Muertes (1908)
Por aquel entonces, de hecho, el emperador Guangxu estaba gravemente enfermo, y se convocó a los médicos de provincias a Pekín. En las notas que entregaba a sus doctores, Su Majestad se quejaba de que oía ruidos, «a veces un viento y una lluvia distantes, y voces humanas y golpes de tambor, otras veces cigarras y seda desgarrada. No tengo un momento de paz». Hablaba de «grandes dolores de cintura para abajo», dificultades para levantar los brazos y lavarse la cara, sordera y «escalofríos incluso si estoy debajo de cuatro edredones». Reprendía a sus médicos por no curarle ni ayudarle a sentirse mejor. Pero se aferraba tercamente a la vida[1010].
El emperador tenía algo más de libertad desde el regreso del exilio y había reanudado su deber más importante: visitar el Templo del Cielo en el solsticio de invierno para pedir las bendiciones celestiales sobre las cosechas del año siguiente. Desde que comenzara su encierro, el ritual lo habían llevado a cabo varios príncipes en su lugar, y Cixí había tenido miedo a la ira del Cielo. Ahora, segura de que los guardias y funcionarios la obedecerían más a ella que al emperador, le permitió salir por fin de los terrenos del palacio sin acompañarlo.
Aun así, Cixí vivía con el temor constante a que se lo llevaran y siempre estaba alerta, en especial cuando había visitantes extranjeros. En una ocasión, Cixí habló ante un grupo de invitados de otros países, y uno de ellos recordaba más tarde:
El emperador, seguramente cansado de una conversación en la que no estaba interviniendo, se retiró discretamente por una entrada lateral al teatro, en el que había una representación. Durante unos instantes, la emperatriz viuda no notó su ausencia pero, en cuanto se dio cuenta de que se había ido, una mirada angustiada se extendió por sus rasgos y se volvió hacia el eunuco jefe, Li Lienying [Lee Lianying], al que preguntó en tono imperioso: «¿Dónde está el emperador?». Hubo carreras entre los eunucos, que fueron a unos sitios y otros a hacer averiguaciones. Al cabo de unos momentos regresaron y dijeron que el emperador estaba en el teatro. La mirada de preocupación se disipó como una nube que pasa por delante del sol, y varios eunucos se quedaron donde estaba el emperador[1011].
Por lo visto, el emperador Guangxu hizo varios intentos de escapar. Un día caminó hacia una puerta del Palacio del Mar, pero los eunucos lo arrastraron de vuelta, agarrado por su larga cola de caballo. Otra vez, un secretario del Gran Consejo lo vio delante de sus oficinas, mirando al cielo en actitud como de oración, antes de dirigirse a una puerta para salir de la Ciudad Prohibida. Una docena de eunucos o más se apresuró a obstruirle el camino[1012].
Estaba prohibido visitarle en su villa y solo unas cuantas personas de confianza podían conversar con él. Cuando Louisa Pierson llegó a la corte, su hija adolescente, Rongling, solía charlar con él cada vez que se encontraban. Un día, el eunuco que estaba siempre al lado del emperador fue a buscarla y le mostró un reloj. En la esfera de cristal había escrito un carácter con tinta roja. El eunuco le dijo a la niña que Su Majestad quería saber dónde estaba el hombre que llevaba ese apellido. Como había crecido en el extranjero, Rongling casi no sabía leer chino y no reconoció el carácter. El eunuco sonrió: «¿No lo reconoces? Es Kang». La adolescente comprendió que se refería a Kang El Zorro Salvaje, un personaje que hasta ella sabía que era innombrable en la corte. Asustada, dijo que no sabía dónde estaba Kang y que quizá debía preguntarle a su madre. Entonces el eunuco le dijo que se olvidara del asunto. Dado que los eunucos que acompañaban a Guangxu los había seleccionado Cixí con el máximo cuidado, no parece probable que fuera el mismo emperador quien había escrito el carácter «Kang». Seguramente, Cixí quería poner a prueba a la joven, de cuyas charlas con el emperador sin duda le habían informado, por lo que quería estar segura de que nadie estaba utilizando a Rongling como mensajera entre El Zorro Salvaje y el emperador Guangxu[1013].
