Regreso a Pekín (1901-1902)
Los grandes cambios revolucionarios que experimentó China en la primera década del siglo XX comenzaron cuando Cixí estaba aún en el exilio en Xian. Allí, en abril de 1901, formó una Oficina de Asuntos Políticos para que se encargara de administrar todo el programa bajo su supervisión. Salió de Xian en dirección a Pekín el 6 de octubre, después de que se firmara el Protocolo Bóxer y se retirasen los ejércitos de ocupación (aunque todavía estaban en Tianjín). No se sentía segura con las tropas extranjeras en la capital y la comunidad occidental le correspondía con la misma inquietud. Hubo «cierto malestar» en las legaciones cuando se anunció la fecha del regreso, escribió Robert Hart, y «los guardias de la legación deben permanecer alerta por si ocurriera algo […] No creo que la corte cometa la tontería de intentar un golpe, pero… si ocurre cualquier cosa, nos devorarán, ¡y en ese caso es posible que esta sea mi última carta!»[826].
El día que partió de Xian, a las siete de la mañana, los funcionarios locales se reunieron ante las puertas del palacio en el que se había alojado la corte para despedirse. Después de que emprendieran el camino los carros con el equipaje, los guardias montados, los eunucos y los príncipes y nobles a caballo, se produjo una breve pausa. Un eunuco dio un paso al frente ondeando un látigo gigantesco, de 10 metros. Estaba hecho de seda amarilla trenzada muy apretada y bañada en cera, con un dragón dorado tallado en el mango, y lo golpeó tres veces contra el suelo. Fue la señal que anunciaba la bajada del monarca y pedía silencio a todos. Cixí y el emperador Guangxu aparecieron en unas sillas de manos amarillas, seguidos de una gran comitiva. La enorme columna recorrió las calles de Xian y salió por la Puerta Sur de la ciudad, antes de dirigirse hacia el este y tomar la carretera hacia Pekín. En realidad, habría podido salir directamente por la Puerta Este, pero por motivos geománticos el trono tenía que comenzar todos los viajes desde el sur.
En el camino, las tiendas y las casas estaban decoradas con sedas de colores y faroles, y al paso de la procesión los residentes se arrodillaban. De acuerdo con la tradición, nadie debía mirar a Sus Majestades a la cara, así que algunos se postraban, mientras que otros bajaban la cabeza y los ojos y unían las manos ante el pecho en un gesto budista de respeto. Había un sentimiento sincero de gratitud. Al llegar Cixí a Xian, la zona estaba padeciendo las consecuencias de una cosecha desastrosa y la gente se moría de hambre. Con las provisiones que enviaban de otras provincias a la emperatriz, pudo alimentar a la población[827]. Pronto el tiempo mejoró y la cosecha de ese año fue excelente. Los habitantes lo atribuyeron a la estancia real y las multitudes presentes en las calles lloraban y gritaban: «¡Larga vida a la Vieja Buda! ¡Larga vida al emperador!»[828]. En los lugares donde las muchedumbres eran más densas, desviándose por completo de la tradición, Cixí ordenó que abrieran las cortinas de su silla para que la gente pudiera verla. Los enviados a Occidente le habían contado que a los monarcas europeos se los veía por las calles. Los eunucos principales repartieron monedas de plata y a los ancianos les dieron tarjetas de plata con la forma del carácter que significaba «longevidad». Con la esperanza de recibir más plata, algunos siguieron a Cixí durante días.
Los funcionarios que acudieron a despedir a la familia real llegaron con sus propias banderas, que añadían aún más colorido a la escena. Algunos no habían querido ir, pero les habían dicho que, si no aparecían, sus posibilidades de ascenso podrían quedar interrumpidas durante dos años. Del mismo modo, a lo largo de la ruta real a través de varias provincias, se ordenó a los funcionarios locales que salieran a vitorear al trono, además de suministrar alimentos y bebidas, para lo que les dieron unas asignaciones generosas. Sin embargo, en la primera parada después de salir de Xian, el jefe local no hizo nada de lo que se esperaba de él, a pesar de que le habían dado 27.000 taeles para ello. Al parecer, había obtenido el puesto gracias a su relación con el gobernador provincial, para tener acceso a la cuantiosa asignación real, pero a la hora de la verdad fue incapaz de organizar una recepción apropiada para un grupo tan grande, con sus complicados protocolos reales, así que decidió esconderse y ocultar la cabeza debajo del ala. Cuando Cixí se enteró, en una villa sin velas en la que debía pasar la noche, ordenó que le perdonasen el castigo y ni siquiera le despidieran[829]. Los miembros de su séquito comentaron entre sí que la Vieja Buda se había ablandado.
