Remordimientos (1900-1901)
La última cosa que hizo Cixí antes de huir de la Ciudad Prohibida fue dar a los custodios de los palacios una nota escrita con su sello en la que les decía que solo podrían sacar algo del recinto las personas que llevaran una autorización suya que llevara el mismo sello. Comenzó su viaje preocupada por los tesoros que allí había[784].
Unos días después, se alegró con las tranquilizadoras noticias que dichos custodios le enviaron. En vez de saquear sin sentido o incendiar los edificios, los invasores habían apostado guardias en ellos. Cerraron las pesadas puertas y colocaron carteles dirigidos al ejército de ocupación en los que «se pedía amablemente a los hombres que no dieran patadas a los empleados chinos porque se negaran a abrir las puertas»[785]. Con visible alivio, los custodios informaron a Cixí de que «las tropas extranjeras están guardando la Ciudad Real y todo su contenido […], todos los palacios y los edificios del gobierno están intactos […] Todos los palacios y templos están a salvo»[786].
Los custodios siguieron manteniendo informada a Cixí. Le dijeron que había extranjeros que visitaban la Ciudad Prohibida pero, aparte de un puñado de objetos, las cosas, en general, no las habían tocado. Más tarde, cuando se retiraron las tropas y los custodios hicieron inventario, descubrieron que había desaparecido un número relativamente escaso de objetos valiosos. Las mayores pérdidas las sufrió la cocina real, de la que faltaban 68 artículos de oro y 54 de plata. Aparte de eso, habían robado 40 jarrones y 200 platos y cuencos del almacén de porcelana, pero seguramente ladrones locales, porque habían accedido excavando un túnel en las paredes. El Palacio de Verano, donde se alojaban los italianos y los británicos, se mantuvo como estaba, con daños de poca importancia. (En cambio, las ruinas del Viejo Palacio de Verano, allí al lado, quedaron desnudas por culpa de los habitantes locales, que se introdujeron, desmantelaron todos los edificios que resistían tras el incendio y robaron todo tipo de cosas, desde las vigas hasta los ladrillos). A diferencia de la situación creada bajo el mando de lord Elgin en 1860, en esta ocasión se prohibieron estrictamente los saqueos. Cuando los Mausoleos Occidentales —en los que estaban enterrados varios emperadores Qing— perdieron unas cuantas vasijas ceremoniales de oro, plata y bronce, se presentó una queja ante el embajador francés, y el ejército de dicho país, que se había alojado allí, devolvió las que había cogido.
Lo que sí desapareció fueron lingotes de plata. Hubo robos de millones de taeles en la Ciudad Prohibida y en varios Ministerios, tanto en la capital como en Tianjín, desde donde se los llevaron al extranjero[787]. También hubo pérdidas en hogares acomodados, en los que algunos soldados extranjeros entraron por la fuerza en los primeros momentos de la ocupación exigiendo que les entregaran la plata[788]. Pero esos incidentes no duraron más que unos días, después de los cuales los custodios se reunieron con Robert Hart y este ayudó a impedirlos. Según el informe que los custodios enviaron a Cixí, le dijeron a Hart que «lo más urgente e importante es proteger los templos dinásticos, los Mausoleos Orientales y Occidentales y todos los palacios, incluidas la Ciudad Prohibida y la Ciudad Real; lo siguiente es proteger las vidas de millones de personas». A esto Hart replicó, con cierta ironía: «En Occidente, las vidas de la gente tienen la máxima importancia, y la dinastía va después. Aun así, vuestra petición no es difícil de satisfacer»[789]. Hart sacó dos carteles, uno en varias lenguas extranjeras y otro en chino, y les dijo que hicieran miles de copias y las repartieran por toda la ciudad. El primer cartel prohibía a los soldados extranjeros molestar a la población local. Y el segundo ordenaba a los bóxers y otros bandidos que se fueran a sus casas y reanudaran su vida normal, con la amenaza de «exterminarlos» si desobedecían. La mayoría de los bóxers se dispersó. Cixí escribió a Hart para expresarle su gratitud: «Hace decenios que Su Excelencia entrega su talento a una tierra que no es la suya, y hoy su sincera devoción a ella ha quedado clara para todos. No puedo estar más agradecida»[790].