En el verano de 1908, Cixí empezó a padecer diarrea, que la dejaba agotada. Mantuvo su inmensa carga de trabajo y solo a veces retrasaba su audiencia matinal hasta las nueve. Casi todos los decretos que publicó en este periodo estaban relacionados con la creación de una monarquía constitucional. Respaldó el borrador de Constitución, autorizó las Normas Electorales y especificó el plazo de nueve años para instaurar el Parlamento[1014].
También concentró sus energías, cada vez más débiles, en una visita que iba a hacer el decimotercer Dalai Lama. El imperio Qing había absorbido el territorio de Tíbet en el siglo XVIII. Desde entonces, los tibetanos manejaban sus propios asuntos pero aceptaban la autoridad de Pekín. Había un comisario imperial destacado en Lhasa que servía de enlace, y China aprobaba por principio todas las decisiones de la capital tibetana. Sobre esa base, en 1877, Cixí (en nombre del emperador Guangxu) había refrendado la decisión del regente tibetano de identificar al niño Thubten Gyatso como decimotercer Dalai Lama reencarnado[1015]. Sus edictos posteriores respaldaron el programa educativo diseñado para el niño, cuyos maestros eran todos tibetanos. Su plan de estudios no tenía ningún elemento han ni manchú. Los tibetanos colaboraban con ella, y ella los dejaba en paz[1016]. Pero siempre se mantenía bien informada: desde la llegada del telégrafo a China, el comisario imperial de Lhasa estaba equipado para comunicarse por cable con Pekín.
Entre 1903 y 1904, una expedición militar británica, dirigida por el comandante Francis Younghusband, invadió Tíbet desde la India británica. Los tibetanos lucharon contra los invasores y sufrieron numerosas bajas. El Dalai Lama huyó, y Younghusband llegó hasta Lhasa. Allí firmó un tratado con lo que quedaba de Gobierno y luego se retiró. El tratado imponía una indemnización de guerra de 500.000 libras y exigía a Tíbet que abriera más centros al comercio. Y continuaba así: «Como garantía del pago de la indemnización mencionada y para cumplir las disposiciones relativas a los centros comerciales […] el Gobierno británico seguirá ocupando el valle de Chumbi». Ordenaba a los tibetanos «arrasar todos los fuertes y fortificaciones y eliminar todos los armamentos que pudieran impedir la libre comunicación entre la frontera británica y las ciudades de Gyangtse y Lhasa». Tíbet no podría tomar ninguna decisión de política exterior «sin el consentimiento previo del Gobierno británico»[1017].
Cuando el comisario imperial Qing telegrafió a Cixí las condiciones del tratado, ella vio que la «soberanía» de su imperio sobre Tíbet corría peligro. En un edicto del 3 de octubre de 1904, anunció: «Tíbet pertenece a nuestra dinastía desde hace 200 años. Es una vasta región rica en recursos, que los extranjeros siempre han codiciado. Hace poco, las tropas británicas la invadieron y obligaron a los tibetanos a firmar un tratado. Es un acontecimiento siniestro y […] debemos impedir más daños y salvar la actual situación»[1018]. Envió representantes a India a negociar con los británicos y a establecer el principio de que Gran Bretaña tenía que tratar con Pekín cualquier cosa relacionada con Tíbet. «No hagáis concesiones sobre la soberanía», instruyó Cixí a sus delegados[1019].
Gran Bretaña aceptó volver a negociar con los representantes de Cixí. Firmó con Pekín en abril de 1906 un tratado que en definitiva (aunque no sin ambigüedades) reconocía que Tíbet formaba parte del imperio chino.
