La revolución de Cixí (1902-1908)
Cixí llevó a cabo su revolución a lo largo de siete años trascendentales: desde su regreso a Pekín a principios de 1902 hasta su muerte a finales de 1908. Fue una época caracterizada por cambios históricos, durante la que China cruzó decididamente el umbral de la modernidad. Esa modernización permitió que los ingresos anuales del país ascendieran a más del doble en este periodo, de algo más de 100 millones de taeles a 235 millones[877]. Y a medida que crecieron los ingresos, fue posible financiar nuevas olas modernizadoras. Las reformas de esos años fueron radicales, progresistas y humanitarias, diseñadas para mejorar las vidas de la gente y erradicar la brutalidad medieval. Bajo su prudente administración, la sociedad china se transformó por completo a mejor, de forma meditada y no sangrienta, conservando las raíces y con un mínimo trauma.
Uno de los primeros decretos revolucionarios de Cixí, proclamado el 1 de febrero de 1902, anunció el levantamiento de la prohibición de los matrimonios entre han y manchúes, una prohibición tan antigua como la propia dinastía Qing. En una sociedad centrada en la familia, la prohibición había hecho que hubiera escasa relación social entre los dos grupos étnicos. Aunque hubiera funcionarios de uno y otro grupo que tenían estrecha relación como colegas, sus familias no tenían apenas ocasión de conocerse. La doctora Headland, la médico estadounidense, describió una ocasión en la que dos princesas manchúes y la nieta de un gran consejero han se encontraron en casa de ella. Durante un rato, intentar que conversaran fue «como intentar mezclar agua y aceite»[878]. Desde ese momento, la segregación entre manchúes y han iba a desaparecer.
Ese mismo decreto exigía a los han que abandonaran la tradición de vendar los pies y subrayaba que la costumbre «daña a criaturas y va en contra de las intenciones de la naturaleza», un argumento que apelaba a la convicción muy arraigada de que había que respetar la creación natural. Consciente de lo tenaz que era una costumbre implantada durante mil años, y en previsión de una resistencia que pudiera desembocar en choques violentos, Cixí abordó la puesta en práctica de su orden con su característica cautela. Pidió a los líderes locales que dieran a conocer su mensaje a todos los hogares y utilizaran el ejemplo y la persuasión para convencer a las familias, y prohibió de forma explícita y enfática el uso de la coacción brutal. El estilo de Cixí no consistía en imponer cambios drásticos, sino en introducirlos de manera gradual a base de perseverancia. Cuando su amiga estadounidense Sarah Conger le preguntó si su edicto iba a tener consecuencias inmediatas en el imperio, Cixí respondió: «No; los chinos se mueven despacio. Nuestras costumbres están tan asentadas que se tarda mucho tiempo en cambiarlas»[879]. La emperatriz estaba dispuesta a esperar. Su énfasis en que el cambio fuera gradual contribuyó a que a muchas niñas (incluida la abuela de la autora de este libro) todavía siguieran rompiéndoles los pies una década después. Pero esa fue la última generación sometida a este sufrimiento[880].
También mediante la persuasión y el estímulo, en lugar de la fuerza, Cixí empezó a sacar a las mujeres de sus hogares y a liberarlas de la separación de los hombres, que era una tradición confuciana fundamental. Las mujeres empezaron a aparecer en público, a ir al teatro y al cine y a disfrutar de placeres con los que ni habían soñado. En especial, promovió una educación moderna para las mujeres e instó repetidamente a virreyes, altos funcionarios y aristócratas a que tomaran la iniciativa y establecieran y financiaran escuelas para niñas. Ella dio ejemplo fundando la Escuela para Mujeres Aristócratas, para cuya dirección nombró a su hija adoptiva, la princesa imperial. Otro plan suyo fue abrir un instituto de educación superior para mujeres y, como incentivo para las solicitantes, se anunció que cada graduada tendría el honor de denominarse «pupila personal de la emperatriz viuda». En 1905, la patrocinadora de una escuela para niñas, madame Huixing, se inmoló (una forma tradicional y no infrecuente de llamar la atención sobre una causa) en un intento de obtener fondos regulares para el centro. La floreciente prensa de la época la convirtió en heroína nacional. Hombres y mujeres se unieron en sus exequias y se escribió una Ópera de Pekín sobre su historia. Cixí mostró su apoyo público al escoger un reparto lleno de estrellas para representarla en el Palacio de Verano. Y escogió también otra obra que fue representada en esa misma ocasión, Las mujeres pueden ser patriotas, dirigida a despertar la conciencia política femenina. En la primavera de 1907 se decretó una Normativa para la Educación de las Mujeres, que hizo oficial la orden de que las mujeres recibieran formación[881].
