Luchando hasta el amargo final (1900)
Después de que Cixí declarase la guerra, los bóxers obtuvieron estatus legal y se organizaron bajo el mando de príncipes que simpatizaban con ellos. En la capital había un cuarto de millón, y el príncipe Duan estaba a cargo de todos. Se constituyeron en unas 1.400 ligas, cada una aproximadamente de 200 miembros[715]. Más de 100.000 participaron junto al ejército regular en la defensa de la carretera a Pekín contra una fuerza internacional de más de 20.000 efectivos. El ejército regular estaba entrenado por occidentales y disponía de armas modernas. Con sus uniformes de tipo occidental, los bóxers, que ahora eran sus camaradas, los habían llamado «Peludos secundarios». Sarah Conger, la esposa del embajador estadounidense, recordaba: «Los bóxers y los soldados unidos formaban un fuerte ejército […] Los extranjeros que conocen a los chinos mejor y desde hace más tiempo dicen que nunca han visto algo así en su carácter […] Las batallas en Tientsin [Tianjín] fueron terroríficas. Los chinos mostraron un valor inimaginable para quienes mejor les conocen. Estaban decididos, lucharon con valentía y sometieron a los ejércitos extranjeros a una dura prueba»[716]. El reverendo Arthur H. Smith escribió: «No cabe duda de que los ejércitos chinos […] luchaban con una desesperación que no había tenido parangón en la guerra con Japón»[717].
Cixí anunció su gratitud a los bóxers y los recompensó con plata de la corte[718]. Abrió los almacenes en los que se guardaban las viejas armas del ejército regular, que tenía ahora otras más nuevas, y ordenó distribuirlas entre ellos. Equipados con esas armas primitivas y con sus cuchillos y lanzas todavía más primitivos, los bóxers se lanzaron contra la tecnología moderna con un fanatismo desenfrenado[719]. Uno de sus adversarios escribió: «Venían despacio, gritando, con las espadas y las picas relucientes al sol, para caer derribados, filas enteras de una vez, por el fuego de los fusiles y las ametralladoras»[720]. Los jefes que creían en sus poderes sobrenaturales morían los primeros. Un soldado británico describió esta escena: «Un jefe bóxer bien vestido vino solo e impresionante hacia el puente de barcazas delante de la infantería rusa […] Ondeó su fajín y llevó a cabo su ceremonial, pero por supuesto se convirtió en un cadáver en cuestión de segundos»[721].
Al ver derrotadas las facultades mágicas de sus líderes, algunos bóxers pensaron que los extranjeros debían de tener poderes misteriosos y trataron de obstruirles el paso apestándoles, que era una antigua estrategia. Colocaron montones de heces nocturnas y unas vendas quitadas de pies de mujeres —las dos cosas que se consideraban más malolientes— en las almenas de las murallas de la ciudad, con la vana esperanza de que los extranjeros retrocedieran ante el olor[722]. Cixí también cayó en la irracionalidad más absoluta. Emitió dos edictos en los que pedía a un monje budista, del que se decía que era capaz de hacer milagros mediante la oración, que fuera al frente a ayudar a repeler los barcos de guerra[723]. Como los soldados aliados siguieron llegando, quedó claro que ninguna magia, peste ni intervención divina iba a poder contra ellos.
A medida que eran más importantes para el esfuerzo de guerra, los bóxers se descontrolaban. Hacían lo que les resultaba más natural: saquear y arrasar las ciudades y los pueblos que estaban a su merced. Se calculó que las pérdidas en una calle acomodada de Tianjín habían sido de decenas de millones de taeles, antes de que la ciudad cayera en manos de los invasores. Las turbas destrozaron los hogares de la gente, incluidas las casas de algunos nobles. En Pekín, la mansión de la princesa imperial, hija del difunto príncipe Gong y a la que Cixí había adoptado como propia, fue desvalijada[724].
