En guerra contra las potencias mundiales y junto a los bóxers (1899-1900)
El hecho de que las legaciones extranjeras se pusieran de parte de su hijo adoptivo produjo un gran resentimiento en la emperatriz viuda. Pero aún le indignó más cómo trataban las potencias a su imperio después de que ella hubiera perseguido su amistad en la recepción a las damas diplomáticas. Poco después de que hubiera hecho la proclamación de «Una familia, todos una familia», recibió un golpe desagradable. A principios de 1899, Italia exigió la cesión de una base naval en la bahía de Sanmen, una profunda ensenada en la costa este de la provincia de Zhejiang. La exigencia se debía, más que a un motivo estratégico, al deseo de Italia de poseer un trozo de China como símbolo de prestigio, para estar a la altura de las demás potencias europeas(40). Como la adquisición no representaba ninguna amenaza para las potencias, Gran Bretaña dio su consentimiento a Italia, igual que casi todas las demás[659]. Entonces, los barcos de guerra italianos hicieron una exhibición frente a la costa próxima a Pekín. Las potencias occidentales esperaban que China cayera de rodillas ante la amenaza de guerra, como había sucedido hasta entonces. Robert Hart, que estaba del lado de China, se mostró pesimista: «El ultimátum italiano ha llegado: ¡China tiene que decir “sí” en un plazo de cuatro días o arrostrar las consecuencias! La situación vuelve a ser crítica […] Creo que debemos ir de mal en peor. No nos sobra el dinero, no tenemos Armada, no tenemos una organización militar propiamente dicha […] Otras potencias seguirán el ejemplo y la débacle [sic] no puede estar lejos. No es que China se esté deshaciendo en pedazos; ¡son las potencias las que la están despedazando!». Hart se lamentaba, como durante la guerra con Japón, de que «no hay un hombre fuerte»[660].
Pero esta vez había otra persona al mando. Los occidentales se encontraron con que, «para gran sorpresa de Italia y de todos los demás, China contestó con una terca negativa»[661]. El Ministerio de Exteriores chino devolvió las cartas del embajador italiano, De Martino, sin abrir. Explicó a sir Claude MacDonald que, «al no poder acceder a esta petición, y teniendo en cuenta que discutir el asunto con el representante italiano significaría un gran gasto de pluma y tinta, hemos devuelto al signore De Martino sus mensajes»[662]. Cixí dio órdenes de comenzar los preparativos para la guerra. «Había una actividad bulliciosa en todo el imperio», advirtieron los observadores extranjeros[663].
En mitad de la crisis, Italia cambió al ministro de su legación. Cuando llegó el nuevo embajador, Giuseppe Salvago Raggi, fue a presentar sus credenciales al emperador Guangxu. Ignorando el protocolo, que marcaba que el responsable del Ministerio de Exteriores recibiera las credenciales en su nombre, el emperador «tendió la mano para coger la carta», relató Salvago Raggi, y entonces «el príncipe Ching se quedó helado»[664]. Los italianos interpretaron el gesto como algo muy significativo, una señal de que China quería desvivirse por ser amable y los barcos de guerra habían surtido efecto. Se sintieron muy decepcionados cuando al día siguiente llegaron unos funcionarios chinos a explicar que lo que había hecho el emperador no era más que una anomalía y que no había que darle ninguna interpretación especial. El 20 y el 21 de noviembre de 1899, Cixí publicó dos decretos en los que expresaba su ira y su determinación:
Ahora la situación es peligrosa y las potencias nos observan como unos tigres que contemplan a su presa, todos deseando irrumpir en nuestro país. Dada la situación económica y militar que tiene hoy China, por supuesto trataremos de evitar una guerra […] Pero si nuestros poderosos enemigos intentan obligarnos a ceder a unas demandas que no podemos consentir de ningún modo, entonces no tendremos más alternativa que apoyarnos en lo justo de nuestra causa y unirnos para luchar […] Si nos fuerzan a entrar en guerra, una vez que se haya declarado, todos los jefes provinciales deben actuar unidos para combatir a estos odiosos enemigos […] Nadie está autorizado a pronunciar la palabra he [apaciguamiento], ni siquiera a pensarla. China es un gran país rico en recursos y con cientos de millones de habitantes. Si la nación logra unirse en su devoción hacia el emperador y la patria, ¿a qué poderoso enemigo vamos a temer?[665]
Italia, que no tenía ninguna inclinación a librar guerras, suavizó sus demandas y al final solo pidió una concesión en un Puerto del Tratado. Por lo visto, Cixí respondió: «Ni una mota de barro chino»[666]. Italia fue cediendo y, a finales de año, había abandonado ya todas sus reclamaciones. Un «sentimiento de euforia llenó los corazones de los patriotas chinos»[667], advirtieron los occidentales. Pero la victoria no disminuyó la preocupación de Cixí. Sabía que había tenido suerte porque Italia era «un país pequeño y pobre» y en realidad no quería una guerra[668]. Los italianos habían hecho un alarde de fuerza pero ella los había dejado en evidencia. Sin embargo, el apoyo de las grandes potencias europeas a Italia destruyó su fantasía de «una familia» y ahondó su resentimiento. «Las potencias extranjeras nos lanzan demasiadas intimidaciones, demasiadas», decía sin cesar. «Las potencias extranjeras nos acosan», y «Me siento consumida por dentro»[669].