Unos cuantos bóxers hicieron vanos intentos de resistir frente a los extranjeros. Un oficial aliado recordaba que unos cristianos locales le llevaron hasta el escondite de un grupo con el propósito de que los detuviera: «El lugar estaba bien defendido y se negaban a rendirse. Reunidos alrededor, y armados con hachas, barras de hierro y largas varas, los taimados nativos esperaban en lúgubre silencio el desenlace. Era una escena extraordinaria. Todo estaba callado, objetos y personas […] Una cosa así no ocurre más que una vez en la vida»[791].
Pekín recobró pronto la normalidad y la gente que se había preparado para los «saqueos, incendios, violaciones y matanzas» del ejército vencedor sintió un inmenso alivio. Las informaciones que llegaron a Cixí decían que «no ha habido matanzas»[792] ni incendios provocados(45). No se denunció ninguna violación. Por otra parte, los aristócratas se sentían mortificados cuando los trataban como a gente corriente y les ordenaban que sacaran los cuerpos de las personas asesinadas por los bóxers fuera de Pekín. En la campaña para limpiar la capital, tuvieron asimismo que tirar de carros, como animales llamados a filas, y cualquiera que se resistiera recibía unos azotes de los supervisores extranjeros.
A pesar de todo, los aliados eran una clara mejoría con respecto a los bóxers. Incluso se encargaban de la higiene en las calles, que en aquella época eran un gigantesco retrete público. Las nuevas autoridades ordenaron a todos los tenderos y propietarios de viviendas que limpiaran al instante la zona delante de su puerta. Así se transformaron las calles de Pekín, para gran satisfacción de los residentes y de Cixí cuando volvió a la capital. La costumbre de que cada uno fuera responsable del trozo de calle situado delante de él se convirtió en una política que adoptaron también los futuros gobiernos chinos[793].
Dos meses después de la ocupación de la ciudad, llegó un gran contingente alemán, pese a que la guerra había terminado casi incluso antes de que los soldados salieran de su país. Gracias a las presiones del káiser Guillermo II, el mariscal y conde Von Waldersee fue nombrado comandante en jefe de los aliados. El mariscal soñaba con «volver a casa como el conquistador de China» y enviaba a sus hombres fuera de Pekín en expediciones de castigo durante las que, anotaba, mataban a mucha gente[794]. Eran bóxers y «se merecían su destino»[795], escribió. En una ciudad, los alemanes ejecutaron a seis funcionarios que, según ellos, habían masacrado a unos misioneros. Colocaron la cabeza cortada de uno sobre un poste, al estilo chino pero en una exhibición de fuerza alemana. Al tiempo que sometían a los alrededores de Pekín a una violencia continua, el conde Von Waldersee, en sus informes al káiser, exageraba la gravedad de la destrucción y los saqueos cometidos por los aliados antes de que llegara él, para presentarse como la persona que había restablecido el orden: «Creo que puedo decir que, salvo en unos cuantos casos particulares, no ha habido excesos desde que estoy aquí»[796].
La violencia generada por los alemanes después de la guerra llegó a su fin, mientras el comandante en jefe instalaba su cuartel general en los aposentos de Cixí en el Palacio del Mar. La belleza del lugar cautivó al conde, que pensaba que Pekín, en general, era «la ciudad más sucia del mundo». Escribió en su diario:
Anoche regresé tarde de la ciudad a mi palacio. Nunca en mi vida he visto un cielo estrellado tan hermoso como en esta ocasión. Justo cuando acababa de atravesar el gran patio blanco vacío del Palacio Imperial y llegaba a la orilla del Lago del Loto, se oyeron unos compases de música […] La banda del Primer Regimiento de Infantería del Oriente Asiático estaba tocando en el Palacio de la Isla, donde había estado preso el emperador […] Aquí, dentro de la gran ciudad hereje, sonando sobre los innumerables templos de Buda, me causó una impresión muy poderosa. Permanecí quieto hasta que se desvanecieron las últimas notas[797].