Ni siquiera la Ciudad Prohibida era inmune. Allí, los príncipes de mediana edad se aficionaron a llevar ropas de bóxer —una camisa corta y un fajín rojo en la cintura— mientras se paseaban con aire agresivo, «saltando y gritando, comportándose de forma totalmente distinta a la habitual, como si estuvieran locos o borrachos», recordaba más tarde Cixí. Uno de ellos «¡se atrevió a pelearse conmigo! ¡Estuvo a punto de derribar el altar imperial!». Incluso varios miembros de la Guardia Pretoriana (una de cuyas ramas estaba a las órdenes del príncipe Duan) se unieron a los bóxers. Corrió la voz de que estos querían entrar en la Ciudad Prohibida a matar a nobles prooccidentales como el príncipe Ching y Junglu[725]. Un día, Cixí recibió una solicitud de que se examinara a los criados de la Ciudad Prohibida para determinar si eran «Peludos secundarios». Cixí preguntó cómo se podía saber y recibió la respuesta de que, después de recitar unos conjuros, los bóxers eran capaces de ver una cruz en la frente de cualquiera que hubiera sido bautizado. Eunucos y doncellas, aterrorizados, pidieron a Cixí que les protegiera, pero ella se vio obligada a decirles que fueran a ser examinados, por miedo a que los bóxers utilizaran la excusa para irrumpir en la Ciudad Prohibida. Al final, los bóxers no hicieron ninguna acusación: el hecho de que la propia emperatriz viuda hubiera tenido que ceder pareció satisfacerles lo suficiente[726]. Cixí se sentía como un «tigre de papel». Como explicó a los virreyes que se oponían a su forma de manejar los acontecimientos, «de pronto, en cuestión de meses, había más de cien mil bóxers en la capital, desde gente corriente hasta príncipes y nobles […] La capital se sumiría en un peligro impensable si intentara utilizar el ejército para aplastarlos. Tengo que seguirles la corriente, lograr que me consideren su líder y conseguir controlarlos para salvar como pueda la situación»[727].
De hecho, el control de Cixí era menos firme que de costumbre. Delante de sus narices, decenas de miles de bóxers, junto con el ejército musulmán, estaban sitiando el barrio de las legaciones. Cuando comenzó la guerra, empezaron a atacar el barrio. Cixí sabía que sería suicida agredir a más diplomáticos y no entregó ningún arma a los bóxers que estaban allí. El ejército musulmán, ferozmente antioccidental, estaba solo en una sección del barrio, y el resto se enfrentaba a Junglu, que era prooccidental. Sus asaltos estaban llenos de ruido y de furia, pero escaso significado. Sarah Conger, que estaba en la embajada, escribió sobre los ataques: «El sonido de los cuernos, los gritos y los disparos de sus armas son los ruidos más aterradores que he oído jamás». Y, sin embargo, «los chinos muchas veces tiran demasiado alto, por lo que les estamos muy agradecidos».
El cañón resonante envía sus proyectiles directos contra nosotros; a veces estallan sobre nuestras cabezas, a veces pasan de largo, pero no nos toca ni un fragmento. Cuando el enemigo, después de muchos intentos, acierta con la distancia para hacernos daño, y unos cuantos proyectiles habrían podido alcanzar nuestros edificios, entonces las manos de esos chinos parecen paralizarse. Ni una sola vez han seguido disparando hasta destruir por completo uno de esos edificios o esos muros. ¿Cómo podría ocurrir si no fuera porque Dios nos protege? Su brazo nos rodea lleno de amor[728].
La verdad era que Cixí había asignado el cañón en concreto a Junglu, que ordenó elevar la mira muchos centímetros[729]. Después, Cixí diría: «Si de verdad hubiera querido destruir las legaciones, hoy ya no existirían»[730](43).
Al cabo de un mes de asedio, Cixí empezó a preocuparse por que los que estaban dentro pudieran morir por falta de alimentos frescos y ordenó a Junglu que hiciera llegar frutas y hortalizas a las legaciones[731].
El sitio duró 55 días, del 20 de junio al 14 de agosto, cuando las fuerzas aliadas capturaron Pekín. De los occidentales que estaban en el barrio de las legaciones, murieron 68 y resultaron heridos 159; no se contó el número de muertos ni heridos entre los cristianos chinos. Los bóxers, que atacaban prácticamente con las manos desnudas, sufrieron miles de bajas, muchas más que los enemigos extranjeros a los que parecían tener atrapados[732].
También sitiaron la catedral católica en Pekín, la iglesia del Beitang, en la que se habían refugiado casi 4.000 cristianos chinos y extranjeros. Allí Cixí ordenó al príncipe Duan, responsable del asedio, que «no usara fusiles ni otras armas de fuego». Por eso, cuando los bóxers atacaban con sus armas primitivas, contra un sólido edificio defendido con armas muy superiores, caían en masa. A medida que disminuían las reservas de alimentos dentro de la catedral, empezaron a salir de forma esporádica grupos en busca de nuevas provisiones. Cuando Cixí se enteró, al principio dio una orden verbal de que «las tropas les dispararan», pero luego cambió de opinión y redactó un edicto que decía: «Si salen huyendo cristianos conversos, no les hagáis daño, sino enviad tropas a protegerlos». En realidad, muchos cristianos prefirieron morir de hambre en el interior de la catedral que caer en manos de los bóxers. Esa fue la razón de la mayoría de las 400 muertes entre los sitiados[733].
