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Haciendo frente a rebeldes, asesinos a sueldo y japoneses (1902-1908)

Un funcionario han de la época comentó que la revolución de Cixí era «beneficiosa para China, pero muy perjudicial para el gobierno manchú»[955]. En efecto, muchos manchúes estaban inquietos por lo que sucedía. Solo la autoridad de Cixí les permitió depositar su fe y su destino en manos de ella. La emperatriz estaba intentando preservar su dinastía con su versión de la monarquía constitucional. Sin embargo, a la hora de la verdad, la exclusividad manchú del trono fue su talón de Aquiles. Aunque dio muchos pasos para acabar con la segregación entre han y manchúes, quiso que el trono siguiera siendo para los segundos. El decreto de 1902 que anulaba la prohibición de los matrimonios mixtos tenía una cláusula añadida según la cual las consortes imperiales solo podrían escogerse entre las manchúes (y las mongolas). Había indicios de que, al final, habría acabado por ceder ante lo inevitable y habría abolido la exclusividad étnica del trono, pero no llegó hasta ese punto en vida.

Cixí tenía un fuerte sentimiento de identidad manchú, reforzado por el hecho de que eran una minoría, siempre en peligro de ser avasallada por los han. Con sus damas de la corte, en su mayoría de la misma etnia, siempre hablaba de «nosotras las manchúes». Aunque no sabía hablar la lengua, lo compensaba con un respeto religioso a otros signos externos de pertenencia: las costumbres manchúes eran las que se cumplían en la corte y la ropa y los peinados manchúes eran los que se llevaban, sin excepción. Sus diplomáticos, en su mayoría han, querían cambiar sus trajes manchúes por ropa occidental, pero les denegaron la petición. El deseo de deshacerse de la cola de caballo ni se mencionaba[956]. Cixí no tenía prejuicios contra los han: de hecho, ascendió a más funcionarios han que ninguno de sus predecesores y los nombró para cargos antes reservados a los manchúes. Y los han no tenían menos privilegios ni peor nivel de vida. Lo que la emperatriz quería conservar como fuera era simplemente el trono manchú.

Esa fue la razón de que, durante mucho tiempo, Cixí se resistiera a aceptar a estadistas han de primera categoría en el corazón de la corte. El conde Li, pese a su extraordinaria relación con Cixí y su excepcional importancia para el imperio, nunca fue miembro del Gran Consejo. Este órgano no incluyó a la flor y la nata de los funcionarios han hasta 1907, año en el que Cixí nombró por fin al general Yuan y al virrey Zhang. A este último había pensado nombrarlo en varias ocasiones, entre ellas la primavera de 1898, cuando comenzó sus reformas, pero siempre había decidido no hacerlo por temor a que, con su supremo talento, acabara por suponer la pérdida incluso del propio trono[957]. Al aferrarse a la idea de que el trono debía ocuparlo un manchú, Cixí hizo que la monarquía parlamentaria no fuera tan deseable y que la república fuera una alternativa atractiva.

Sun Yat-sen, que era el líder informal del movimiento republicano, era el partidario más insistente de la acción militar para derrocar a la dinastía manchú. En 1895 había tratado de organizar una revuelta armada y en el nuevo siglo orquestó una serie de insurrecciones, de pequeña dimensión pero que Cixí trató con la máxima seriedad. Criticó a los jefes provinciales por no dar importancia a «estas llamas que podrían desencadenar un incendio», y en sucesivos telegramas les instó a «extinguirlas; no dejéis que se extiendan»[958].

El atentado formaba parte importante de las tácticas republicanas, como se vio con el terrorista suicida del tren en 1905. Dos años después, Xu Xilin, un jefe de la policía local en la provincia de Zhejiang, en el este de China, disparó a bocajarro al gobernador de la provincia, un manchú llamado Enming, que había ido a examinar la academia de policía. Enming creía que Xilin era un reformista como él y le había sacado del anonimato para confiarle la jefatura. De acuerdo con el código ético tradicional, Xilin debería haber estado agradecido a su benefactor; sin embargo, lo mató, por ser manchú. Después de ser detenido, Xilin declaró en su testimonio —que los periódicos reprodujeron— que su objetivo era «matar a todos los manchúes, hasta el último»[959]. Murió decapitado. Las tropas leales al gobernador fallecido le arrancaron el corazón para ofrecerlo en sacrificio, un repugnante y antiguo ritual que simbolizaba la venganza suprema. Décadas antes, el asesino del virrey Ma había recibido el mismo trato.

El asesinato del gobernador formaba parte de una insurrección planeada, entre cuyos líderes se encontraba una mujer. Qiu Jin, que había estudiado en Japón y era profesora en una escuela de niñas, era bella y elegante y una pionera del feminismo en China. Desafiaba la conducta prescrita para las mujeres y se paseaba en público vestida de hombre y con un bastón. Había creado un periódico feminista y pronunciaba discursos que obtenían aplausos «como centenares de truenos primaverales», escribían los periodistas que la admiraban. La acción violenta la atraía e intentó fabricar bombas para la insurrección, un proceso en el que sus manos resultaron heridas. Qiu fue arrestada y ejecutada en un lugar público, aunque antes del amanecer.