Un gran defensor de la educación de las mujeres fue el virrey Duanfang, que había impresionado a Cixí con sus ideas reformistas y su capacidad durante el exilio en Xian, donde era gobernador. Ascendido a puestos clave en el valle del Yangtsé, la nueva estrella política fue responsable de muchos proyectos modernizadores, entre ellos la primera guardería de China[882]. Fue él quien envió a las primeras mujeres estudiantes del país al extranjero, en 1905. Las jóvenes fueron primero a Japón, a formarse como profesoras, y después a Estados Unidos. Una de las adolescentes que obtuvieron becas del Gobierno para Wellesley College, en Massachusetts, fue una tal Song Qinglin (Qingling), más tarde conocida como madame Sun Yat-sen y, más tarde todavía, como presidenta de honor de la China comunista. Con ella estaba su hermana menor, Meiling, entonces una niña, que posteriormente estudió también en Wellesley y se convirtió en madame Chiang Kai-shek, primera dama de la China nacionalista[883].
Muchas de las que serían mujeres destacadas en el futuro se beneficiaron de las oportunidades creadas por Cixí. Una de ellas fue la primera directora de un gran periódico, el Ta Kung Pao, en 1904; desde su puesto atrajo a equipos de hombres jóvenes que la adoraban[884]. Las nuevas intelectuales pusieron en marcha alrededor de 30 publicaciones para promover la liberación de la mujer[885], una de los cuales, el Diario para la mujer, fue en su momento, por lo visto, el único periódico femenino del mundo (si bien no tuvo una vida muy larga)[886].
En la primera década del siglo XX, la expresión «derechos de la mujer» —nü-quan— estaba de moda en China. Un influyente folleto proclamaba ya en 1903: «El siglo XX será la era de la revolución por los derechos de la mujer»[887]. En una civilización que había tratado a las mujeres con una crueldad inigualable, su emancipación había comenzado.
Otro elemento clave de la sociedad china, el sistema educativo tradicional por el que se seleccionaba a la clase dirigente del imperio, se eliminó. Este obstáculo para la modernización —y para el pensamiento chino en general— era una prioridad de Cixí desde hacía años, y durante ese tiempo había instaurado poco a poco un sistema educativo alternativo y otras vías para hacer carrera, tanto en la administración como en los sectores privados. De modo que, cuando llegó el momento del empujón final, en 1905, el gigantesco pilar que había sostenido la infraestructura política de China durante más de mil años se derrumbó con extraordinaria facilidad. El nuevo sistema educativo estaba basado en modelos occidentales y en él se introdujeron numerosas materias, aunque los clásicos chinos siguieron formando parte del programa. Ese año, después de visitar una de las nuevas escuelas, con maestros que hablaban inglés y alumnos uniformados en aulas al estilo europeo, con biblioteca y sala de deportes, Sarah Conger reflexionó con asombro: «¿Cuál será el futuro de China cuando estos cientos y cientos de jóvenes formados salgan de estas escuelas para ser el fermento de su inmensa población?»[888]. Tres años más tarde, las escuelas, quizá no todas tan bien equipadas, se contaban por decenas de miles[889].
Los jóvenes que estudiaban en el extranjero recibían becas o incentivos, como la promesa de trabajos apetecibles cuando volvieran con unas notas satisfactorias. Al principio, muchos se resistían a irse, sobre todo los hijos de las familias poderosas, a los que la vida sin un regimiento de criados les parecía inimaginable. Pero se dijo que cualquiera que aspirase a ser funcionario tenía que irse, si no a estudiar, al menos a viajar, y en 1903 se convirtió en obligatorio estar en el extranjero al menos varios meses para aspirar a futuros puestos. Un edicto de Cixí ordenó también a los funcionarios ya en activo que salieran a otros países, algo, decía, que tenía «solo ventajas y ningún inconveniente»[890]. El número de estudiantes en el extranjero se disparó. Solo en Japón, en los primeros años del siglo, se calculó que había casi 10.000[891].