Cixí tenía una baza importante: el decimotercer Dalai Lama fugitivo. Era un hombre atractivo, casi en la treintena, vestido con hábito de monje, que viajó hacia el nordeste hasta llegar a Urga, hoy Ulán Bator, capital de Mongolia Exterior y, en aquella época, parte del imperio Qing. El Dalai Lama era el líder espiritual de los mongoles además de los tibetanos. Cixí envió de inmediato funcionarios para que lo atendieran y ordenó a las autoridades locales que cuidaran de él. Además envió un telegrama en el que se condolía por las dificultades de su viaje. Le instaba a volver a Lhasa en cuanto se fueran los británicos y a seguir dirigiendo Tíbet como antes[1020].
El decimotercer Dalai Lama tardó algún tiempo en regresar, pero a cambio pidió ir a Pekín y conocer a la emperatriz viuda[1021]. Durante su ausencia dirigió Tíbet un funcionario han, Chang Yintang (aunque no como comisario imperial, un cargo que, según la tradición, precisamente no se le daba a un han). Yintang trató de implantar «reformas», con la intención de que Tíbet se pareciera más a una provincia han. Después de haber estado en India negociando con los británicos y de ver cómo gobernaban allí, aconsejó a Pekín que adoptara el método británico: enviar un ejército de buen tamaño, convertir al comisario imperial en gobernador general, nombrar los cargos de la administración y tratar al Dalai Lama y el Panchen Lama como a los maharajás indios, es decir, quitarles el poder político y remunerarles con generosidad. Cixí no respaldó a Yintang. Después de recibir informaciones de que sus planes eran tremendamente impopulares entre los tibetanos, le trasladó a otro puesto y de esa forma abortó su programa. Parece que comprendió que el deseo de los tibetanos de que los dejasen en paz no era negociable y llegó a la conclusión de que respetar ese deseo era la única forma de que Tíbet siguiera perteneciendo al imperio[1022]. El Dalai Lama tomó nota de su estrategia y consideró que era la mejor opción, así que pidió en varias ocasiones que le recibiera para llegar a un acuerdo. Por fin, Cixí envió la invitación y el 28 de septiembre de 1908 el decimotercer Dalai Lama llegó a la capital.
Cixí se había resistido a invitarle, seguramente porque una visita del Dalai Lama planteaba problemas de protocolo que podían ser explosivos. El mayor dilema era si el Dalai Lama debía arrodillarse ante ella y el emperador. Como líder espiritual, la gente se arrodillaba delante de él. Pero también era un líder político y, como tal, debía arrodillarse ante el trono. Si no se le exigía que se pusiera de rodillas, dado que los únicos exentos eran los extranjeros, eso implicaría que Pekín no consideraba que Tíbet formara parte de China. El problema se agudizaría con ocasión del banquete de Estado en su honor, porque los líderes políticos de Mongolia, por ejemplo, se pondrían de rodillas cuando el emperador Guangxu llegase y se marchase. El banquete era un acto «público», y Cixí era muy consciente de que sería el centro de atención: mientras que las potencias occidentales buscarían indicios de que no consideraba a Tíbet parte del imperio, los tibetanos necesitaban saber con seguridad que no se había humillado a su dios. La oficina de protocolo preguntó a Cixí qué hacer y ella reflexionó sobre el problema varios días. Al final decidió que el Dalai Lama iba a arrodillarse, como todos los demás asistentes al banquete, salvo que él lo haría desde su asiento —un trono bajo en el que sentaba con las piernas cruzadas— en vez de en la entrada al vestíbulo como todos los demás. De esa forma, no se notaría que se arrodillaba, sobre todo con su amplia túnica. El Dalai Lama no se opuso; es evidente que pensó que era un precio que merecía la pena pagar para que Tíbet mantuviera su autogobierno, cosa que deseaban tanto él como la emperatriz viuda[1023].