Hasta los miembros más liberales y prooccidentales de la clase dirigente se enfurecieron al ver cómo peleaban las potencias europeas para repartirse China. Les horrorizaba ver que Estados Unidos, la única gran potencia que no tenía ningún trozo de su territorio, había aprobado la Ley de Exclusión de los Chinos, que discriminaba a los inmigrantes de ese país(41). Casi todo el mundo tenía motivos personales para sentir herido su orgullo. Wu Tingfang, que había estudiado Derecho en Londres y encabezaba la misión de China en Estados Unidos, se sintió muy dolido por un incidente: «A los occidentales les gustan mucho las carreras de caballos. En Shanghái han obtenido de los chinos una gran extensión de terreno en la que celebran carreras dos veces al año, pero los chinos no pueden entrar en las gradas los días de competición. Les asignan una entrada aparte y un recinto aparte, como si fueran víctimas de una enfermedad infecciosa»[670].
Yung Wing, el primer chino licenciado por la Universidad de Yale, describió una experiencia en una sala de subastas de Shanghái que le dejó una huella profunda: «Estaba de pie en medio de una multitud con chinos y extranjeros mezclados. Detrás de mí estaba un fornido gigante escocés […] Empezó a atarme unas bolas de algodón en la coleta, solo porque sí. Pero le vi y, en tono agradable, la levanté y le dije que me las quitara. Él cruzó los brazos y se irguió con una mirada de enorme desprecio y desdén». La cuestión derivó en una pelea cuando los golpes de Yung Wing «hicieron sangrar con gran profusión el labio y la nariz [del escocés]». «El escocés, tras el incidente, estuvo sin aparecer en público toda una semana […] Pero el motivo era más bien que le había dado una paliza un chino menudo de forma tan visible». Yung Wing hacía esta reflexión:
desde que se estableció la colonia extranjera extraterritorial cerca de la ciudad de Shanghái, no se sabe de ningún chino en su jurisdicción que haya tenido el valor y las agallas de defender sus derechos […] cuando un extranjero los ha violado o pisoteado. Su temperamento tímido y sumiso ha permitido que los insultos y las afrentas personales no despertaran resentimientos y se quedaran sin respuesta […] Pronto llegará un día, no obstante, en el que el pueblo de China estará tan formado y tan cultivado que sabrá cuáles son sus derechos, públicos y privados, y tendrá el valor moral necesario para reafirmarlos y defenderlos[671].
Fue Yung Wing quien puso en marcha el plan para enviar a adolescentes chinos a que fueran educados en Estados Unidos, y Wu Tingfang sería, con el tiempo, uno de los autores de un código legal de estilo occidental. Ambos transformaron su orgullo herido en ímpetu para reformar China con arreglo al modelo de Occidente, por el que siguieron sintiendo afecto y admiración toda su vida. Wu escribió sobre el viaje a Estados Unidos:
Cuando un oriental que ha vivido toda su vida en su propio país, donde la voluntad de su soberano es suprema y la libertad personal del súbdito es inexistente, pone el pie por primera vez en Estados Unidos, respira una atmósfera totalmente distinta a todo lo que conoce y experimenta curiosas sensaciones que son totalmente nuevas. Por primera vez en su vida, puede hacer lo que quiere sin limitaciones […] Se siente sobrecogido[672].
En el caso de los aldeanos y los habitantes de los pueblos, el sentimiento antioccidental se dirigía sobre todo contra las misiones cristianas establecidas entre ellos. Había ya más de 2.000 misioneros que vivían y trabajaban en China. Al ser extranjeros, cuando las cosas iban mal, se convertían enseguida en objetos de odio. Y la inflexibilidad de algunos sacerdotes no mejoraba las cosas. En especial surgía animosidad cuando había sequía, que generaba largos periodos de inquietud entre los campesinos. En esos momentos, los aldeanos solían llevar a cabo elaboradas ceremonias y oraciones al Dios de la Lluvia, con la esperanza apremiante de poder sobrevivir al año siguiente. Era cuestión de vida o muerte, y se exigía que participaran todos los habitantes para demostrar su sinceridad colectiva. Muchas misiones cristianas les decían que estaban rezando a un dios falso y condenaban las ceremonias por ser una farsa «idólatra». E. H. Edwards, que fue durante 20 años misionero médico en China, escribió: «Los extranjeros (a los que estas exhibiciones teatrales les parecen absurdas y sin sentido) no pueden hacerse a la idea del poder que ejercen sobre la gente y las inmensas sumas de dinero que se gastan en ellas cada año». Los misioneros prohibían a los conversos que dieran dinero y participaran. Como consecuencia, cuando la sequía se prolongaba, los aldeanos acusaban a los extranjeros y los conversos de ofender al Dios de la Lluvia y hacer que se murieran de hambre. Cuando los mandarines se lo explicaban a los sacerdotes, la respuesta era categórica, como contó Edwards: «Los funcionarios pidieron a los misioneros que animaran a los cristianos a pagar su parte de dinero para evitar futuros problemas. Esta petición no tuvo, por supuesto, más que una respuesta; y además explicaron a los funcionarios que no solo la Iglesia protestante en China desaprobaba la asistencia a los teatros, sino que, si se descubría que algún miembro iba a ellos de forma habitual, se le aplicaba la disciplina»[673].