Con la nueva educación y las nuevas ideas, los jóvenes han empezaron a cuestionar y rechazar el poder manchú, y sus publicaciones se llenaron de protestas de este tipo: «¡Los manchúes son extranjeros que invadieron China y nos han dominado durante 260 años! ¡Nos conquistaron con matanzas y nos trajeron desastres por los que hemos tenido que pagar el precio! Nos obligan a llevar “colas de caballo” y nos convierten en objeto de burla en Londres y Tokio». Tras la lista de agravios, llegaba el inevitable grito de guerra: «¡Expulsemos a los manchúes! ¡China para los chinos han!». En 1903, un devastador ensayo antimanchú, El ejército revolucionario, escrito por un tal Zou Rong, apareció en un periódico de Shanghái. El artículo, que llamaba a Cixí «prostituta», defendía con vehemencia la necesidad de derrocar al gobierno manchú. «Expulsemos a todos los manchúes que viven en China, o matémoslos para vengarnos», exclamaba; «¡Matemos al emperador manchú!». El texto enfureció a los nobles manchúes, incluso a los reformistas más liberales, y seguramente a la propia Cixí. Según el código legal Qing, esos llamamientos equivalían a alta traición y el castigo era una muerte horripilante. Hasta el virrey Duanfang, devoto reformista, que era manchú, quería que se «extraditara» al autor desde Shanghái (que, al ser un Puerto del Tratado, se regía por leyes occidentales) y se le condenara a cadena perpetua, o incluso a muerte. Shanghái denegó la petición y Zou compareció allí mismo ante un jurado en su mayoría occidental, en el que el Gobierno chino estaba representado por un abogado. Juzgado con arreglo a una ley occidental relativa a la sedición de palabra y no de obra, el autor fue condenado a mediados de 1904 a dos años de cárcel y trabajos forzados en una cárcel de estilo occidental. El periódico fue prohibido[892].
Esta cause célèbre fue una lección para todos. Los escritores extremistas sintieron la necesidad de suavizar su lenguaje. La prisión de Shanghái, aunque no era un antro como la mayoría de las cárceles chinas, no era un lugar agradable, y Zou, con mala salud e incapaz de dormir, murió antes de un año. A Cixí, el caso le dio mucho sobre lo que reflexionar. Se enfrentaba a un nuevo reto: qué hacer ante expresiones hasta entonces impensables, casi blasfemias, en una prensa que crecía a toda velocidad. Declararlas traición y afrontarlas según las viejas leyes sería dar marcha atrás, y rechazó la posibilidad. Se negó a hacer caso a quienes aconsejaban la represión o recomendaban dejar de enviar estudiantes al extranjero, donde aprendían todo tipo de herejías. En lugar de eso, decidió regular la prensa mediante leyes y normas basadas en los modelos de Occidente y Japón, e introducirlas de forma gradual[893]. Como consecuencia, el nuevo siglo presenció una explosión de periódicos y revistas en lengua china. Surgieron cientos de títulos en más de 60 lugares de todo el imperio. Cualquiera podía poner en marcha un periódico, si tenía dinero para hacerlo, y nadie podía callarle[894]. El general Yuan, virrey de Zhili, cuya capital era Tianjín, fue objeto de despiadados ataques del periódico más influyente de allí, el Ta Kung Pao, y, por más que le repugnaran, no pudo hacer nada para impedirlo. Lo único que pudo hacer fue ordenar a los empleados del Gobierno que no lo compraran y a la oficina de correos que no lo distribuyera. Ambas medidas fracasaron y no sirvieron más que para aumentar la circulación del diario[895]. La tolerancia de Cixí ante las críticas a su Gobierno —y a ella misma— y su deseo de permitir la diversidad de opiniones no habían tenido equivalente en ninguno de sus predecesores ni, seguramente, lo tendrían en sus sucesores.
