—¡Biggie! —chillé—. ¡Fuera de aquí!
Biggie me atacó con las fauces abiertas. Yo lo esquivé y no me mordió. Luego lo saqué de la cama de un empujón. El me gruñó e intentó volver a saltar sobre mí, pero se quedó corto.
No podía subirse a la cama si no tomaba carrerilla. Al ponerme en pie sobre la cama, el perro intentó morderme los pies.
—¡Socorro! —grité. Entonces fue cuando vi a Pam y a Greg en el umbral de la puerta, riéndose a mandíbula batiente. Biggie retrocedió para tomar carrerilla—. ¡Ayudadme! —rogué.
—Sí, claro —contestó Pam. Greg se dobló sobre sí mismo de la risa.
—Vamos —gimoteé—. ¡No puedo bajar! ¡Me morderá!
Greg hizo esfuerzos para contenerse.
—¿Por qué te crees que lo habíamos puesto en tu cama? —preguntó Greg—. ¡Ja, ja, ja, ja! No deberías dormir tanto, Matt. Hemos pensado que teníamos que despertarte.
—Además, nos aburríamos —añadió Parn—. Queríamos divertimos un poco.
Biggie atravesó la habitación al galope y saltó sobre la cama. Cuando él llegó arriba, yo salté al suelo y eché a correr, resbalando con unos cómics. Biggie me persiguió, pero conseguí llegar al pasillo y cerrar la puerta de mi cuarto justo antes de que él saliera. Biggie se puso a ladrar como un poseso.
—¡Déjalo salir, Matt! —me reprendió Pam—. ¿Cómo puedes ser tan malo con el pobre y tierno Biggie?
—¡Dejadme en paz! —grité, y bajé corriendo a la sala de estar. Me tiré en el sofá y encendí la televisión. No me molesté en buscar, siempre veía la misma cadena, la de ciencia ficción. Oí a Biggie bajar las escaleras y me puse tenso, esperando que rne atacara, pero el perro se fue hacia la cocina. «Seguramente va a comer alguna porquería para perros, el pequeño monstruo grasiento», pensé.
La puerta de la calle se abrió y entró mamá con un par de bolsas de la compra.
—¡Hola, mamá! —exclamé, contento de que llegara. Pam y Greg se contenían un poco cuando ella estaba en casa.
—Hola, cariño —saludó ella, y llevó las bolsas a la cocina—. ¡Aquí está mi pequeño Biggie! —dijo con voz melosa—. ¿Cómo está mi precioso cachorrito?
Todo el mundo adora a Biggie excepto yo.
—¡Greg! —llamó mamá—. ¡Esta noche te toca a ti hacer la cena!
—¡No puedo! —gritó Greg desde arriba—. ¡Mamá, tengo muchos deberes! Esta noche no puedo hacer la cena.
Ya, claro. Tenía tantos deberes que no podía dejar de meterse conmigo.
—Dile a Matt que la haga —gritó Pam—. Él no hace nada. Sólo está viendo la televisión.
—Yo también tengo deberes —protesté.
—¡Claro! —exclamó Greg, bajando las escaleras—. ¡Los deberes de séptimo son tan difíciles!
—Seguro que cuando tú hacías séptimo no creías que fueran fáciles,
—Chicos, por favor, no os peleéis —les pidió mamá—. Sólo tengo un par de horas antes de volver al trabajo. Matt, empieza a hacer la cena. Voy a arriba a echarme un rato.
—¡Mamá! ¡No me toca a mí! —protesté, y entré en la cocina hecho una furia.
—Greg la hará otra noche —me prometió mamá.
—¿Y por qué no la hace Pam?
—Matt, ya es suficiente. La harás tú. No hay más que hablar —terminó ella, y subió las escaleras fatigosamente.
—¡Ratas! —exclamé por lo bajo. Abrí la puerta de un armario y lo cerré de golpe—. ¡Nunca me hacen caso a mí!
—¿Qué vas a hacer para cenar, Matt? —preguntó Greg—. ¿Hamburguesas para raros?
—Matthew Amsterdam mastica con la boca abierta. —Greg hablaba a su magnetófono otra vez. Estábamos todos cenando en la cocina.
—Esta noche los Amsterdam cenan atún a la cazuela —explicó—. Lo ha descongelado Matt. Lo ha dejado demasiado tiempo en el horno y los fideos del fondo se han quemado.
—Cierra el pico —mascullé.
Nadie pronunció palabra durante unos minutos. Los únicos sonidos que se oían eran los que producían los tenedores al chocar con los platos y las uñas de Biggie en el suelo de la cocina.
