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Una buena relación con los occidentales (1902-1907)

Para su entrada en Pekín, Cixí rompió con la tradición y anunció que los extranjeros podrían observar la procesión real. Se invitó a los diplomáticos a un edificio especial que permitía tener una buena vista de los acontecimientos. Y otros se colocaron en las murallas de la ciudad. Uno de ellos sacó una fotografía a la emperatriz viuda delante de su silla, a punto de entrar en un pabellón. En la imagen se la ve dándose la vuelta para saludarles desde abajo, con un pañuelo en la mano y su túnica de ricos bordados arremolinada. Saludar a los espectadores era algo que no tenía precedentes: Cixí lo había visto en las descripciones de los monarcas extranjeros escritas por los viajeros enviados por ella al extranjero[842].

Veinte días después de su vuelta, el 27 de enero de 1902, el cuerpo diplomático acudió a una audiencia con Cixí y el emperador Guangxu. No había biombo de seda y estaba sentada en un trono. La recepción fue, en palabras de Sarah Conger, «digna y respetuosa»[843]. Unos días después, Cixí ofreció otra recepción a las familias de los diplomáticos. Como no podía socializar con los hombres, sus esfuerzos amistosos se centraron en las mujeres occidentales. «La corte exagera con su cordialidad —escribió Robert Hart en tono divertido—; la emperatriz viuda no solo recibe a las esposas de los embajadores, ¡sino también a los niños de las legaciones!»[844].

El día de la recepción, el cielo tenía una claridad poco frecuente, sin las comunes y cegadoras tormentas de arena. Antes del acto, Sarah Conger, decana de las damas diplomáticas y cristiana devota y magnánima, reunió a las mujeres y les pidió que fueran educadas. En un salón dentro de la Ciudad Prohibida, Cixí estaba sentada detrás de una larga mesa que parecía un altar, sobre la que yacía un cetro de coral. Sonrió al reconocer a Sarah, que había estado en su recepción hacía tres años y después había sufrido el asedio de las legaciones. Durante toda la agitación de los bóxers, Estados Unidos había sido el país más comprensivo con China y con Cixí. Ahora Sarah Conger saludó a Cixí de manera amigable y Cixí le respondió igual, con un discurso escrito leído por el príncipe Ching, que se aproximó al trono y, arrodillado, lo cogió de manos de la emperatriz. Todas las mujeres y los niños se acercaron a presentarse ante Cixí, que los saludó con una especie de apretón de manos. Luego saludaron al emperador Guangxu, que dio la mano a cada una de las damas.

Después de las presentaciones formales, en cuanto condujeron al grupo a otra sala para una recepción informal, Cixí preguntó por Sarah Conger, que más tarde escribió: «Me cogió las manos entre las suyas y se sintió abrumada por sus sentimientos. Cuando pudo controlar su voz, dijo: “Lamento y me arrepiento de los problemas habidos. Fue un grave error, y a partir de ahora China será amiga de los extranjeros. Nunca volverá a ocurrir algo así. China protegerá al extranjero y espero que seamos amigos en el futuro”». Era una representación, pero también una declaración sincera. En el banquete posterior, se llevó a cabo una reconciliación ritual. Sarah Conger describió la escena: Cixí «cogió su copa de vino y todos hicimos lo mismo. Colocó la copa en mi mano izquierda, unió mis dos manos con elegancia, de forma que las dos copas se tocaban, y dijo: “Unidas”. Luego cogió mi copa y me dejó la suya, y la alzó ante todos, y todos respondieron». Cixí «me aseguró una y otra vez que nunca se repetirían problemas como los de los dos años anteriores. Su actitud era considerada, totalmente seria, y siempre atenta a la comodidad y el placer de sus invitados. Tenía los ojos brillantes, despiertos y alerta, y no se le escapaba nada. Su rostro no muestra huellas de crueldad ni severidad; tiene la voz grave, suave y atractiva, y el tacto amable y gentil». Era evidente que Cixí había causado la impresión que buscaba[845].