Unos años antes, la gente corriente ni se habría inmutado por una cosa así. La ejecución sumarísima de los rebeldes armados se daba por descontada. Pero esta vez hubo una avalancha de condenas en la prensa. Los artículos afirmaban que las armas halladas a Qiu eran una trampa y que la confesión que se había publicado era falsa. Hasta los periódicos más conservadores decían que era completamente inocente, una víctima de los deseos de venganza de las fuerzas conservadoras locales. La llenaron de elogios, le atribuyeron bellos poemas y la convirtieron en una heroína, una imagen que ha llegado hasta nuestros días. Su camarada el jefe de policía también fue objeto de conmiseración casi sin reservas. La prensa se preguntaba cómo era posible que le hubieran arrancado el corazón, si se habían prohibido las formas salvajes de ejecución y la tortura en los interrogatorios. Los periodistas hicieron una demostración de fuerza y lograron influir en la opinión pública: su identificación y condena de los funcionarios implicados en el caso de Qiu los convirtió en objetos de odio. Cuando se quiso trasladar a algunos a otras regiones, las autoridades locales se negaron a aceptarlos. El jefe de condado que sentenció a Qiu a muerte se ahorcó, agobiado por las presiones[960].

La influencia y la confianza recién obtenidas convirtieron a la prensa en una fuerza temible, sobre todo a la hora de vigilar al Gobierno. Cixí nunca intentó reprimirla, a pesar del sentimiento antimanchú que la inundaba (no hubo una palabra de compasión, por ejemplo, dirigida al gobernador manchú asesinado)[961]. En cambio, reaccionó de forma implacable contra las acciones violentas. Después de recibir informes detallados sobre el caso de Qiu, que demostraban sin lugar a dudas que era una de las dirigentes de la insurrección, Cixí respaldó las medidas que se habían tomado contra ella y emprendió otras igualmente duras para aplastar la insurgencia[962]. The New York Times lo dejó muy claro en 1908 al decir que, en vida de ella, no se percibían «desórdenes generales. China no gozaba de esta tranquilidad desde 1900»[963]. No obstante, el movimiento republicano seguía teniendo fuerza y aguardaba el momento en que ella desapareciera.

Mientras Cixí mantenía a raya a los republicanos con una mano, con la otra luchaba con Kang El Zorro Salvaje. Después de su fallido plan para matarla en 1898, Kang había huido a Japón. Ante las fuertes presiones del Gobierno Qing y en particular del virrey Zhang, cuya amistad querían cultivar los japoneses, Tokio le pidió pronto que se fuera. Pero El Zorro Salvaje no se quedó en el desierto. Se fue de Japón para recorrer el mundo, acompañado por un agente japonés de los servicios de Inteligencia que hablaba chino, Nakanishi Shigetaro, que se había entrenado en el instituto de espionaje de su país con la mira puesta en China. Durante el viaje, hizo de intérprete y guardaespaldas de Kang, además de facilitar sus contactos con Tokio[964]. En Japón quedó el discípulo y mano derecha de Kang, Liang Qichao, que ponía en práctica las órdenes de su jefe. Desde el extranjero, Kang continuó su esfuerzo para restablecer al emperador Guangxu, que era lo que deseaba también Japón, porque lo consideraba el modo más fácil de controlar China. De modo que El Zorro Salvaje estaba trabajando en colaboración con Japón, si no totalmente en su nombre.

Kang organizó diversos intentos de acabar con la vida de Cixí, y varios asesinos salieron de Japón hacia Pekín. Uno de ellos fue Shen Jin, que emprendió su misión acompañado de unos piratas en 1900. Pero su aventura fracasó y tuvo que partir al exilio. En 1903 llegó a la capital para volver a intentarlo y se hizo amigo de jefes de policía y eunucos. La información sobre el potencial asesino llegó a los oídos de los devotos de Cixí y Shen Jin fue detenido.

Un decreto público acusó a Shen de participación en una rebelión armada y ordenó su inmediata ejecución[965]. Como el cumpleaños del emperador Guangxu era ese mes y una tradición Qing ordenaba que el mes del cumpleaños estuviera libre de ejecuciones públicas, el decreto ordenó al Ministerio de Castigos que llevara a cabo la sentencia en prisión, mediante el método del bastinado. Esta forma medieval de ejecución, que consistía en golpear al condenado hasta morir, estaba reservada a los eunucos que habían cometido delitos dentro de las pesadas puertas y murallas de la Ciudad Prohibida, y la prisión estatal no tenía ni el equipamiento ni los expertos necesarios. Hubo que fabricar unas largas varas especiales de madera, y a los inexpertos verdugos les costó bastante tiempo acabar con la vida de Shen, que era un hombre de gran tamaño y constitución robusta[966]. La historia llegó a los periódicos y los espantosos detalles causaron la repulsión de los lectores, en especial los occidentales[967]. El North China Herald, de lengua inglesa, dijo que la ejecución era «una monstruosa perversión incluso de la justicia china» y acusó directamente a Cixí: «Solo ella, cuya palabra es ley, podía atreverse a hacerlo». Ese otoño, la Legación británica boicoteó la recepción de Cixí[968](52).

