Huida (1900-1901)
Con el cabello sujeto en un moño y una túnica informal de algodón azul que solía llevar en casa, Cixí emprendió la huida en un carro tirado por mulas. El verano estaba en su apogeo y las ropas que llevaba se le pegaban al cuerpo. Los animales sudorosos y su cargamento atraían enjambres de moscas y otros insectos. Pronto empezó a llover y, aunque no se empapó tanto como las aproximadamente mil personas de su comitiva que avanzaban a pie o a caballo sobre el barro y sin protección, el carro se tambaleaba con violencia y la sacudía de un lado a otro. Después alguien encontró una silla llevada por dos mulas, una delante y otra detrás, y pudo ir un poco más cómoda, pero la silla también se balanceaba con los baches del camino. Al atravesar un río desbordado en el que no había puente, sus guardias levantaron la silla por debajo. La corriente era muy rápida y estuvo a punto de acabar arrastrada por el agua.
Huía en dirección al oeste, hacia el interior. Delante de ella tenía un páramo de pueblos y aldeas en llamas, saqueados por los bóxers y el ejército imperial derrotado. Apenas quedaban una puerta o una ventana intactas, y las paredes mostraban las cicatrices de las balas. No se veía a un solo habitante. Tenía una sed insoportable, pero cuando los eunucos se acercaron a sacar agua de un pozo, encontraron cabezas humanas flotando en él. Así que tuvo que masticar tallos de plantas para aprovechar su humedad. Por mucha hambre que tuviera, no había comida. Y tampoco había un lecho en el que dormir. El emperador y ella pasaron la primera noche sentados en un banco con las espaldas apoyadas una contra la otra, contemplando el techo. Cerca del amanecer, el suelo empezó a desprender una humedad helada que pareció penetrarle en los huesos. Famosa por su resistencia al frío, descubrió que a sus 64 años le resultaba difícil soportarlo, tal como contaría más tarde. La segunda noche, el emperador durmió en una mezquita, encima de una alfombrilla de oración, y le hicieron de almohada un recogedor de mimbre y una escoba sin mango, envueltos en una funda de sillón gris. Por la mañana, Su Majestad hizo un rollo con su cama y lo llevó apretado contra el pecho, sin fiarse de dárselo a los eunucos. Estos, en muchos casos, se quedaron rezagados y se escaparon: no estaban acostumbrados a andar largas distancias por carreteras rurales llenas de piedras con sus zapatos de suela de algodón, que, empapados de barro, hacían que cada paso fuera una tortura.
El emperador, que guardaba también con celo su pipa de agua de oro puro, iba vestido con una fina túnica de seda y tiritaba de forma incontrolable en cuanto se ponía el sol y caía la temperatura. Lianying, el eunuco jefe, ofreció a Su Majestad su chaqueta acolchada y se la dio de rodillas mientras le caían las lágrimas por las mejillas. Más tarde, el emperador diría que sin Lianying no habría sobrevivido al viaje, y le estuvo eternamente agradecido. A partir de entonces, trató al eunuco como a un amigo[757].
Después de dos días y dos noches de pesadilla, Cixí llegó a una ciudad cuyo jefe local estaba aún en su puesto y pudo recibirla. El jefe del condado Woo Yong había sido informado de su llegada en una nota escrita en un pedazo de papel sucio y arrugado, sin ningún tipo de sobre. La nota contenía una larga lista de miembros de la corte a los que se ordenaba que atendiera, y que lo hiciera con todos los lujos. Para mantener la pompa imperial, debía ofrecer un Banquete Completo de Platos Manchúes y Han (man-han-quan-xi) a la emperatriz viuda y el emperador. Después debía servir un Festín de Primera Categoría a cada uno de los príncipes y nobles, una docena en total. La nota decía que no se sabía con exactitud el número de funcionarios y criados y que debía preparar toda la comida y todo el alimento para caballos que pudiera. Era una orden difícil de cumplir en una ciudad de provincias que los bóxers y los soldados habían dejado vacía. El equipo de Woo le aconsejó que ignorara el papel y fingiera no haberlo recibido, o que se fuera por las buenas, como otros funcionarios a lo largo de la ruta real. Pero Woo era un súbdito leal y bondadoso, así que, en vez de desechar las ridículas demandas, se afanó para cumplirlas de la mejor manera posible.