Después, la emperatriz viuda y sus huéspedes se sentaron a comer, lo cual era algo extraordinario, porque las normas de la corte exigían que sus comensales permanecieran de pie. Pero el experimento resultó desagradable. A un lado de ella estaba sentada la «primera dama» de la legación británica, lady Susan Townley, esposa del primer secretario, porque el embajador, sir Ernest Satow, no estaba casado. Lady Townley había llegado a China después de la guerra de los bóxers «con una decidida aversión a la idea de estar rodeada por criados chinos; imaginaba que serían sucios y malolientes y tendrían manos repulsivas»(50). Se inclinó hacia Cixí y le pidió un regalo, el cuenco en el que estaba comiendo la emperatriz. Lady Townley sabía bien que la etiqueta marcaba que nadie compartiera los platos de un soberano. Su petición no podía entenderse más que como un insulto[846]. Más tarde, Cixí le dijo a una dama de compañía: «Estos extranjeros parecen tener la idea de que los chinos somos ignorantes y que por tanto no necesitan ser tan remilgados como en la sociedad europea»[847]. Pero también sabía que muchos occidentales la odiaban por culpa de los bóxers. Se tragó el insulto y consintió en lo que le pedía lady Townley (que luego presumió de su «extraordinario presente»). Cixí siguió mostrándose amable con la dama, que empezó a decir que era la «principal favorita» de la emperatriz viuda. La afabilidad no disminuyó ni siquiera cuando encontraron a lady Townley tratando de quedarse con más tesoros del palacio. Otra occidental que la había visto pedir el cuenco a Cixí escribió: «En otra ocasión, la dama mencionada cogió un adorno de un armario y estaba llevándoselo cuando la doncella de palacio que estaba presente le pidió que lo devolviera a su sitio, diciendo que era responsable de todo lo que había en la habitación y sería castigada si faltaba». Cixí no exhibió animosidad contra lady Townley, en parte, desde luego, porque representaba a Gran Bretaña. Pero quizá también porque en ella descubrió otro aspecto más bondadoso. Cuando se dirigía a China en un barco de vapor, la dama había visto a una niña con los pies vendados y se había sentido llena de compasión por «las pobres pequeñas».

El banquete fue el único al que asistió Cixí, pero representó el comienzo de una relación social más asidua con las mujeres occidentales. Como dijo a las damas diplomáticas al acabar la comida: «Espero que nos veamos más a menudo y nos conozcamos mejor para poder ser amigas». Como los regalos (en especial los regalos de carácter personal) eran una forma esencial de expresar los buenos deseos en China, Cixí llenó de obsequios a las damas. En esta ocasión, tomó las manos de Sarah Conger entre las suyas y, «quitándose de un dedo un pesado anillo de oro tallado con una elegante perla, me lo puso en uno de los míos; luego se quitó varias pulseras de las muñecas y las colocó en las mías. A cada dama le hizo regalos de gran valor. También tuvo un amable recuerdo para los niños y los intérpretes».

De vuelta en las embajadas, los hombres llegaron a la conclusión de que Cixí estaba intentando sobornar a sus mujeres y pidieron a la corte que no volviera a hacer regalos en el futuro. Robert Hart observó: «Las audiencias han transcurrido tan bien que los críticos las consideran demasiado amables y sospechan que no son sinceras»[848]. Acusaron a Cixí de intentar «adular a los extranjeros y granjearse su favor para recibir mejor trato a manos de las potencias»[849]. Sin duda ese era uno de sus motivos pero, como dijo Sarah Conger, «este día histórico no puede hacer daño».

Hubo otros gestos de buena voluntad, entre ellos invitaciones a los Mausoleos Orientales y Occidentales, el Palacio de Verano e incluso la Ciudad Prohibida. Cuando llegaban los visitantes a sus aposentos, se exhibían de forma destacada los regalos de sus respectivos países. Los retratos del zar y la zarina figuraban sobre una mesa cuando llegaba la esposa del embajador ruso. Y dos grabados en acero de la reina Victoria, uno de ella con las vestiduras reales y el otro de ella con el príncipe Alberto, rodeados de hijos y nietos, colgaban en la pared a la vista de los británicos, junto a una caja de música y otros adornos enviados por la reina. Sus habituales estatuas blancas y verdes de Buda, hechas de jade, eran sustituidas por un montón de relojes europeos[850].

El segundo encuentro de Cixí con las esposas diplomáticas estuvo, en opinión de Sarah Conger, «lleno de contenido femenino». La emperatriz viuda dio el extraordinario paso de invitar a las damas extranjeras a la intimidad de su dormitorio. «Cuando nos llevaron a sus aposentos privados, Su Majestad se mostró muy satisfecha y señaló con la mano un kang ricamente cubierto y con cojines que ocupaba todo un extremo de la larga habitación». El kang —un mueble de ladrillos calentados que servía de cama y asiento— era el sitio favorito de Cixí. Allí, con aire travieso, dio más regalos a las mujeres:

Su Majestad se acercó al kang y nos hizo señas a mí y otras para que hiciéramos lo mismo. Cogió una figurita de un niño de jade del estante, me la puso en la mano y expresó con gestos las palabras no pronunciadas: «No lo cuentes». Me llevé el precioso objeto a casa y lo adoro. Fue una muestra de buenos deseos, y no tengo intención de olvidarme de eso […] Agradecí de verdad poder ver manifestarse el espíritu amable de esa mujer a la que el mundo ha condenado con tanta vehemencia.