Las ambiguas estrategias de Cixí respecto a los bóxers enviaron a muchos de ellos a una muerte segura y garantizaron la supervivencia de la mayoría de los extranjeros atrapados en China, a menudo entre muchedumbres deseosas de asesinarlos.
En algunas otras partes de China hubo casos de misioneros y conversos asesinados por funcionarios. Las peores atrocidades se cometieron en la provincia de Shanxi. Su gobernador, Yuxian, había llegado allí trasladado desde Shandong porque Cixí le consideraba demasiado partidario de los bóxers, y no había bóxers en Shanxi. Las relaciones entre las misiones, las autoridades de Shanxi y la población en general eran amistosas. Pero Yuxian llevó consigo su odio hacia Occidente. Recurriendo sobre todo al uso de soldados, asesinó a 178 misioneros y miles de conversos chinos, a menudo de manera horripilante[734]. Un sacerdote, monseigneur Hamer, fue arrastrado «durante tres días por las calles de To To para que todo el mundo tuviera la libertad de torturarle. Le arrancaron todo el cabello y le cortaron los dedos, la nariz y las orejas. Después le envolvieron en una tela empapada en aceite y, tras colgarlo cabeza abajo, le prendieron fuego a los pies. Su corazón se lo comieron dos mendigos»[735].
Con retraso, Cixí puso fin a los horrores de Yuxian[736]. También vetó una matanza a escala nacional, propuesta por algunos nobles, incluido el padre de su difunta nuera, Chongqi, el hombre que, casi con seguridad, había dicho a su hija que se dejara morir de hambre después de que falleciera su esposo y que pronto se suicidaría también (como el resto de su familia) cuando Pekín cayó en manos extranjeras. Él y otros nobles pidieron a Cixí «un decreto que diga a todo el país que cualquier persona está autorizada a matar a los extranjeros cuando los vea». Explicaban que así:
todos sentirán que pueden vengarse de los agravios recibidos y reprimidos durante tanto tiempo […] Durante décadas se han visto envenenados por los extranjeros [con opio], intimidados por conversos al cristianismo y reprimidos por funcionarios, grandes y pequeños, que tomaban decisiones tendenciosas contra ellos, y no tenían adónde acudir […] Cuando el decreto se conozca, la gente se sentirá tan contenta y agradecida al trono que se levantará en armas para luchar contra los invasores […] La tierra de China quedará por fin limpia de extranjeros y nuestra gente se liberará de su aflicción […].
Cixí se guardó la carta y no escribió el decreto[737].
El caos de los bóxers bajo las órdenes de Cixí horrorizó e indignó a todos sus antiguos confidentes, en especial al conde Li y al virrey Zhang Zhidong. Le escribieron para reprenderla: «Si continúas permitiéndote estos caprichos y lo único que te importa es desahogar tu ira, arruinarás nuestro país. ¿En qué abismo aún más profundo tendrás que sumirlo para sentirte satisfecha?». Le señalaron que no estaba haciendo ningún favor a los bóxers: «Han muerto tantos de ellos, y sus cadáveres llenan de tal forma los campos […] No podemos sino compadecerlos por su estupidez». Además, a estas alturas, China había quedado reducida a «una tierra de desolación» por culpa de la sequía y de los bóxers: ya era hora de que la emperatriz prestara algo de atención a las vidas de sus súbditos[738].
Los virreyes de todo el país se telegrafiaban a diario y estaban claramente de acuerdo en que «desde luego no iban a obedecer» los decretos de Cixí. Parecía que, por primera vez desde que gobernaba, casi todos los magnates regionales, cruciales para la administración del vasto imperio, habían perdido la fe en ella. Nunca había tenido tan pocos amigos. Al poner en marcha su golpe de Estado a los 25 años, al escoger de forma arbitraria a un niño de tres años para colocarlo en el trono, durante todas las décadas que había gobernado sin un mandato, e incluso cuando había convertido al emperador en un prisionero, siempre la habían respaldado. Ahora estaba sola[739].
El aislamiento no le daba miedo. Con toda su determinación, Cixí siguió adelante por su cuenta, jugándosela a que iba a poder encontrar una forma de resolver las invasiones extranjeras. Pero no quería arrastrar a todo el imperio y animó a los virreyes a que se mantuvieran al margen de su envite. Les dijo que debían proteger su propio territorio y actuar de forma «totalmente realista»[740]. Con su consentimiento implícito, los principales virreyes, encabezados por el conde Li y el virrey Zhang, firmaron un pacto de «neutralidad» con las potencias que aseguraba la paz en la mayor parte de China, en especial el sur, con lo que los combates quedaron circunscritos a la zona entre los Fuertes de Dagu y Pekín. Las mayoría de las provincias se libraron de la violencia de los bóxers.