Durante el recorrido, Cixí visitó montañas sagradas y lugares especialmente bellos, recorrió estrechos caminos en el fondo de valles a la sombra de riscos gigantescos, en compensación por todos los años en los que soñó con viajar pero no pudo hacerlo. Cuando llevaba un mes de viaje, llegó la noticia de que había muerto el conde Li, el 7 de noviembre de 1901, antes de cumplir 80 años y un mes después de firmar el Protocolo Bóxer. Su fallecimiento dejó a Cixí sin un diplomático de gran categoría, pero no influyó en el desarrollo de su revolución. La fama del conde de ser «el mayor modernizador de China» es exagerada.
La última carta del conde a Cixí —cargada de emociones— llegó poco después por telégrafo. Decía que se sentía inmensamente agradecido por haber sido el hombre al que ella «había valorado y en el que había confiado más y desde más pronto»; había leído sus decretos sobre las futuras reformas y sabía que iban a fortalecer a China, por lo que sentía que podía «morir sin lamentarlo»[830]. Por su parte, Cixí publicó un decreto personal, además de otro oficial, en el que decía: «Al leer la carta del difunto conde, la pena me inundó»[831]. En la capital ya estaban celebrándose los funerales, con numerosas banderas blancas, una gran sala funeraria cubierta de blanco y gente vestida con la arpillera blanca de luto que entraba y salía al son de música plañidera. Docenas de hombres sostenían el ataúd del conde, del que luego se hizo cargo su familia para llevarlo a su ciudad natal, a más de 1.000 kilómetros al sur, en la provincia de Anhui. Cixí ordenó a los funcionarios de los lugares situados en la ruta que les dieran todas las facilidades, y se erigieron altares y pabellones de descanso a lo largo de todo el camino. Sarah Conger dijo que, «en magnitud y esplendor», la procesión «superó todo lo que con más extravagancia podía imaginarme»[832]. Cixí se aseguró de que se dieran al conde las honras debidas y se cuidara bien de su familia. Y, sobre todo, anuló oficialmente todas las censuras que le había hecho el trono.
Estaba en Kaifeng, una de las antiguas capitales de China, que contaba con un alojamiento apropiado. Un mes después de recibir la última carta del conde seguía todavía allí y emitió otro decreto en el que confería aún más honores a él y su familia[833]. Era evidente que el conde había sido muy importante para ella. Habían trabajado juntos durante cuatro décadas y durante muchos años él había sido su mano derecha, la persona que mejor la comprendía. Juntos habían conseguido grandes cosas y habían sacado al imperio de su aislamiento para colocarlo en el mundo. Y, sin embargo, ambos habían cometido graves errores que tuvieron un gran coste para el país y que provocaron un distanciamiento entre los dos. En el fondo, ella no podía perdonarle por su papel en la guerra con Japón y el declive de China; y él estaba enfadado con ella por el trato que había dado a los bóxers. Ahora lo necesitaba, entre otras cosas, para protegerla de posibles humillaciones, e incluso daños, por parte de los occidentales (con quienes él se llevaba bien) al volver a Pekín. Por eso, dubitativa, permaneció en Kaifeng hasta el día en que le llegó un telegrama del general Yuan Shikai, que había sucedido al conde como virrey de Zhili y comisario imperial para el norte de China. Estos distinguidos nombramientos eran la recompensa que le había dado Cixí por denunciar a los que habían conspirado contra su vida en 1898 pero, además, su capacidad estaba a la altura de su lealtad. Su mensaje informaba a la emperatriz viuda de que los ejércitos extranjeros no estaban dispuestos a abandonar Tianjín, que aún ocupaban, si ella no regresaba a Pekín. Partió de Kaifeng al instante[834].
Cuando todavía estaba allí, pensando en el regreso a la capital, Cixí anuló el título del príncipe heredero y lo alejó de la corte. Al padre del adolescente, el príncipe Duan, se le había declarado principal culpable de las atrocidades de los bóxers. Cixí sabía que, en realidad, todo lo que el príncipe había hecho al respecto contaba con su aprobación, y que era ella quien debía asumir la máxima responsabilidad. Como se sentía en deuda, había conservado el puesto del heredero en la corte pese a que los funcionarios que la rodeaban le instaban a revocarle el título. Era consciente de que el joven no podía ser un emperador aceptable. No mostraba ninguna aptitud para los asuntos de Estado y carecía del porte de un futuro monarca. Lo que le interesaba era cuidar de sus numerosos animales de compañía —perros, conejos, pichones, grillos— y le gustaba gastar bromas pesadas. En una ocasión hizo que el emperador Guangxu, tío suyo y el Hijo del Cielo, se cayera tumbado al suelo. Su Majestad se quejó entre lágrimas a Cixí, que ordenó que le dieran 20 azotes (más bien simbólicos) al heredero. Los eunucos le despreciaban y ridiculizaban cuando jugaba con ellos a cosas que se consideraban por debajo de su categoría. Sin embargo, Cixí aguantó todo un año antes de revocarle el título: no quería «echar más leña al fuego», como en el viejo dicho. Ahora había llegado el momento de actuar, pero su decreto no mencionó ninguno de sus defectos. Dijo que era él mismo quien había solicitado retirarse, debido a sus difíciles circunstancias. El joven abandonó la corte como un príncipe, con su vieja niñera, camino de reunirse con su padre en el exilio[835].