Como contaban con el respaldo de las cañoneras, las misiones se habían convertido en una autoridad por derecho propio. Y como tales, podían proteger a sus conversos en numerosas rencillas locales. El reverendo Arthur H. Smith, misionero de la Junta Americana en China durante 29 años, escribió (sobre la misión francesa):
Cada vez que un cristiano tiene una disputa con un hereje, sea cual sea el problema, el sacerdote se hace cargo inmediatamente de la pelea y, si no logra intimidar a los funcionarios locales y obligarlos a dar la razón al cristiano, presenta el caso como un ejemplo de persecución cuando se apela al cónsul francés. Entonces llega la reparación, que se obtiene mediante una rigurosa extorsión, sin la menor referencia a lo justo de la demanda[674].
Como consecuencia, algunos no cristianos estaban convencidos, con razón o sin ella, de que el funcionario local siempre dictaminaría en favor de los cristianos, para evitar problemas a su Gobierno y quitarse obstáculos de su propia carrera. Su sentimiento de agravio provocó muchos motines contra los cristianos. La orden de Cixí era que en las disputas que estuvieran relacionadas con los cristianos se fuera siempre «justo e imparcial»[675]. Su Gobierno reprimía los disturbios anticristianos y castigaba a los funcionarios que no ejercían la fuerza suficiente para aplastar las protestas o, como ocurría a veces, incluso contribuían a agitarlas. Así se consiguió que el número de motines disminuyera a unas cuantas docenas en el plazo de cuatro décadas, y ninguno de ellos desembocó en una matanza como la de Tianjín de 1870.
Después de que Alemania se apoderara de áreas de Shandong a finales de 1897 y estableciera allí una presencia sustancial, muchos habitantes se convirtieron al cristianismo para recibir protección. En varios condados, las autoridades vieron que la gente se incorporaba a la Iglesia para evitar ser castigada por «tener deudas y no querer pagarlas […] cometer robos e incluso asesinatos»[676]. Y hubo un hombre que buscó refugio en la Iglesia para no tener que contestar a una citación judicial después de que «su padre había presentado una querella contra él por ser gravemente desobediente». En un condado, un campesino cristiano fue acusado de robar trigo del campo de su vecino. En otro, se dijo que un cristiano relativamente rico se negaba a prestar cereal a la gente hambrienta durante una sequía (cosa que se oponía a la tradición). En ambos casos, como los magistrados locales fallaron en favor de los conversos, estallaron disturbios que llevaron a la quema de iglesias. Pero la chispa que desencadenó otro motín fue que unos cristianos trataron de convertir un templo dedicado al Emperador Celestial en una iglesia. El fin de la violencia solía consistir en que el gobierno local castigaba a los amotinados y pagaba una cuantiosa compensación a la Iglesia, lo cual producía aún más resentimiento entre los no cristianos.
En la primavera de 1899, en un intento de acabar con la agitación en Shandong, Alemania envió una expedición a varios pueblos, en los que los soldados incendiaron cientos de casas y mataron a disparos a numerosos habitantes[677]. Después de estas atrocidades, un grupo que tenía alrededor de un año de existencia y se denominaba la Sociedad de los Puños Justos y Armoniosos, los Yi-he-quan, adquirió una popularidad inmensa y cientos de miles de seguidores. (Shandong era famosa por la afición de su población masculina a las artes marciales, en particular un tipo de combate con los puños similar al boxeo). El grupo culpaba a los extranjeros de todos los males del país y las dificultades de sus vidas, y se había comprometido a expulsarlos. La prensa extranjera los llamaba «los bóxers», los boxeadores. La gente se unía a la sociedad por diferentes razones. Algunos odiaban a los alemanes, que habían destruido sus hogares, y trasladaban ese odio a todos los extranjeros y los cristianos locales. Otros tenían rencillas antiguas con vecinos que se habían convertido. Otros buscaban una forma de desahogar su angustia porque parecía que la cosecha del año siguiente iba a ser mala. «En general […], el chino es una persona bastante bien alimentada», observó la sagaz viajera Isabella Bird, que se encontraba en el país en ese periodo[678]. Pero, en cuanto el tiempo se estropeaba —como pasaba entonces en Shandong—, esa misma persona se encontraba de pronto en plena lucha por la supervivencia.