Con cierto sentido del decoro, el conde ordenó que «no utilicemos el dormitorio ni el cuarto de estar de Su Majestad la emperatriz»[798]. Sin embargo, una noche, todo el espléndido edificio creado por Cixí con tanto amor a lo largo de muchos años quedó completamente arrasado. La causa fue un incendio provocado por una gran cocina de hierro que habían instalado los alemanes en la despensa. La destrucción fue desgarradora para Cixí, pero hubo algún consuelo: los daños sufridos por los palacios y por Pekín en su conjunto acabaron siendo mucho menos graves de lo que se temía, cosa que agradeció. A los habitantes del lugar les sorprendió tanto que achacaron el mérito a una cortesana, que aseguró que había convencido al conde Von Waldersee con sus zalamerías en la cama. La mujer, «Más bella que la flor dorada», había ido a Berlín acompañando como consorte a su marido cuando este era embajador de China, en la década de 1880. A su vuelta, y después de que el marido falleciera, ella había reanudado su antigua profesión. Durante la ocupación aliada empleó su pasado y el escaso alemán que había aprendido y consiguió tener gran éxito entre los oficiales alemanes, con quienes se la veía a menudo montando a caballo por las calles de Pekín. Convenció a los de su círculo de que la llevaran al Palacio de Verano, a las habitaciones del conde Von Waldersee, con la esperanza de que se lo presentaran o de, al menos, captar su atención. No está claro si lo logró o no. Pero su afirmación de que había «salvado al pueblo de Pekín» seduciendo al mariscal alemán prendió en la imaginación sentimental popular, y «Más bella que la flor dorada» se convirtió en un nombre conocido, que pasó a la historia, en opinión de muchos, como una especie de heroína trágica[799](46).
El Protocolo Bóxer, el documento que puso fin a la guerra, no se firmó hasta el 7 de septiembre de 1901, un año después de que los aliados entraran en Pekín. Los representantes chinos, el príncipe Ching y el conde Li, no negociaron mucho, sino que esperaron a que las potencias se pusieran de acuerdo sobre lo que iban a exigir a China.
Decidieron no pedir a Cixí responsabilidades por las atrocidades cometidas por los bóxers. En cambio, nombraron como principal culpable al príncipe Duan, el padre del heredero y principal patrocinador de los rebeldes, y le condenaron a muerte, con la condición de que el trono, si lo deseaba, podía perdonarle la vida con la justificación de que era un miembro importante de la familia real. Le enviaron a Xinjiang a cumplir cadena perpetua. Se dictaron condenas de muerte incondicionales para seis nobles y funcionarios, y a otros se los castigó de distintas maneras. El trono envió representantes a Alemania y Japón para expresar sus «remordimientos» por el asesinato de sus diplomáticos. Los Fuertes de Dagu fueron desmantelados. Y se prohibió por ley crear sociedades xenófobas e incorporarse a ellas.
La cláusula que más afectó a la vida de los chinos fue la relativa a la indemnización, que se decidió que fuera de nada menos que 450 millones de taeles, una cifra a la que se llegó sumando todas las reclamaciones de los países involucrados por el coste de sus expediciones militares y el daño sufrido por sus individuos. Estados Unidos dijo que la indemnización «debería ser una cantidad que China pudiera pagar»[800]. Instó a las potencias a que rebajaran sus exigencias y al principio sugirió una suma global de 40 millones. Pero Alemania «no vio motivo para que las potencias debieran mostrar una generosidad excesiva», y casi todos los demás países estuvieron de acuerdo. El conde Von Waldersee escribió que el káiser le había dicho que «había que imponer a los chinos una reparación de guerra lo mayor posible, porque necesitaba con urgencia dinero para la Flota»[801]. No existía ninguna autoridad que examinara la validez de cada reclamación ni un principio común que sirviera de baremo para valorar las cantidades. Cada país tenía la potestad de decidir hasta qué punto debía ser razonable, y muchos no lo fueron. El mayor demandante fue Rusia, cuyo ferrocarril en Manchuria había sufrido el ataque de las turbas y cuyas reclamaciones representaron el 29 por ciento de la indemnización total. Después iba Alemania, con el 20 por ciento; luego Francia y Gran Bretaña, que, después de coincidir en un principio con la sugerencia estadounidense, pronto quisieron más. Les siguió Japón, que mostró una contención relativa en comparación con 1895. El propio Estados Unidos cambió de opinión y al final presentó una demanda que una investigación posterior consideró excesiva[802](47). La suma total de 462.560.614 taeles se redondeó en 450 millones. Como la población china en aquella época ascendía aproximadamente a esa cifra, los chinos creyeron (y siguen creyendo), sin razón, que la suma simbolizaba el castigo a toda la población[803].