También había llegado el momento de decir adiós al jefe de condado Woo. Cixí le asignó un puesto en la provincia costera de Guangdong y le dijo que le enviaba a una zona próspera porque sabía que se había quedado sin dinero mientras trabajaba para ella: quería decir que allí tendría oportunidades de enriquecerse. Era una práctica corrupta que constituía una forma de vida. Los chinos sabían que la corrupción era un problema y que despertaba el desprecio de los occidentales, pero no confiaban en poder cambiarla nunca. La propia Cixí, con todas sus reformas radicales pasadas y por venir, nunca trató de abordarla. Se dejó llevar, por lo que, como era inevitable, ayudó a mantenerla.
Durante la audiencia, mientras se enjugaba varias veces las lágrimas, Cixí le dijo a Woo lo agradecida que le estaba y que había sido un verdadero amigo en sus momentos de necesidad; aseguró que se separaba de él con tristeza y que siempre le echaría de menos. Al salir de la audiencia, cargado con los regalos de la emperatriz viuda, taeles de plata y rollos de caligrafía escritos de su puño y letra, el jefe de condado se sintió lleno de gratitud[836].
Después, Woo se ocupó sin descanso, durante un día y una noche, de los detalles necesarios para que Cixí cruzara el río Amarillo después de dejar Kaifeng. El día anterior, una tormenta de nieve había barrido la antigua capital, pero el tiempo se aclaró antes de la partida y la travesía transcurrió sin problemas. En el momento de la salida, a la que asistieron funcionarios y habitantes locales arrodillados, Cixí rezó en una marquesina levantada en la orilla y rindió tributo al Dios del Río. Luego subió a un barco decorado en forma de dragón, y la enorme flotilla, llena de colorido, partió hacia el norte sobre un agua quieta como el cristal, alterada solo por los remos que cortaban la superficie. Cixí estaba encantada. Vio la «extraordinariamente suave» travesía como una señal de que los dioses la protegían y aprobaban el rumbo que había escogido[837]. Pero además recompensó con generosidad a los barqueros por su trabajo.
La última etapa del viaje de tres meses fue en tren, en la parte norte del Gran Ferrocarril Pekín-Wuhán, cuya historia era casi tan agitada como la de la propia Cixí. El año anterior, los bóxers habían arrancado las vías a las afueras de Pekín y habían incendiado varias estaciones. El ferrocarril fue reparado gracias a los invasores extranjeros, que después se lo entregaron al Gobierno, junto con un vagón real para que lo utilizara la emperatriz viuda[838]. El 7 de enero de 1902 llegó con todo lujo en él a Pekín y entró en la ciudad por las puertas del sur, que hasta entonces estaban reservadas al emperador: primero Qianmen, cuya enorme torre de vigilancia había ardido durante el caos de los bóxers, pero que después había sido reconstruida, y luego, más al norte, la Puerta de la Gran Dinastía Qing. Sin embargo, al llegar ante la puerta delantera de la Ciudad Prohibida, se detuvo, dio la vuelta y entró al harén por la puerta posterior[839]. Que una mujer atravesara la parte frontal de la Ciudad Prohibida habría sido una afrenta tan escandalosa contra el carácter sagrado del monarca que Cixí se aseguró de no violar la norma.
Dentro de la Ciudad Prohibida, uno de sus primeros actos fue rezar a los antepasados de la dinastía Qing. En cuanto se hicieron los preparativos, llevó a la corte a los Mausoleos Orientales para rendir tributo a los ancestros allí enterrados y pedir su protección. Mientras estaba allí, vio un pequeño mono que pertenecía a un funcionario y estaba dando saltos en su tienda. Expresó su afecto por el animal y decidió permitirse un «capricho»: pronto, el mono daba saltos vestido con un bello chaleco de seda amarilla[840].
Sin embargo, lo primero que hizo Cixí, al día siguiente de su regreso, fue honrar a la concubina imperial Perla, a la que había mandado ahogar justo antes de salir huyendo. Era su acto de contrición, así como un intento de reparar lazos con su hijo adoptivo, que le había ofrecido su cooperación durante años, en especial durante el exilio. Y era sobre todo, tal vez, un gesto dedicado a las potencias occidentales, que se habían sentido horrorizadas por el asesinato[841]. Estaba decidida a granjearse su benevolencia, porque supondría una inmensa diferencia para el país y para el trato que ella misma recibiera. El pago anual de la indemnización de los bóxers podía variar de forma considerable, dependiendo de los tipos de cambio, y, con buena voluntad, las potencias extranjeras podían adoptar el método de cálculo que fuera más ventajoso para China. Además, la transformación del imperio necesitaba la cooperación de una comunidad internacional amiga.