Cixí había publicado el decreto sin pensárselo dos veces, igual que había ordenado otros bastinados para castigar a eunucos durante años. Esta vez reconoció que un castigo tan cruel era inaceptable en los tiempos modernos, y aprendió la lección. Pronto entraron en vigor reformas legales que lo prohibían, y la emperatriz declaró públicamente que aborrecía (tong-hen) la tortura, incluidos los golpes con varas de madera[969]. En enero del año siguiente, 1904, concedió la amnistía a todos los que habían participado en la conspiración de Kang El Zorro Salvaje en 1898 y la revuelta armada en 1900. Los que estaban en la cárcel salieron en libertad y los exiliados pudieron regresar. Solo hubo tres hombres a los que se siguió considerando delincuentes políticos, todos ellos en el exilio: Kang El Zorro Salvaje, Liang Qichao y Sun Yat-sen[970]. Se debatió la posibilidad de indultar a Liang[971].

Cixí reforzó su seguridad y aumentó la vigilancia en los lugares que frecuentaban los eunucos. En noviembre de 1904, Kang envió desde Japón a un grupo de asesinos de élite, uno de cuyos miembros, Luo, era especialista en bombas (también practicaba el hipnotismo, que parecía pensar que le podía ser útil). Su plan era colocar bombas en sitios a los que acudía Cixí, de ser posible en el pequeño barco de vapor que utilizaba para trasladarse de la ciudad al Palacio de Verano. Como el piloto del barco era la única persona a bordo que no pertenecía al palacio, intentaron conseguir el puesto para el especialista en bombas. Pero en julio de 1905, mientras estaba perfeccionando los dispositivos, para lo que necesitaba viajar entre China y Japón, Luo fue capturado en la costa y ejecutado de forma sumarísima allí mismo. Se consiguió mantener oculto el incidente. Cixí había aprendido a eliminar a sus asesinos en secreto, y era más fácil hacerlo en las provincias, donde la vigilancia de la prensa era menos intensa que en la capital. El Zorro Salvaje le ayudó a echar tierra sobre el suceso, porque no quería que se supiera que se dedicaba a organizar asesinatos[972].

La muerte de Luo, el especialista en bombas, fue un grave traspiés para Kang. Pero el resto del grupo siguió trabajando a las órdenes de su viejo amigo y guardaespaldas, Tiejun. En el verano de 1906, Tiejun y otro conspirador fueron detenidos. Reconoció enseguida que estaba en Pekín por orden de Kang para asesinar a Cixí. A los dos hombres no los llevaron al Ministerio de Castigos, como marcaba el procedimiento legal, porque, en tal caso, las informaciones sobre ellos llegarían al público y a la prensa. De modo que los trasladaron a la guarnición del general Yuan en Tianjín, donde se les podía someter a un consejo de guerra lejos de las miradas de la población. Cixí temía que, en un juicio público, los hombres se defendieran diciendo que no habían hecho más que lo que el emperador les había ordenado.

En Tianjín escoltaron a los dos presos a barracones separados, sin grilletes ni señales de tortura, según testigos presenciales. Los cuarteles tenían la orden de tratarlos como a huéspedes distinguidos, adornar sus habitaciones con brocados de seda y proporcionarles espléndidas comidas. Tiejun, un hombre atractivo de cuarenta y tantos años, llevaba ropa de estilo europeo: un traje blanco y sombrero blanco a juego. Como se derretía con el calor estival, el cuartel se encargó de que unos sastres trabajaran toda la noche para hacerle una muda completa. El oficial al mando le preguntó qué tejido prefería para su traje. Él mencionó un tipo de seda muy cara, que por un lado era negra y brillante y por otro marrón y mate[973].

Existía la tradición de que las personas a las que se iba a ejecutar recibieran un trato especial. La víspera de la ejecución se les daba una comida suntuosa. En el lugar de ejecución, como comentó Algernon Freeman-Mitford (abuelo de las hermanas Mitford) cuando residía en Pekín, «no había nada que sobrepasara la amabilidad de los funcionarios, de todos y cada uno, hacia los condenados. Los dejaban fumar de sus pipas, les daban té y vino; incluso al desgraciado asesino, que se debatía y peleaba sujeto por dos soldados, solo le pidieron que se callara, a pesar de las provocaciones […] Me llamó especialmente la atención toda la amabilidad de los soldados con los criminales»[974].

