La pelea por China (1895-1898)
Al acabar la desastrosa guerra, Cixí regresó a su retiro. El 30 de junio de 1895, una comitiva la acompañó oficialmente de la Ciudad Prohibida al Palacio del Mar, antes de su traslado definitivo al Palacio de Verano. Con eunucos vestidos con trajes de colores diseñados para ocasiones especiales y los músicos de la corte tocando trompetas, el príncipe Gong y los demás nobles se arrodillaron en un sendero de piedra, mirando hacia el sur, y golpearon el suelo con la cabeza tres veces al paso de la silla de manos de Cixí. A partir de entonces, cada vez que visitara la Ciudad Prohibida, tendrían lugar unos elaborados rituales con la participación de todos los funcionarios del palacio vestidos con túnicas ceremoniales. Unos ritos que destacaban el hecho de que ya no gobernaba el Estado.
Pero este nuevo periodo de retiro fue diferente al anterior. Desde el problema con Perla, a Cixí le permitían ver todos los documentos fundamentales, y la costumbre continuó[504]. Su hijo adoptivo la consultaba mucho más, y hubo un marcado aumento de sus visitas al Palacio de Verano[505]. El joven emperador y los grandes consejeros se dieron cuenta de que la firma del pernicioso tratado en contra de los deseos de la emperatriz viuda había sido como «beber veneno para aplacar la sed». Para el imperio había supuesto todo menos una paz genuina. El virrey Zhang, que había hecho una campaña febril contra la firma del tratado y al que habían hecho caso omiso, señalaba que el acuerdo solo había servido para enriquecer a Japón y abrirle el apetito, y que sin duda intentaría conquistar a una China sin fuerzas en el futuro[506]. Además, las potencias europeas se habían dado perfecta cuenta de la debilidad del imperio e iban a hacer demandas interminables empleando la amenaza de la guerra, conscientes de que China no podría estar a la altura del reto[507].
En realidad, para las potencias europeas, China había demostrado ser un tigre de papel. Hasta entonces le habían tenido cierto respeto, en parte debido a su tamaño. Ahora sabían que el gigante estaba «lleno de aire», en palabras de Charles Denby, y que «la burbuja china había explotado». Descubrieron que «no podía luchar y estaban preparados para apoderarse de su territorio a la menor excusa». Aunque los más amables la disculpaban («China no es una nación belicosa: sus antecedentes, su civilización y sus idiosincrasias son de paz, y es una lástima que el mundo feroz tenga que perturbarla», escribió Robert Hart), la actitud general era de desprecio indisimulado. El gran tutor Weng anotó: «Cuando los enviados de países occidentales vienen al Ministerio de Exteriores, ya no se comportan con educación; gritan insultos a la menor oportunidad»[508]. Tras presenciar una visita de varios occidentales al Ministerio de Exteriores, un funcionario chino sintió que «las venas le iban a estallar de indignación»[509].
El emperador Guangxu estaba a la defensiva. Muchos advirtieron que no había hecho una declaración pública sobre la guerra, sino que solo escribió a los más altos funcionarios para pedirles su comprensión y decirles que no volvieran a hablar del tema, con lo que, de hecho, impedía cualquier análisis posterior[510]. El emperador no hizo ninguna reflexión pública sobre las enseñanzas que podían extraerse ni sobre planes concretos de futuro, aparte del cliché de que debían hacer «las dos cosas fundamentales: entrenar al ejército y hallar más dinero para financiarlo». Estaba preocupado y trató de desviar la responsabilidad de la forma más infantil, diciendo a varios funcionarios que dos de los grandes consejeros «me obligaron a ratificar» el tratado[511]. El principal chivo expiatorio fue el conde Li. Pero en vez de responsabilizarle de lo que sí había hecho mal —engañar al trono sobre la fortaleza de las defensas chinas antes de la guerra y conducir mal el conflicto cuando empezó—, el emperador se sumó al extendido rumor de que el conde Li había firmado el tratado sin su autorización. En su primera audiencia con el conde después de la guerra, Su Majestad le reprendió por haber entregado 200 millones de taeles de plata, más Taiwán y todo el resto, cuando era él quien le había ordenado que lo hiciera. El conde, que acababa de recuperarse de una herida de pistola, causada en un intento de asesinato mientras negociaba en Japón, no pudo hacer nada más que golpear el suelo con la cabeza una y otra vez y decir: «Sí, sí, Vuestra Majestad, es todo culpa mía». La farsa se representó delante de los grandes consejeros, que sabían perfectamente cuál era la verdad[512].
