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Desesperada por destronar a su hijo adoptivo (1898-1900)

A estas alturas, Cixí odiaba a su hijo adoptivo: había intervenido en un plan para matarla y, sin embargo, ella no podía denunciarle. Todos creían que él era el trágico héroe reformista y ella la malvada reaccionaria, pero no podía defenderse. Sus sentimientos de amargura y frustración solo se aliviaban cuando veía una ópera sobre un hijo adoptivo despiadado que causaba la muerte de sus padres y luego recibía su justo castigo cuando le alcanzaba una terrible descarga lanzada por el Dios de los Rayos. Cixí se aficionó a esta ópera y la vio muchas veces. Mandaba que presentaran al hijo adoptivo como un canalla despreciable y ordenaba que los rayos y relámpagos se multiplicaran por cinco. También añadió al temible Dios de los Vientos y las Tormentas a la escena, de modo que la represalia parecía y sonaba todavía más espantosa. Incapaz de castigar a su hijo como se merecía, soñaba con que los dioses le castigasen algún día[639].

Es muy posible que se le pasara por la cabeza matar al emperador Guangxu, pero no lo pensó en serio. Aparte del miedo que le inspiraba el Cielo, no podía arriesgarse a las consecuencias nacionales e internacionales. Estaba combatiendo rumores de que lo estaban asesinando o lo habían asesinado ya. El emperador, que solía tener mala salud, había caído gravemente enfermo al haber quedado trastocado su mundo. Como era tradición, los informes de los médicos reales se distribuyeron entre las máximas autoridades, y un edicto público pidió a las provincias que enviaran a sus mejores doctores. Muchos pensaron que estas medidas eran maniobras de Cixí para preparar al mundo para el anuncio de su fallecimiento. Tuvo que enviar al príncipe Ching, el responsable del Ministerio de Exteriores, a ver a sir Claude MacDonald para pedir al diplomático británico que «calmara el ambiente»[640] y, cuando sir Claude sugirió que se permitiera a un médico de la legación examinar al emperador, el príncipe aceptó al instante.

El doctor Dethève, de la legación francesa, entró en la Ciudad Prohibida el 18 de octubre de 1898 para examinar al emperador Guangxu. Su informe confirmó que el emperador estaba verdaderamente muy enfermo. Sus síntomas eran náuseas y vómitos, falta de aliento, zumbidos en los oídos y vértigos. Las piernas y las rodillas parecían inestables, tenía los dedos entumecidos, oía mal, la vista le estaba fallando y le dolía la zona de los riñones. Su pauta de orina era anómala. El médico llegó a la conclusión de que el monarca, de 27 años, sufría nefritis crónica, es decir, que tenía los riñones dañados y no podían filtrar como era debido los residuos y fluidos de la sangre. El dictamen ayudó a acallar el rumor de asesinato, pero nadie pensó que el emperador Guangxu estuviera demasiado enfermo para gobernar el imperio[641].

Cixí quería como fuera apartar a su hijo adoptivo del trono. La rutina diaria de recibir su saludo y acompañarle a la audiencia matinal era un recordatorio constante de la conspiración y el papel que él había tenido en ella, y le impedía tener paz emocional. Dicha rutina comenzaba nada más levantarse, en general entre las cinco y las seis de la mañana. El emperador, después de lavarse y vestirse y de que le hubieran trenzado la coleta, y tras un cigarrillo y un rápido desayuno, llegaba en su silla de manos con dosel amarillo, transportado por ocho hombres (su séquito llevaba todo lo que necesitaba, incluido un orinal). Cuando depositaban la silla en el patio ante los aposentos de Cixí y anunciaban su llegada, Cixí se sentaba muy tiesa y un eunuco colocaba un cojín de brocado amarillo en el suelo. El emperador Guangxu entraba, se arrodillaba sobre el cojín y hacía el saludo ritual de un emperador a una emperatriz viuda, después de lo cual Cixí decía: «Por favor, levantaos, Majestad». Él se ponía de pie, daba un paso y preguntaba lo propio de un hijo a su padre: «¿Ha dormido bien el real padre? ¿Y cenó bien anoche?». Las respuestas afirmativas de Cixí iban seguidas de preguntas sobre él, hasta que por fin ella podía decir: «Vuestra Majestad puede marcharse a descansar». Entonces, el emperador Guangxu pasaba a otra habitación en la que leía los informes que le había dejado Cixí, junto con sus instrucciones. En el salón de audiencias se sentaban uno al lado de otro, flanqueados por guardias pretorianos especiales, autorizados a estar cerca del trono, uno de los cuales era el hermano de Cixí, el duque Guixiang. Durante las audiencias, el emperador casi no hablaba y, cuando lo hacía, se limitaba a murmurar unas cuantas preguntas vagas y a menudo inaudibles[642].