Tiejun sabía que el trato que le daban era el preludio a la ejecución. Pero charló y bromeó, sin delatar ninguna agitación. La sentencia llegó el 1 de septiembre en forma de un telegrama cifrado del general Yuan, que había ido a Pekín después de interrogar a los presos. El telegrama ordenaba a la guarnición que ejecutara a los dos hombres al instante y lo confirmara con un telegrama de respuesta una hora después. En el caso de Tiejun, el juez del tribunal militar le mostró el mensaje y le ofreció la posibilidad de suicidarse. Tiejun pidió veneno y murió entre horribles dolores. Le enterraron en una fosa común cercana para criminales ejecutados. En la guarnición se ordenó decir a quien preguntara que había muerto por una enfermedad repentina.

La ironía fue que ese mismo día Cixí proclamó su intención de establecer una monarquía constitucional. El general Yuan había ido a Pekín para ayudar a redactar la proclamación, y su orden de que se ejecutara a los conspiradores siguió a varias audiencias con la emperatriz viuda. Parece indudable que fue Cixí quien autorizó las sentencias.

La muerte de Tiejun no apareció más que en un periódico y atrajo escasa atención. Igual que había ocurrido en el caso del especialista en bombas, el jefe de Tiejun, Kang El Zorro Salvaje tenía tantos motivos como el general Yuan y Cixí para mantener todo el asunto en secreto. El hecho de que Tiejun se quitara la vida influyó. Si cooperó al final fue porque había cambiado de idea sobre su misión. En una carta enviada a Kang antes de su detención, le pedía que dejara de presionarle para llevar a cabo su tarea y decía que deberían olvidarse del asesinato y, en su lugar, tratar de ayudar a Cixí en sus reformas. La víspera de su captura escribió a unos amigos: «No hagáis nada […] emplead medios pacíficos a partir de ahora»[975]. Pese a ello, no se le concedió ninguna medida de gracia. ¿Tal vez no quiso colaborar y delatar a sus cómplices? O quizá Cixí no se atrevió a correr ese riesgo.

Ahora bien, tampoco estaba paranoica. La ruta que seguía para ir de un palacio a otro siguió siendo la misma. Un día de nieve, mientras se trasladaba en silla de manos del Palacio de Verano a la ciudad, uno de sus portadores se resbaló y la tiró al suelo. Conscientes de los rumores sobre asesinos, los miembros del séquito sintieron pánico, debido al temor a que aquello fuera parte de un plan. «Mirad si está viva», gritaron las damas aterrorizadas, y su dama de compañía, Der Ling, corrió a su lado. Se encontró a Cixí «allí sentada, tranquila, dando órdenes al eunuco jefe de que no castigara al porteador porque no era culpa suya, sino de las piedras que estaban húmedas y muy resbaladizas»[976](53). No existen pruebas de que Cixí castigara jamás a alguien solo por sospechar que había participado en una trama de asesinato.

Japón, donde tenían su base los asesinos, era el foco de la desconfianza de Cixí. Sus temores se intensificaron a partir de 1905, con la victoria japonesa en la guerra contra Rusia.

Rusia había ocupado partes de Manchuria durante el caos de los bóxers en 1900, aprovechando que las turbas habían agredido a algunos rusos que vivían allí. Según el conde Witte, político y diplomático ruso, «el día en que llegó la noticia de la rebelión a la capital, el ministro de la Guerra, Kuropatkin, vino a verme a mi despacho en el Ministerio de Finanzas. Estaba rebosante de alegría». El ministro le dijo al conde: «Estoy muy contento. Esto nos dará una excusa para apoderarnos de Manchuria». Cuando se firmó el Protocolo Bóxer, las tropas extranjeras se retiraron de China, pero los rusos se negaron a irse de Manchuria, en un paso que el conde Witte llamó «traicionero»[977]. Japón codiciaba desde hacía mucho la zona y declaró la guerra a Rusia. Durante la guerra, librada en territorio chino entre dos potencias extranjeras, Cixí declaró que China era neutral. Era una situación humillante, pero no tenía alternativa. Rezaba para que su imperio sufriera el menor daño posible, en su capilla privada a la que se llegaba por unas escaleras ocultas detrás de su cama[978]. Cuando Japón ganó la guerra, muchos chinos se sintieron eufóricos, como si la victoria de Japón fuera también suya. Un «pequeño» estado asiático había derrotado a una gran potencia europea y así había destrozado la creencia de que los europeos eran superiores a los asiáticos y la raza blanca a la amarilla. Se ensalzó a Japón hasta un punto sin precedentes. Sin embargo, para Cixí, la victoria japonesa solo sirvió para avivar el fantasma de que, con su nueva fuerza y su nueva confianza, Japón volvería pronto su mirada depredadora hacia China. Esta sensación de que se avecinaba una crisis la empujó aún más a transformar el país en una monarquía constitucional, y la decisión definitiva la tomó justo después de la victoria japonesa, en 1905. Tenía la esperanza de que los chinos fueran más patriotas si eran ciudadanos.