Cuando estalló la violencia contra los cristianos, Cixí ordenó que se arrestara y se «castigara con severidad» a los autores y que se protegiera a los cristianos[679]. El gobernador de Shandong, Yuxian, aborrecía a las potencias extranjeras y no quería amparar a los cristianos. Cixí le sustituyó por el general Yuan Shikai[680]. Poco después de la llegada del general a Shandong, el 30 de diciembre de 1899, el reverendo S. M. Brooks, misionero de la Iglesia de Inglaterra, que viajaba en burro por caminos rurales, fue asesinado por un grupo de merodeadores que admiraban a los bóxers. Era la primera vez que asesinaban a un misionero en China desde hacía dos años. Cixí declaró en un edicto que se sentía «profundamente preocupada» y ordenó al general Yuan «capturar a los criminales y castigarlos con severidad»[681]. Yuan encontró pronto a los culpables y los llevó ante la justicia. A algunos los ejecutaron. Además, el general Yuan informó a Cixí de que ese año los bóxers habían destruido 10 casas familiares utilizadas como iglesias, habían arrasado 328 hogares cristianos y habían matado a 23 conversos al cristianismo[682]. El general estaba decidido a emplear la fuerza para reprimir a los bóxers, y Cixí le apoyaba, pero al mismo tiempo le advirtió que se mostrara «extremadamente prudente» antes de emprender cualquier acción militar a gran escala. Su objetivo debía ser «disolver» las bandas y castigar solo a quienes de verdad habían cometido delitos[683]. A medida que Yuan avanzó en su campaña contra los bóxers, ellos empezaron a dispersarse, empujados por una nevada muy deseada que se prolongó varios días, lo cual representaba la promesa de una cosecha mejor al año siguiente y unos estómagos más llenos. La nieve salvadora fue seguida de fuertes lluvias en primavera, que redujeron aún más las filas de los bóxers.
No obstante, algunos bóxers se convirtieron en bandoleros, dedicados a los robos y a recorrer la vecina provincia de Zhili, alrededor de Pekín. El 19 de febrero de 1900, Cixí prohibió a los bóxers en Zhili y en Shandong, y ordenó un «duro castigo» para cualquiera que cometiera actos violentos. Como era habitual, se hicieron copias del decreto para colgarlas en las paredes en las dos provincias[684].
Las legaciones extranjeras, a las que había «tranquilizado» el edicto de Cixí sobre el asesinato del reverendo Brooks, no se quedaron satisfechas con su prohibición de los bóxers. Lo que querían —sobre todo Gran Bretaña, Estados Unidos, Alemania, Italia y Francia— era una proclamación nacional a todo el país contra los bóxers y cualquier sociedad afiliada, y que «ordenara, nombre por nombre, [su] total eliminación». Exigieron que quedara «claramente establecido en el decreto que pertenecer a cualquiera de estas sociedades o albergar a cualquiera de sus miembros es un delito contra las leyes de China». Además insistieron en que la proclamación se publicara en la Gaceta de Pekín, el boletín informativo del Gobierno[685].
Cixí se negó a hacer lo que le decían. Aparte de sentirse desafiante, no quería anunciar su prohibición a todo el imperio, porque los bóxers no existían más que en dos provincias. Solo quería prohibirlos donde tenían actividad, Shandong y Zhili. Pretendía castigar a quienes hubieran cometido actos violentos e infringido la ley, pero no criminalizar a los afiliados corrientes. En especial, detestaba pensar que la población pudiera pensar que reprimía en exceso el sentimiento antioccidental y no quería que la consideraran una marioneta de las potencias extranjeras. Además, opinaba que las legaciones estaban siendo injustas y poco razonables. Ninguna de ellas había emitido ni un murmullo contra las transgresiones de los soldados alemanes, mientras que ella sí había tomado medidas contra los bóxers. Y su estrategia estaba dando resultado: los bóxers estaban bastante disueltos en Shandong. Cuanto más insistían las embajadas en sus exigencias, más se obstinaba ella. En la Gaceta de Pekín no se mencionó a los bóxers. Sir Claude MacDonald, el embajador británico, escribió el 2 de abril con frustración: «Nunca les he visto [a los responsables del Ministerio de Exteriores chino] tan tercos ni tan satisfechos de sí mismos». En su opinión, la culpa era de la retirada italiana: «Sus barcos llegaron, vieron y se fueron, y llamaron a su embajador, y los coletas ganaron en todos los frentes»[686]. Lo que no sabía sir Claude era que Cixí habría actuado igual con o sin la debacle de Italia.
El 12 de abril, sir Claude y sus colegas, aunque decidieron «no presionar más para que se publique un decreto especial en la Gaceta», dieron al Gobierno chino dos meses para exterminar a los bóxers. Si no, amenazaron, sus tropas entrarían en China para hacerlo ellas mismas. La amenaza se vio reforzada con un enfático desfile de barcos de guerra delante de los Fuertes de Dagu[687]. Sin deseos de confrontación, Cixí hizo concesiones. Dos días después, se publicó en la Gaceta de Pekín un memorándum del virrey de Zhili que describía cómo las tropas del Gobierno estaban dispersando a los bóxers; de esa forma, se anunció al país que los bóxers eran ilegales. El día 17, la Gaceta publicó un decreto de condena hacia quienes «utilizan un pretexto para oprimir a los conversos […] e involucrarse en delitos». Las legaciones interpretaron: «El trono no pone límites a su principio de tratar a todos los hombres con la misma benevolencia»; los funcionarios debían «aprovechar cualquier oportunidad para dar a conocer a todos que cada hombre debe ocuparse de sus asuntos y seguir viviendo en paz con los que le rodean». El decreto no nombraba a los bóxers, y el tono era firme sin ser draconiano[688].