Para Cixí, era crucial mantener Tíbet en el imperio, de forma mutuamente aceptable y amistosa. Deliberó sobre los regalos simbólicos más apropiados y, al otorgar otro nuevo título al Dalai Lama, insistió en añadir unas palabras para expresar que era un hombre «sinceramente leal» al imperio[1024]. Pero no quería utilizar medidas represivas para reafirmar su autoridad. Ese mismo año había nombrado un nuevo comisario imperial en Tíbet, Zhao Erfeng, pero Lhasa lo rechazó, por la aversión que despertaba su historial como administrador de una región vecina en la que vivían tibetanos. En vez de imponer a Zhao por la fuerza, Cixí anuló el nombramiento, lo cual era una concesión sin precedentes en la historia de la dinastía Qing. Fue «para no perder la benevolencia de los tibetanos», explicó la emperatriz en su decreto[1025]. Además, se ordenó a las tropas imperiales que no entablaran choques con el ejército tibetano. En Pekín, Cixí y el Dalai Lama acordaron que regresaría a Lhasa cuanto antes y seguiría gobernando Tíbet como siempre[1026].
Durante toda la estancia del Dalai Lama, Cixí se vio obligada a esforzarse para resistir. La primera reunión después de su llegada tuvo que cancelarse, porque ella se encontraba demasiado mal para celebrarla. Lloró de frustración al dar la orden. No fue posible fijar otra fecha por adelantado, porque su condición variaba de un día para otro. Solo lograron entrevistarse cuando se levantó una mañana y se sintió lo bastante fuerte[1027].
La visita del Dalai Lama coincidió con el septuagésimo tercer cumpleaños de Cixí, el décimo día del décimo mes lunar, es decir, el 3 de noviembre de 1908. Tenía grandes deseos de agasajar al Hombre Santo tibetano, así que se sintió obligada a aguantar las interminables actuaciones y los rituales, a pesar de tener una diarrea constante y mucha fiebre. Los médicos anotaron que estaba «excepcionalmente exhausta»[1028].
Cuatro días después de su cumpleaños, sintió que la muerte se aproximaba y envió al príncipe Ching a los Mausoleos Orientales para comprobar el estado de su tumba, cerca de las de su esposo y su hijo. Su última morada tenía una enorme importancia para ella y había ordenado construirla con todo esplendor. Durante su entierro se colocarían en la tumba una gran cantidad de joyas, como correspondía a una emperatriz viuda[1029].
Mientras tanto, había empezado a poner en orden los asuntos del imperio. Había llegado el momento de ocuparse del emperador Guangxu. Postrado en la cama y aparentemente al borde de la muerte, se aferraba a la vida y era capaz de reponerse, como ya lo había hecho antes. Si sobrevivía cuando falleciera ella, el imperio caería en las manos de los japoneses al acecho. En esas circunstancias, Cixí ordenó el asesinato de su hijo adoptivo, con veneno. El consumo de grandes cantidades de arsénico quedó definitivamente establecido como causa de la muerte del emperador Guangxu en 2008, después de un examen forense de sus restos. Su asesinato debió de ser fácil de organizar: Cixí le enviaba siempre platos, como muestras de amor de madre. A las 18:33 horas del 14 de noviembre, los médicos reales certificaron la muerte del emperador Guangxu[1030].
Su emperatriz, Longyu, lo acompañó en los últimos momentos. Por lo visto lloraron abrazados, algo que pocas veces habían hecho en casi 20 años de matrimonio. Durante las últimas horas se vio a Longyu correr entre su marido moribundo y su suegra moribunda, con los ojos hinchados. Después de morir el emperador, ella vistió el cuerpo. De acuerdo con la tradición de la corte, había que colocar la perla más perfecta que se encontrase en la boca del difunto para que le acompañase al otro mundo. La emperatriz Longyu quiso cogerla de la corona del emperador, pero un eunuco se lo impidió y dijo que no tenían el permiso de la emperatriz viuda. Así que la emperatriz Longyu quitó la perla de su propia corona y la puso en la boca de su marido[1031].