Para que un monarca chino recibiera la lealtad de sus funcionarios, tenía que demostrar que era justo. Cixí sabía ser justa con los suyos. En general, se consideraba que distribuía recompensas y castigos de manera proporcionada. Ese era el factor clave de la feroz lealtad que inspiraba, tanto de quienes estaban de acuerdo con ella como de quienes no lo estaban. Pero el emperador Guangxu no tenía su habilidad. Durante la guerra había tratado muy mal al almirante Ting, lo cual contribuyó en parte a la lamentable rendición de la Flota Septentrional con sus 10 barcos de guerra. El conde Li, resentido, pensaba que el emperador «ni siquiera parecía un monarca»[513], y así se lo dijo a sus subordinados de confianza. Hasta los funcionarios más alejados del conde acabaron sabiendo que él deseaba que cambiaran las cosas en la corte, que quería que gobernara Cixí.
Cixí no amonestó a su hijo adoptivo ni a los grandes consejeros restregándoles que ella tenía razón. En lugar de ello, decidió que en ese momento lo mejor era ser magnánima con ellos. Y ellos respondieron abrumados de gratitud. El príncipe Gong había sido el principal partidario de firmar el tratado. Pero Cixí no le hizo ni un reproche. Por el contrario, le invitó a una estancia en el Palacio de Verano y se ocupó de detalles como los muebles de sus habitaciones y la comida que se le iba a servir. El príncipe estaba tan agradecido que se las arregló para salir de su lecho de enfermo en cuanto le llamó la emperatriz, sin tener en cuenta la queja de su hijo de que, dada su condición, debería quedarse en casa a descansar y no tener que arrodillarse y someterse a las demás normas de la exigente etiqueta de la corte[514]. En una ocasión, escribió el gran tutor Weng, el príncipe Gong estaba en el Palacio de Verano cuando llegó el emperador, pero no fue a saludar a Su Majestad hasta un día después, lo cual le pareció una gran insolencia al maestro. Cixí se había convertido en una especie de dueña y señora de la corte. Los nobles estaban a su disposición y acudían al Palacio de Verano en cuanto los llamaba, donde se quedaban a dormir si ella lo deseaba, para acompañarla en sus paseos, algo muy poco habitual. A veces no se presentaban a la audiencia diaria en la Ciudad Prohibida[515].
Si el emperador Guangxu estaba resentido, no lo demostraba. Al contrario, se volvió más sumiso con su «querido papá». Esto conmovió a Cixí, que dijo de él que era una «persona sumamente agradable». Los sentimientos de la emperatriz hacia su hijo adoptivo se habían enternecido durante la guerra, porque sabía el peso que tenía que soportar y sus limitaciones. El gran tutor Weng vio que, cuando el emperador estaba enfermo, Cixí se mostraba amable y bondadosa con él, le visitaba a diario y mostraba un afecto que nunca se le había visto. En una ocasión le dijo ella a un virrey: «Quiero de verdad al emperador»[516]. Ahora pasaba más tiempo con él, enseñándole su Palacio de Verano y los lugares más hermosos de las cercanías. También devolvió el título de concubina imperial a Perla y su hermana Jade. La gente notó que madre e hijo se llevaban mejor durante este periodo[517].
Cixí no quería que nadie interfiriera en su relación. En esta época fue cuando los amigos del emperador que le habían empujado a marginarla fueron expulsados de la corte. Se advirtió a los funcionarios de que «cualquiera que vuelva a hacerlo no saldrá tan bien librado y recibirá un severo castigo»[518]. El estudio del emperador se cerró del todo, de modo que ya no tenía ningún lugar en el que escuchar a nadie en secreto[519].
Ahora que el emperador Guangxu estaba tan dócil, Cixí decidió encargarse de lo que le parecía el problema más acuciante: la amenaza de Japón. Importantes estrategas como el virrey Zhang habían presentado sólidos argumentos en favor de una alianza con Rusia, el vecino septentrional de China y la única potencia europea a la que afectaba directamente la ascensión de Japón. Cixí era consciente de que Rusia tenía también ambiciones territoriales en China: ya se había quedado con un gran pedazo en 1860 y lo volvió a intentar dos décadas después con Ili en Xinjiang, aunque Cixí le había obligado a retirarse. Sin embargo, tras meses de sopesar los pros y los contras, decidió que buscar una alianza con Rusia era preferible a no hacer nada y esperar a que Japón volviera a atacar. A principios de 1896, China empezó a tratar de obtener un compromiso ruso de que lucharían a su lado si Japón invadía el país[520]. El Gran Consejo se trasladó al Palacio de Verano siguiendo a la emperatriz viuda y estableció sus oficinas temporales en unas cabañas situadas fuera de la puerta oriental. El príncipe Gong se mudó a una mansión vecina. A nadie le interesaba saber dónde estaba el emperador[521].