Esa rutina se repetía día tras día. También le irritaba verlo en otros lugares de la corte. Era famosa la afición del emperador a llevar túnicas de algodón muy remendadas como ropa interior, y otras sencillas, modestas y oscuras por fuera, lo cual le convertía en una figura incongruente en medio de las damas de la corte, vestidas de colores brillantes, y ante Cixí con sus joyas. En una ocasión le vieron de lejos en el Palacio del Mar ejecutando el Rito del Arado —en el que el emperador manejaba en persona el búfalo para arar el primer surco del año—, vestido con su ropa anodina, en medio de sus funcionarios y sus coloridos trajes formales de corte. Sus aposentos también eran conocidos por su austeridad. Esa falta de opulencia tal vez no era del todo voluntaria: es posible que los eunucos no atendieran debidamente a su comodidad[643]. Más tarde, cuando los occidentales frecuentaban la corte, se dieron cuenta de que no recibía el trato debido al Hijo del Cielo: «Ningún eunuco obsequioso se arrodillaba en su presencia […] en el palacio nunca he visto una rodilla doblada ante el emperador, salvo la del extranjero que le saluda o se despide de él. Resultaba aún más notable porque tanto los estadistas como los eunucos se arrodillaban cada vez que hablaban con la emperatriz viuda»[644](39).

El emperador Guangxu nunca mostraba una pizca de resentimiento, ni siquiera cuando los eunucos se reían de él durante los juegos de salón que compartía a menudo con ellos[645]. Ese comportamiento hacía pensar a muchos que fingía ser idiota mientras esperaba a que llegase su momento. Otros, como la pintora estadounidense Katharine Carl, observaban que el esbelto y delicado monarca tenía «una sonrisa casi de esfinge […] Sobre todo el rostro tiene un aire de estar reprimido que alcanza casi un estado de pasividad»[646]. Ni siquiera Cixí, con su ojo de águila, podía adivinar qué había detrás de aquella máscara quieta e inexpresiva. En la villa que le servía de prisión, el emperador leía traducciones de libros occidentales y clásicos chinos, practicaba caligrafía y tocaba instrumentos musicales (decía que no le gustaban las melodías tristes). Seguía desarmando y volviendo a armar relojes. Una vez se atrevió con una caja de música y, al parecer, no solo le devolvió la vida, sino que le añadió una melodía china[647]. Lo que más le gustaba hacer era dibujar figuras demoniacas en hojas de papel, y en el reverso escribía siempre el nombre del general Yuan, el que había delatado a los conspiradores y había causado su encarcelamiento. Después fijaba los dibujos sobre la pared, les disparaba flechas de bambú y al final hacía pedazos los dibujos agujereados[648].

¿Quién podía saber la verdad? Era posible que el emperador Guangxu estuviera de verdad esperando la llegada de un equipo de rescate, reunido por Kang El Zorro Salvaje y financiado por Japón. Esa perspectiva le daba pánico a Cixí. En 1899 incluso empleó una artimaña para neutralizar a los japoneses e intentar darles la impresión de que estaba tan deseosa como su hijo adoptivo de tener una buena relación. Envió a dos funcionarios a Japón, donde concedieron entrevistas a periódicos y pronunciaron discursos públicos en los que declararon que la emperatriz viuda les había enviado a forjar una alianza con Japón. Vieron al emperador japonés y al antiguo primer ministro Ito, que pensó que tenía otra oportunidad y se ofreció a ir inmediatamente a China para ser asesor del trono. Con el fin de que el engaño no fuera a más, los mensajeros hicieron todo lo posible para minar su propia credibilidad, hasta el punto de que la prensa japonesa los calificó de «extraños»[649]. Los europeos pensaron que Cixí se había «equivocado al elegir a sus hombres, porque estos comisarios, a diferencia de lo que normalmente encontramos [sic] en el hombre amarillo, revelaban demasiadas cosas de la importante misión»[650]. En Tokio, perplejos, no respondieron a su propuesta, aunque parecieron pensar que Cixí tenía esas intenciones. Pero, si las maquinaciones confundieron a Japón, alarmaron a Rusia y a la opinión pública, que imaginaron que el Gobierno estaba en tratos siniestros con Japón. Fue una maniobra torpe, muy por debajo de la destreza habitual de Cixí, y el hombre que la concibió y convenció a la emperatriz de ponerla en práctica, el censor Chongyi, se ofreció a ser despedido públicamente como chivo expiatorio. Todo ello indica que Cixí estaba realmente desesperada.