Pero incluso el mejor esfuerzo del jefe de condado Woo fue patético. Su cocinero había reunido algunos alimentos, pero de camino a la cocina le asaltaron unos soldados del ejército en retirada, que se llevaron el burro que transportaba las provisiones. Cuando el cocinero se resistió, le rajaron el brazo derecho. Al final consiguió hacer tres woks de brotes de soja y papilla de mijo, pero dos los devoraron unos soldados hambrientos que, a regañadientes, les dejaron uno a los miembros de la comitiva real. Woo colocó vigías alrededor del wok que quedaba, dispuestos a abrir fuego contra cualquiera que se acercase.
Entonces preparó una habitación en una posada desierta para que descansara la emperatriz viuda, y logró poner cojines sobre las sillas y cortinas en las puertas, e incluso pinturas en las paredes y algún adorno en las mesas. Cuando Cixí llegó y vio aquel lujo y al jefe de condado postrado en el suelo, rompió a llorar. En medio de grandes sollozos, le dijo a Woo que nunca había creído que las cosas fueran a estar tan mal. Después de describir las miserias del viaje, se iluminó al oír hablar de los brotes de soja y la papilla de mijo, y estaba a punto de pedir que le llevaran la comida cuando se acordó del emperador y dijo a Lianying que llevara al jefe de condado a saludar a Su Majestad. Woo era un hombre andrajoso, que iba sin afeitar y sin lavar, vestido con una vieja chaqueta acolchada que le estaba grande. El emperador Guangxu no dijo una palabra y Woo se retiró para ir a buscar los platos. Entonces se descubrió que se había olvidado de los palillos, así que Cixí dijo a los criados que llevaran unos cuantos tallos de sorgo. Cuando Woo salía de la habitación, oyó a Sus Majestades sorber con ansia la comida. Al cabo de un rato salió Lianying y levantó el pulgar, mientras decía que la emperatriz viuda estaba muy satisfecha. También dijo que «la Vieja Buda» soñaba con un huevo. Woo buscó en toda la ciudad y, por fin, encontró cinco huevos en un cajón vacío dentro de una tienda abandonada. Encendió un fuego y coció los huevos él mismo, y los sirvió en un cuenco rudimentario con un poco de sal. Lianying se los llevó a Cixí y, al volver varios minutos después, le dijo a Woo con una sonrisa: «A la Vieja Buda le han encantado. Se ha comido tres y le ha dejado dos al Maestro de los Diez Mil Años. Nadie más los ha tocado. Es una buena noticia. Pero ahora a la Vieja Buda le encantaría poder fumar su pipa de agua. ¿Crees que podrías encontrar cerillas?». Woo improvisó enrollando un poco de papel en el alféizar. Poco después, la emperatriz viuda salió de la habitación a la terraza y abrió ella misma la cortina de la puerta (una tarea que siempre hacían criados). También se encendió ella misma la pipa y empezó a chupar, la imagen de la perfecta satisfacción[758].
Al mirar a su alrededor vio a Woo y se dirigió a él, lo cual obligó al jefe de condado a arrodillarse en el patio embarrado. Le preguntó si podía encontrarle alguna ropa. Woo dijo que su esposa había fallecido y que toda su ropa estaba en Pekín, pero que tenía alguna prenda que había dejado su madre, «si a la emperatriz viuda no le importa su falta de elegancia». Cixí respondió: «Cualquier cosa que me ayude a calentarme. Por cierto, sería estupendo que pudiera encontrar también ropas para el emperador y las princesas, que tampoco han traído mudas». Woo fue a su casa y abrió el baúl de su difunta madre. Encontró un abrigo de lana para la emperatriz viuda, un largo chaleco para el emperador y unas cuantas túnicas para las princesas. A su cuñada le cogió un juego de tocador, que tenía un espejo, un peine y polvos para la cara. Hizo un gran fardo con todo y se lo dio a un eunuco. Más tarde, cuando los miembros de la familia real salieron de sus aposentos, iban todos vestidos con las ropas de la familia de Woo. Fue la primera vez que se vio a Cixí vestida con prendas típicas de los han[759].