Hubo más regalos. Sabedora de la afición de la señora Conger a los pequineses, llegó a la legación de Estados Unidos un «precioso perrito negro» en una «cesta forrada de raso rojo», con «un arnés montado en oro con un largo cordón de seda y un gancho de oro». Para la hija recién nacida de Sarah, Cixí envió «unas cajas amarillas de seda con dos bellos adornos de jade […], los primeros regalos que enviaba a una niña extranjera».

De vez en cuando llegaban a las embajadas macetas con peonías y orquídeas de sus jardines, cestos de fruta de sus huertos, cajas con pasteles y bolas de té, que transmitían los buenos deseos de Cixí. Para el Año Nuevo chino, las familias diplomáticas recibieron pescado, un símbolo muy propicio porque comparte sonido con la palabra «abundancia». La legación de Estados Unidos recibió un espécimen gigantesco: de casi 3 metros de largo y 164 kilos de peso. En su estilo, totalmente chino, Cixí intentaba forjar unas buenas relaciones, y en Sarah Conger encontró una amiga de lo más valiosa, que sin duda facilitó sus tratos con las potencias extranjeras. La amistad contribuyó a generar simpatías por China en Estados Unidos y facilitó que los estadounidenses devolvieran la indemnización de los bóxers[851].

En su ofensiva de buena voluntad, Cixí animó a otras mujeres chinas a entablar amistad con occidentales. Poco después de la primera recepción, Sarah Conger, que simpatizaba con los chinos («Aunque tienen muchas cosas que me parecen indeseables, también hallo en sus caracteres mucho que admirar […] Verdaderamente quiero conocerles. Me gustan los chinos»)[852], invitó a varias damas de la corte a la legación estadounidense a cenar[853]. La hija adoptiva de Cixí, la princesa imperial, acudió en su representación y encabezó la lista de 11 invitadas. Famosa por ser «de aspecto vulgar y porte majestuoso» y por «hacer la reverencia más elegante de todas las damas de la corte», llegó en una silla amarilla[854]. Las demás princesas iban en sillas rojas, y las de menos categoría iban de verde, mientras que el intérprete iba en un carro de mulas oficial. Llegaron con 481 criados, incluidos 8 eunucos para cada una y 60 soldados que se quedaron en la puerta. Para los chinos, cuanta más categoría tenía una persona, mayor era el número de criados. La señora Conger exclamó: «¡Qué visión!». La princesa imperial llevaba los saludos de Cixí, que «espera que las agradables relaciones que existen hoy entre Estados Unidos y China continúen como ahora». Cuando se fueron las damas, «la gran procesión partió de debajo de la bandera estadounidense y salió a las calles de la bandera del dragón […] Todos los chinos tenían prohibido estar en las calles por las que pasaba la procesión, pero miles aguardaban en otros lugares disfrutando del espectáculo».

Poco después, las damas de la corte devolvieron la invitación a las damas extranjeras, y Sarah Conger acudió con casi 100 criados «para adaptarse a la costumbre china». A partir de entonces, las mujeres empezaron a relacionarse y se hicieron amigas. A principios de 1903, Sarah escribió sobre su vida reciente a su hija, que había estado en China con ella previamente:

¿Notas el cambio respecto a las viejas costumbres y la apertura, poco a poco, de las puertas cerradas? Yo lo veo y lo valoro […] Las mujeres de los altos funcionarios, tanto manchúes como chinas, están abriéndonos sus puertas, y yo las recibo a mi vez. Mis ideas anteriores sobre las damas chinas están cambiando enormemente […] Descubro que les interesan tanto los asuntos de su propio país como los de otros países. Estudian los edictos y leen los periódicos. A veces me refiero a hechos y acontecimientos para escuchar sus ideas y me doy cuenta de que tienen mucha información que dar.

«Veo que tenemos muchas opiniones e ideas en común», descubrió Sarah Conger. Las mujeres chinas leían libros traducidos por los misioneros. Hablaban «de cuando Colón descubrió América, la llegada de los Peregrinos, nuestros problemas con Inglaterra, la secesión de las colonias, nuestra Declaración de Independencia». Una estaba «muy interesada por el sistema monetario del profesor Jenks», un sistema que un profesor de la Universidad de Cornell, Jeremiah Jenks, había propuesto ese año para China. El embajador estadounidense, Edwin H. Conger, estaba tan impresionado como su esposa. Cuando un almirante estadounidense le preguntó a ella: «¿De qué hablan ustedes, las señoras, de ropa y joyas?», el embajador replicó: «Al contrario. Hablan de los problemas en Manchuria, cuestiones políticas y muchas cosas relacionadas con su gobierno». Al menos algunas damas de la corte debían de haber recibido instrucciones de estudiar y prepararse, porque Cixí sabía que los occidentales respetaban a las mujeres que mostraban inteligencia y opiniones[855].