Sus aprensiones hacia Japón estaban justificadas. Los japoneses emprendieron una serie de ofensivas diplomáticas para obtener la connivencia de las potencias en sus designios sobre China, y firmó acuerdos con Gran Bretaña, Francia e incluso Rusia. Los representantes japoneses intensificaron su campaña de persuasión en China, entre funcionarios y propietarios y directores de periódicos, tratando de convencerles de que los dos países asiáticos debían formar una «unión». Muchos les dieron una acogida favorable, pese a saber que una unión así estaría dominada por Japón, si no en teoría, sí en la práctica. Los chinos que habían estado en el país vecino estaban impresionados por lo que habían visto: «La limpieza de las calles, el bienestar de la gente, la honradez de los comerciantes y la ética de trabajo del hombre corriente»[979]. Era sabido también entre los diplomáticos europeos que Japón estaba gastándose el equivalente a entre seis y ocho millones de marcos alemanes al año (entre dos y tres millones de taeles) para ganarse a personas que le fueran de utilidad, con «el objetivo último de trasladar al emperador de Japón a Pekín», al menos de forma figurada. Seguros de sí mismos, algunos japoneses se hacían esta pregunta retórica: «¿Por qué no van a poder 50 millones de japoneses hacer lo que han hecho 8 millones de manchúes [a los chinos]?»[980].

Cixí no tenía ningún deseo de permitir que Tokio se apoderase de su imperio. No se hacía ilusiones de que el dominio japonés fuera a convertir China en un lugar mejor. En Corea, que Japón había situado bajo su protección después de derrotar a China entre 1894 y 1895, el poder japonés era brutal. Mientras la prensa china disfrutaba de una libertad sin límites, la prensa coreana estaba sometida a una censura estricta para erradicar cualquier atisbo de sentimiento antijaponés. Un periodista muy crítico que dirigía un diario en lengua coreana cuyos dueños eran británicos, Yang Ki-Tak, fue detenido y confinado en una celda «tan abarrotada que no podía tumbarse, pero con el techo tan bajo que no podía ponerse de pie». Al cabo de unas semanas no era más que un mero esqueleto. El cónsul general británico en Corea, Henry Cockburn, se indignó y fue a protestar ante un alto funcionario japonés. El funcionario se mantuvo impertérrito y le dijo a Cockburn que, si «insistía en hablar sobre un tema tan insignificante y marginal, debía de ser porque le inspiraba un deseo hostil de interponer obstáculos en el camino de Japón». Escandalizado por el incidente y horrorizado al ver que Gran Bretaña no prestaba atención a la brutalidad de los japoneses, Cockburn dimitió y cortó de raíz una carrera prometedora[981].

Cixí no sentía ninguna preferencia automática por los japoneses, por ser de raza amarilla, frente a los europeos blancos. El color de la piel no le importaba y no tenía prejuicios raciales. Entre sus amistades extranjeras se contaban Sarah Conger y Katharine Carl, blancas estadounidenses; Louisa Pierson, que era mitad china y mitad estadounidense; y Uchida Kosai, la esposa del embajador japonés.

Su desconfianza hacia Japón no la empujó a arrojarse en brazos de ninguna otra potencia, como podría haber sucedido. Su Gobierno no quiso tener a ningún asesor extranjero junto al trono, aunque sí contaba con muchos asesores japoneses y occidentales en los Ministerios y las provincias. En 1906, el káiser alemán, Guillermo II, le envió un mensaje a través del embajador chino en Berlín, que regresaba con la oferta de formar «una entente cordiale que garantizaría las partes más importantes de China» en caso de un ataque japonés. Cixí no contestó. Después de haber experimentado la traición de Rusia, no se hacía ilusiones sobre ese tipo de garantías. Y de quien menos se fiaba era del káiser, que, al fin y al cabo, había iniciado la lucha para repartirse China[982]. La propia forma de expresar su preocupación le resultó ofensiva, porque decía que una unión entre Japón y China sería el «peligro amarillo». Poco después, el káiser declararía a un periodista de The New York Times: «El control de China por parte de Japón […] es claramente irreconciliable con la civilización del hombre blanco. Sería [la] peor calamidad […] El futuro pertenece a [la] raza blanca; no pertenece a la amarilla, ni a la negra, ni a la aceitunada. Pertenece [al] hombre rubio»[983](54).

El káiser se sentía perplejo y frustrado ante el silencio total de Cixí. «Ha pasado ya un año. Pero no se ha hecho nada. ¡Tenemos que empezar a trabajar ya! ¡De inmediato! ¡Deprisa! […] Les expliqué hace un año […] Es evidente que para ellos el tiempo no es oro». Y «China va muy despacio. Dejan todo para después y luego vuelven a dejarlo para después»[984]. El káiser trató de incorporar a Estados Unidos a su plan, y ese era el único país en el que Cixí tenía depositada alguna esperanza. A finales de 1907, recibió dos noticias prometedoras. Estados Unidos iba a devolver la parte que quedaba de la indemnización de los bóxers e iba a enviar una gran flota al Pacífico. Al ver la prueba de amistad de los estadounidenses para con China y su clara intención de rivalizar con Japón, Cixí decidió enviar un emisario para explorar la posibilidad de forjar lazos más estrechos y expresar su agradecimiento por la devolución del dinero. El emisario debía visitar después Alemania y otros países europeos. Pero la devolución se retrasó y el emisario tardó un año en emprender el viaje. El hecho de que Cixí no ordenara a su embajador en Washington que hablara de la entente propuesta por el káiser ni despachara a un emisario especial con ese propósito indica que no pensó que fuera una posibilidad real. Estados Unidos no iba a declarar la guerra a Japón en nombre de China; era más probable que sacrificara los intereses de China en favor de los suyos propios[985]. De hecho, no mucho más tarde, los estadounidenses firmaron un acuerdo con Japón, el Acuerdo Root-Takahira, por el que se comprometían a apoyar la presencia japonesa en el sur de Manchuria a cambio de que Japón aceptara la ocupación estadounidense de Hawái y las Filipinas(55).