Además de la implantación de unas libertades impensables, Cixí empezó a revolucionar el sistema legal chino. En mayo de 1902, decretó una revisión general de «todas las leyes existentes […] con referencia a las leyes de otras naciones […] para garantizar que las leyes chinas sean compatibles con las de otros países»[896]. Con un equipo legal dirigido por una mente extraordinaria, Shen Jiaben, que poseía un conocimiento exhaustivo de las leyes tradicionales y había estudiado varios códigos legales de Occidente, en el curso de un decenio se creó una estructura legal totalmente nueva, basada en modelos occidentales, que incluía toda una serie de leyes comerciales, civiles y penales y procedimientos judiciales. Cixí aprobó las recomendaciones del equipo y decretó personalmente muchos cambios históricos. El 24 de abril de 1905 se abolió la tristemente famosa «muerte de los mil cortes», con una explicación de Cixí en la que, en tono algo defensivo, decía que esa espantosa forma de ejecución no era una práctica de origen manchú[897]. En otro decreto se prohibió la tortura durante los interrogatorios. Hasta entonces, todo el mundo consideraba que era indispensable para obtener confesiones; ahora se decidió que era «permisible usarla solo con aquellos sobre los que había suficientes pruebas para declararlos culpables y condenarlos a muerte, pero que siguieran sin reconocer su culpabilidad». Cixí hizo hincapié en su «odio» hacia quienes tenían propensión a torturar y advirtió que serían severamente castigados si no respetaban las nuevas limitaciones. Las cárceles y los centros de detención debían funcionar con arreglo a criterios humanitarios; no se toleraría el maltrato a los presos[898]. Se establecerían facultades de leyes en la capital y las provincias, y los estudios de Derecho formarían parte de la educación general. Bajo su mandato empezó a construirse un marco legal.
Otra innovación cuya trascendencia no era tan visible fue que el comercio se volvió respetable. Pese a la paradoja de que a los chinos les gustaba ganar dinero, la cultura tradicional hacía gala de cierta repugnancia por el comercio y lo colocaba en el último lugar de la jerarquía de las profesiones (el orden, por prestigio, era eruditos y funcionarios, campesinos, artesanos y comerciantes). En 1903, por primera vez en la historia, China creó un Ministerio de Comercio[899]. Varios decretos imperiales ofrecieron incentivos minuciosamente definidos para que los aspirantes a hombres de negocios «formaran empresas», y a los gobiernos locales se les ordenó que concedieran su inscripción «al instante, sin un momento de retraso». Uno de dichos incentivos era: «Quienes reúnan acciones por valor de 50 millones de yuanes serán nombrados asesores de primer grado del Ministerio, con categoría de funcionarios de primer grado, y se les concederá la medalla de oro especial del doble dragón imperial, y sus descendientes masculinos heredarán un puesto de asesores de tercer grado en el Ministerio durante tres generaciones»[900]. Además había estímulos para que los comerciantes asistieran a exposiciones en el extranjero e identificaran nuevos productos para la exportación[901].
Entre otras muchas novedades, estuvo la creación del banco estatal en 1905, seguida del nacimiento de una moneda nacional, el yuan. El sistema sigue hoy en uso. La gran arteria norte-sur, el ferrocarril Pekín-Wuhán, se completó en 1906. Existía un embrión de red de ferrocarriles. El ejército y la Armada adquirieron nuevos cuarteles generales, dos grandiosos edificios de estilo europeo con rasgos orientales. Diseñados por un arquitecto chino, son dos de los edificios más interesantes de Pekín. Se dice que pagó la factura la propia Cixí. Quizá era su penitencia por haber cogido dinero de la Armada en el pasado[902].
A medida que los chinos adoptaban nuevas formas de vida, el viejo hábito de los fumaderos de opio empezó por fin a decaer. Había pasado medio siglo desde que el país se vio obligado a legalizar la droga, y gran parte de la población —los cálculos oficiales hablaban de «casi el 30 o 40 por ciento»[903]— la consumía. La imagen estereotípica de los chinos en Occidente era la de los rostros sucios y despreciables en los antros del opio: un retrato muy injusto, teniendo en cuenta cuál había sido el origen de su adicción. Los ciudadanos inquietos por la situación de su país llevaban tiempo proponiendo la prohibición, igual que los misioneros occidentales. El opio extranjero que llegaba importado a China se producía sobre todo en la India británica y partía solo de puertos británicos. La opinión pública, en todo el mundo, era abrumadoramente favorable a prohibir el tráfico. A mediados de 1906, el Parlamento británico debatió el problema y la actitud del país entusiasmó de tal forma al embajador chino en Londres que se apresuró a escribir a sus superiores: «Si demostramos que nos tomamos en serio la prohibición, estoy seguro de que Gran Bretaña nos apoyará y colaborará con nosotros»[904]. Cixí aprovechó la oportunidad y anunció su intención de erradicar la producción y el consumo de opio de China en el plazo de diez años. En el decreto expresaba su repugnancia por la droga y describía los daños que causaba a la población. Se elaboró un plan detallado de diez puntos para hacer posible que todas las personas del imperio menores de 60 años dejaran de consumir[905]. (Se consideró que los mayores de 60 no tenían la fuerza física necesaria para soportar el extenuante proceso). La repercusión del edicto «en la nación», escribió H. B. Morse, que se encontraba entonces en China, «fue eléctrica». Los agricultores interrumpieron el cultivo con escasa resistencia. «Millones de fumadores abandonaron el hábito; fumar en público se quedó pasado de moda; y se presionó a los jóvenes para que no adquirieran la costumbre. Muchos millones siguieron fumando, por supuesto, pero hoy está creciendo una generación de chinos en la que pocos se han aficionado»[906].