El grupo imperial permaneció en la ciudad del jefe de condado Woo dos noches. Cixí se enteró por él de que los bóxers, además de destruir su condado, habían estado a punto de matarle en el tiempo que habían ocupado la ciudad. En una ocasión lo habían apresado y le habían dicho que querían estar seguros de que no era un «peludo secundario». El veredicto, por suerte favorable, dependió de que las cenizas de un papel que quemaron fueran hacia arriba o hacia abajo. Otra vez interceptaron una carta que había escrito a un buen amigo suyo en la que se quejaba de los bóxers, y solo escapó al castigo porque negó con vehemencia ser el autor. El caso más reciente se había producido cuando intentaba salir de la ciudad para recibir al grupo real y los bóxers se habían negado a abrir la puerta y se habían burlado: «¡Están huyendo y no merecen estar en el trono!». Pero sintieron miedo de la Guardia Pretoriana que se acercaba y salieron corriendo.
Aunque el jefe de condado Woo veía con malos ojos el respaldo que daba la emperatriz viuda a los bóxers, con toda lealtad le encontró una silla de manos y otra para el emperador Guangxu. Cixí se llevó a Woo cuando se fue y le nombró administrador para el resto del viaje. Le dijo: «Has hecho muy buen trabajo y estoy profundamente agradecida. No olvidaré tu lealtad y te mostraré mi gratitud. El emperador y yo sabemos lo difícil que te va a resultar hacerte cargo de la intendencia […] No se nos ocurrirá mostrarnos difíciles ni exigentes. Por favor, no te preocupes y no tengas recelos». Estas palabras llenaron de lágrimas los ojos de Woo, que se quitó el sombrero y tocó el suelo con la frente. Entonces Cixí le preguntó en tono amable: «Ese cocinero tuyo, Zhou Fu, es verdaderamente bueno. Los fideos que acaba de servir están deliciosos, y el cerdo salteado es muy sabroso. Estoy pensando en llevarlo conmigo de viaje, pero me pregunto si estaría dispuesto». Ante esta orden expresada con tanta delicadeza, Woo, por supuesto, contestó que sí en nombre del cocinero, y añadió que era un honor para él también. Después de quedarse sin cocinero, esa noche tuvo que cenar en casa de un amigo. Cixí ascendió al cocinero a la cocina real y le dio un título impresionante.
La emperatriz viuda había huido de la capital y los aliados occidentales la ocuparon. Las defensas chinas estaban desintegradas, pero el poder de Cixí no se derrumbó como casi todos creían. En plena huida y en un estado lamentable, demostró que seguía siendo la líder suprema. Los testigos que la veían subir al carro decían que parecía que estaba subiéndose al trono imperial[760]. A partir de entonces, cada lugar en el que estaba se convertía en el centro neurálgico del imperio. Las órdenes que enviaba a las provincias, con el mismo lenguaje y el mismo tono de siempre, transmitían una autoridad absoluta. Hasta ella llegaban informes de toda China. Pedía tropas para escoltar al grupo real y los soldados acudían lo más deprisa que les permitían sus caballos o sus piernas. Pedía dinero, alimentos y transporte, y le llegaban enseguida y en abundancia. Estuvo bien provista durante el resto del viaje, que abarcó más de 1.000 kilómetros y duró más de dos meses[761]. A finales de octubre, en el oeste de China, cuando estaba estableciéndose en la antigua ciudad de Xian, capital de más de una docena de dinastías chinas desde 1100 a. C., recibió más de seis millones de taeles de todo el imperio[762]. Cuando la corte regresó a Pekín un año más tarde, hubo que cargar 2.000 carros con regalos y documentos[763]. Esta milagrosa exhibición de lealtad en una crisis sin precedentes contribuyó enormemente a la estabilidad general del imperio, enraizada en una profunda fe de la población, los líderes comunitarios y los jefes provinciales en la emperatriz viuda, una fe más fuerte que sus recientes decepciones.