En el verano de 1907, Japón se anexionó Corea, en la práctica. Obligó al rey coreano a abdicar en favor de su hijo, porque no había sido lo suficientemente obediente con su «asesor» japonés, nada menos que el antiguo primer ministro Ito Hirobumi. Mediante un nuevo acuerdo entre Corea y Japón, se nombró a Ito ministro residente general y se especificó que el rey no podía tomar ninguna decisión sin su permiso. Ito moriría asesinado por un nacionalista coreano dos años después, por haberse «ganado el odio de los nativos con su duro ejercicio del poder»[986], escribió The New York Times en el momento de su muerte. Su encumbramiento como jefe supremo de Corea sirvió para recordar a Cixí que «esta figura tan importante en el ascenso de Japón como potencia mundial» había estado muy cerca de controlar al emperador Guangxu, y que China había corrido peligro de convertirse en otra Corea. Además, ahora que Corea se había convertido a todos los efectos en territorio suyo, Japón había adquirido una frontera terrestre con China que su ejército podía cruzar con facilidad si así lo deseaba.

En estas circunstancias, Cixí hizo un decidido esfuerzo para limpiar su corte de presuntos agentes japoneses. Su principal objetivo fue un oficial del ejército llamado Cen Chunxuan, que había escoltado a la corte durante la huida de Pekín en 1900. Cixí le estaba agradecida y le había permitido tener acceso a ella. Pero después se había descubierto que el oficial Cen, cuyo ejército estaba acuartelado lejos de la capital, había corrido en ayuda de la corte en contra de las órdenes de su superior, y que lo había hecho a instancias de Kang El Zorro Salvaje, con quien se relacionaba a escondidas, para proteger al emperador Guangxu. Cixí se enteró también de que había celebrado reuniones en Shanghái con el colaborador de El Zorro Salvaje, Liang, que había ido especialmente desde Japón, unas reuniones a las que el propio Kang había pensado asistir. Cixí concedió al oficial Cen un «permiso por enfermedad». Además sacó a su mejor amigo, el gran consejero Lin Shaonian, de Pekín y le nombró gobernador de la provincia de Henan[987]. Durante su «permiso» en Shanghái, Cen siguió reuniéndose con destacados políticos japoneses, entre ellos Inukai Tsuyoshi, el futuro primer ministro que dirigiría la invasión de Manchuria en 1931, y que entonces era el mayor partidario de El Zorro Salvaje y de Sun Yat-sen[988].

Cixí reorganizó el Gran Consejo y nombró a tres nuevos consejeros, que estaba segura de que no serían peleles de Japón. Uno era el general Yuan, a quien nombró responsable del Ministerio de Exteriores, pese a que un extranjero decía que tenía «menos aplomo que otros dignatarios chinos»[989]. El general era uno de los mayores admiradores de Japón y ordenó a todos los nuevos funcionarios bajo sus órdenes que viajaran allí tres meses antes de incorporarse a sus puestos. Pero también era firme y astuto al tratar con los japoneses, y siempre había permanecido alerta ante las ambiciones del país vecino respecto a China[990]. Como consecuencia, siempre había sido un incordio para Tokio, y era el personaje al que Kang El Zorro Salvaje más quería asesinar después de Cixí[991](56).

El segundo nuevo gran consejero fue el virrey Zhang, otro admirador de Japón. A pesar de sus devaneos con Japón en 1900, Cixí confiaba en su compromiso con una China independiente y en su fortaleza de carácter, que significaba que no toleraría ser la marioneta de nadie. Además era incorruptible y, por tanto, inmune a los sobornos.