Tenía miedo constante de que huyera su prisionero y no le permitía salir de los palacios si no lo acompañaba ella. Ahora bien, había un lugar fuera de la Ciudad Prohibida al que el emperador debía ir, pero al que ella no podía acompañarle por ser mujer: el Templo del Cielo. (Muchos lo consideraban «la obra de arquitectura más bella de China»). El emperador tenía que ir periódicamente para rezar al Cielo y pedir buen tiempo para las cosechas, de las que dependía la supervivencia de la nación. El viaje suponía dormir allí una noche. Todos los emperadores Qing se tomaban el ritual con la máxima seriedad. El emperador Kangxi, por ejemplo, atribuía los cinco decenios de tiempo relativamente bueno que habían permitido que su reinado fuera un éxito a la sinceridad de sus oraciones en el templo. Cixí lo creía de todo corazón. Pero como ella no podía ir, y no podía estar segura de que el emperador Guangxu no fuera a escaparse cuando estuviera fuera de su alcance, envió a unos príncipes a que sustituyeran al monarca. No obstante, si bien era fácil colocar a unos sustitutos, los rezos de ellos no eran lo mismo que los del emperador. Cixí temía todo el tiempo que el Cielo interpretara la ausencia del soberano como una irreverencia y como consecuencia desencadenara una catástrofe sobre el imperio[651]. La angustia y la desesperación se unían en su anhelo de tener un nuevo emperador.

Sin embargo, destronar a Guangxu era algo impensable para los chinos, aunque la opinión pública, en general, estaba satisfecha con que Cixí tomara las riendas. El plan contra su vida empezó a correr de boca en boca y por las casas de té, y se consideró que la participación del emperador, que se achacaba a Kang El Zorro Salvaje, era inexcusable. Muchos pensaban que «Su Majestad había demostrado un juicio deplorable y que la emperatriz viuda tenía motivos para hacerse de nuevo con el control». Aun así, querían que él siguiera siendo el emperador. Se le consideraba un personaje sagrado, «celestial», al que sus súbditos ni siquiera debían ver (de ahí los biombos que tapaban sus procesiones). La gente prefería decir que Kang El Zorro Salvaje había «engañado al emperador» y había «enfrentado a Sus Majestades entre sí»[652]. Los virreyes de las provincias, aunque apoyaban la toma de poder de Cixí, querían que cooperara con su hijo adoptivo. El conde Li, que en privado se había reído del emperador y había dicho que «ni siquiera parecía un monarca», y que quería que gobernara Cixí, se oponía de forma rotunda, no obstante, a que se le apartara del trono. Cuando Junglu, el confidente más estrecho de Cixí, le sondeó, el conde se levantó de un salto antes de que Junglu terminara de hablar y alzó la voz: «¡Cómo puedes pensar en eso! ¡Esto es traición! ¡Sería un desastre! Los diplomáticos occidentales protestarían, los virreyes y gobernadores se levantarían en armas, y habría una guerra civil en el imperio. ¡Sería una total calamidad!». Junglu estaba de acuerdo con el conde Li. De hecho, él mismo había intentado en privado disuadir a Cixí de cualquier intento de destronar a su hijo adoptivo[653].

Las legaciones habían dejado claro que sus simpatías estaban por completo de parte del emperador Guangxu. Cixí sabía que pensaban que él era el reformista y ella la tirana antirreformas. En un intento de corregir esa impresión y demostrar que era amiga de Occidente, en 1898 invitó a las damas del cuerpo diplomático a un té en el Palacio de Verano con ocasión de su cumpleaños. Sería la primera vez que unas mujeres extranjeras entraban en la corte. (El primer hombre occidental al que conoció Cixí había sido el príncipe Heinrich de Alemania, a principios de ese mismo año).