El hecho de que siguiera viva y claramente al mando cortó las alas a quienes estaban pensando en abandonar el barco. Un ejemplo fue el relacionado con la suerte de su bestia negra, sir Yinhuan. Cuando Cixí ordenó al gobernador de Xinjiang, donde sir Yinhuan estaba exiliado, que le ejecutara, el gobernador no obedeció. Prefirió guardarse las espaldas, porque los invasores avanzaban hacia Pekín y sir Yinhuan era amigo de ellos. La orden se llevó a cabo 50 días más tarde, el 20 de agosto, cuando el gobernador se enteró de que Cixí había huido de la capital y estaba a salvo[764].
Saber que ella seguía teniendo las riendas y su Gobierno no había caído hizo cambiar de opinión al virrey Zhang, que renunció a su plan de instaurar un régimen independiente en Nankín. Las personas con las que contaba para formar su nuevo Gobierno —pero a las que, en realidad, no había contado su plan— reafirmaron su fidelidad a Cixí. El conde Li fue de Shanghái a Pekín para ser negociador en su nombre. Y, cuando los británicos se dirigieron al virrey Liu Kunyi, su colega más cercano, para decirle que Londres aspiraba a que el virrey Zhang y él tomaran el poder y negociaran con los aliados, Liu se quedó horrorizado. Envió un telegrama al virrey Zhang para preguntarle si había recibido el mismo y extraño mensaje. Y le recordó que el hombre con el que debían negociar los británicos era el conde Li, que recibía instrucciones directas de la emperatriz viuda[765]. De modo que, mientras Tokio seguía hablando de «establecer un nuevo Gobierno», con la implicación de que habría un puesto importante para él, el virrey Zhang tuvo un ataque de pánico y despachó un mensaje subrayado con un «mil veces urgente» a su representante en Japón y le dijo que «detuviera esto a cualquier costa». Al día siguiente envió otro en el que explicaba que cualquier acción así ahora «encendería indudablemente la chispa de las luchas internas y sumiría a toda China en una guerra caótica»[766].
Zhang presionó a las potencias occidentales para proteger a Cixí. En realidad, la seguridad de la emperatriz había sido siempre una de sus prioridades, incluso cuando pensaba en formar un nuevo Gobierno. El virrey Liu y él se lo habían dicho al cónsul general británico en Shanghái, Peiham L. Warren, que informó a lord Salisbury de que «a menos que se garantice que su persona vaya a estar protegida, no podrán llevar a la práctica el acuerdo de neutralidad» (que habían firmado los virreyes con las potencias y por el que prometían mantener la paz y proteger a los extranjeros en sus provincias). Cuando Zhang se enteró de que las tropas aliadas habían entrado en Pekín, repitió su exigencia de que Cixí no sufriera «la más mínima alarma». Y cuando supo que Cixí había huido, telegrafió al embajador chino en Londres para pedirle que fuera a ver a lord Salisbury y exigiera «las mismas garantías otra vez»[767].