El hecho de que aparecieran todos estos documentos en la Gaceta de Pekín satisfizo a sir Claude y sus colegas, pero la falta de la severidad deseada en el decreto los dejó descontentos. Las cañoneras permanecían ante los Fuertes de Dagu y su presencia era un recordatorio diario de que, si Cixí no eliminaba a los bóxers antes de dos meses, habría una invasión. Las potencias occidentales, en realidad, no deseaban una guerra. Como escribió la señora Sarah Conger, esposa del embajador estadounidense, «ninguno quiere entrar en guerra con China». Pero también advirtió que «hay muchos barcos de guerra en Ta Ku [Dagu]»[689]. Los barcos formaban parte de la demostración de fuerza. Pero el primer ministro británico, lord Salisbury, explicó posteriormente: «He pasado tiempo tratando de convencer a mis compatriotas de que provocar a los chinos era una diversión peligrosa, pero no preví una confirmación tan sólida de mis opiniones»[690]. Porque Cixí, indignada, se empeñó más aún en desafiar a las potencias.
Desde la desastrosa guerra y «paz» con Japón, cinco años antes, se había instaurado un modelo: las potencias extranjeras hacían demandas, luego amenazaban con usar la fuerza, y Pekín accedía de inmediato a lo que le decían. Cixí acababa de romper la pauta al dejar en evidencia a Italia. Y estaba decidida a hacer lo mismo con las demás potencias, que eran más fuertes. Pero si su desafío conducía a una guerra, ¿cómo —y con qué— podría luchar? La Armada estaba destruida y el ejército era débil. La derrota parecía inevitable. Fue entonces, desesperada, cuando Cixí se agarró a un clavo ardiendo: quizá los bóxers podrían librar una especie de «guerra popular» contra los invasores. Su odio a los extranjeros haría de ellos unos soldados feroces y valientes, pensó.
Los más pragmáticos del entorno de Cixí, como Junglu, vieron que la colisión con Occidente era inminente y aconsejaron llegar a un acuerdo con las legaciones para evitarla. Cixí hizo oídos sordos. Temiendo lo peor, Junglu pidió permiso por enfermedad y se alejó de la corte durante 60 días. Por tanto, el confidente de Cixí, a cuyos sensatos consejos solía hacer caso, estaba ausente cuando tomó su más fatídica decisión[691].
El hombre que la asesoraba más de cerca ahora, el príncipe Duan, era el padre del recién nombrado heredero. Duan odiaba a los occidentales por despreciar a su hijo y fomentó con vehemencia la idea de emplear a los bóxers como soldados. Junto con otros príncipes y aristócratas que pensaban como él, trató de convencer a Cixí de que los bóxers eran leales, intrépidos y «disciplinados»[692]. Se ofrecieron a organizarlos para convertirlos en una fuerza de combate y prepararlos para la invasión. El lado racional de Cixí le decía que los bóxers no eran ni de lejos los más apropiados para luchar en un conflicto semejante, pero su lado emocional quería creer como fuera lo contrario. Eran su último recurso. También es posible que pensara que los bóxers, al menos, podrían causar cierto daño a los invasores, y eso le daría una oportunidad de negociar un acuerdo y evitar una capitulación sin condiciones.
A medida que se inclinaba a utilizar a los bóxers como soldados, la mano con la que estaba atacándoles empezó a vacilar. Aunque el ejército siguió intentando disolverlos, las tropas empezaron a darse cuenta de la falta de entusiasmo y la ambivalencia de la emperatriz y su propio ardor se apagó. Los bóxers, envalentonados, crecieron en número y se extendieron como el fuego, justo en la zona alrededor de Pekín.
En la primavera de 1900, mientras Shandong recibía con alivio las lluvias, la región de Pekín sufrió una sequía devastadora. Un misionero de la época escribió: «Por primera vez desde la gran hambruna de 1878, no se plantó ningún cereal de invierno […] En las circunstancias más favorables, las lluvias de primavera son casi siempre insuficientes, pero ese año estuvieron ausentes casi por completo. La tierra estaba tan dura que no se podía plantar nada, y, en periodos así, la población ociosa e inquieta está dispuesta a cualquier fechoría»[693]. Atormentados por el miedo a morir de hambre, los bóxers afirmaban que el Dios de la Lluvia no contestaba sus plegarias porque estaba seducido por los «demonios extranjeros», ¡esas criaturas inhumanas que tenían ojos azules![694]. Como los chinos tienen los ojos negros, a los extranjeros se los distinguía por el color de los suyos. Corría un rumor muy extendido de que sus ojos multicolor podían atravesar la superficie de la Tierra y descubrir tesoros enterrados, que entonces robaban para dejar a China en la pobreza.