A través del embajador chino en San Petersburgo, Cixí sabía lo que podía ofrecer China a Rusia a cambio. El Ferrocarril Transiberiano, que pretendía conectar Moscú y la Rusia europea con el extremo oriental del país, tenía que elegir entre dos rutas antes de llegar a su meta, el puerto de Vladivostok en el Pacífico. Si se quedaba en suelo ruso, debía recorrer un largo arco por un terreno muy difícil, 500 kilómetros más largo que si tomaba la línea recta a través de Manchuria. Los rusos querían construir un atajo por territorio chino. Después de debatirlo en el círculo supremo, Cixí decidió conceder a Rusia su deseo de construir la línea, que luego se conocería como el Ferrocarril Chino Oriental (o «Ferrocarril Siberiano»). La línea podía suponer un beneficio económico considerable para China. Si unía Asia y Europa por tierra sería una máquina de hacer dinero, porque Pekín podría gravar impuestos sobre el inmenso volumen de mercancías que circularía por ella. Como Rusia se ofrecía a construirla, el coste para China sería mínimo, y, para asegurarse de que el imperio iba a beneficiarse, Pekín puso parte del capital inicial (cinco millones de taeles) y se convirtió en accionista (un tercio) de la empresa conjunta del ferrocarril. Si alguna vez se estropeaban las relaciones con Rusia, la vía estaría en territorio chino, por lo que, en teoría, China podría hacer lo que quisiera con ella. Y todo esto, además de garantizarse un poderoso aliado militar en caso de ataque japonés.
El inconveniente, por lo que podía preverse, era un enorme aumento de la influencia rusa en Manchuria, que podía tener consecuencias inesperadas. Cixí sabía que Pekín tenía que estar «en guardia contra futuros peligros»[522], pero proteger al imperio frente a Japón era más importante que esas consideraciones.
Una vez decidida la estrategia, se envió al conde Li a Moscú para negociar el pacto. Cixí se había vuelto en contra del conde por el papel que había desempeñado en la guerra contra Japón, y solo lo utilizó por conveniencia: era un negociador inigualable. Daba la casualidad de que la coronación del zar Nicolás II iba a celebrarse en mayo de 1896, así que el conde fue como ministro extraordinario de China para la ocasión, y el verdadero propósito de su viaje se mantuvo en secreto. Cuando se supo que iba a visitar Rusia, llegaron invitaciones de otros países: Gran Bretaña, Francia, Alemania y Estados Unidos. Era el primer viaje al extranjero de un dignatario de primera categoría, nada menos que «el principal estadista de China» en opinión de Occidente. Para no enojar a las otras potencias y para ocultar el auténtico objetivo del viaje, el conde Li visitó también los otros cuatro países. La gira creó mucha expectación, pero pocos resultados(33).
El Tratado Secreto Chino-Ruso se concretó y se firmó el 3 de junio, días después de la coronación del zar Nicolás II. Su primera frase proclamaba explícitamente que Rusia emplearía todas sus fuerzas armadas disponibles para ayudar a China ante una posible invasión de Japón.
El conde Li se entusiasmó cuando le asignaron la tarea. Le pareció un indicio de que la emperatriz viuda le había perdonado y estaba dispuesta a volver a trabajar con él, ahora que parecía estar al mando de todo. Y el conde confiaba en su propias dotes. Antes de marchar, en un banquete de despedida bajo una marquesina, el viento llenó los platos de arena. Pero el conde comió con ganas, habló y rio muy animado. Al decirle que el Dios del Viento había ido a presentarle sus respetos —y que después de su gran viaje volvería a estar en el meollo de los asuntos de Estado y hacer cosas incluso más grandes—, el conde sonrió y disfrutó de los halagos[523].