Robert Hart y otros alegaron que «el país no tiene capacidad de satisfacerla». Pero algunos insistieron en que sí. El obispo francés Pierre-Marie-Alphonse Favier aseguró «que la Familia Imperial posee un tesoro por valor de 300 millones de marcos». Pero incluso al conde Von Waldersee le pareció fantasiosa esta afirmación: al mirar la Ciudad Prohibida «uno tiene la impresión de una antigua grandeza pero una decadencia gradual». En su informe al káiser dijo: «No puedo creer que una corte que soporta tal estado de deterioro pueda ser dueña de una gran riqueza. No sé dónde podría estar guardado ese tesoro». Una solución propuesta fue que «cada potencia se cobrara la reparación ocupando una porción de territorio chino». El conde Von Waldersee quería «un trozo de Shan-tung [Shandong]». Ese era el sueño del káiser, el que deseaba que cumpliese el conde. Pero otras potencias, en especial Gran Bretaña y Estados Unidos, se opusieron a cualquier partición. El conde Von Waldersee comentó que Estados Unidos «parece querer que nadie obtenga nada de China»[804]. Sarah Conger, esposa del embajador estadounidense, escribió conmovida:
Siento mucha compasión por los chinos […] China pertenece a los chinos y nunca ha querido que hubiera extranjeros en su suelo […] Los chinos parecían dispuestos a hacer innumerables sacrificios para conseguirlo […] Dividir China entre las naciones significaría guerras y un ejército permanente grande y fuerte. El resentimiento de los chinos sería más intenso y más activo, e inyectarían su ponzoña en el extranjero con un veneno aún desconocido[805].
La idea del reparto se abandonó. Entonces algunos países quisieron obligar a China a pedir más préstamos en el extranjero. Robert Hart expresó objeciones: China ya tenía que emplear la cuarta parte de sus ingresos anuales en pagar viejas deudas, y cualquier incremento podía conducirla a la bancarrota. Movidos por la compasión que les despertaba la miseria del pueblo chino, Hart y un grupo de expertos extranjeros se afanaron en encontrar nuevas fuentes de ingresos. Al final, convencieron a las potencias de que aceptaran que China aumentara los aranceles a las importaciones al 5 por ciento (del 3,17 por ciento o menos que cobraba entonces) y de que creara un impuesto sobre importaciones, que hasta entonces estaban exentas: bienes de consumo para los extranjeros, como los vinos, licores y cigarrillos procedentes de Europa[806]. Así, la carga de la indemnización de los bóxers recayó también en parte sobre los occidentales(48). Hart calculaba que los nuevos ingresos podrían recaudar hasta 18 millones de taeles anuales[807].
Cixí pensó también en esta nueva fuente de ingresos y calculó que el aumento de los aranceles generaría alrededor de 20 millones de taeles al año[808]. Elevar los derechos de aduana era un propósito de Pekín desde hacía años, y cuando el conde Li viajó a Estados Unidos en 1896, uno de sus principales objetivos había sido convencer a los Gobiernos occidentales para que estuvieran de acuerdo. En aquella ocasión había fracasado. Esta vez, Cixí dijo a sus negociadores que volvieran a intentarlo y que pidieran ayuda a los británicos. Gran Bretaña era el país que más intereses comerciales poseía en China; si esta iba a la bancarrota, le afectaría. Además, Cixí tenía fe en el sentido de la contención y la moderación de los británicos, y tal vez oyera hablar de la propuesta de Hart. Gran Bretaña y Estados Unidos apoyaron la idea[809]. Daba la impresión de que la emperatriz viuda era tan astuta al juzgar a una nación como al juzgar a una persona. Además, ordenó al príncipe Ching y el conde Li que negociaran unas condiciones de pago adecuadas, para que los nuevos ingresos «bastaran para pagar la indemnización e, incluso aunque no fueran suficientes, la diferencia no fuera demasiado difícil de obtener. Al final, se fijó un plazo de 39 años para hacer el pago, con lo que el abono anual sería de alrededor de 20 millones de taeles[810]. (Además de la indemnización en sí, estaban los intereses).