Sarah Conger y Cixí se veían a menudo y tenían largas conversaciones. Cixí le contó a la estadounidense sus experiencias de 1900 y relató «de forma muy gráfica las circunstancias de su huida y la de la corte; me contó sus dificultades y sus privaciones […] Su Majestad me citó muchas cosas sobre las que la creía totalmente ignorante». Cixí escuchaba además de hablar: estaba «muy interesada en oírme contar qué imagen tenía verdaderamente de su China». En una reunión que mantuvieron después de que Conger hiciera un largo viaje por el país en 1905, la estadounidense describió sus impresiones: «Los chinos están buscando las ideas extranjeras como nunca antes […] Todo el mundo advierte el despertar de ideas más abiertas». Sarah Conger estaba dándole a Cixí algo de gran valor para la emperatriz viuda: las reflexiones de una occidental sobre las inmensas reformas que había puesto ella en marcha[856].

Conger se sentía «indignada por las horribles e injustas caricaturas» de su amiga en la prensa extranjera y tenía «un deseo cada vez mayor de que el mundo pudiera verla más como es en realidad». Así que concedió entrevistas a periódicos estadounidenses en las que describía a Cixí «tal como la he visto muchas veces». Su imagen de Cixí y el hecho de que se hubieran hecho tan amigas creó una imagen nueva y más favorable de la emperatriz viuda, sobre todo en Estados Unidos. La prensa empezó a reconocer sus reformas, aunque solían atribuir el mérito a Sarah Conger y decir que «gracias a la influencia de la señora Conger, se han producido numerosos cambios…»[857]. «La mujer que gobierna China americaniza su imperio»[858], decía un titular. Aun a su pesar, los periódicos empezaron a mostrar una imagen progresista de Cixí, y un dibujo incluso la enseñaba en posición de combate mientras el texto que lo acompañaba decía: «Ordena que se liberen los pies de las mujeres»[859]. (La orden de quitar las vendas de los pies de las mujeres fue uno de los primeros edictos de Cixí a su regreso a Pekín). Sarah Conger desempeñó un papel fundamental en que Cixí tuviera mejor prensa en Occidente.

Cixí estaba agradecida y sentía una genuina amistad por la dama estadounidense. En 1905, los Conger tuvieron que dejar China para ir destinados a otro puesto. La emperatriz concedió a Sarah un título muy importante y le hizo bellos regalos de despedida. Antes de irse, visitó el palacio para decir adiós a Cixí y, después de las formalidades, «nos sentamos y, de mujer a mujer, la emperatriz viuda y yo conversamos». Luego «dijimos nuestros adioses y, cuando estaba yéndome de la estancia de Su Majestad, me pidieron que regresara. Su intérprete me colocó en la mano una “piedra de la buena suerte”, un jade azul, con estas palabras: “Su Majestad se ha quitado la piedra de la buena suerte de su persona y desea dársela para que la lleve durante el viaje a través de las grandes aguas, para que llegue a salvo a su honorable país”[860]. La piedra, de aspecto corriente, se había transmitido de generación en generación de la dinastía Qing, y Cixí la había llevado durante su reinado, como talismán para protegerse durante sus tribulaciones. Separarse de un objeto así no era cualquier cosa. Hacerlo de forma impulsiva revelaba los verdaderos sentimientos de Cixí. Los Conger siguieron recibiendo mensajes de ella después de irse[861].

En sus esfuerzos por mejorar la reputación de Cixí en Occidente, Sarah Conger concibió la idea de que una artista estadounidense pintara el retrato de la emperatriz viuda para la Exposición de San Luis de 1904. Cixí aceptó, aunque le supuso un gran coste psicológico. Lo tradicional era que solo se pintaran retratos de antepasados muertos (aunque sí había acuarelas que representaban la vida cotidiana), y Cixí, pese a todas sus rupturas de los convencionalismos, era supersticiosa. Pero no quería rechazar el amable gesto de su amiga y también le agradó la posibilidad de fomentar su imagen.

Le recomendaron a Katharine Carl, cuyo hermano trabajaba en las Aduanas chinas, y la pintora llegó a la corte en agosto de 1903. Cixí se había comprometido a una sola sesión y se arregló de manera espléndida para ella, tal como correspondía a la emperatriz viuda de China. Llevaba un vestido amarillo imperial con brocados y ricos bordados de hilos de perlas que formaban un dibujo de glicinias. Del botón superior de su hombro derecho colgaba un hilo de 18 enormes perlas separadas por trozos de jade. También colgaba del botón un rubí de gran tamaño, con borlas de seda amarilla que terminaban en dos inmensas perlas en forma de pera. Bajo un brazo tenía un pañuelo de seda de color azul claro y bajo el otro un saquito de olor con largas borlas de seda negra. El tocado estaba lleno de gemas de distintos tipos, además de grandes flores frescas. Los brazos y las manos los llevaba adornados con pulseras y sortijas y, para añadir todavía más adornos, dos dedos de cada mano estaban cubiertos por protectores de uñas enjoyados. No se había olvidado de los pies: los zapatos de raso bordado, de punta cuadrada, estaban cubiertos de pequeñas perlas, que no dejaban al descubierto más que las suelas de varios centímetros. Cixí llegó caminando sobre esas suelas imposibles, avanzó con paso decidido hacia Katharine Carl y preguntó dónde había que colocar su asiento, el Trono de los Dos Dragones. Y así empezó a trabajar la pintora, en una sala en la que contó 85 relojes que hacían tictac y daban las horas, y con los ojos de su modelo «perforándome».