El apoyo inequívoco de los virreyes a Cixí acabó con las esperanzas occidentales de perseguirla y derrocarla. Muchos eran partidarios de sustituirla por el emperador Guangxu. Sir Claude MacDonald, el embajador británico, era uno de ellos. Pero lord Salisbury se lo desaconsejó: «Existe gran riesgo de una expedición larga y costosa que, al final, no tendría éxito». El primer ministro rechazó la idea de una ocupación conjunta del territorio conquistado: «El intento de asumir el mantenimiento del orden en el norte de China sería inútil incluso aunque estuviéramos solos. Y ahora, como sin duda provocaría un choque entre nosotros y nuestros aliados, no podría más que acabar en desastre»[768]. Ninguna ocupación podía prosperar sin un colaborador chino de alto rango. Sin embargo, las potencias se dieron cuenta de que los chinos más importantes «se alineaban como un solo hombre»[769] en el bando de la emperatriz viuda. Habían creído que «el imperio estaba en manos de los virreyes», que se oponían con furia a Cixí, pero a la hora de la verdad, descubrieron que aquellos hombres seguían cautivados por ella. Ninguno estaba dispuesto a dar un paso al frente y desafiarla. Su muerte provocaría la guerra civil, que, para los occidentales, significaría sobre todo el derrumbe del comercio, el impago de los préstamos y la aparición de más bóxers. Por eso, debido a todos estos motivos, los aliados decidieron no perseguir a la emperatriz viuda. El 26 de octubre de 1900, convencida de estar a salvo, Cixí estableció su residencia en Xian. Sus representantes, el príncipe Ching y el conde Li, iniciaron las negociaciones con las potencias.
Mientras tanto, el virrey Zhang, el único hombre del régimen que había pensado en la posibilidad de sustituir a Cixí y había pedido ayuda a las potencias extranjeras estaba deseando darle una explicación. Por las advertencias que ella le había hecho llegar, Zhang sabía que Cixí estaba al tanto de sus maquinaciones, que muchos monarcas podrían considerar una traición. Aunque no le castigó, él supuso que no debía de estar contenta. Quería explicarse en persona y decirle que no había sido más que un plan de contingencia por si caía su Gobierno, y que nunca había pretendido derrocarla. Le escribió para pedir una audiencia, con la excusa de que hacía mucho más de 10 años que no veía a Su Majestad y, lleno de arrepentimiento y sensación de culpabilidad, anhelaba ir a algún lugar de la ruta adelantándose a ella para «recibir a Vuestra Majestad de rodillas». La respuesta de Cixí fue un brusco «No necesitas venir». Su enojo era muy visible. Entonces el virrey pidió a un estrecho colaborador que intercediera en su nombre cuando tuviera una audiencia con Cixí. El virrey «no ha visto a Vuestra Majestad desde hace 18 años —dijo el hombre llegado el momento— y, desde el viaje de Vuestra Majestad al oeste, ha estado tan preocupado e inquieto por Vuestra Majestad y os ha echado tanto de menos que no ha podido comer ni dormir como es debido. ¿Puedo preguntar por qué Vuestra Majestad se niega a recibirle?». Cixí ofreció un pretexto: «No puede dejar su puesto por ahora porque la situación no se ha tranquilizado del todo», y prometió «llamarle a Pekín cuando volvamos». Sin embargo, cuando logró regresar a la capital, a principios de 1902, encontró otra excusa y volvió a aplazar la audiencia. Un año después, el virrey no quiso esperar más y escribió para anunciar que iba a ir a Pekín en la primavera de 1903, en cualquier caso, porque entonces estaría libre de obligaciones y necesitaba ver a Su Majestad, a quien llevaba «veinte años echando de menos». Esta vez recibió una sola frase afirmativa: «Puedes venir a una audiencia»[770].
En mayo de ese año, el virrey Zhang llegó a Pekín y por fin tuvo su encuentro. Según el secretario del Gran Consejo que le acompañó en el Palacio de Verano y los eunucos que estaban fuera del salón de audiencias, Cixí y él no se dijeron prácticamente nada. En cuanto entró, ella rompió a llorar y él también. Cixí sollozó sin parar y no le hizo ninguna pregunta, así que Zhang no pudo decir nada. El protocolo dictaba que el funcionario solo podía hablar cuando el monarca le dirigía la palabra. Y Cixí no dio al virrey Zhang ninguna oportunidad para abrir la boca. Sollozaron un rato y luego Cixí le dijo que se fuera a «descansar», y entonces él se retiró. El silencio fue deliberado. Cixí pensó que de lo que había hecho el virrey más valía no hablar. Mencionarlo y tratar de explicarlo no habría servido más que para alterarla e irritarla; ya había decidido aceptar sus acciones, cuyo motivo le parecía decente. Además, demostró a Zhang que no le guardaba rencor cuando, al día siguiente, le envió un cuadro pintado por ella misma, de un pino, símbolo de la rectitud, al lado de una planta, zi-zhi, con la que solía compararse a un hombre de integridad y prudencia. El significado era elocuente y el virrey se sintió contento y aliviado. Se puso a escribir al instante: «Como un árbol viejo y marchito, tocado por los vientos más clementes, / de la noche a la mañana, el color negro volvió al pelo gris de mis sienes»[771].