El emperador Guangxu murió en una cama que estaba «sin adornar, como una persona común y corriente»[1032], observó uno de los médicos de provincias. No había ninguna cortina que la rodeara, y el escabel que pisaba para subirse a ella estaba cubierto solo con una manta, no un brocado de seda. En sus últimas horas le acompañaron médicos y funcionarios de la corte, pero no estuvo presente ninguno de los grandes consejeros. No hubo constancia de sus últimas palabras. El Gran Consejo se reunió junto al lecho de Cixí mientras él agonizaba, y de nuevo cuando se enteraron de su fallecimiento, para oír las instrucciones de la emperatriz viuda sobre la sucesión[1033]. Zaifeng, a quien Cixí llevaba años entrenando, fue designado regente, y su hijo de dos años, Puyí, sobrino nieto de Cixí, fue nombrado sucesor al trono. El nombramiento del niño emperador garantizaba que su padre se hiciera cargo como regente, y además Cixí podía conservar el control mientras siguiera viva[1034]. Su decreto dejó claro que «todas las políticas claves las decidiré yo»[1035]. Estaba empeñada en conservar las riendas del imperio hasta su último aliento.
Zaifeng no era el candidato ideal, pero a Cixí le parecía el mejor posible. Confiaba en que no entregaría China a Japón y en que podría tratar con los occidentales de manera amistosa y digna. Tenía graves limitaciones, que ella conocía bien. Una vez, en una cena en la legación de Estados Unidos, le preguntaron: «¿Qué piensa Su Alteza de los rasgos distintivos de alemanes y franceses?». Él respondió: «La gente en Berlín se levanta temprano por la mañana y va a trabajar, mientras que la gente en París se levanta por la noche y va al teatro»[1036]. Es evidente que estaba repitiendo un cliché.
Cixí se apagaba; pero todavía conseguía supervisar las miles de cosas que había que hacer tras el fallecimiento de un monarca, incluida la redacción del testamento oficial del emperador Guangxu, que había que anunciar al imperio. El testamento hacía referencia al establecimiento de una monarquía constitucional en el plazo de nueve años. Esta, declaraba, era la «aspiración insatisfecha» del emperador, que, una vez cumplida, le proporcionaría una alegría sin fin en el otro mundo[1037].
Pasó una noche mientras Cixí se ocupaba de una cosa detrás de otra, consciente en todo momento de que acababa de asesinar a su hijo adoptivo. Se vio obligada a parar alrededor de las 11 de la mañana, cuando sintió que su muerte era inminente. Falleció menos de tres horas después[1038].
Un secretario del Gran Consejo redactó el testamento oficial de Cixí de acuerdo con sus deseos, «con el corazón y la mano temblorosa, mientras todo parece irreal»[1039], anotó en su diario. El testamento recordaba su intervención en los asuntos de Estado de China durante casi 50 años y sus esfuerzos para gobernar de la mejor manera posible. Repetía su determinación de transformar China en una monarquía constitucional que, decía el documento con gran pesar, ahora no podría ver culminada. Los dos testamentos dejaban muy claro que el último deseo de Cixí era que los chinos tuvieran su Parlamento y su derecho al voto[1040].
Durante sus tres últimas horas de vida, la mente de Cixí siguió inquieta. Dictó su último decreto político, que habría parecido extraño a cualquier observador. «Me encuentro en estado crítico y temo que estoy a punto de fallecer —decía, con un lenguaje directo y personal—. En el futuro, los asuntos de Estado los decidirá el regente. Sin embargo, si se encuentra con materias de excepcional importancia, deberá obedecer a la emperatriz viuda»[1041]. Con ello se refería a la emperatriz Longyu, que acababa de recibir el título al morir su marido y nombrarse al heredero. Para subrayar que los deseos de la emperatriz Longyu serían definitivos, Cixí empleó la palabra debe en su decreto, un hecho poco habitual porque al parecer es un término redundante. Con ese énfasis, Cixí hizo que la responsabilidad suprema de la suerte del imperio recayera sobre Longyu[1042].