Antes de ir, las damas extranjeras reaccionaron como chicas jóvenes que jugaban a «hacerse las duras». Robert Hart escribió: «Primero, no estaban listas el día que Su Majestad quería que fueran, y luego, cuando llegó el segundo día fijado, no pudieron ir porque no consiguieron decidirse sobre el intérprete […] Luego surgió otra dificultad […] Así que la visita se ha pospuesto sine die»[654].

El té se celebró, por fin, el 13 de diciembre, muchos días después del cumpleaños. Si Cixí se sintió despreciada, como debió de sentirse, no dejó que sus sentimientos empañaran la ocasión. Sarah Conger, esposa del embajador de Estados Unidos, dejó una descripción detallada. A las 10 en punto de esa mañana, enviaron unas sillas de manos a recoger a las señoras:

Formábamos una procesión espectacular con nuestras 12 sillas y nuestros 60 porteadores […] Cuando llegamos a la primera entrada del Palacio de Invierno [Palacio del Mar], tuvimos que abandonar sillas, porteadores, mafoos [encargados de los caballos], acompañantes, todo. Dentro había siete sillas de corte tapizadas en rojo, todas en fila, con seis eunucos para llevar cada una, y muchos escoltas. Nos llevaron a otra valla dentro de la cual había un magnífico vagón de tren, regalo de Francia a China. Subimos al vagón y unos eunucos vestidos de negro lo empujaron y arrastraron hasta otra parada, en la que nos recibieron numerosos funcionarios y nos sirvieron té […] Después de un pequeño descanso y unos sorbos de té, unos funcionarios de alto rango nos escoltaron hasta el salón del trono. En la puerta nos quitaron nuestros ropajes pesados y nos condujeron ante la presencia del emperador y la emperatriz viuda. Nos colocamos según nuestro rango (según el tiempo que llevábamos en Pekín) y nos inclinamos. Nuestro primer intérprete presentó cada dama al príncipe Ch’ing [Ching] y él, a su vez, nos presentó a Sus Majestades. Luego, lady MacDonald leyó unas breves palabras en inglés en nombre de todas las damas. La emperatriz viuda respondió a través del príncipe Ch’ing. Otra profunda inclinación por nuestra parte, y luego llevaron a cada una hasta el trono, donde se inclinaba y hacía una reverencia al emperador [sic], que tendía la mano.

En opinión de lady MacDonald, fue «una agradable sorpresa para todas nosotras ver que [Guangxu] participaba en la audiencia […] Un joven de ojos tristes y aspecto delicado, con poco carácter en el rostro, apenas levantó la vista durante nuestra recepción». Después de saludar al emperador, continuó la señora Conger: «Entonces nos aproximamos a Su Majestad la emperatriz y nos inclinamos con una profunda reverencia. Ella nos iba tendiendo las dos manos y nosotras nos acercábamos. Con unas palabras de saludo, Su Majestad envolvía nuestras manos en las suyas y colocaba en el dedo índice de cada una un pesado anillo repujado en oro, con una enorme perla».

Regalar anillos, y regalarlos de esa manera, era corriente entre las mujeres. Era un intento por parte de la emperatriz viuda de hermanarse con las esposas occidentales. Después las damas disfrutaron de un festín presidido por la princesa Ching y otras princesas, que llevaban «los más exquisitos bordados, ricos rasos y sedas, con adornos de perlas», y las uñas de los dedos «protegidas con anillos de oro enjoyados». Después del festín y el té, las llevaron de nuevo ante Cixí. Sarah Conger relató la escena:

Para nuestra sorpresa, allí, sobre un trono amarillo, estaba Su Majestad, la emperatriz viuda, y nos agrupamos a su alrededor como antes. Era inteligente y alegre y su rostro desprendía benevolencia. No se veía ni un atisbo de crueldad. Nos dio la bienvenida con expresiones sencillas, y sus acciones estuvieron llenas de libertad y cordialidad. Su Majestad se puso de pie y nos expresó sus buenos deseos. Tendió las dos manos a cada dama y luego se tocó mientras decía con entusiasta sinceridad: «Una familia, todos una familia».