Durante el viaje, el conde fue agasajado por los jefes de los estados que visitó y denominado «el Bismarck de Oriente». The New York Times publicó esta descripción de él: «Anda y se sienta con su enorme cabeza inclinada hacia el pecho y recuerda a la imagen que da Browning de Napoleón, “la frente adelantada, oprimida por su mente”»[524]. Sin embargo, al volver a pisar China a finales de 1896, el conde se dio cuenta de que pasaba algo. Le hicieron esperar más de dos horas en Tianjín (donde había desembarcado) antes de ser llamado a Pekín. En la capital no le concedieron más que media hora de audiencia con el emperador Guangxu, que prestó atención casi exclusiva a la medalla con diamantes incrustados que Alemania regalaba a Su Majestad. Cuando el conde trató de describir la fortaleza de Occidente y la urgente necesidad de que China hiciera reformas, el joven monarca le dijo que hablara «esos asuntos con el príncipe Gong y ved qué se puede hacer»[525]. Como el conde, de todas formas, no esperaba gran cosa del emperador, no se sintió demasiado decepcionado. Fue la siguiente entrevista, ese mismo día, con la emperatriz viuda, la que le dejó «verdaderamente asustado». Lo que Cixí dijo a Li, de lo que parece no existir testimonio escrito, debió de ser escalofriante, porque el conde se sumió en el letargo y el abatimiento tras la reunión. Estaba alojado en un templo próximo al Palacio de Verano y, distraído, se acercó paseando a las ruinas del Viejo Palacio. Los eunucos encargados de guardar las ruinas reales, que sabían quién era, le permitieron entrar. El conde siguió teniendo la mente, según escribió él mismo, «en ebullición toda la noche». A la mañana siguiente presentó la dimisión de todos sus cargos[526].
Una brusca nota imperial de una sola frase rechazó su dimisión pero dejó implícito que estaba despedido, al anunciar su nuevo puesto: «trabajar en el Ministerio de Exteriores», ya no como responsable, sino como funcionario corriente. Sus dos puestos anteriores, el de comisario imperial para el norte de China y el de virrey de Zhili, que eran importantes, ya estaban en manos de otras personas y no le fueron devueltos. Al conde solo le permitieron conservar el título de administrador jefe del imperio, que era más bien honorífico. Por si no era suficiente castigo, otro edicto le censuró públicamente por «invadir sin permiso una propiedad real» y le impuso como multa el salario de un año. Estos terribles golpes eran obra de la emperatriz viuda, que quería castigarlo por la responsabilidad que había tenido en la ruina de China; aunque no podía explicarlo en público, porque era imposible revelar la culpabilidad exacta del conde sin dejar al descubierto la del emperador. Pero le dejó claro al conde, que estaba muy satisfecho consigo mismo, que su estrecha relación política se había terminado. Y por la gloria que acababa de disfrutar en el extranjero, recibiría un doble castigo (de ahí la multa por «invasión» de la propiedad, además de despedirle). Más tarde, cuando Cixí recobró todos sus poderes y pareció que necesitaba a un hombre capacitado junto a ella, el conde intentó que le devolvieran sus cargos. Cixí le hizo saber que no merecía sino más sufrimientos y le envió, a sus 75 años, a un duro viaje por el río Amarillo, congelado, «para llevar a cabo un estudio geológico y proponer formas de contener las riadas»[527].
Así acabó Cixí con sus décadas de colaboración política con el conde Li, un estadista extraordinario pero con graves defectos. Después, y con la sensación de alivio de tener asegurada la paz en el imperio a medio plazo gracias al pacto con Rusia, Cixí se apartó de los asuntos de Estado. Los altibajos emocionales provocados por la guerra, con todas sus angustias, sus frustraciones y sus inquietudes, la habían dejado exhausta. Estaba destrozada de ver desaparecer los frutos de varios decenios de trabajo. A sus 60 años, daba la impresión de que no se sentía capaz de volver a empezar. La emperatriz viuda ya no era la de antes, tan dinámica, dispuesta a presidir debates, emitir decretos y lanzar innovaciones políticas. Parecía no importarle ya. Al fin y al cabo, su hijo adoptivo estaba en el poder. Podía controlar una o dos cuestiones cruciales, pero no podía entrometerse en los asuntos diarios. El emperador Guangxu vivía en su habitual estado de inercia y despiste sobre las reformas. Cuando el virrey Zhang le presentó una propuesta para revivir las modernizaciones, el emperador se limitó a pronunciar frases hechas y no hizo nada. El programa para implantar trenes, por lo menos, sí se relanzó, por ejemplo con la línea Pekín-Wuhán, que Cixí había puesto en marcha y el emperador había aparcado. Ahora todo el mundo era consciente de la vital importancia del ferrocarril, incluso el gran tutor Weng[528].