Los nuevos impuestos pagaron una gran parte de la indemnización de los bóxers y contribuyeron a reducir la carga insoportable impuesta a los chinos. Al hallar esas nuevas fuentes de ingresos, en las que salían perdiendo sobre todo extranjeros y funcionarios corruptos, Robert Hart prestó un servicio incomparable al país. En una carta escrita por aquel entonces, decía que «creo que he sido de cierta utilidad, pero será más fácil verlo después que ahora»[811]. Cixí valoró enormemente su trabajo y le otorgó un título que no había concedido más que a los dos máximos personajes del imperio, el virrey Zhang y el general Yuan: guardián y edecán del príncipe heredero[812]. Y sin embargo, cuando han pasado más de 100 años desde que muriera Cixí, el nombre de Hart no ha recibido ningún reconocimiento del país por el que seguramente hizo más que ningún otro extranjero, y que la mayoría de los nativos. Hoy es un personaje prácticamente desconocido para los chinos, mientras que las reparaciones de la guerra de los bóxers están en todos los libros de texto, constantemente invocadas para condenar a «los imperialistas» y acusar a Cixí de haber empeñado su país.
Estados Unidos ha salido mejor parado que Hart, porque su conducta sí ha obtenido el reconocimiento debido: después de cobrar los pagos durante unos años, perdonó el resto y especificó que el dinero debía invertirse en educación. Eso permitió fundar la principal universidad china, Tsinghua, y que un gran número de jóvenes recibieran becas y pudieran estudiar en América. Estados Unidos fue asimismo el único país que devolvió a China los lingotes de plata de los que se habían apoderado durante la invasión: en 1901, unos soldados estadounidenses capturaron 500.000 taeles en las oficinas del comisario de la Sal en Tianjín, y Estados Unidos devolvió a China su equivalente, 376.300 dólares, seis meses más tarde[813].
Cuando Cixí recibió el borrador del Protocolo Bóxer, a finales de 1900, se sintió «inundada de una multitud de sentimientos», uno de los cuales fue el alivio[814]. Sus mayores temores eran la pérdida de soberanía o que la obligaran a retirarse para afianzar al emperador Guangxu. Ninguna de las dos cosas se hizo realidad. Las demandas no eran del todo irracionales y, en comparación con Shimonoseki, la indemnización no era tan escandalosa. Como consecuencia, y en vista de que los aliados habían protegido bastante los palacios y la capital, Cixí sintió más simpatía por Occidente.
Durante todo su exilio, Cixí había reflexionado sobre los acontecimientos pasados. Se dio cuenta de que sus políticas habían derivado en la guerra y las atrocidades, con cientos de miles de bajas: misioneros y cristianos chinos, bóxers y soldados, y gente corriente. Seguía pensando que «los extranjeros nos habían acosado en exceso» al recordar por qué había empezado a relacionarse con los bóxers; pero reconocía que, «dado que soy la responsable de mi país, no debería haber dejado que las cosas se deteriorasen de forma tan desastrosa. Fue culpa mía. He decepcionado a nuestros ancestros y he decepcionado a nuestro pueblo»[815]. Con este estado de ánimo, a principios del siguiente año, hizo público un decreto que llamó «El decreto del remordimiento» (zi-ze-zhi-zhao). En él decía que había «reflexionado sobre los acontecimientos pasados y me he sentido atravesada por unos sentimientos de vergüenza e indignación por todos los errores cometidos». Condenaba a «la turba cruel e ignorante» que había atacado las misiones cristianas y las legaciones, y expresaba su gratitud por el hecho de que los aliados no hubieran aplicado el ojo por ojo y porque «no han violado nuestra soberanía ni han dividido nuestra tierra». Sobre todo, reflexionaba sobre el daño que ella misma había causado: «La dinastía ha estado al borde del precipicio. Los espíritus de nuestros antepasados han estado desolados y la capital ha quedado arrasada. Miles de familias de eruditos y funcionarios se han quedado sin hogar, y cientos de miles de soldados y civiles están muertos o heridos». Aunque intentaba explicarse y asignar parte de la culpa a otros, como los nobles que habían espoleado a los bóxers, se responsabilizaba sobre todo a sí misma: «¿En qué posición estoy yo para hacer reproches a otros cuando todo lo que me reproche a mí misma es poco?». Su interés era subrayar su «remordimiento por la catástrofe» (hui-huo) que había provocado[816].