Esos ojos decidieron que Katharine Carl era una persona sincera y de carácter fuerte y abierto. A Cixí le gustó. Después de la sesión, escribió después Carl, «me preguntó, mirándome a los ojos, si me gustaría quedarme en el palacio unos días para que pudiera sentarse en más sesiones a su conveniencia». La artista, que había simpatizado de inmediato con Cixí, se mostró encantada. «Las informaciones que había oído sobre el odio de Su Majestad a los extranjeros quedaron desmentidas por esa primera audiencia y lo que vi allí. Pensé que ni la más consumada actriz sería capaz de falsear de tal forma su personalidad».

Carl se quedó casi un año. A través de ella, Cixí permitió al mundo exterior entrar en la misteriosa corte china. Y además disfrutaba de la compañía de la pintora. Esta vivía en los palacios, veía a Cixí casi a diario y se mezclaba con la gente de la corte. Con su mirada observadora y sensible, adquirió más intimidad con Cixí que casi cualquier otra persona. Notó su asombrosa autoridad, entre otras cosas al ver cómo manejaban su retrato «con el mismo respeto que muestra un oficiante ante los vasos sagrados en la iglesia». Hasta los materiales de la artista estaban revestidos de una especie de cualidad semisagrada. «Cuando Su Majestad se sentía cansada e indicaba que se habían acabado las sesiones, el eunuco me cogía de las manos los pinceles y la paleta, quitaba el retrato del caballete y guardaba todo respetuosamente en la habitación que se había reservado para ello». Los pinceles y la paleta se colocaban con sumo cuidado en unas grandes cajas planas hechas especialmente, que se cerraban con una llave de la que se hacía cargo el eunuco jefe.

Katharine Carl veía cómo se salía Cixí con la suya, en este caso con sus sugerencias sobre el cuadro que presentaba con timidez, como si estuviera pidiendo un favor. «Me cogía la mano y decía casi en tono de súplica: “Hay un trozo de cenefa que no está bien acabado. Lo puede arreglar, ¿verdad…?”». Pedía disculpas por sus demandas: «Le estoy dando mucho la lata, y es usted muy amable». Una petición que hizo con gran vacilación e inquietud fue la relativa a la fecha en la que el retrato estaría acabado. Se consultaron los almanaques y se decidió que el 19 de abril de 1904 era la fecha apropiada, y las cuatro de la tarde, la hora ideal. Katharine Carl aceptó de buen grado y Cixí pareció enormemente aliviada.

A Carl le impresionó mucho la pasión de Cixí por sus jardines: «Por cansada o agobiada que pudiera estar, parecía encontrar alivio en sus flores. Se acercaba una flor al rostro, absorbía su fragancia y la acariciaba como si fuera un ser capaz de sentir. Se paseaba entre las flores que llenaban sus habitaciones y, con un suave toque, colocaba un capullo para que tuviera mejor luz o daba la vuelta a una jardinera para que la planta que crecía en ella tuviera una posición más favorable».

La pintora tenía también en común con Cixí su amor por los perros. La emperatriz viuda tenía una perrera grande y lujosa, que Carl visitaba con frecuencia. Al verlo, Cixí le regaló un perro. Un día, «llevaron unos cachorros para mostrárselos a la emperatriz viuda. Ella acarició a la madre y examinó con ojo crítico los rasgos de los perrillos. Luego me llamó para mostrármelos y me preguntó cuál me gustaba más […], me llamó la atención sobre sus mejores cualidades e insistió en que me quedara con uno». Como a Carl le violentaba cogerlo, Cixí se lo envió como regalo: «Un precioso pequinés blanco y ámbar». Era el cachorro favorito de la pintora, por el que había mostrado un interés particular cuando visitaba la perrera. Evidentemente, Cixí se había propuesto averiguarlo.