La nueva emperatriz era, según todos los testigos, una figura patética. Los extranjeros que la conocieron decían que tenía «un rostro triste y amable. Va muy encorvada, es tremendamente delgada, con el rostro largo y cetrino y los dientes muy deteriorados»[1043]. Desde el día de su boda, su marido la trató con desdén, en el mejor de los casos. A los observadores más bondadosos les resultaba conmovedora, y los menos generosos la despreciaban. Sin atreverse casi a hacer ningún comentario por propia iniciativa, estaba acostumbrada (y resignada) a que la denigraran. La doctora Headland, la médico estadounidense que frecuentaba la corte, recordó, al enterarse de la nueva función que iba a desempeñar:
En las audiencias ofrecidas a las damas [extranjeras], siempre estaba presente, pero nunca en la cercanía inmediata de la emperatriz viuda ni el emperador […] Siempre se quedaba en algún lugar discreto en la parte de atrás, con sus damas de compañía alrededor, y, en cuanto podía retirarse sin llamar la atención, así lo hacía […] En verano, a veces, la veíamos con sus criados vagando por la corte. Tenía el aspecto de una persona amable, callada, bondadosa, que siempre temía ser una intrusa y no tenía ningún puesto ni papel en nada. ¡Y ahora es la emperatriz viuda! Parece una perversión de la lengua inglesa dar a esta alma buena y amable el mismo título que nos hemos acostumbrado a usar al hablar de la mujer recién fallecida[1044].
Los nobles despreciaban de tal forma a la emperatriz Longyu que ninguno se molestó en informarle de su nuevo título de emperatriz viuda. Por temor a que la pasaran por alto, preguntó tímidamente a los miembros del Gran Consejo cuál era su situación mientras estaban reunidos en el dormitorio de la difunta Cixí, a la que ella acababa de amortajar. Un gran consejero la ignoró, fingió que estaba sordo y no oía lo que preguntaba[1045]. Cuando Longyu se enteró de cuál era su nuevo título, se alegró mucho. Aunque era lo que le correspondía, no se había atrevido a esperarlo. Pese a que era Cixí quien la había escogido como emperatriz y a quien ella había estado asistiendo todos esos años, la emperatriz fallecida no le había dirigido casi nunca un comentario ni le había pedido jamás su opinión. Sin embargo, ahora, su último acto político consistía en depositar el peso del destino del imperio sobre sus hombros estrechos y encorvados.
Unos meses antes, un día, Cixí paseaba por el jardín de la Ciudad Prohibida y contemplaba las numerosas estatuas budistas que allí había. Por alguna razón, pensó que las estatuas no tenían la colocación idónea y ordenó a los eunucos que las reorganizaran. Mientras movían las estatuas, quedó al descubierto un gran montón de tierra. Con el ceño fruncido, Cixí mandó que lo barrieran. El eunuco jefe Lianying se arrodilló y le suplicó que lo dejara como estaba. La tierra estaba allí desde siempre, y lo extraño es que siempre había sido un montón limpio y contenido, sin una mota de tierra fuera de sitio. Por lo visto, los pájaros nunca se posaban en él y las ratas y los zorros que merodeaban por los terrenos del palacio lo evitaban. Se decía, desde hacía muchas generaciones, que era un montón de «tierra mágica», que protegía a la gran dinastía. Cixí era famosa por sus supersticiones, pero pareció irritada por esta explicación y saltó: «¿Qué tierra mágica? Barredla». Mientras allanaban el montón de tierra, no dejó de murmurarse a sí misma: «¿Qué tiene que ver con esta gran dinastía? ¿Qué tiene que ver con esta gran dinastía?»[1046]. Al escucharla, un eunuco dijo que él y sus colegas se entristecieron; parecía que, para la emperatriz viuda, la dinastía Qing se aproximaba a su fin.