El virrey Zhang compuso 15 poemas de gratitud similares. En ellos hablaba de sus momentos con la emperatriz viuda y anotaba todos los objetos que recibía de ella: platos de su mesa, frutos de sus huertos, sedas cautivadoras, brocados y un largo collar de coral que llevaba en las ocasiones oficiales, etcétera. Un día, en su presencia, le llevaron unos melones dulces cultivados en los terrenos del palacio. Cixí dijo que no eran suficientemente bellos y envió a los criados a la ciudad para buscar otros mejores. Otro día, Zhang oyó decir a un funcionario que la emperatriz viuda le había comparado con una gran figura histórica que había sido el pilar de su dinastía. Esas «palabras celestiales», escribió, le causaron un frenesí de agradecimiento y le volvieron más humilde y más devoto que nunca. Cuando abandonó Pekín, Cixí le dio varios regalos de despedida, incluidos 5.000 taeles de plata, que él utilizó para poner en marcha una escuela moderna. Al llegar a casa, estaban esperándole otros tres lotes de regalos de ella. El virrey se sintió abrumado y escribió un nuevo poema[772].
Así conquistaba Cixí los corazones de sus súbditos y se granjeaba una lealtad extraordinaria. Cuando huyó de Pekín en 1900, otro devoto seguidor, Junglu, decidió llevar un ejército en otra dirección para atraer a posibles perseguidores[773]. Entre los que se ofrecieron a hacer de señuelos estaba Chongqi, el padre de la fallecida nuera de Cixí. Al ver que no aparecía ningún perseguidor, desesperado por no poder hacer nada más para ayudar, Chongqi se ahorcó con el cinturón de su túnica y dejó unas frases conmovedoras: «Me temo que soy incapaz de prestar servicio al trono. No puedo ofrecer más que mi vida, y mi vida ofrezco». Cuando los aliados entraron en la capital, su mujer hizo cavar dos grandes pozos en la casa, ordenó a toda la familia, niños incluidos, que se metieran en ellos y se sentaran de manera ordenada, y mandó a los criados que los llenaran de tierra y los enterraran vivos. Los criados se negaron y salieron huyendo, horrorizados, y entonces su hijo prendió fuego a la casa, un incendio en el que murieron los 13 miembros de la familia[774]. No fue un caso excepcional. Docenas de familias se suicidaron quemando sus casas, además de las personas que se ahogaron o se ahorcaron[775](44).