Se pidió a Gran Bretaña que acabara con el comercio de opio. Y el Gobierno británico reaccionó al instante. En línea con el programa de diez años de Cixí, aceptó restringir las exportaciones de opio de India en una décima parte cada año. Tanto Gran Bretaña como China pensaron que este era un «gran movimiento moral» y se mostraron dispuestas a soportar una pérdida considerable de ingresos. Al cumplirse los diez años, la erradicación del consumo y producción de opio en China había progresado de manera asombrosa y las exportaciones británicas de opio se habían interrumpido del todo[907].
Los grandes cambios se sucedían como olas en el océano. Los chinos que no vivían en los Puertos del Tratado experimentaron muchas cosas por primera vez en sus vidas: la primera iluminación de las calles, el primer sistema de agua corriente, el primer teléfono, las primeras facultades de Medicina occidental (a una de las cuales Cixí donó 10.000 taeles), el primer acontecimiento deportivo, los primeros museos, los primeros cines, el primer zoo y parque público (un antiguo parque real de Pekín) y la primera granja experimental del Gobierno. Muchos leyeron sus primeros periódicos y revistas, y adquirieron la agradable costumbre de leer el diario.
La propia Cixí experimentó varios «primeros» fenómenos. Un día, en 1903, preguntó a Louisa Pierson si sus hijas sabían hacer una fotografía, porque «permitir entrar a un hombre fotógrafo en el palacio» podía causar una auténtica tempestad. Louisa respondió que uno de sus hijos, Xunling, había estudiado fotografía en el extranjero y había vuelto de Europa con un buen equipo, y quizá él podía sacar varias fotografías a Su Majestad. A pesar de ser hombre, Xunling era hijo de Louisa y se le podía tratar como si fuera «de la familia». Fue el único fotógrafo que sacó fotos a Cixí[908].
Más tarde, el pintor estadounidense de origen holandés Hubert Vos afirmó que había fotografiado a Cixí, además de pintar su retrato, y se suele pensar que es verdad. Pero no existe ninguna prueba documental que apoye esta historia llena de vaguedades. Y tampoco parece probable, dado que era un hombre adulto y extranjero[909]. Ni siquiera Robert Hart, que servía a la emperatriz viuda desde hacía decenios, tuvo más que unas cuantas reuniones formales con ella, la más larga de veinte minutos, en 1902. Fue una ocasión memorable y Hart escribió:
La anciana habló con una voz dulce y femenina, y se mostró muy elogiosa: dije que había otros listos para ocupar mi lugar, pero ella replicó que me quería a mí. Entre otras cosas, se refirió a la coronación [del rey Eduardo VII] y dijo que deseaba toda la felicidad para Su Majestad. A propósito de los viajes por ferrocarril, se rio y dijo que empezaba a pensar que ¡incluso le gustaría un viaje por el extranjero![910]
Con su amor a los viajes y su intensa curiosidad, a Cixí le habría encantado ese viaje por el extranjero. Pero nunca se tomó la idea en serio, porque le parecía imposible. Del mismo modo que, a pesar de ser la máxima autoridad del imperio, nunca puso el pie en la sección delantera de la Ciudad Prohibida ni entró en el palacio por su puerta principal. No quería desafiar unas tradiciones tan controvertidas solo por satisfacer sus propios deseos. Aunque es muy probable que Cixí hubiera preferido tener libertad para relacionarse con los hombres y no le habría importado en absoluto que un hombre extranjero la pintara o la fotografiara, lo normal era que no lo hiciera(51). Su contención y su buen criterio eran dos cualidades esenciales que le permitieron transformar el imperio y gobernarlo. Su buen juicio sobre lo que debía cambiarse —y cuándo y cómo había que hacerlo— fue crucial para entender por qué hubo tan pocas turbulencias durante su revolución.