El tercer nuevo gran consejero fue Zaifeng, el hijo de su viejo seguidor el príncipe Chun. En realidad, Cixí estaba preparándole para ser su sucesor. Cuando el Protocolo Bóxer exigió que se enviara a un príncipe chino a la corte alemana para pedir perdón por el asesinato del barón Von Ketteler, se escogió para la tarea a Zaifeng, que tenía 18 años. Manejó bien la difícil misión y mostró una tranquila dignidad al pedir perdón en nombre de China, después de rechazar la exigencia de Berlín de que él y su séquito se postraran ante el káiser, una demanda que Berlín acabó retirando. Tras su vuelta a Pekín, Cixí le organizó un matrimonio arreglado con la hija de Junglu, uno de sus más estrechos colaboradores(57). Mantuvo a Zaifeng lo más al tanto posible de los asuntos exteriores: por ejemplo, lo enviaba siempre que había ocasión a representar al Gobierno en los actos públicos con presencia de extranjeros. Zaifeng conocía el cuerpo diplomático y a los misioneros mejor que la mayoría de los chinos. A los occidentales les agradaba, y se llevaba bien con ellos. Cixí tenía fe en él y creía que no sería colaborador de los japoneses, y él no la decepcionó. Cuando Zaifeng se convirtió en regente, después de que falleciera Cixí y su hijo Puyí fuera proclamado emperador, se resistió a todas las proposiciones japonesas(58). Cuando su hijo fue coronado emperador de Manchukuo, el estado marioneta de los japoneses en Manchuria, Zaifeng no le visitó más que una vez en los 14 años de existencia de la corona. Permaneció allí un mes y se mantuvo alejado de la política (murió en 1951)[992].

Uno de los principales agentes de Japón era el príncipe Su, un vástago de la familia Aisin-Gioro. De unos 40 años por aquel entonces, el príncipe era el noble más japonizado y partidario del emperador Guangxu. En su mansión estableció una escuela para sus hijas y otras mujeres de la familia y llevó a un japonés como maestro. Como el príncipe parecía ser un hombre capaz y liberal, Cixí le nombró jefe de Policía. El asesor de la fuerza policial era un japonés, Kawashima Naniwa, que había demostrado gran eficacia al mantener el orden en la capital durante la ocupación de las tropas extranjeras tras la revuelta de los bóxers. Los dos hombres se hicieron buenos amigos, y Kawashima adoptó años después a una de las hijas del príncipe Su. La joven, criada en Japón, llegó a ser una de las principales espías a favor de Tokio durante la invasión de China en la Segunda Guerra Mundial, y adquirió el apodo de «Joya de Oriente». Después de la guerra murió ejecutada por traición[993].

El príncipe Su quería promover una toma japonesa de China con tanto fanatismo como después lo haría su hija. Por ahora, sin embargo, se mantenía callado. En 1903, Cixí recibió una advertencia sobre lo que realmente pensaba. La revelación se la hizo Qing Kuan, un pintor de la corte (cuya representación panorámica del Palacio de Verano y cuyo cuadro de la boda del emperador Guangxu son hoy dos de los tesoros nacionales de China). Ferozmente devoto de Cixí, el pintor había contribuido de manera fundamental a la captura del asesino Shen Jin. Después escribió a Cixí un mensaje confidencial en el que decía que la detención solo había sido posible porque se había mantenido en secreto a los más íntimos colaboradores del príncipe Su[994]. Cixí interrogó al príncipe, que no pudo más que farfullar de forma poco convincente en su defensa[995]. Le apartó de su puesto de jefe de Policía con el pretexto de que sus deberes se habían vuelto demasiado pesados y mandó vigilarlo estrechamente[996]. Él contó a un hombre de enlace con Kang El Zorro Salvaje que incluso su concubina favorita estaba trabajando para Cixí, y que tenía la sensación de estar permanentemente «sentado en una cama de agujas»[997]

Con el príncipe bajo vigilancia, Cixí volvió a nombrarle, en junio de 1907, responsable del recién creado Ministerio de Servicios Públicos, que englobaba la Policía. La medida era una cortina de humo para engañar a Tokio: como estaba alejando de la corte al oficial Cen y otros, no quería dar a los japoneses la impresión de que las expulsiones tenían que ver con ellos[998]. Mientras tanto, se aseguró de que las riendas de la Policía estuvieran en manos del número dos del príncipe, un hombre en el que sí confiaba[999].

No obstante, la brigada antiincendios de la capital era responsabilidad del mismo Ministerio. El príncipe le dijo a Wang Zhao, un miembro de la conspiración de 1898, que había salido de prisión gracias a la amnistía concedida por Cixí: «He armado a la brigada de incendios y la he entrenado como a un ejército. Cuando llegue el momento del cambio radical, la usaré para invadir los palacios con la excusa de apagar un incendio y restableceremos al emperador en el trono». Wang Zhao se mostró totalmente de acuerdo. «En cuanto tengamos la información de que la emperatriz viuda está enferma y postrada en cama, Vuestra Alteza podrá llevar a la brigada antiincendios al Palacio del Mar y proteger al emperador, trasladarle al salón más grandioso de la Ciudad Prohibida e instalarle en el trono. Entonces podremos llamar a los nobles para que vayan a ponerse a sus órdenes. ¿Quién se atreverá a desobedecer?»[1000](59).