En esa época, la incipiente burguesía china, que dependía del transporte marítimo, la minería y el comercio, y no se había visto afectada por la guerra, seguía activa. La electricidad había llegado a provincias del interior como Hunan, donde «pueblos enteros brillan con luces eléctricas»[529], exclamó un testigo. Los empresarios desarrollaban ideas nuevas. Sheng Xuanhuai, el pionero empresarial al que se confió la construcción del ferrocarril Pekín-Wuhán, pedía la creación de un banco estatal. Si le hubieran propuesto la idea a Cixí años antes, la habría adoptado sin dudarlo. Pero ahora parecía indiferente, y el emperador Guangxu le dijo a Sheng que creara un banco él mismo mediante inversiones privadas. Los observadores extranjeros que se habían hecho ilusiones con que China llevara a cabo las reformas después de la gira del conde Li por Occidente se sintieron decepcionados. Vieron que habían pasado más de dos años desde el final de la guerra y el país «no había hecho nada para reformar la administración ni reorganizar sus fuerzas» y no había aprendido ninguna lección de la derrota[530].
La multitud de intereses que tenía Cixí aparte de la política le hicieron más fácil desprenderse de ella. Se concentró en la búsqueda del placer. En 1896, después de culminar el pacto secreto con Rusia, y con ocasión de la Fiesta de la Luna, que caía en 21 de septiembre, invitó a los nobles de la corte al Palacio de Verano para celebrarlo. Los recibió en la Villa de la Balaustrada de Jade, Yu-lan-tang, que estaba justo al borde del lago y tenía una vista panorámica. Era la residencia del emperador, pero Cixí hizo de anfitriona. Según anotó el gran tutor Weng, Cixí declaró que la villa estaba «llena de luz y de aire, mejor que la Ciudad Prohibida», y se mostró «solícita y llena de elogios» a los nobles por sus «esfuerzos» para lograr el pacto con Rusia. Tras preguntar por un gran consejero que estaba enfermo, ofreció consejo médico y dijo a Weng que le advirtiera de que «podía tomar ginseng, pero con cautela». No se habló del Estado. Dijo a los nobles que se divirtieran. Cuando cayó la noche, se alzó una luna llena en un cielo lavado por la lluvia y ya despejado, grandioso sobre el lago Kunming. El gran tutor Weng bebió con varios amigos y declamó poemas. Cuando la luna empezó a perder brillo y tamaño, se dejaron llevar por la melancolía[531].
Ese día no hubo música. La madre biológica del emperador Guangxu —la hermana de Cixí— había muerto el 18 de junio y todavía estaba en vigor el periodo de 100 días de luto, con la habitual prohibición de tocar música. Tres días después de que acabara el duelo y el emperador y Cixí hubieran cumplido con sus últimos ritos, se dieron las primeras notas con un estilo nuevo. Al anochecer, unas barcas adornadas llevaron a los nobles al centro del lago, donde se detuvieron para mecerse con suavidad entre las ondas que relucían bajo la luna. Tras una señal se encendieron —gracias a la electricidad— faroles rojos en forma de flores de loto alrededor de las barcas y una plataforma bellamente iluminada flotó en silencio hasta el centro. Entonces comenzó sobre ella una representación de ópera con iluminación moderna, la primera que veían los nobles. A continuación hubo una exhibición de fuegos artificiales que brillaban sobre la oscura silueta de la colina cercana. Cixí presumía de cómo había montado el espectáculo, sin importarle el frío que empezaba a hacer de noche y en el agua. El gran tutor Weng, pese a estar muy impresionado por el despliegue, no pudo esperar a que terminara y se fue corriendo a envolverse en un gran abrigo acolchado.
Cuantas más alegrías le proporcionaba el Palacio de Verano, más tristeza sentía Cixí. Si aquellos hombres sin agallas no hubieran dado una suma tan vasta de dinero a Japón, ¡cuánto habría podido hacer para restaurar el viejo palacio! ¡Y cuántos más proyectos de modernización podría haber llevado a cabo! Aunque se contenía para no reprenderlos, estaba llena de ira. Un día, parece que sintió un deseo irreprimible de desahogarse e informó al Ministerio de Hacienda, dirigido por el gran tutor Weng, de que pensaba empezar a restaurar el Viejo Palacio de Verano y quería que le entregaran todos los impuestos recaudados del opio cultivado en el país. Desde su legalización en 1860 se habían dedicado grandes franjas de terreno a cultivar la droga, y los ingresos que producían eran notables.