Cixí tenía también enemigos encarnizados, que vieron su oportunidad en 1900. Kang El Zorro Salvaje se propuso reunir un ejército y ocupar varias ciudades importantes, con armas que le suministró Japón. En su empresa participaron muchos japoneses, mientras que él permaneció al otro lado del mar. Se formó un escuadrón de asesinos, compuesto por más de 30 piratas. Reclutados en la costa meridional, alrededor de Hong-Kong, lo encabezaba un japonés y estaba preparado para ir al norte con dos propósitos: asesinar a Cixí y reponer al emperador Guangxu[776]. Los hombres de El Zorro Salvaje, que tenían la esperanza de convencer a Gran Bretaña y otras potencias para que les ayudaran a alcanzar su objetivo, escribieron al cónsul general en Shanghái, Peiham L. Warren, diciendo, según telegrafió después Warren a lord Salisbury, «que si no se restablecía al emperador en el trono, estaban preparados para agitar a las Sociedades Secretas de todo el país con el fin de obligar a las potencias extranjeras a intervenir. En esta comunicación se dio a entender que las revueltas populares, que consideraban inevitables, infligirían grandes daños al comercio exterior, y […] que había que prever la destrucción de propiedades de los misioneros»[777]. Evidentemente, un argumento así no iba a ser convincente. Solo sirvió para confirmar a los británicos que las fuerzas de Kang eran tan malas como los bóxers. Gran Bretaña, como era de esperar, no les apoyó. El Zorro Salvaje soñaba con que fueran a recogerle en un barco de guerra británico y lo llevaran protegido hasta Pekín. Pero el sueño se estrelló. Al contrario, las potencias ofrecieron todo su respaldo al virrey Zhang cuando detuvo a los hombres de Kang, que se habían agrupado en su territorio, Wuhán, en el momento de comenzar la revuelta. Gran Bretaña apoyó al virrey cuando ejecutó a los principales rebeldes, como informó el representante británico en la zona a Warren (que a su vez envió el telegrama a lord Salisbury):
La paz del Yang-tsze [sic], por lo demás segura, está amenazada por el partido de la reforma [el grupo de Kang], que está fomentando una rebelión; ellos deducen que cuentan con nuestro apoyo […] Han introducido armas y municiones de Japón, y han colgado Proclamaciones incendiarias en todas partes. Ya no se trata de reforma, sino de anarquía y pillaje. Hay muchos japoneses entre los cómplices de Kang. El virrey [Zhang] solicita que se reúna usted en secreto con el cónsul general japonés [para impedir la participación de japoneses][778].
Tokio mandaba en el campo de Kang. A Japón no le interesaba la desaparición de la emperatriz viuda ni que hubiera luchas internas en China en aquel momento, cuando estaban los ejércitos de otras potencias en suelo chino con sus propias ambiciones territoriales. El jefe del escuadrón de asesinos se retiró alegando enfermedad y fue sustituido por un chino, Shen Jin. Pero antes de que se pusiera en marcha, la rebelión de Kang se vino abajo.
También esperaba aprovecharse de los problemas de Cixí uno de los primeros defensores del republicanismo, Sun Yat-sen. Era un cantonés de bigote oscuro que se había quitado la coleta y la vestimenta china hacía mucho tiempo y llevaba ropa y cabello al estilo europeo, y su empeño era derrocar a la dinastía Qing por la fuerza. En 1895, tras la desastrosa guerra con Japón, inició una revuelta armada en Cantón. Fracasó, pero sirvió para que su nombre llegara a la corte. Huyó al extranjero, a Londres, donde los chinos le capturaron y mantuvieron retenido en su legación de Portland Place. El Gobierno británico, que se negó a conceder su extradición, intervino y obtuvo su puesta en libertad. Más tarde, en Japón, intentó colaborar con Kang El Zorro Salvaje, pero este se negó a tener nada que ver con él. Sin desanimarse, Sun trabajó con tesón para alcanzar su ideal republicano a través de la insurrección armada y adquirió un buen número de seguidores japoneses. En 1900, según uno de sus camaradas japoneses que informaba a Tokio, el plan de Sun era arrebatar seis provincias de la costa sur y «fundar una República, antes de expandirse gradualmente a las 18 provincias de China, derrocar a los Aisin-Gioro y establecer por fin una República de la Gran Asia Oriental»[779]. A pesar de sus coqueteos con Japón, ellos no le ofrecieron más que un apoyo intermitente y limitado, de modo que Sun no llegó a ninguna parte.