En mayo, decenas de miles de bóxers, en su mayoría campesinos con grandes problemas debido al mal tiempo, entraron en Pekín y abarrotaron las calles de la capital. Llevaban pañuelos rojos, camisas rojas y un fajín rojo en la cintura, y portaban grandes cuchillos de trinchar. Se movían en grupo y levantaban altares dedicados a una variedad de deidades, a menudo personajes del teatro popular como El rey mono. En el transcurso de una ceremonia, el jefe de la banda actuaba como si el espíritu de una deidad hubiera entrado en su cuerpo, de forma que tanto él como sus palabras adquirían un carácter sagrado. Daba saltos sin parar, aullando y bailando como en un trance: gestos que también estaban copiados de óperas de Pekín. Los miembros recitaban con él conjuros sin sentido y aprendían patadas de kung-fu. Se les decía que unos espíritus protectores habían entrado en sus cuerpos y los habían vuelto inmunes a las balas y las armas, así que los fusiles de los extranjeros no podían herirlos.
Entre ellos había algunas mujeres jóvenes que se llamaban las Faroleras Rojas, y que debían ser vírgenes o viudas. Casi todas estas mujeres llevaban faroles rojos y lanzas con borlas rojas, iban vestidas con camisas rojas de manga corta y pantalones ajustados, y se mostraban así por las calles. Una auténtica ruptura con la tradición. Incluso saludaban a los transeúntes con sus pañuelos rojos. Se decía que los pañuelos tenían propiedades mágicas: si se ponía uno en el suelo y se pisaba, una farolera roja se vería transportada hacia el cielo (como en el teatro), donde podría localizar la cabeza de un demonio extranjero y cortarla con el cuchillo. También podía limpiar el polvo de un edificio alto (por ejemplo una iglesia) con el pañuelo y el edificio ardería y acabaría reducido a cenizas. Las jóvenes, que en su mayoría tenían una vida esclavizada, estaban disfrutando de su momento de libertad, entre otras cosas al ver masas de hombres que se postraban en su honor al verlas pasar.
En las paredes de las calles de Pekín, junto a los edictos imperiales con su prohibición, se exhibían, desafiantes, los carteles de los propios bóxers, con llamamientos a «matar a todos los extranjeros en tres meses»[695]. El 31 de mayo, con la situación casi descontrolada, Cixí dio permiso a 400 soldados occidentales de Tianjín para entrar en Pekín con el fin de proteger las legaciones extranjeras[696]. Las legaciones pensaron que no era suficiente, así que, el 10 de junio, más de 2.000 tropas al mando del almirante Edward Seymour, comandante en jefe de la base de la Armada británica en China, salieron de Tianjín hacia Pekín, a 120 kilómetros de distancia, en ferrocarril. Cixí no había autorizado la expedición y ordenó a sus diplomáticos que convencieran a las legaciones de anularla. El responsable del Ministerio de Exteriores, el príncipe Ching, estaba de acuerdo con que acudiera ese ejército extranjero, de modo que Cixí, enfurecida, le sustituyó por el príncipe Duan, partidario de la línea dura. Las legaciones se negaron a hacer volver a la expedición[697].
Resuelta a impedir que un ejército extranjero entrara en la capital sin autorización, Cixí respaldó la movilización de varios grupos de bóxers a lo largo de la línea de tren para intentar detenerlo. Los bóxers resultaron asombrosamente eficaces[698]. Sabotearon la vía y lucharon «con el máximo valor», según el capitán Jellicoe, jefe de gabinete del almirante Seymour. El teniente Fownes Luttrell también destacó la «gran valentía» de los bóxers[699]. Cuando pronto se les unió el ejército imperial, dotado de armas modernas, lograron retener a la expedición Seymour. Este triunfo dio esperanzas a Cixí de que los bóxers pudieran verdaderamente ayudar a repeler la invasión.
Los combates agudizaron las tensiones en Pekín. El 11 de junio, soldados de un ejército, en su mayor parte musulmán, que defendía la capital mataron en la calle a un canciller de la legación japonesa, Sugiyama Akira. Cixí expresó públicamente su «profundo pesar» por la atrocidad cometida contra un diplomático extranjero y prometió castigar a los autores[700]. Pero cuando dio la orden al comandante del ejército, Dong Fuxiang, él replicó que, si se ejecutaba por asesinato a un solo soldado de su ejército, sus fuerzas se amotinarían. Tras un largo silencio, Cixí dijo: «Bueno, lo hecho hecho está»[701].