Después hubo una representación de la Ópera de Pekín, tras la cual Cixí les dijo adiós con un gesto teatral: «Estaba sentada en su trono, muy cordial. Cuando nos sirvieron el té, se aproximó y se llevó cada taza de té a los labios, tomó un sorbo, luego levantó la taza hacia nuestros labios por el otro lado, y volvió a decir: “Una familia, todos una familia”. Después volvió a darnos bellos regalos, iguales para cada dama». La señora Conger, que tiene un aspecto severo en las fotografías, se deshizo en elogios después de conocer a Cixí:

Después de este maravilloso día de ensueño, tan increíblemente irreal para todas nosotras, llegamos a casa, embriagadas de novedad y de belleza […] ¡Es asombroso! ¡China, después de siglos y siglos de puertas cerradas, las ha empezado a abrir! Ninguna dama extranjera había visto antes a los gobernantes de China, ni ningún gobernante chino había visto a una dama extranjera. Regresamos a la legación británica y, satisfechas, nos agrupamos para hacernos una fotografía que fijara en nuestra mente un día extraordinario, un día de importancia histórica. El 13 de diciembre de 1898 es un un gran día para China y para el mundo.

Lady MacDonald se llevó como traductor a Henry Cockburn, secretario de la legación británica en Pekín, «un caballero con más de 20 años» de experiencia en China […] y que posee gran capacidad y sano juicio». Escribió: «Antes de nuestra visita, su opinión de la emperatriz viuda era la que puedo denominar la más generalizada […] Al volver, dijo que todas sus ideas preconcebidas habían sufrido un vuelco por lo que había visto y oído, y resumió el carácter de la emperatriz viuda en cuatro palabras, “amabilidad rayana en debilidad”». Sir Claude informó a Londres: «La emperatriz viuda causó una impresión de lo más favorable con su cortesía y su afabilidad. Quienes acudieron a palacio con la idea de que iban a conocer a una persona fría y altanera, de modales fuertes e imperiosos, se vieron gratamente sorprendidos al ver que Su Majestad es una anfitriona amable y cortés, y que mostró el tacto y la suavidad propios de un temperamento femenino». Estas opiniones las compartieron los representantes de otras embajadas[655].

La imagen de Cixí había mejorado. Pero los diplomáticos solo pensaban mejor de ella porque habían descubierto que tenía un inesperado «temperamento femenino». Ni mucho menos iban a preferir que gobernara China ella en lugar del emperador Guangxu. A lo largo del siguiente año, Cixí se resintió de la tensión que le provocaba ser una carcelera permanente. Y la presión se volvía intolerable cuando pensaba con temor en las posibles consecuencias de que el monarca no fuera nunca a rezar al Templo del Cielo. Aceptó de buen grado la sugerencia de adoptar un heredero, que podría desempeñar las obligaciones del emperador y, a su debido tiempo, sustituirle, para que él se retirase. La adopción estaba suficientemente justificada: el emperador Guangxu tenía casi 30 años y aún no tenía hijos. Se podía alegar que necesitaba adoptar un hijo para continuar la línea dinástica. Por lo tanto, el prisionero escribió de su puño y letra un humilde edicto en tinta roja en el que anunciaba que su enfermedad le impedía tener un hijo natural y que, a instancias suyas, la emperatriz viuda había consentido amablemente designar un príncipe heredero, por el bien de la dinastía[656].

El heredero fue un chico de 14 años llamado Pujun. Su padre, el príncipe Duan, era hijo de un hermano del emperador Xianfeng, el difunto marido de Cixí, lo cual le otorgaba legitimidad.

Este acuerdo disparó enseguida la especulación de que al emperador Guangxu probablemente le quedaba poco tiempo en el trono. Los que se oponían de forma radical a Cixí insistieron en que le iba a asesinar. «Los embajadores extranjeros recuperaron el semblante serio. Hablaban sin reparos de su temor de que Kuang Hsu [Guangxu] tuviera los días contados», anotó un testigo. Cuando Cixí anunció la designación del heredero, el 24 de enero de 1900, las legaciones extranjeras exigieron una audiencia con el emperador Guangxu, una señal inequívoca de su apoyo al emperador preso y su desprecio por el príncipe heredero[657]. Les dijeron que el emperador estaba enfermo y no podía verles. Cuando las damas diplomáticas solicitaron una repetición de la alegre fiesta de un año antes, las rechazaron: la emperatriz viuda estaba «demasiado ocupada con los asuntos de Estado»[658].