La emperatriz viuda, exiliada en Xian, siguió siendo la líder inquebrantable de China. Y supo utilizar su huida en beneficio propio. A veces se ponía a llorar cuando recibía a sus funcionarios. Daba una imagen de vulnerabilidad que hacía que los hombres se sintieran protectores y comprensivos, felices de estar a la altura de las circunstancias y ayudar a una mujer necesitada[780]. Sin embargo, cualquiera que se pasara de la raya se encontraba con una persona muy distinta, como comprobó el jefe de condado Woo. Como él le había prestado un servicio crucial en sus momentos más difíciles y Cixí nunca olvidaba un favor, recibió un trato de intimidad, hasta tal punto que se atrevió a ofrecerle consejo. Un día, le dijo que no debería haber ejecutado a los funcionarios antes de huir, en especial al antiguo embajador en Berlín, Jingcheng, el hombre que, cosa que el jefe de condado no sabía, había dado a los alemanes unos consejos fundamentales que habían dañado de forma indescriptible a China. «En mitad de una frase, de pronto, el rostro de la emperatriz viuda se puso serio y sus ojos empezaron a disparar puñales, y con la mandíbula apretada y las venas de la frente hinchadas empezó a rechinar los dientes y a sisear con voz indignada». Le dijo a Woo que su crítica era injusta y nacida del desconocimiento de la verdadera historia. «Nunca había visto a la emperatriz viuda furiosa, y de repente su ira cayó sobre mí y me aterrorizó hasta lo más hondo». Woo sintió que «me caía el sudor por la espalda». Hizo una reverencia y pidió perdón, y «la emperatriz viuda se tranquilizó, y en un instante todas sus expresiones de enfado desaparecieron, y volvió a tener el rostro relajado y radiante». El cambio fue como si «de la mayor tormenta de truenos y rayos se pasara a un cielo completamente azul en un abrir y cerrar de ojos y sin dejar huella». El jefe de condado señaló que no se imaginaba que «la furia de la emperatriz viuda tenía tanta fuerza. La gente decía que a grandes personajes como el marqués Zeng y el conde Li les sobrecogía tanto la emperatriz viuda que perdían la compostura en su presencia. Ahora lo creo»[781]. Cixí tenía el don de inspirar al mismo tiempo sentimientos protectores y miedo, pero no odio.
En el exilio y en un entorno menos rígido, más personas tenían acceso a Cixí y al emperador Guangxu, y siempre les impresionaba el contraste entre los dos. Las dificultades del largo viaje no dejaron en ella ninguna señal de fatiga ni fragilidad, mientras que su hijo adoptivo parecía siempre al borde del colapso. En las audiencias, sentados uno junto a la otra, el emperador siempre permanecía callado, por largo e incómodo que resultara el silencio, hasta que Cixí se volvía hacia él: «Vuestra majestad, haced alguna pregunta». E incluso entonces, no solía hacer más que dos o tres: «¿Está todo bien fuera?», «¿Es buena la cosecha?». El jefe de condado Woo, que le vio muchas veces, recordaba que solo hacía esas dos preguntas idénticas. «Tenía una voz de lo más diminuta, como el zumbido de una mosca o un mosquito. Casi no se oía lo que decía». En cambio, observaba Woo, «la emperatriz viuda hablaba con gran elocuencia, citaba fácilmente relatos clásicos y al mismo tiempo tenía los pies en la tierra y conocía las costumbres de la gente y la sociedad. Era capaz de leer el pensamiento con solo unas palabras, por lo que los nobles tenían miedo de ella. Con una emperatriz viuda tan lista y tan fuerte, y un emperador tan extraño y débil, se comprendía que ella le tuviera dominado»[782]. Al final, los funcionarios que anotaban lo sucedido en sus audiencias solían referirse a Cixí como Shang (la monarca), una designación que normalmente solo se empleaba para el emperador. Cixí se daba perfecta cuenta de cómo había cambiado su situación. En Xian, para las audiencias oficiales, hizo que le instalaran un trono por detrás y por encima del del emperador, de forma que parecía que era literalmente superior a él. Al regreso a Pekín, Cixí empezó a sentarse en un trono situado en el centro durante las audiencias, mientras que el emperador Guangxu se sentaba más abajo y a la izquierda[783].
La dura experiencia de la invasión, en vez de debilitar la autoridad de Cixí, la reforzó y le dio una nueva sensación de seguridad y confianza.