La exigencia era una locura, no solo porque llegaba en un momento en el que el imperio se ahogaba bajo deudas gigantescas, sino también porque estaba pidiendo que se incluyera la construcción de un palacio recreativo en el presupuesto del Estado. No había pedido nada igual cuando construyó su Palacio de Verano. De hecho, había dado garantías públicas concretas de que el Estado no lo iba a financiar. Los dineros públicos que pudo utilizar eran robados. Pero ahora era como si quisiera burlarse de los nobles: «Teníais dinero para dárselo a los japoneses; pues yo también puedo usar parte de él. ¡Sois vosotros los que habéis llevado el país a la bancarrota, y no tenéis derecho a negármelo!». La verdad era que los nobles habían perdido cualquier derecho moral a negarle su exigencia. El gran tutor Weng, avergonzado, se propuso explorar formas de satisfacer sus deseos[532].
Al gran tutor le costó un año dar con la solución, dada su resistencia a encontrarla. A principios del verano de 1897, dijo que había consultado a Robert Hart y este calculaba que la producción nacional de opio era mucho mayor de lo que se pensaba y que, si se gravaban impuestos sobre él, se podrían obtener hasta 20 millones de taeles al año, mucho más de lo que estaba recibiendo el Estado. Weng propuso recaudar el impuesto sobre el opio basándose en los cálculos de Hart y entregar el 30 por ciento a Cixí «para la construcción de los palacios reales». Eso le supondría seis millones de taeles anuales, una suma increíble. Cixí recibió el informe con entusiasmo[533].
De inmediato surgió una voz opositora: no de ningún noble, sino de Li Bingheng, el gobernador de Shandong, la provincia costera al sureste de Pekín. Alegó que el nuevo cálculo de la producción de opio era demasiado elevado y que, en el caso de Shandong, los impuestos sobre esa cifra serían diez veces más altos que hasta entonces. «Puede que ni siquiera la explotación hasta el límite sea suficiente», escribió. La obtención del dinero necesario para pagar las deudas extranjeras ya representaba una carga insoportable para los habitantes de las provincias. Añadir más dinero sería imposible y podría empujar a la gente a la rebelión. Instaba a la corte a rechazar el informe del Ministerio de Hacienda, «olvidarse del deseo de buscar placeres» y «no arruinar a nuestro pueblo»[534].
Cuando vio estos argumentos, Cixí comprendió que tenía que renunciar a su sueño. Cuando retiró su petición, el emperador remitió la carta del gobernador al Ministerio de Hacienda para que se reconsiderase, y el Ministerio se apresuró a revocar lo que denominó «el plan del inspector general»[535]. Ningún miembro del Gobierno quería que su nombre fuera relacionado con el proyecto, y Robert Hart era un cómodo «chivo expiatorio». El gobernador Bingheng, que había alzado la voz contra el plan, fue ascendido a virrey. Y las ruinas del Viejo Palacio de Verano siguieron siendo ruinas.
En cualquier caso, el periodo de búsqueda de placeres de Cixí fue breve. Sus previsiones más pesimistas, tan bien formuladas por el virrey Zhang al oponerse a la firma del Tratado de Shimonoseki, se hicieron realidad a finales de 1897. Las potencias europeas, ahora desdeñosas y agresivas con China, empezaron a reclamar pedazos del imperio. Alemania exigía la bahía de Jiaozhou, en la provincia de Shandong, para establecer una base naval en el puerto de Qingdao, y afirmaba que era justa recompensa por haber contribuido a obligar a Japón a retirarse de la península de Liaodong. Como Pekín rechazó varias veces la exigencia, el káiser Guillermo II decidió emplear «un poco de fuerza». Los barcos de guerra alemanes empezaron a recorrer la costa arriba y abajo en busca de lo que el káiser denominó «una oportunidad y un pretexto deseados», que pronto encontraron. El 1 de noviembre, dos misioneros alemanes fueron asesinados en una aldea de Shandong. Mientras el gobernador Bingheng se apresuraba a lanzar la búsqueda de los criminales, el káiser se congratuló: «Así que los chinos nos han dado por fin el motivo y el “incidente” que tanto deseábamos [los alemanes]». Una flota alemana, ya preparada para actuar, llegó a Qingdao y dio a la guarnición china 48 horas de plazo para evacuar el puerto[536].