A medida que los aliados se aproximaban a Pekín, Cixí se vio obligada a tratar de firmar la paz. Pidió al conde Li, aún en Cantón, que fuera a la capital para ser su negociador, y como incentivo le ofreció el puesto que quería: ser virrey de Zhili. Si bien antes estaba deseando ir, ahora el conde se resistía. Sabía que rendirse era la única opción pero que la emperatriz viuda no estaba dispuesta a aceptarlo y confiaba en obtener mejores condiciones. De hecho, estaba preparándose para seguir luchando incluso con las potencias ya en las murallas de Pekín, e introdujo tropas y munición para su defensa[741]. El conde fue en dirección al norte pero solo hasta Shanghái, donde se detuvo diciendo que estaba enfermo. Mientras tanto, el virrey Zhang reunió una larga lista de firmas, entre ellas las de seis de los nueve virreyes del imperio, más una serie de gobernadores y generales, para pedir a Cixí que permitiera al conde negociar con las potencias en Shanghái. Pocas veces había habido una petición con las firmas de tantas figuras regionales poderosas[742].
Cixí estaba convencida de que, sin su supervisión directa, el resultado de la negociación no sería aceptable, y vetó la propuesta. Y luego lanzó una advertencia a los firmantes, en particular al virrey Zhang, su cabecilla. El 28 de julio ordenó la ejecución de dos hombres que tenían una estrecha relación con él. De uno de ellos, Yuan Chang, un alto funcionario del Ministerio de Exteriores, se decía que era los ojos y los oídos del virrey en Pekín[743] (el virrey tenía una considerable red de espías en la capital, que Cixí estaba dispuesta a tolerar)[744]. El otro, Xu Jingcheng, había sido embajador de China en Berlín cuando Alemania se disponía a apoderarse de Qingdao. Varios documentos de los archivos alemanes han revelado que Xu asesoró al Gobierno alemán, «con la insinuación» —totalmente secreta, por supuesto— de que la «amenaza del uso de la fuerza militar» era la única forma de lograr que Pekín cediese territorio, y que Alemania debería «ir y ocupar un puerto que le convenga». El káiser siguió su consejo y abandonó su plan inicial por una estrategia menos agresiva. Comentó al canciller alemán, el príncipe Hohenlohe, que «es una verdadera vergüenza que necesitemos a un enviado chino para contarnos a nosotros, los estúpidos alemanes, cómo actuar en China en beneficio de nuestros propios intereses»[745]. Es muy posible que al ministro Jingcheng le atormentara su conciencia, porque en el lugar de ejecución dio la impresión de agradecer la muerte: «Después de colocarse bien el sombrero y la túnica, se puso de rodillas mirando hacia el norte [la dirección del trono], tocó el suelo con la frente y expresó su gratitud al monarca. No se vio un atisbo de queja ni lamento en su rostro»[746].
Por lo visto, Cixí se había enterado de la traición de Jingcheng. El decreto imperial que anunció las ejecuciones acusaba a los dos de «promover intereses privados en sus tratos con extranjeros»[747]. La vaguedad en una acusación relacionada con una potencia extranjera era muy del estilo de Cixí.
El virrey Zhang comprendió que las ejecuciones eran advertencias que le destinaba Cixí. Había conspirado con potencias extranjeras, sobre todo Gran Bretaña y Japón, que tenían muy buena opinión de él. Era un hombre famoso por su honradez, que prefería el basto algodón a las pieles más lujosas en su vestuario, rechazaba siempre los regalos y no había acumulado ninguna fortuna personal. Al morir, su familia no tuvo dinero suficiente para pagarle un funeral en condiciones. Sus pasiones eran la naturaleza y los gatos, que tenía por docenas y de los que cuidaba personalmente. Los occidentales que hablaban con él le consideraban «tremendamente honrado y dedicado al bienestar de su pueblo», «un auténtico patriota». Fue uno de los pocos funcionarios que los japoneses consideraban incorruptibles y al que respetaban. El antiguo primer ministro decía que el virrey era «el único hombre» capaz de abordar la monumental tarea de las reformas en China; y los británicos le consideraban el hombre con quien más querían trabajar[748]. Decepcionado con Cixí, y convencido de que, una vez que la expulsaran de Pekín, su Gobierno caería —una opinión que compartían muchos—, el virrey pensó en sustituirla. Su representante en Tokio, cuyo deber oficial era supervisar a los estudiantes de su virreinato, le dijo a su contacto japonés que «si el trono tiene que abandonar Pekín (probablemente para ir a Xian), y el imperio Qing se queda sin gobierno», el virrey «estará listo para dar un paso adelante y formar un nuevo Gobierno en Nankín junto con otros dos o tres virreyes». El mismo mensaje se transmitió a los británicos. Con el fin de prepararse para esa posibilidad, el virrey pidió a los japoneses que le proveyeran de oficiales y armas. Cixí quizá no conocía los detalles exactos de esas maquinaciones, pero tenía sus espías y un instinto muy poderoso[749].