Carl experimentó la faceta más considerada de Cixí en un aspecto muy personal y femenino. Un día estaban paseando: «Como estaba atardeciendo y yo llevaba poca ropa, Su Majestad pensó que tenía frío y, al ver que no llevaba ningún chal, llamó al eunuco jefe para que me trajera uno suyo. Él escogió entre los que siempre llevaban para esos paseos y se lo dio a Su Majestad, que me lo puso sobre los hombros. Me pidió que me lo quedara y que intentara acordarme de cuidarme mejor en el futuro». Cuando se aproximaba la estación fría, Cixí envió a una doncella a los aposentos de Carl para que cogiera uno de sus vestidos europeos hechos a medida y ordenó a los sastres del palacio que lo copiaran en seda acolchada. Le dio a Carl una faja larga y suave que se ataba en un extremo, que dijo que lo hacía más elegante. Cuando empezó a hacer aún más frío, Cixí diseñó para Carl una vestidura larga, forrada de piel, un híbrido de estilos europeo y chino, que a la pintora no solo le pareció preciosa sino muy cómoda para pintar con ella. La emperatriz escogió asimismo un sombrero de visón para Katharine, en un color que pensó que le iba a su cabello rubio y un diseño que dijo que realzaría su carácter enérgico.

La entrega de estas prendas no europeas a la pintora se hacía con delicadeza, porque Cixí era consciente de que a la dama estadounidense podía no gustarle un traje de otra cultura. La ropa de la emperatriz viuda era una expresión de su identidad étnica. La única vez que dejó de llevar prendas manchúes fue durante su huida, cuando llevó la ropa perteneciente a la familia del jefe de condado Woo, que era han. Le aseguró a Carl que su nueva vestimenta no tenía más que un fin práctico y no violaría su personalidad. Con esa misma sensibilidad, cuando daba una recepción a las damas diplomáticas, Cixí disponía que Carl saliera del palacio para unirse a Sarah Conger y volviera a entrar con las damas de la legación de Estados Unidos, por si a Carl podía darle vergüenza parecer un miembro del séquito de la emperatriz. Cuando paseaban por los jardines, Cixí recogía flores pequeñas y se las colocaba a Carl detrás de las orejas, en un gesto de intimidad cuyo fin comprendía esta última que era «asegurar que las damas y los eunucos me trataran de la misma forma». Cixí se ocupaba también de que se incluyera a Carl en todas las actividades placenteras. Una de ellas era el periodo de salir a volar cometas en primavera, cuando se veía a nobles y eruditos correr de un lado a otro como niños. La costumbre era que la primera cometa la lanzara la emperatriz viuda. Ese día, Cixí invitó a Carl al jardín y, después de soltar la cuerda y demostrar su pericia con la cometa, se la dio a Carl y se ofreció a enseñarle a volarla.

Cixí se comportaba con Carl como una amiga. Tenían mucho en común. Nadie valoraba los jardines de la emperatriz con tanta intensidad como la pintora estadounidense: «El exquisito placer que me proporcionaba esa vista gloriosa me hacía temblar de placer». Compartían risas. Un día, Cixí fue a ver sus crisantemos, que estaban en flor, mientras Carl estaba trabajando. Al volver, la emperatriz viuda le llevó a la pintora una nueva variedad y le dijo: «Te daré una cosa bonita si te imaginas qué nombre he puesto a esta flor». Carl pensó que el curioso capullo, con pétalos como cabellos y centro compacto, recordaba a la cabeza calva de un anciano, ante lo cual Cixí, encantada, exclamó: «Lo has adivinado. ¡Acabo de llamarla el Viejo de la Montaña!». Entre ellas había una intimidad informal. En una de sus fiestas en el jardín, Cixí vio el vestido gris de Carl, agarró una peonía rosa de un jarrón y se la prendió, mientras decía que le vendría bien un poco de color. Hablaban de ropa. Cixí elogiaba las modas europeas por sus «bonitos colores», pero decía que, aunque «los trajes extranjeros sentaban muy bien a las personas bien formadas y bien proporcionadas», «eran una desgracia para cualquiera que no tuviera esa suerte». El traje manchú, en cambio, «como caía en línea recta desde los hombros, quedaba mejor a las personas gruesas, porque ocultaba muchos defectos». (La emperatriz viuda siempre se contuvo para no criticar los corsés occidentales ante la pintora. Al parecer, a una dama de la corte que había vivido en el extranjero y le habló de ese artículo con cierta exageración, le respondió: «Es verdaderamente patético lo que tienen que soportar las mujeres extranjeras. Van atadas con barras de acero hasta el punto de no poder casi ni respirar. ¡Patético! ¡Patético!»[862]).

Después de permanecer con Cixí durante casi un año y verla casi a diario en su propio entorno, Katharine Carl sentía que «había llegado verdaderamente a querer» a Cixí. El sentimiento era mutuo. Cixí invitó a Carl a quedarse todo el tiempo que quisiera y sugirió que retratara a otras damas de la corte e incluso, tal vez, que pasara el resto de su vida en Pekín. Carl lo rechazó amablemente, porque sentía que «el mundo más allá de las puertas del palacio me llamaba».

