China después de la emperatriz viuda Cixí
El legado de la emperatriz viuda Cixí fue múltiple y sobresaliente. Lo más importante es que llevó a la China medieval a la era moderna. Bajo su dirección, el país empezó a adquirir prácticamente todos los rasgos de un Estado moderno: ferrocarriles, electricidad, telégrafo, teléfono, medicina occidental, una Armada y un ejército modernos, y nuevas formas de ejercer el comercio exterior y la diplomacia. El restrictivo sistema educativo que databa de mil años atrás se abandonó y fue sustituido por escuelas y universidades como las de Occidente. La prensa floreció y disfrutó de una libertad que no tenía precedentes y que seguramente no se ha superado después. Cixí abrió la puerta a la participación política: por primera vez en la larga historia de China, sus habitantes iban a convertirse en «ciudadanos». Fue Cixí quien defendió la liberación de la mujer en una cultura que durante siglos había obligado a su población femenina a vendarse los pies, una costumbre que ella desterró. El hecho de que su último empeño antes de su muerte prematura fuera introducir el derecho al voto da fe de su valor y su visión de futuro. Y lo más importante es que su transformación de China se llevó a cabo sin recurrir a la violencia y con relativamente pocas turbulencias. Sus cambios fueron radicales pero a la vez graduales, trascendentales y, sin embargo, asombrosamente incruentos. Siempre en busca del consenso y siempre dispuesta a trabajar con personas de distintas opiniones, guio la transformación porque la historia estaba de su lado.
Fue una figura gigantesca, pero no una santa. Con su poder absoluto sobre un tercio de la población mundial, y dado que era producto de la China medieval, podía ser inmensamente despiadada. Sus campañas militares para recuperar Xinjiang y para aplastar las rebeliones armadas fueron brutales. Sus intentos de utilizar a los bóxers para luchar contra los invasores desembocaron en las tremendas atrocidades cometidas por aquellos.
Pero a pesar de sus defectos, no era una déspota. En comparación con los gobiernos de sus predecesores, y los de sus sucesores, el de Cixí fue benigno. En aproximadamente cuatro decenios de poder absoluto, los asesinatos políticos que ordenó —justos o injustos—, y que figuran en este libro, no sumaron más de unas cuantas docenas, muchos de ellos como reacción a haber descubierto algún plan para matarla. No era cruel por naturaleza. Cuando su vida se apagaba, su preocupación fue cómo conseguir evitar una sangrienta guerra civil y la masacre del pueblo manchú, cuya supervivencia garantizó mediante el sacrificio de su dinastía.
También pagó un elevado precio personal. Cixí creía con devoción en la santidad de la última morada, pero su propia tumba acabó profanada. Los líderes de los primeros gobiernos republicanos, empezando por el general Yuan (que murió en 1916), respetaron las condiciones de la abdicación y protegieron los mausoleos Qing[1051]. En 1927, los nacionalistas radicales, encabezados por Chiang Kai-shek, expulsaron a los anteriores e instauraron un nuevo régimen. Un año después, cuando habían pasado 20 años desde la muerte de Cixí, un ejército incontrolable irrumpió en su tumba para robar las joyas que se sabían enterradas con ella. Los oficiales y los soldados abrieron una brecha en el muro con dinamita y, con bayonetas y barras de hierro, abrieron la tapa de su féretro. Después de coger las joyas que la rodeaban, le rompieron la ropa y le arrancaron los dientes, en busca de cualquier posible tesoro escondido. Luego dejaron su cadáver al descubierto[1052].
Cuando Puyí, el último emperador, se enteró del sacrilegio, se quedó desolado, según contó después. Al joven, que ahora tenía 24 años, le habían expulsado de la Ciudad Prohibida en 1924 (violando el acuerdo de abdicación) y desde entonces vivía en Tianjín. Envió a varios miembros de la antigua familia real para que volvieran a enterrar los restos de Cixí y presentaran una protesta ante el Gobierno de Chiang. Como el robo se convirtió en un escándalo nacional, hubo una investigación, pero se desinfló sin que se castigara a nadie; parece que gracias a una serie de cuantiosos sobornos. Cuando Puyí oyó el extendido rumor de que habían cogido la perla de la boca de Cixí para decorar el zapato de la mujer de Chiang, se sintió invadido por un odio irreprimible. La indignación consolidó su decisión de aliarse con los japoneses, que le nombraron emperador de Manchukuo, el estado marioneta creado en Manchuria después de que la ocuparan en 1931. En 1937, Japón invadió China[1053].
Cixí se había esforzado en desbaratar los intentos japoneses de convertir China en parte de su imperio asiático, y había asesinado a su hijo adoptivo para impedirlo. Lo irónico es que, si hubiera entregado China a Japón, es casi seguro que su última morada y sus restos habrían sido respetados.
Chiang Kai-shek, verdadero heredero de Cixí, luchó contra Japón durante la Segunda Guerra Mundial. La devastación causada por los japoneses en el Estado de Chiang preparó el terreno para que Mao se hiciera con el poder en 1949, aunque el papel fundamental en su ascenso correspondió a Stalin, su patrocinador y mentor. Mientras el Japón de la posguerra se metamorfoseaba en una democracia floreciente, China se sumió en un abismo sin precedentes con los 27 años de gobierno de Mao, que devoraron las vidas de más de 70 millones de personas en tiempo de paz, hasta que su fallecimiento, en 1976, terminó con sus atrocidades. Mao no pidió el más mínimo perdón por su mal gobierno, a diferencia de Cixí, que se arrepintió en público por el daño que había causado y que, aunque grave, no era más que una parte del que infligió Mao a la nación. Pearl Buck, la premio Nobel de Literatura —que nació en 1892, creció en China cuando Cixí estaba en el poder y después vivió y observó los sucesivos regímenes—, contaba en los años cincuenta «lo que sentían sobre ella los chinos a los que conocí en mi niñez»: «Su pueblo la amaba, no todo su pueblo, porque los revolucionarios, los impacientes, la odiaban de corazón […] Pero los campesinos y los aldeanos la veneraban». Cuando se enteraron de que había fallecido, los campesinos se sintieron «asustados»: «“¿Quién cuidará ahora de nosotros?”, lloraron». La conclusión de Pearl Buck era: «Este es, quizá, el juicio final sobre un gobernante»[1054].
Los últimos 100 años han sido muy injustos con Cixí, a la que se ha tachado de tiránica y sanguinaria, de incompetente sin remedio, o ambas cosas. Sus logros han tenido escaso reconocimiento y, cuando lo tienen, se atribuye siempre el mérito a los hombres que estaban a su servicio. El motivo es una desventaja de partida: como era mujer, solo podía gobernar en nombre de sus hijos, así que se ha conocido mal su papel exacto. A falta de datos claros, los rumores han sido abundantes, y se han inventado y creído muchas mentiras. Como dijo Pearl Buck, los que la odiaban eran simplemente «más elocuentes que los que la querían»[1055]. Las fuerzas políticas que han dominado China desde poco después de su muerte la han denigrado de forma deliberada y han ocultado sus logros, para poder decir que rescataron al país del caos que ella había dejado.
Si hablamos de logros trascendentales, sinceridad política y valor personal, la emperatriz viuda Cixí sentó un precedente que pocos han igualado. Introdujo la modernidad para sustituir a la decrepitud, la pobreza, la brutalidad y el poder absoluto, e incorporó una humanidad, una ausencia de prejuicios y una libertad hasta entonces insólitas. Y además tuvo conciencia. Al repasar las espantosas décadas transcurridas desde que falleció, es inevitable admirar a esta asombrosa mujer de Estado, con todos sus defectos.