Apoyados por el ejército musulmán, los bóxers empezaron a destruir vías, trenes y líneas de telégrafo. La comunicación telegráfica entre Pekín y las provincias se interrumpió, de forma que los virreyes del sur tenían que enviar sus mensajes a Shandong para que de allí los llevaran a Pekín a caballo. En la capital, los bóxers empezaron a quemar iglesias y propiedades extranjeras, entre los vítores de grandes muchedumbres. En un acto de odio extremo, la turba arrasó los cementerios extranjeros, hizo añicos lápidas y monumentos y sacó de las tumbas los cuerpos para clavarles lanzas y luego prenderles fuego.
A los extranjeros se los llamaba con frecuencia «Peludos» —mao-zi—, porque tenían más vello corporal que los chinos. Los chinos cristianos eran los «Peludos secundarios» —er-mao-zi— y constituían el principal blanco de la ferocidad de los bóxers. Con el cuerpo horriblemente quemado y cubierto de heridas, corrían a las legaciones en busca de protección: «Más de lo que la carne y el hueso podía soportar ver», escribió un guardia. Se enviaban patrullas de rescate a tratar de salvar a otros, y estas abrían fuego sobre las multitudes, cosa que provocó la muerte de unos 100 bóxers y otros chinos en un par de días[702]. El odio se desbordó. Hombres enloquecidos, ceñidos con fajines rojos y armados con espadas, lanzas y cuchillos, se agolparon ante el barrio de las legaciones y lo sitiaron.
El barrio de las legaciones, que albergaba a representantes de 11 países, era un enclave de unos 3 kilómetros de largo y 1,5 kilómetros de ancho, y estaba situado junto a los muros surorientales de la Ciudad Real, que envolvía la Ciudad Prohibida. El sur del barrio limitaba con la muralla almenada que separaba la Ciudad Interior, habitada por manchúes, de la Ciudad Exterior, habitada por han. Estaba dividido por un canal poco profundo que corría de norte a sur. Dentro del barrio estaban refugiados 473 civiles extranjeros y miles de cristianos chinos, junto con 400 guardias militares, que construyeron un laberinto de barricadas. Las masas de bóxers, decenas de miles, se lanzaron contra los muros y el cordón de defensa gritando «¡Muerte a los demonios extranjeros! ¡Muerte! ¡Muerte! ¡Muerte!». Quienes escuchaban los escalofriantes gritos nocturnos «nunca olvidaron la imagen de pandemónium, un ensayo del infierno», escribió el reverendo Arthur H. Smith[703].
Cixí envió a Junglu, prooccidental y que había regresado de su «permiso de enfermedad», para que protegiera con sus tropas el barrio de las legaciones[704]. Emitió numerosos decretos con la intención de controlar a los bóxers y encargó a varios nobles en los que los bóxers parecían confiar que hablaran con ellos e intentaran convencerlos de que se disolvieran y regresaran a sus aldeas. Si no dejaban de destruir ferrocarriles, iglesias y residencias extranjeras, y de atacar —e incluso asesinar— a extranjeros y cristianos chinos, las fuerzas del Gobierno los someterían a una campaña de exterminio[705]. Mientras tanto, Cixí envió un telegrama al conde Li para que fuera a Pekín a negociar con las potencias occidentales. En aquella época, el conde era virrey de Cantón y gobernaba dos provincias costeras en el sur. Como pensaba que Cixí estaba manejando a los bóxers de una manera «increíblemente absurda», se había intercambiado telegramas con otros dignatarios todos los días para discutir qué hacer. Ardía de impaciencia por ayudar y deseaba poder «volar con alas» hasta Pekín. Pero entonces, antes de que emprendiera el viaje, los acontecimientos invalidaron todos esos esfuerzos, cuando Cixí se enteró de que en la costa estaban agrupándose decenas de barcos de guerra occidentales y estaban en camino muchos miles más de soldados. La invasión parecía inevitable[706].
Entrar en guerra significaba jugarse la supervivencia de la dinastía, y Cixí sintió la necesidad de contar con algún respaldo. El 16 de junio convocó una reunión más amplia de lo normal, con más de 70 participantes: los grandes consejeros y ministros del Gobierno, que eran —llamaba la atención— mayoritariamente manchúes y mediocres. Un testigo presencial documentó la escena. En un salón de audiencias abarrotado, todos los asistentes se pusieron de rodillas ante Cixí y el emperador Guangxu, que estaban sentados uno junto a la otra. El príncipe Duan encabezó un coro de voces que pedían que se diera legitimidad a los bóxers y se los utilizara como fuerza de combate. Pero unos cuantos se mostraron en contra de esta idea y, en lugar de ello, pidieron medidas más duras para reprimir a la muchedumbre. Mientras hablaba uno de ellos, el príncipe Duan le cortó en tono sarcástico: «La tuya sería una forma muy buena de perder el apoyo de la gente», y alzó el pulgar derecho, un gesto (universal) de aprobación. Cuando un asistente alegó que no se podía confiar en los bóxers para librar una guerra, «porque gran parte de su valor proviene de las artes negras que dicen que les protegen de las balas», la propia Cixí respondió, indignada: «Es cierto que no podemos confiar en esas artes, pero ¿no podemos confiar en los corazones y el ánimo de la gente? China está debilitada hasta un extremo inconcebible, y lo único que tenemos son los corazones y el ánimo de la gente. Si les marginamos, ¿sobre qué se sostendrá nuestro país?». Y lanzó una mirada furiosa a quienes insistieron en discutir[707].