Cuando llegó Xunling a hacer las fotografías de Cixí, al principio tuvo que trabajar de rodillas, porque todos tenían que arrodillarse en presencia de la emperatriz viuda. Pero en esa posición no llegaba a la cámara, que estaba colocada sobre el trípode. Lianying, el eunuco jefe, le llevó un taburete para que se pusiera sobre él, pero le era difícil guardar el equilibrio al tiempo que manejaba la cámara. Entonces Cixí dijo: «Muy bien, queda eximido de arrodillarse mientras hace las fotografías».
En las fotos, Cixí, que tenía ya sesenta y muchos años, los aparenta. Unas imágenes tan realistas no le habrían gustado, así que, antes de enseñárselas, las retocaron, una práctica habitual en aquellos tiempos. Le suavizaron el rostro, le borraron las arrugas y le alisaron las bolsas bajo los ojos. Le quitaron muchos años y dejaron imágenes de una mujer bella en la flor de la edad. El lifting es inconfundible cuando se comparan las copias de la colección personal de Xunling (hoy en la Freer Gallery de Washington D. C.), que no se retocaron, con las de las mismas fotografías presentes en los archivos de la Ciudad Prohibida.
Las imágenes retocadas no eran las que sus espejos le devolvían desde hacía algún tiempo. Cixí se entusiasmó al verlas y se lanzó a un frenesí fotográfico. Posó en diversas posturas; en una, poniéndose una flor en el pelo, como una joven coqueta. Se cambiaba de ropa, joyas y escenarios, y mandó construir complicados decorados, como si fuera a subir a un escenario. Siempre había querido actuar en una ópera, y los cortesanos la veían cantando y bailando en los terrenos del palacio cuando creía que no la veía nadie. Ahora, vestida de Guan Yin, la Diosa de la Misericordia, mandó que se ataviara a las damas y los eunucos de la corte con los trajes de los personajes relacionados con la diosa, y posó con ellos ante los decorados. Después mandó ampliar sus fotografías favoritas a tamaños de hasta 75 por 60 centímetros, colorearlas y enmarcarlas con gusto y colgarlas en las paredes del palacio, para disfrutar de su aspecto joven y más atractivo que tanto le entusiasmaba[911].
Tiempo después regaló alguna de las fotos enmarcadas a los jefes de Estado que le escribieron para felicitarla por su septuagésimo cumpleaños en 1904. Las fotos llegaron a las legaciones con gran solemnidad[912]. Los periódicos de Estados Unidos comentaron: «La foto hace que aparente 40 años en lugar de 70»[913].
Los retoques, las ampliaciones y los enmarcados los hizo el estudio fotográfico más antiguo y famoso de Pekín, propiedad de un tal Ren Jingfeng, que había estudiado fotografía en Japón[914]. Pronto recibió una invitación para acudir a la corte, donde le pusieron en contacto con el gran actor de la Ópera de Pekín Tan Xinpei, miembro del Departamento de Música. La mayor fan del actor era la emperatriz viuda, que no solo le recompensaba con generosidad sino que le permitía cobrar sustanciosos honorarios cuando actuaba fuera de la corte. Ahora, Ren dirigió a Tan en el primer film chino, La Montaña de Dingjun, que mostraba un episodio de una Ópera de Pekín del mismo título[915]. Era 1905, y se puede decir que Cixí fue la primera «productora ejecutiva» de cine de China[916].
El film se rodó a pesar de un accidente que se había producido. Los británicos habían regalado a Cixí un proyector y varias películas mudas el año anterior, por su cumpleaños. En la primera proyección, después de que pasaran tres rollos, el motor explotó[917]. Parece que a Cixí no le gustaba demasiado el cine. Tenía un atractivo limitado para ella, porque no había sonido, lo cual quería decir que no había música. Sin embargo, Ren y otros siguieron haciendo películas, y las salas de exhibición, que mostraban sus obras y películas extranjeras, entre ellas cortos policiacos, florecieron y se extendieron al vasto interior del país.
La noticia de que Cixí se había hecho fotografías con eunucos disfrazados de personajes, en una época en la que ninguna mujer podía subir al escenario y divertirse con los eunucos se consideraba «inapropiada» y llegó pronto a sus enemigos, que aprovecharon la oportunidad para intentar dañar su reputación. Desde finales de 1904 hasta finales de 1905, Shi-bao, un periódico creado por Kang El Zorro Salvaje (cuyo principal colaborador era su mano derecha, Liang, que escribía desde Japón) publicó anuncios diarios de venta de fotografías de Cixí. Los anuncios, en nombre de la casa editorial hermana del periódico, propiedad del japonés Takano Bunjiro[918], destacaban el hecho de que la emperatriz estaba vestida con trajes teatrales y «sentada al lado» de sus dos eunucos favoritos, uno de ellos Lianying[919]. El propósito era provocar la repulsión del público. Además, las copias de las fotos se ofrecían a unos precios increíblemente bajos y con la indicación de que estaban rebajadas, para extremar el insulto.