En cuanto recibió el ultimátum, el emperador Guangxu, ante el temor a una invasión, actuó como un conejo asustado y envió un telegrama en el que «prohibía absolutamente» al gobernador Bingheng que resistiera por la fuerza, como el indignado Bingheng había propuesto. En un telegrama posterior, el emperador decía: «Por muchas provocaciones que lance el enemigo, la corte no recurrirá en absoluto a la guerra». Según el gran tutor Weng, «Su Majestad insistió con gran énfasis en dos palabras: “No se luchará [bu-zhan]”»[537]. Después de estas comunicaciones fue cuando se informó a Cixí: el príncipe Gong llevó en persona los informes y edictos al Palacio de Verano. Al regresar a la Ciudad Prohibida, el príncipe dijo al Gran Consejo, con gran alivio, que ella los había «aceptado»[538]. Las demandas alemanas se cumplieron más o menos casi todas, y el príncipe Gong aconsejó decir que sí a todo para lograr que los soldados alemanes que habían ocupado el puerto se fueran del país. Los alemanes habían presentado sus exigencias en un lenguaje brutal: «Si no cedéis, iniciaremos una guerra». Una de ellas se refería al gobernador Bingheng: debían «despedirle y retirarle del servicio público». El gobernador, que había sido ascendido después de oponerse al plan de Cixí para construir el Viejo Palacio de Verano, se vio expulsado ahora por los alemanes. Esta experiencia personal despertó en él un odio encarnizado a Occidente, y pronto se convertiría en propulsor incondicional de los xenófobos bóxers. Cuando la rebelión de estos últimos condujo a una invasión de ejércitos occidentales, se ofreció voluntario para dirigir una fuerza armada que luchara contra ellos, y se suicidó después de la derrota.
Alemania obtuvo el puerto estratégico de Qingdao(34) y su bahía «en régimen de alquiler, en principio durante 99 años». Firmaron el acuerdo en Pekín, el 6 de marzo de 1898, el conde Li y el gran tutor Weng. El conde se había convertido en un chivo expiatorio profesional, siempre disponible para firmar cualquier cosa que diera mala fama al signatario. El gran tutor había sido designado por el Ministerio de Exteriores a instancias del príncipe Gong, que quería que el hombre que hablaba con tanta arrogancia compartiera la responsabilidad de firmar tratados equivalentes a «vender el país». El gran tutor advirtió que, cuando el representante alemán pidió la firma del príncipe Gong, este se limitó a señalarle a él. Se sintió terriblemente avergonzado de haber contribuido a dar Qingdao a esas «bestias apestosas» y se torturó pensando que ahora «figuraría en la historia como un criminal»[539].
Aunque Cixí no había intervenido en los acontecimientos recientes, sino que se limitó a aceptar un hecho consumado, su comportamiento fue increíblemente compasivo. Weng anotó con gratitud que, cuando el Gran Consejo se criticó a sí mismo por haber hecho un mal trabajo, «la emperatriz viuda nos consoló con palabras amables y dijo que comprendía a la perfección nuestras dificultades». Solo expresó su tristeza por el hecho de que China se viera reducida a un estado tan lamentable[540].
Las cosas iban de mal en peor. Después de los alemanes llegaron los rusos. Una semana después del desafío alemán para quedarse con Qingdao, unos barcos de guerra rusos llegaron a Port Arthur, en la punta de la península de Liaodong. Rusia era una de las potencias que habían expulsado a Japón de la península, y ahora quería quedarse con el puerto. «Si Alemania ocupa Qingdao, Rusia debe tener Port Arthur», decían. El conde Witte, que había negociado con China en nombre de Rusia el acuerdo secreto del año anterior, dijo que la conducta de su país era «el colmo de la traición y la deslealtad»[541]. Aun así, hizo todo lo posible para lograr su objetivo. Cuando Pekín se resistió a las demandas y Rusia amenazó con la guerra, Witte aconsejó sobornar a los negociadores chinos, el conde Li y un afable diplomático, sir Chuang Yinhuan (sir Yinhuan había representado a China el año anterior en el Jubileo de Diamante de la reina Victoria, que le había concedido el título de caballero; fue el primer funcionario chino en recibir un título británico). Según los documentos rusos, les ofrecieron medio millón de taeles a cada uno, y ambos aceptaron. Los rusos también quisieron sobornar al gran tutor Weng, pero este, tan tradicionalista, se negó a asistir a ninguna reunión secreta con ellos[542].