Su retrato de Cixí fue mediocre. Los retratos occidentales tienen sombras en el rostro pero, en la tradición china, un rostro con sombras negras era un «rostro yin-yang», que indicaba un carácter ambiguo, traicionero. Carl sufrió presiones, aunque con mucho tacto, para uniformarlo. «Cuando vi que debía representar a Su Majestad de forma tan convencional y que su personalidad, tan increíblemente atractiva, iba a resultar vulgar, perdí el ardiente entusiasmo con el que había comenzado mi trabajo, y sufrí y me rebelé mucho hasta que me resigné a lo inevitable». Sin embargo, escribió un libro sobre su extraordinaria experiencia, With the Empress Dowager, publicado en 1906, que ofrecía una imagen memorable de Cixí. La emperatriz había logrado otra leal amiga en Occidente[863].

Mientras tanto, el retrato pintado por Carl acabó siendo un regalo al Gobierno de Estados Unidos después de la Exposición de San Luis. En el Salón Azul de la Casa Blanca, el 18 de febrero de 1905, el embajador chino en Washington dijo al presidente Theodore Roosevelt y a los demás asistentes que el regalo de la emperatriz viuda pretendía mostrar lo que valoraba la amistad de Estados Unidos hacia China y «su interés permanente en el bienestar y la prosperidad del pueblo estadounidense». Al aceptar el retrato «en nombre del Gobierno y el pueblo de Estados Unidos», el presidente Roosevelt dijo: «Es apropiado que exista esta amistad mutua y que se mantenga y fortalezca de todas las formas posibles, tanto en el campo general de las relaciones internacionales como en agradables ocasiones como la que hoy nos reúne». El retrato, dijo, «se expondrá en el Museo Nacional como recordatorio perdurable de los buenos deseos que unen a los dos países y el firme interés que cada uno siente por el bienestar y el progreso del otro»[864].

Una tercera persona que también tuvo que ver con los intentos de Cixí de estrechar lazos con Occidente fue una mujer a la que conoció en 1903. Se trataba de Louisa Pierson, hija de un comerciante estadounidense originario de Boston, que vivía en Shanghái, y de su esposa china[865]. En la época de su nacimiento, la década de 1870, había muchas relaciones entre europeos y asiáticas, y a sus hijos se los despreciaba siempre por ser mestizos. Robert Hart tenía «una joven china a la que mantengo»[866], escribió. Vivió con ella durante años, hasta que la abandonó para casarse con una británica. Envió a los tres hijos que había tenido con ella a Inglaterra para que los criara la mujer de un contable, y ni él ni la madre volvieron a verlos jamás. Su comportamiento se consideró «de extrema generosidad, casi quijotesco» para lo normal entonces, porque otros extranjeros solían abandonar a sus hijos mestizos, sin más[867]. No se sabe cómo trataba a Louisa Pierson su padre estadounidense, que murió en Shanghái, pero estaba casada con todas las de la ley con un funcionario chino excepcional, Yu Keng, que no la aceptó como concubina ni la trató como a una mantenida. Su relación no fue fácil. Los chinos llamaban a Louisa «casi un demonio extranjero» (gui-zi-liu), y la comunidad extranjera le hacía el vacío. Pero la pareja vivió feliz con sus hijos, sin avergonzarse de nada ni pedir perdón por estar juntos. A regañadientes, Hart reconocía que «el matrimonio, creo, fue por amor», y comentaba: «La familia Yu Keng no tiene buena fama en ninguna parte, pero el viejo cuenta con apoyos poderosos, no sé por qué».

El apoyo procedía de varios personajes sin prejuicios, entre ellos la propia Cixí. Yu Keng había trabajado para el virrey Zhang, que le encargó lidiar con los choques entre la población local y las misiones cristianas en sus provincias. Louisa Pierson era bilingüe y podía hablar con las dos partes, por lo que ayudó a suavizar malentendidos y resolver disputas. El virrey Zhang tenía buena opinión de la pareja y los recomendó a Pekín. Allí, Yu ascendió rápidamente, primero a embajador en Japón, luego a embajador en Francia. Aunque Hart gruñó («¡No me gusta el nombramiento!»), Yu Keng y Louisa Pierson fueron al corazón de Europa con su «ruidosa familia de niños que hablaban inglés»[868].