—¿Qué tal ha ido hoy el colegio, chicos? —preguntó mamá.
—La señora Amsterdam pregunta a sus hijos qué tal les ha ido el día —relató Greg a su magnetófono.
—Greg, ¿tienes que hacer eso mientras cenamos? —preguntó mamá con un suspiro.
—La señora Amsterdam se queja sobre el comportamiento de su hijo Greg —musitó Greg.
—¡Greg!
—La voz de la madre de Greg sube de tono. ¿Está enfadada?
—¡GREG!
—Tengo que hacerlo, mamá —insistió Greg con su voz normal—. ¡Es para el cole!
—Me pone nerviosa —dijo mamá.
—A mí también —intervine.
—¿Quién te ha preguntado, Matt? —me espetó Greg.
—Pues páralo hasta después de la cena, ¿de acuerdo? —le pidió mamá.
Greg no replicó sino que dejó el magnetófono sobre la mesa y empezó a comer.
—Mamá —llamó Pam—, ¿puedo guardar mi ropa de invierno en el armario de la habitación de invitados? El mío está lleno a rebosar.
—Lo pensaré —contestó mamá.
—¡Eh! —exclamé yo—. ¡Ella tiene un armario muy grande! ¡Es casi tan grande como toda mi habitación!
—¿Y qué? —dijo Pam con tono burlón.
—¡Mi cuarto es el más pequeño de toda la casa! —protesté—. Apenas se puede caminar por él.
—Eso es porque eres un guarro —replicó Pam con guasa.
—¡No soy ningún guarro! ¡Soy limpio! Pero necesito un cuarto más grande. Mamá, ¿puedo cambiarme a la habitación de invitados?
—No —dijo mamá, sacudiendo la cabeza.
—Pero ¿por qué no?
—Quiero tenerla arreglada para los invitados —explicó ella.
—¿Qué invitados? —exclamé—. ¡Nunca tenemos invitados!
—Tus abuelos vienen todas las navidades.
—Eso es una vez al año. A los abuelos no les importará dormir en mi cuarto una vez al año. ¡El resto del tiempo tienen una casa entera para ellos solos!
—Tu cuarto es demasiado pequeño para que duerman dos personas —razonó mamá—. Lo siento, Matt. No puedes mudarte a la habitación de invitados.
—¡Mamá!
—Además, ¿qué más te da dónde duermas? —intervino Pam—. Eres el más dormilón del mundo. ¡Podrías dormir en medio de un huracán!
—Cuando Matt no está sentado delante de la tele, suele estar durmiendo —dijo Greg, hablando de nuevo al magnetófono—. Pasa más tiempo dormido que despierto.
—Mamá, Greg ha vuelto a usar el magnetófono —me quejé.
—Lo sé —contestó mamá con tono cansino—. Greg, deja eso.
—Mamá, por favor, déjame cambiar de habitación. ¡Necesito una habitación más grande! No sólo duermo en mi cuarto, ¡vivo en él! Necesito un lugar donde estar lejos de Pam y Greg. ¡Mamá, tú no sabes lo que pasa cuando no estás aquí! ¡Se portan muy mal conmigo!
—Matt, basta —replicó mamá—. Tienes unos hermanos estupendos, que te cuidan muy bien. Deberías estarles agradecido.
—¡Los odio!
—¡Matt! ¡Ya estoy harta! ¡Vete ahora mismo a tu cuarto!
—¡Allí no tengo espacio! —exclamé.
—¡Ahora mismo!
Cuando subía corriendo las escaleras, oí a Greg hablando de nuevo a su magnetófono.
—Matt ha sido castigado. ¿Su crimen? Ser un raro.
Di un portazo, enterré la cabeza en la almohada y grité.
Me pasé el resto del tiempo hasta la hora de dormir en mi cuarto.
—¡No es justo! —musité—. Pam y Greg consiguen siempre lo que quieren, ¡y a mí me castigan!
«Nadie usa la habitación de invitados —pensé—. Me da igual lo que diga mamá. Voy a dormir allí a partir de ahora.»
Mamá se fue a su trabajo nocturno. Esperé hasta que Pam y Greg apagaron las luces y se metieron en sus habitaciones. Luego salí de mi cuarto a hurtadillas y me metí en la habitación de invitados. Dormiría allí y nada me detendría. No me parecía que fuera nada del otro mundo. ¿Qué era lo peor que podía pasar? ¿Que mamá se enfadara conmigo? Bueno, ¿y qué?
No tenía la menor idea de que, al despertar por la mañana, mi vida sería un completo desastre.