—. El mundo entero se ha vuelto loco.»

—¡Matt! ¡Nos vamos! —gritó mamá desde abajo.

Corrí escaleras abajo y salí por la puerta principal Todos los demás se habían metido ya en el coche. Mamá nos llevó a la escuela. Detuvo el coche delante de la Escuela Madison, mi colegio. Bajé del coche.

—¡Matt! —me riñó mamá—. ¿Adónde vas? ¡Vuelve a entrar!

—¡Voy al colegio! —expliqué—. ¡Creía que querías que fuera al colegio!

—¡Adiós, mamá! —se despidió Pam alegremente. Ella y Greg dieron un beso a mamá y salieron del coche. Luego entraron corriendo en la escuela.

—Deja de hacer el tonto, Matt —dijo mamá—. Voy a llegar tarde al trabajo.

Volví a subir al coche. Mamá condujo unos tres kilómetros más y se detuvo… frente al instituto.

—Ya hemos llegado —anunció.

Tragué saliva. ¡El instituto!

—Pero ¡yo no estoy preparado para ir al instituto! —protesté.

—¿Qué te pasa hoy? —espetó mi madre, alargando la mano para abrirme la puerta—. ¡Muévete!

Tuve que bajarme. No había más remedio. —¡Que tengas un buen día! —se despidió ella, alejándose.

Con sólo una mirada al instituto supe que no iba a tener un buen día.