En París llevaron una vida cosmopolita. Según la prensa occidental, que estaba fascinada con ellos, Louisa Pierson «habla francés e inglés perfectamente, con un ligero acento que recuerda al de Boston, junto con algo indefinible que sin duda es puro chino. Es una artista maravillosa, que dibuja sobre seda al estilo de los viejos maestros chinos, con una habilidad y un oficio certero que hace que los pintores franceses se queden boquiabiertos de asombro»[869]. Y «preside las recepciones de la embajada con sumo encanto y refinamiento»[870]. En un baile de disfraces que organizó el matrimonio para celebrar el Año Nuevo Chino en 1901, uno de sus hijos, Hsingling, se disfrazó de Napoleón de forma convincente[871]. Católico, acabó casándose con una profesora de piano francesa en una iglesia de París. A la boda, para la que el novio llevó una túnica azul de estilo manchú con botones de coral rojo, asistió el embajador de Estados Unidos en Francia, el general Horace Porter, y en la prensa aparecieron muchas informaciones sobre ella y se dijo que era «la boda más pintoresca e interesante que se ha visto aquí en tiempos recientes» y «un acontecimiento nuevo»[872]. (El matrimonio no duró tras su posterior regreso a China). Las dos hijas, Der Ling y Rongling, escribió The New York Times, «son de una belleza adorable, y se visten al estilo europeo con un acabado y un talento que cuentan también con algo del encanto oriental, lo cual las convierte en el blanco de todas las miradas cuando entran en un salón». Louisa y su marido dieron a sus hijas una libertad inaudita para que disfrutaran de París a fondo. Las jóvenes salían, iban al teatro (donde las cautivó Sarah Bernhardt) y recibían lecciones de danza de la famosa Isadora Duncan. Bailaban en las fiestas de sus padres y practicaban bailes de salón a la europea, en estrecho contacto corporal con hombres desconocidos. La forma de vida de la familia, que incluía que Louisa dejara que un francés le besase la mano, provocó no solo asombro, sino también rencor: varios funcionarios de la embajada, indignados, denunciaron a la familia ante el trono[873].

Pero a Cixí le agradaba lo que estaban haciendo y esperaba con impaciencia su regreso. Cuando terminó el mandato de Yu Keng, y después de un recorrido vertiginoso por las grandes ciudades europeas, la familia llegó a Pekín a principios de 1903. Cixí se apresuró a invitar a Louisa Pierson y sus hijas a palacio para que fueran sus damas de compañía y las colocó por delante de casi todas las demás damas de la corte. Las dos hijas, que hablaban inglés y francés, hacían de intérpretes en los contactos cada vez más frecuentes de Cixí con occidentales. Cuando se enteró de que la hija pequeña, Rongling, había estudiado música y danza en París, Cixí se entusiasmó. Dijo que siempre le había parecido una enorme lástima que la danza china casi hubiera desaparecido y que había intentado sin éxito encontrar a alguien que investigara en los archivos de la corte y la reviviera. «Ahora Rongling puede hacerlo», declaró la emperatriz viuda[874]. Así comenzó la joven una carrera que le dio la fama de ser «la primera dama de la danza moderna en China». A instancias de Cixí, estudió bailes cortesanos y campestres y, combinándolos con el ballet y otros tipos de bailes occidentales, coreografió una serie de danzas que ejecutaba delante de una feliz Cixí. La acompañaba una orquesta de estilo occidental creada por el general Yuan, además del grupo de música de la corte.

Louisa Pierson era la más valiosa consejera de Cixí en todo lo relacionado con el mundo exterior. Capaz, por fin, de tener al lado a alguien que tenía conocimiento de primera mano de Europa y Japón y cuyas opiniones respetaba, Cixí buscaba su consejo a diario. Una intérprete anterior, una joven que había estado en Alemania con su padre, agregado en la embajada china, le había dicho a Cixí que la corte alemana era «muy simple»[875]. En un intento de juzgar si su propia corte era demasiado extravagante en comparación con la de otros países, Cixí le preguntó a Louisa, que dijo que, aunque no había estado en ningún palacio alemán, tenía entendido que en realidad eran bastante ostentosos. Cixí se quedó más tranquila. Inteligente y competente, Louisa Pierson era mucho más que una fuente de información y una asesora en materia de etiqueta diplomática. Se ocupaba incluso de la política internacional. Cuando Japón y Rusia se disponían a entrar en guerra en Manchuria, a finales de 1903, Cixí hablaba a menudo con ella del país nipón, donde Luisa había vivido con su esposo. Un día, la mujer del embajador japonés, Uchida Kosai/2/, solicitó una visita. A Cixí le resultaba simpática y le había regalado un cachorro de pequinés, igual que a Sarah Conger. Desde luego, esos gestos amistosos los hacía también pensando en Tokio. Cixí sabía que la visita de la dama japonesa en aquel momento tenía una intención política, y que Tokio quería sondear lo que de verdad pensaba sobre Japón, algo que la emperatriz no tenía ningún deseo de divulgar. Louisa Pierson ayudó a Cixí a tomar la decisión de que Rongling fuera la intérprete, y esta, por indicación de su madre, tradujo mal las preguntas cargadas de intención política de la dama y las convirtió en una charla inane[876]. Louisa se volvió tan indispensable para Cixí que, cuando a veces se iba a ver a su marido, que estaba enfermo, Cixí le pedía, con el mayor tacto posible, que volviera cuanto antes. Cixí se mostró reacia y resignada al permitir que Louisa abandonara la corte de manera definitiva cuando su marido estaba en situación de extrema gravedad —de hecho, muriéndose— en 1907.