Cixí conocía el remordimiento y lo expresó muchas veces. El episodio de los bóxers se convirtió en un suceso trascendental, y en la corte empezó a hablarse de la vida «antes» y la vida «después»[817]. Ella prometió cambiar con auténtica contrición. El 29 de enero de 1901, todavía en Xian, emitió un decreto que fue el comienzo de una nueva fase en su reinado. En esencia, consistía en «aprender de Occidente»: «La emperatriz viuda ordena a su pueblo que solo adoptando lo que tienen de superior los países extranjeros podremos rectificar lo que es deficiente en China». En el pasado había expresado ya sentimientos similares, pero esta vez, el programa de transformación incluía «todos los principios fundamentales que han hecho que los países extranjeros sean ricos y fuertes», y que abarcaban «el poder dinástico, las tradiciones nacionales, los métodos de gobierno, la forma de ganarse la vida, los sistemas educativos, el ejército y los asuntos financieros»[818]. En otro decreto más anunciaba: «Introducir estos cambios es una cuestión de vida o muerte para nuestro país, y da a nuestro pueblo la posibilidad de vivir una vida mejor. El emperador y yo estamos decididos a hacer esos cambios por el bien de nuestra dinastía y por el bien de nuestro pueblo. No hay más remedio»[819].
Sus iniciativas contaron con el apoyo generalizado, a pesar del caos de los bóxers, o quizá por él. La ocupación extranjera de Pekín y Tianjín reveló a la gente del norte, como Hong-Kong y Shanghái habían revelado en el sur, lo que un gobierno de estilo occidental podía lograr y cómo podía mejorar sus vidas. El efecto fue aún mayor en este caso, porque las dos ciudades meridionales eran unas aldeas de pescadores en medio de marismas cuando los europeos las capturaron, a principios de la década de 1840 y poco después de la Guerra del Opio. Por el contrario, Pekín y Tianjín eran ciudades enormes con millones de habitantes y unas amplias castas de mandarines, que ahora pudieron experimentar la vida en un sistema limpio y eficiente. Tianjín se benefició en particular, porque la ocupación duró dos años y los aliados instalaron un Gobierno provisional. La ciudad pasó de ser medieval a ser moderna[820]. Al acabar su mandato, el Gobierno provisional había recaudado 2.758.651 taeles de impuestos y había gastado 2.578.627, con todo justificado, hasta el último penique, y resultados visibles: por primera vez, los residentes tenían agua corriente, tranvías, farolas y teléfonos. La ciudad se limpió de arriba a abajo y se instalaron infraestructuras sanitarias. Los montones de basura empezaron a desaparecer de las calles. Se introdujo algo tan nuevo como los aseos públicos. Y el orden público se garantizó con una policía de tipo occidental(49). Se implantó el consenso de que Occidente era un modelo deseable[821]. El virrey Zhang, el reformista más destacado, comentó:
A diferencia de hace 30 años, la gente hoy admira la riqueza de Occidente y lamenta la pobreza de China; se queda asombrada ante el poder de los ejércitos occidentales y desprecia la cobardía de las tropas imperiales; agradece la imparcialidad y comodidad de las Aduanas [bajo el mando de Robert Hart] y detesta el ansia culpabilizadora de los recaudadores chinos; elogia el gobierno ordenado de las ciudades administradas por occidentales y aborrece el acoso de nuestros funcionarios, altos y bajos[822].
Los virreyes provinciales dieron todo su apoyo a Cixí, igual que los reformistas que ocupaban ahora la administración central, después de que los nobles xenófobos hubieran caído en desgracia o hubieran quedado marginados. Aunque todavía había reaccionarios y algunos que odiaban a Occidente, al menos estaban callados y no se atrevían a sabotearla. W. A. P. Martin, el misionero estadounidense que vivió varios decenios en China, sintió entonces que «el espíritu de la reforma estaba extendido por el país, y el corazón de la gente estaba con ella»[823].
Los Gobiernos occidentales reconocieron a Cixí como líder indiscutible y empezaron a pensar que era alguien «a la altura de Catalina de Rusia e Isabel de Inglaterra, las reinas egipcias Hatshepsut y Cleopatra, una de las grandes mujeres gobernantes de la historia»[824]. Decidieron cooperar con ella. Estimulada por este respaldo tan amplio, Cixí emprendió un cambio tan enorme y profundo en los años siguientes que merece ser denominado como «la verdadera revolución de la China moderna»[825].