Cixí no hizo nada sobre los anuncios ni contra la editorial, que tenía una oficina en Pekín, a tiro de piedra de la Ciudad Prohibida, y otra en Shanghái. Por el contrario, devolvió la pelota a sus enemigos al ofrecer una foto suya con Lianying como regalo a un diplomático japonés[920].
Da la impresión de que los anuncios no tuvieron ninguna repercusión. Cixí gozaba de una popularidad considerable. Pearl Buck, la premio Nobel de Literatura, vivía entonces en China, entre campesinos y otra gente normal y corriente (sus padres eran misioneros), y observaba cómo «la querían»[921]. Cixí había decretado que no hubiera celebraciones para conmemorar su septuagésimo cumpleaños. Aun así, muchos lo celebraron. En Pekín, ante la Puerta de Qianmen, numerosos faroles de distintos colores y formas iluminaron toda la zona, y atrajeron a muchedumbres de espectadores y personas de fiesta[922]. En Shanghái, Sarah Conger escribió:
Mientras circulábamos por las calles en la concesión extranjera de Shanghái, vimos muchas decoraciones preciosas en honor del cumpleaños de Su Majestad. Las tiendas chinas relucían de colores brillantes; incluso ondeaba la bandera china, algo muy poco habitual, porque la bandera, en China, solo se utiliza con fines oficiales. No había visto nunca una ruptura así de las viejas costumbres […] Miles de bellos faroles, en sus variedades casi infinitas, añadían brillantez a todos los demás adornos. El chino estaba proclamando su lealtad a China y sus gobernantes de tal forma que el extranjero pudiera entender esa lealtad[923].
A pesar de las drásticas reformas que estaban barriendo China, Cixí introdujo muy pocas en la corte. Se relajaron las reglas para los eunucos, a los que se permitió visitar bares y teatros fuera del palacio. Pero su existencia, que se remontaba a la época medieval, persistió, y también persistió, por tanto, la castración de los niños con ese propósito. Hubo un momento en el que Cixí decidió abolir la costumbre, pero los eunucos reaccionaron con una campaña de llanto para convencerla de que cambiara de opinión, y anuló la medida[924]. En general, la corte siguió respetando las viejas normas, la rígida etiqueta y la formalidad. Los trajes obligatorios para distintas ocasiones siguieron siendo sacrosantos. Al llegar a un acto de la corte reunida, Cixí captaba de un vistazo todos los detalles de la ropa que llevaban los asistentes y corregía cualquier error. En su presencia, la gente siguió estando de pie, e incluso de rodillas. En la única ocasión en que cenó con las damas del cuerpo diplomático, las extranjeras y ella permanecieron sentadas, pero las princesas chinas estuvieron de pie. Durante el banquete, Sarah Conger preguntó si no podían sentarse las princesas también. Cixí se sintió obligada a volverse hacia ellas y, con un gesto de la mano, les dijo que se sentaran. Fue la única vez que unas personas chinas (salvo el emperador) se sentaron a comer con ella. Pero la verdad es que no comieron. Un testigo presencial observó: «Se sentaron en actitud tímida e incómoda, en el borde de la silla, pero no se atrevieron a tocar nada de la comida»[925]. Durante la cena, el embajador chino en Gran Bretaña le sirvió de intérprete y lo hizo arrodillado[926].
Cixí era especialmente estricta al exigir que los oficiales respetaran la etiqueta. Cada vez que iba de un palacio a otro, los oficiales designados tenían que arrodillarse en los lugares de llegada y de partida para recibirla o despedirla, incluso bajo la lluvia. Un día, se vio que el agua de lluvia que goteaba de un hombre arrodillado era de color rojo y verde, y resultó que el funcionario era demasiado pobre para tener una túnica formal de tela y se había tenido que poner una de papel pintado[927]. Otra vez, después de hacer regalos a un gran grupo de funcionarios, ellos se reunieron y aguardaron para darle las gracias poniéndose de rodillas. Debido a lo numerosos que eran, tuvieron que llevar a cabo el ritual en el patio, donde caía una fuerte lluvia. Esperaron más de una hora, mientras Cixí contemplaba la lluvia desde detrás de una cortina. Cuando la lluvia paró, ordenó que se ejecutara el rito, y los funcionarios tuvieron que arrodillarse sobre el suelo húmedo y lleno de barro[928].