El Palacio de Verano estaba demasiado lejos de la ciudad para que la brigada de bomberos del príncipe Su llegara a él. Así que, al parecer, se preparó otro plan para él. El Gobierno japonés ofreció a la emperatriz viuda un regalo, un barco de vapor, construido a medida para el lago de Kunming. Era un regalo que Cixí no podía rehusar. Así que se dejó entrar a unos ingenieros japoneses en el Palacio de Verano, donde llevaron a cabo un examen exhaustivo del lago y el canal que lo unía con la ciudad y anotaron exactamente la anchura de los cauces, la profundidad y la mejor forma de maniobrar en ellos. Inspeccionaron las demás embarcaciones de Cixí para asegurarse de que el suyo fuera mejor. El barco se construyó en Japón y se envió al Palacio de Verano junto con más de 60 técnicos japoneses encargados de ensamblarlo en el muelle, que se dedicaban a pasear por el complejo y echar un vistazo a las villas. Por fin, a finales de mayo de 1908, el barco fue completado y presentado a la emperatriz, junto con su tripulación japonesa. Le pidieron que lo bautizara, y lo llamó Yong-he, «Paz eterna». La ceremonia inaugural se celebró en el Palacio de Verano y a ella asistieron autoridades de los dos países, pero no lo hicieron ni Cixí ni el emperador Guangxu. Por fin se fueron los últimos ingenieros y tripulantes japoneses. No existen pruebas de que Cixí llegara a utilizar el «regalo» jamás.

Un secretario del Gran Consejo expresó consternación en su diario. «La seguridad de las residencias imperiales es un asunto grave —escribió—, y ni siquiera los funcionarios normales pueden entrar en el recinto. Y, sin embargo, estos extranjeros se pasean día y noche por allí. No está bien. He oído decir también que los japoneses son aficionados a beber y gritar. Me pregunto qué sucederá si irrumpen en lugares prohibidos por la fuerza»[1001]. Era imposible que Cixí no compartiera los recelos del secretario. El barco de vapor (cuyo aspecto, en realidad, se parecía al de un barco de guerra) era un caballo de Troya en su palacio y podía servir para llegar hasta el emperador Guangxu, cuya villa estaba al borde del lago[1002].

El caballo de Troya entró en el Palacio de Verano justo cuando Cixí empezaba a enfermar. Su fuerte constitución la había sostenido mucho tiempo, y en una visita a la primera granja experimental moderna del país, en mayo, caminó varios kilómetros, mientras que al emperador Guangxu lo llevaron en silla dos porteadores[1003]. Pero desde principios de julio le empezó a costar mucho llevar a cabo su trabajo, porque se sentía febril y mareada todo el tiempo y tenía un ruido metálico en los oídos[1004].

Cixí recibió además noticias preocupantes de su virrey en Manchuria sobre unos problemas en la frontera con Corea, que estaba en poder de Japón. Los japoneses estaban construyendo embarcaderos en el lado coreano del río y una línea de ferrocarril hasta la orilla. Incluso habían construido un puente, que llegó hasta la mitad del río, pero que tuvieron que desmantelar debido a las enérgicas protestas de Pekín[1005]. Mientras ocurría todo esto, el embajador japonés en Pekín entregó una nota diplomática en la que amenazaba con que sus fuerzas iban a cruzar la frontera para atacar a una banda coreana antijaponesa que estaba causándoles problemas. Da la impresión de que Tokio estaba dispuesto a utilizar cualquier excusa para enviar tropas, como plan de apoyo a lo que pudiera suceder en los palacios[1006].

El 18 de julio, el teniente general Fukushima Yasumasa, legendario agente de la inteligencia militar de Japón, llegó a China y se fue directamente a la provincia de Hunan a visitar al oficial Cen, al que Cixí había nombrado gobernador[1007]. Quizá empujada por un presentimiento, Cixí dijo al general Yuan y al virrey Zhang que inspeccionaran los archivos confiscados que contenían la correspondencia de Kang El Zorro Salvaje y sus socios. Era una orden lo bastante peculiar como para que un secretario del Gran Consejo la anotara en su diario con sorpresa. Normalmente, Cixí tenía cuidado de no hacer cosas que pudieran incriminar a quienes estaban relacionados con sus adversarios políticos; pero ahora parecía sentir la necesidad de averiguar si había más casos como el del oficial Cen sin revelar[1008].

En medio de esta tensión angustiosa, el 24 de julio, se celebró el trigésimo séptimo cumpleaños del emperador Guangxu. Cixí escogió para la ocasión una ópera que trataba sobre la muerte de un rey, Liu Bei, en el año 223 d. C. Cixí, que adoraba esta ópera concreta, había ordenado que todos los trajes y los decorados se hicieran en el color del luto, el blanco. En el escenario, los intérpretes llevaban brocados blancos, con el dibujo del dragón bordado en hilo negro sobre la túnica del rey. Las corazas y las banderas también eran de un blanco brillante. En general, el blanco era un color tabú en un cumpleaños imperial: los cortesanos ni siquiera podían llevar túnicas con mangas en las que se viera un forro blanco, para ahuyentar la mala suerte. Pero Cixí quería que su hijo adoptivo tuviera mala suerte. Su muerte era lo único capaz de detener las maquinaciones japonesas para convertirlo en su marioneta[1009].