Desde luego, la emperatriz viuda Cixí preveía que sus reformas, al transformar China por completo, podían acabar enterrando a su propia dinastía. Mientras estuviera viva, el trono manchú estaría seguro. Pero cuando ella ya no estuviera, su sucesor quizá no tendría la misma fuerza y la monarquía constitucional que estaba intentando crear podría terminar en nada. Muchos observadores chinos y occidentales ya predecían revueltas contra los manchúes después de su muerte. La emperatriz viuda pasó sus últimas horas preocupada por la suerte de su pueblo. Si el imperio se inundaba de rebeliones republicanas, la única opción para los manchúes, en franca minoría, sería rendirse, para evitar un baño de sangre. Solo la rendición podría salvar a su pueblo y ahorrar al país una guerra civil. Estaba segura de que, ante una revolución republicana, los hombres de la corte decidirían defender la dinastía y luchar hasta el final. Ningún hombre aconsejaría rendirse, aunque quisiera. Por eso Cixí otorgó el poder de decisión en ese tipo de crisis «de excepcional importancia» a la emperatriz Longyu. Cixí sabía que la emperatriz ofrecería la rendición de la dinastía para asegurar su propia supervivencia y la del pueblo manchú. La emperatriz Longyu había vivido rendida siempre. No le importaba la humillación y era una auténtica superviviente. Y, al ser mujer, no tenía necesidad de demostrar ninguna valentía.
La profecía de Cixí se hizo realidad exactamente tres años después, en 1911, cuando estallaron las revueltas y los motines que tanto se esperaban. El detonante fue una disputa por la propiedad de un ferrocarril en Sichuan, al que siguió un gran motín en Wuhán, y la rebelión se extendió después a una sucesión de provincias, muchas de las cuales proclamaron su independencia del Gobierno Qing. Aunque no existía ningún dirigente en común entre los distintos sucesos, casi todos compartían un mismo objetivo: derrocar a la dinastía Qing y proclamar la República(60). La sangre manchú empezó a correr: asesinaron al virrey Duanfang, reformista, y en Xian, Fuzhou, Hangzhou, Nankín y otras ciudades masacraron a hombres y mujeres manchúes. Se discutió la posibilidad de rendirse, mediante la abdicación del emperador. Tal como había previsto Cixí, los nobles se resistieron con vehemencia y prometieron defender la dinastía hasta el final. También como había previsto, el regente se pronunció públicamente en contra de la abdicación, pese a que en privado era partidario. Sabía que era inútil luchar (a pesar de que la corte seguía contando con un apoyo sustancial), pero no quería ser el responsable de la caída de su dinastía[1047]. El decreto firmado por Cixí en su lecho de muerte resolvió este angustioso dilema. El 6 de diciembre, Zaifeng dimitió de su puesto de regente y remitió todas las decisiones a la emperatriz Longyu. La emperatriz, después de reunir a los nobles(61), declaró entre lágrimas que estaba dispuesta a asumir la responsabilidad de poner fin a la dinastía con la abdicación de Puyí, que tenía cinco años[1048]. «Lo único que deseo es paz bajo el Cielo», dijo[1049].
Así, el 12 de febrero de 1912, la emperatriz Longyu puso su nombre en el Decreto de Abdicación, que acabó con la Gran Dinastía Qing, tras 268 años en el poder, y con más de 2.000 años de monarquía absoluta en China. Fue la emperatriz Longyu quien decretó: «En nombre del emperador, transfiero el derecho a gobernar a todo el país, que a partir de ahora será una República constitucional». Esta «Gran República de China comprenderá todo el territorio del imperio Qing, habitado por los cinco grupos étnicos, manchú, han, mongol, hui y tibetano»[1050]. Cixí le había asignado ese histórico papel. La república no era lo que la emperatriz viuda Cixí hubiera querido, pero sí era lo que habría aceptado, porque compartía el mismo objetivo que su anhelada monarquía parlamentaria: que el futuro de China estuviera en manos del pueblo chino.