La obligación de arrodillarse era una molestia para todo el mundo. A los nobles les resultaba insoportable si las audiencias se prolongaban. Los eunucos tenían unas rodilleras cosidas de forma permanente en sus pantalones, porque tenían que caer de rodillas cada vez que Cixí les dirigía la palabra, estuvieran donde estuvieran, aunque fuera en suelos de piedra o rocas. La artritis de rodilla era un problema común entre ellos.
Cixí comprendía que estar de rodillas era doloroso y solía acortar el tiempo que tenía que pasar la gente así. Una vez, en beneficio de Katharine Carl, se llamó a varios pintores de la corte para que dibujaran crisantemos en el campo. Como la emperatriz viuda estaba mirando, los pintores tenían que estar de rodillas mientras dibujaban. Su incomodidad era visible, y les dijo que cogieran unas cuantas flores y se fueran a dibujarlas a casa[929]. En una recepción que ofreció, se suponía que el funcionario del Ministerio de Exteriores que iba presentando a los diplomáticos, Wu Tingfang, debía arrodillarse. Pero eso lo habría colocado en una posición desconcertante, porque los diplomáticos extranjeros estaban de pie. Parecería «un enano junto a los extranjeros», se quejó a Louisa Pierson. Por consejo de esta, Cixí le eximió: «En ese caso no tiene por qué arrodillarse»[930].
Después envió a Wu de embajador a Washington, donde tuvo una vida de libertad embriagadora y adquirió fama de ser «el hombre que gustaba de hacer comentarios insípidos e insolentes en las cenas»[931]. Al regresar a Pekín, hizo de intérprete para Alice Roosevelt, hija del presidente Theodore Roosevelt, cuando visitó China en 1905 y tuvo una audiencia con Cixí. Al parecer, después de haberse acostumbrado a la forma estadounidense de considerarse igual que cualquier otra persona, Wu se olvidó de que debía estar de rodillas ante Cixí o pedir permiso para no hacerlo de antemano. Permaneció de pie y charló con desenvoltura. Según escribió Alice:
Estaba de pie entre nosotras, un poco al margen, pero de pronto, mientras continuaba la conversación, la emperatriz dijo algo en voz baja pero brutal, y él se quedó lívido y se puso a cuatro patas, con la frente tocando el suelo. La emperatriz hablaba; él levantaba la cabeza y me lo repetía en inglés; su frente volvía a tocar el suelo mientras hablaba yo; volvía a levantar la cabeza mientras se lo decía en chino a la emperatriz; luego volvía la frente otra vez al suelo […] Daba la sensación, literalmente, de que en cualquier momento iba a decir «Que le corten la cabeza» y se la cortarían[932].
Era el periodo en el que Wu estaba codirigiendo las reformas legales del imperio y gozaba del aprecio de Cixí. En esos años, con el consentimiento de ella, hasta los gobernadores más conservadores eliminaron la obligación de arrodillarse de la etiqueta en sus provincias. Pero ella la mantuvo en la corte. Lo que estaba en juego, desde su punto de vista, era la santidad divina del trono, que era lo único que le confería su poder sobre todo el imperio. Arrodillarse era la manifestación y el refuerzo de ese carácter sagrado, sin el cual —sin todas esas rodillas dobladas— el trono e incluso el imperio podían tambalearse.
Para mantener este símbolo de sumisión total en un imperio cada vez más progresista, Cixí sacrificó su curiosidad y no montó nunca en coche. Le había regalado uno el general Yuan, que había sustituido al conde Li en más de un aspecto. No solo había heredado los cargos del conde y su papel de íntimo consejero de la emperatriz viuda, sino que, como el conde, poseía un gran talento para hacer regalos. El coche que le compró a Cixí estaba lacado en color amarillo imperial, con un motivo de un dragón y un asiento en forma de trono en el interior. Cixí soñaba con montar, sobre todo porque acababa de descubrir la diversión de montar en triciclo, también regalo del general[933]. Pero con un coche había un problema irresoluble: era imposible que el conductor pudiera manejar el volante de rodillas o incluso de pie. El chófer tenía que sentarse, delante de ella. El coche fue el único aparato moderno, interesante y a su alcance que la emperatriz viuda no probó[934].