El conde recibió su medio millón en persona y «expresó su satisfacción» al día siguiente de firmar la entrega de Port Arthur —aunque «solo» en alquiler durante 25 años—, el 27 de marzo de 1898. En realidad, que aceptara o no el dinero no habría supuesto la menor diferencia. La resistencia de palabra de Pekín se habría venido abajo si Rusia hubiera intensificado su amenaza de guerra, que era algo que el emperador Guangxu quería evitar como fuera. En la corte, los nobles no pudieron hacer nada más que llorar todos juntos; «qué imagen tan patética», se lamentó Weng[543]. El conde sabía también que era el chivo expiatorio designado. En una audiencia, pocos días antes de la firma, el emperador ya estaba culpándole de todo y reprendiéndole: «Ahora tenemos este problema con Rusia. ¿Qué fue de ese tratado secreto tuyo del año pasado?». Daba igual lo que hiciera o dijera el conde, salvo postrarse jadeante. Al final, cuando el emperador le hizo una seña para que se fuera, no pudo ponerse de pie y tuvieron que levantarlo, y después tuvo que detenerse para recobrar el aliento y el equilibrio, antes de salir tambaleándose[544]. Después de ese trato, quizá el conde pensó que se merecía el dinero. Su estado de ánimo general se puede deducir de sus palabras a sir Yinhuan cuando este se quejó de haber tenido que firmar y haber arruinado su reputación: «No somos solo tú y yo los que vamos a acabar destruidos. Vamos a hundirnos todos juntos [todo el imperio]»[545]. Por el momento, sir Yinhuan no aceptó más que 10.600 taeles y dijo a los rusos que ya sufría una avalancha de denuncias por aceptar sobornos. Tenía que esperar, explicó, a que pasara la tormenta.
A Cixí no le consultaron sobre la entrega de Port Arthur. Cuando el conde Li preguntó al emperador: «¿Ha hablado Vuestra Majestad con la emperatriz viuda sobre este asunto?», el emperador respondió que no. También le dijo al gran tutor Weng que ni siquiera se lo había mencionado a Cixí porque estaba «abatida de pena». El gran tutor podía «imaginar cuánta ira reprimida y cuánta amargura» sentía la emperatriz viuda. Era evidente que el emperador tenía miedo de que Cixí le hiciera sentirse otra vez culpable, aunque solo fuera con la mirada, más que la palabra. En cualquier caso, no tenía sentido contárselo: en opinión del emperador, no había más alternativa que alquilar Port Arthur[546].
El emperador Guangxu trataba de evitar cualquier acción que pudiera desencadenar la furia que Cixí tenía acumulada por el desastroso manejo de la guerra con Japón, que había sido el origen de todas estas crisis. El censor Weijun, que hizo acusaciones falsas contra ella para mantenerla alejada de la toma de decisiones durante el conflicto, y al que desterraron a la frontera, había cumplido ya su condena y estaba a punto de volver a Pekín. Cuando el emperador se enteró, el gran tutor Weng anotó que «estuvo reflexionando durante largo rato y dio la orden de que el hombre permaneciera donde estaba un par de años más». Luego añadió: «No cabe duda de que Su Majestad lo hace por el bien de Weijun». Al emperador le preocupaba que, si el censor regresaba, fuera un pararrayos para la ira de la emperatriz viuda[547].
Con el ejemplo de Alemania y Rusia, Gran Bretaña y Francia no querían quedarse atrás. Gran Bretaña alquiló el antiguo cuartel general de la Flota Septentrional, Weihaiwei, en la punta más oriental de la península de Shandong, y en la costa opuesta a Port Arthur, que habían alquilado los rusos. El alquiler británico debía durar lo mismo que el ruso: 25 años. Los dos países estaban compitiendo en el Gran Juego, disputándose el poder y la influencia en Oriente. Además, Gran Bretaña añadió la península de Kowloon y el Nuevo Territorio a su colonia de Hong-Kong, durante un periodo de 99 años. Francia alquiló por ese mismo periodo de tiempo Guangzhouwan, un pequeño enclave en la costa sur, como un anexo a la Indochina francesa. La provincia de Fujian, situada enfrente de Taiwán —que había pasado a ser colonia japonesa—, entró en la esfera de influencia de Japón. Es decir, a mediados de 1898, casi todas las posiciones estratégicas en la costa de China estaban en manos de potencias extranjeras, que podrían, llegado el caso, hacer lo que quisieran con China.