Ese mismo día sucedió un hecho de mal agüero. En el barrio comercial más bullicioso de Pekín, justo fuera de la Ciudad Interior y cerca de las legaciones, los bóxers prendieron fuego a una farmacia que vendía medicamentos occidentales y otras tiendas con artículos extranjeros. Mientras las llamas pasaban de un comercio a otro, devorando las mejores y más excepcionales sedas, pieles, muebles, joyas, antigüedades y obras de arte, y otros productos entre los más bellos del imperio, una chispa saltó a la vecina torre de la Puerta de Qianmen. La torre, que tenía más de 30 metros de altura y sobresalía casi 15 sobre los muros de ambos lados, era la más elevada de todas las puertas de Pekín y miraba hacia el sur con arreglo a un eje central desde la Ciudad Prohibida. La puerta solo se abría para el emperador, cuando iba a rezar al Templo del Cielo o el Templo del Dios de la Agricultura. Los bóxers no querían destruirla y, cuando vieron que las llamas estaban consumiéndola, cayeron de rodillas para pedir al Dios del Fuego que salvara el sagrado edificio. La torre pronto quedó reducida a un montón de carbón ardiente y escombros. El mayor incendio de la capital desde hacía más de 200 años aterrorizó a todos los que oyeron hablar de la destrucción que había causado y pensaron que era un siniestro presagio.
Aunque Cixí creía en los presagios, no hubo descanso para ella. Esa misma noche, una fuerza conjunta de ocho países —Rusia, Japón, Gran Bretaña, Francia, Alemania, Estados Unidos, Italia y Austria-Hungría— atacó los Fuertes de Dagu que protegían la entrada a Tianjín y Pekín desde el mar. Después de una feroz batalla de seis horas, estos cayeron. Para Cixí, la caída de los fuertes tenía una connotación muy dolorosa y que se remontaba a 40 años antes, cuando los había capturado otro ejército aliado, anglo-francés, y como consecuencia ella había huido con su marido, que murió trágicamente fuera de la Gran Muralla. Entonces los invasores habían incendiado el Viejo Palacio de Verano y habían dejado en su lugar una ruina enorme, además de un tremendo agujero en su corazón. Desde entonces, su sueño había sido restaurar al menos una pequeña parte del Viejo Palacio, y para ello había robado dinero de la Armada, desobedecido al Cielo… y atraído las acusaciones. Esta vez, al caer los fuertes, nada podía impedir que luchara.
Todas las partes predecían la guerra. Ese día, en Gran Bretaña, la reina Victoria escribió a lord Salisbury: «Me gustaría oír sus opiniones sobre la situación en China, que me parece muy grave: y diga, por favor, qué propone hacer»[708]. A partir de esa fecha, se presentaron a la reina enormes cantidades de «Telegramas sobre China»[709], y ella respondió con numerosos mensajes, uno de los cuales decía: «Muy preocupada por la seguridad personal de sir C. MacDonald. Ha considerado la posibilidad de sacar a los embajadores extranjeros de Pekín. Si uno de ellos muriera, la guerra sería inevitable»[710].
Todos los reformistas en quienes confiaba Cixí —Junglu, el conde Li, el virrey Zhang y otros— se oponían a la guerra y a su estrategia. En el conflicto anterior con Japón, se habían escrito muchas peticiones apasionadas que instaban a combatir. Ahora no. Muchos pensaban que los extranjeros tenían justificación para enviar sus tropas a proteger a su gente, puesto que el Gobierno chino no estaba dando la protección adecuada. «No tenemos razón», li-qu, dijeron a Cixí[711]. Los funcionarios de menor rango querían reprimir a las masas, porque estaban aterrorizados y acosados por los bóxers, que exigían techo y comida y estaban vengándose de agravios anteriores[712]. Pero Cixí había tomado una decisión. En otra reunión de autoridades, levantó la voz y declaró a los dignatarios presentes: «Nuestra opción es poner el país en bandeja y entregárselo a los invasores, o luchar hasta el final. No puedo mirar a la cara a nuestros ancestros si no nos defendemos. Prefiero luchar hasta el fin […] Y si el fin llega, vosotros sois mis testigos y podréis decir que hice todo lo que pude»[713]. Sus apasionadas palabras y su agitación nada frecuente impresionaron grandemente a todos, que golpearon el suelo con la cabeza y prometieron seguirla.
El 20 de junio, unos soldados del ejército musulmán mataron al embajador alemán, el barón Von Ketteler, cuando atravesó las barricadas para ir al Ministerio de Exteriores(42). Ya no quedaba alternativa, porque Cixí sabía que, como había dicho la reina Victoria, si uno de los diplomáticos «moría, la guerra sería inevitable»[714]. Al día siguiente, 21 de junio, Cixí declaró la guerra contra los ocho países invasores.