Después de advertir a los virreyes que no tuvieran tratos secretos con las potencias extranjeras, Cixí siguió luchando hasta el final. Tras una derrota estratégica que dejó Pekín al descubierto, su comandante en el frente se suicidó de un disparo. En su lugar Cixí nombró al gobernador Li Bingheng, el hombre que había impedido que Cixí exprimiera a la población para restaurar el Viejo Palacio de Verano, por lo que fue ascendido, y luego fue despedido por las presiones de los alemanes, debido a su empeño en oponerse a su ocupación. Odiaba a los invasores con todo su corazón y prometió a Cixí que lucharía hasta el último aliento; pero creía que la guerra era una causa perdida. El ejército estaba destrozado, y los soldados «huían sin más, sin resistirse, decenas de miles que bloqueaban las carreteras. Por donde pasaban saqueaban e incendiaban las aldeas y los pueblos», informó el gobernador Bingheng a Cixí, antes de suicidarse[750].
El día de su muerte, el 11 de agosto, se extinguieron definitivamente todas las esperanzas de Cixí: las potencias iban a ocupar Pekín en cuestión de días. Mandó ejecutar a otros tres altos funcionarios, acusados de «traidores». Uno de ellos era entonces su chambelán, Lishan, con quien había tenido una relación muy estrecha. Cixí creía que había «un buen número de traidores»[751] que vendían secretos a los extranjeros. Los eunucos recordaban verla murmurando que «debe de haber espías en palacio, si no, ¿cómo es posible que cualquier decisión que tomamos aquí se conozca fuera al instante?»[752]. Sus sospechas sobre Lishan quizá nacieron en 1898, cuando él hizo todo lo posible por impedir un registro que había ordenado ella en la casa de sir Yinhuan, que podría haber sacado a la luz pruebas de la relación de Yinhuan con los japoneses[753]. Sin embargo, las ejecuciones tenían más que ver con el momento presente: Cixí quería impedir que los altos cargos colaboraran con los aliados victoriosos que estaban a punto de entrar en Pekín.
Por fin, Cixí empezó a pensar en escapar. Preguntó sobre medios de transporte y se enteró de que había 200 carruajes y caballos a la espera, pero que las tropas en retirada se habían adueñado de ellos, y ahora era imposible comprar ni alquilar otros porque todo el mundo estaba huyendo[754]. El hecho de que Cixí no hubiera tenido bien protegidos esos 200 salvavidas demuestra que la huida no se le había pasado por la cabeza. Al saber que se había quedado sin transporte, suspiró: «Entonces nos quedaremos». Y se quedó. Parece que estaba dispuesta a morir allí mismo, en la Ciudad Prohibida. Pero en el último minuto cambió de opinión. Al amanecer del 15 de agosto, mientras los aliados llamaban a las puertas de la Ciudad Prohibida, Cixí, a instancias de un príncipe, salió en un carro tirado por mulas que había llevado él de su casa[755].
Como había muy pocos carros de mulas disponibles, la mayor parte de la corte tuvo que quedarse atrás. Cixí se llevó al emperador Guangxu, la emperatriz Longyu, el heredero, una docena de príncipes, princesas y nobles, y la concubina del emperador, Jade. La otra concubina, Perla, que vivía en arresto domiciliario desde hacía dos años, representaba un problema para Cixí. Con la escasez de medios de transporte, Cixí no quería hacerle hueco, pero tampoco quería abandonar a la concubina preferida y cómplice de Guangxu. Decidió usar su prerrogativa y ordenó a Perla que se suicidara. Perla se negó a obedecer y, arrodillada delante de la emperatriz viuda, le rogó que le perdonase la vida. Cixí tenía prisa y ordenó a los eunucos que la arrojasen a un pozo. Como nadie se ofreció a hacerlo, dio un grito furioso a un eunuco joven y fuerte, Cui, y le dijo que obedeciera su orden sin más tardar. Cui arrastró a Perla hasta el borde del pozo y la arrojó dentro, mientras la joven gritaba en vano pidiendo ayuda[756].