Una paz que arruinó a China (1895)
Después de capturar Port Arthur, los japoneses declararon que estaban dispuestos a hablar de paz. Dos negociadores chinos partieron hacia Japón. El 5 de enero de 1895, antes de salir, vieron a Cixí y al emperador Guangxu. Después de la audiencia, Cixí escribió los puntos fundamentales de sus instrucciones en una hoja de papel amarillo real y ordenó que se la entregaran a los enviados, además de decirles con gran énfasis que no firmaran nada sin consultar a Pekín y, sobre todo, que no hicieran promesas sobre territorios o que estuvieran más allá de las posibilidades del país[474].
El mismo día que los dos negociadores llegaron a Japón, la guerra dio un giro que empeoró drásticamente las cosas para los chinos: los japoneses estaban a punto de apoderarse de Weihaiwei, el cuartel general de la Flota Septentrional. La flota tenía órdenes estrictas de intentar escapar y, como último recurso, hundir los barcos para que no cayeran en manos enemigas. Pero los oficiales y los marineros se negaron a obedecer esas órdenes. Algunos se arrodillaron y rogaron al almirante Ting que no destruyera los barcos porque, si lo hacía, estaban seguros de que los japoneses los torturarían de forma feroz antes de matarlos. Presionado, el almirante Ting firmó una carta de rendición y entregó las cañoneras, diez en total, incluidas dos acorazadas, a los japoneses. A continuación se suicidó ingiriendo opio. Así se perdió en febrero de 1895 la Flota Septentrional, la espina dorsal de la Armada china. Mientras los guerreros japoneses, en tono despreciativo, comparaban a sus adversarios con «cerdos moribundos que yacen en tierra y esperan a que los maten y los descuarticen»[475], Tokio rechazó a los dos negociadores y exigió que en su lugar fuera un ministro plenipotenciario del máximo rango y prestigio. Era evidente que querían al conde Li.
Al ver cómo estaba dictando Tokio las condiciones, Cixí pensó que era imposible que las negociaciones tuvieran un resultado aceptable. El 6 de febrero afirmó ante el Gran Consejo que Japón iba a imponerles sin duda unas «condiciones que es imposible que aceptemos», y el Gobierno debía decir a los enviados que volvieran, romper las negociaciones y seguir luchando[476]. La «seriedad de sus palabras y su actitud» alarmaron al gran tutor Weng. Al día siguiente, cuando un alto jefe llamado Wang Wenshao acudió a una audiencia con ella, tuvo la misma impresión, tal como describió en su diario:
La emperatriz viuda llevaba la indignación en el rostro y en las palabras. Me ordenó hacer todo lo posible para reavivar el espíritu combativo de los oficiales y los soldados. Me dijo que pusiera en práctica normas estrictas que recompensasen el valor y castigasen la cobardía y que hiciese todo lo posible para salvar la situación […] Me habló largamente y con dureza, me dio instrucciones durante tres cuartos de hora, ansiosa por que comprendiera lo que me decía. Vi lo mucho que la preocupaba que me enterase bien, así que me quedé esperando fuera mientras recibía a los miembros del Gran Consejo, por si tenía más órdenes que darme[477].
Cixí dio al jefe militar un decreto que debía llevar a las tropas. Lo había redactado en su propio nombre y en él las animaba a seguir luchando con valentía[478].
Envió una orden al virrey Zhang Zhidong, que se oponía firmemente a unas negociaciones de paz basadas en condiciones inaceptables y había mandado a la corte telegramas con ideas sobre la mejor forma de seguir luchando. La carta de Cixí le pedía que sobrepasara las competencias de su virreinato y ayudara a planear una estrategia general. Pero cuando el virrey pidió a Pekín más información sobre la guerra, el emperador, en tono descontento, replicó que no era asunto suyo[479].
Era evidente que las palabras de Cixí contaban poco. Los hombres más poderosos —el emperador Guangxu, el príncipe Gong y el resto del Gran Consejo— no querían luchar y estaban dispuestos a aceptar las condiciones que los japoneses quisieran imponer[480]. Los mortificaba la perspectiva de ver a su enemigo entrando en Pekín y derrocando la dinastía. Cuando el emperador le mencionó al gran tutor Weng esta posibilidad, se vio invadido por el llanto, y el maestro de los clásicos acabó «sudando y temblando». Cixí se vio obligada a aceptar que el conde Li fuera a Japón, pero pidió al Gran Consejo que le dijera que «viniera antes a recibir instrucciones»[481]. Al príncipe Gong le aterraba que Cixí pudiera imponer unas condiciones que provocaran la ruptura de las negociaciones, e intervino: «Pero el emperador ha dicho que Li no necesita venir. Esto no respeta los deseos de Su Majestad». Cixí saltó: «¿Me pides mi opinión o no? ¿Mis palabras significan algo o no?».
El conde Li acudió a la audiencia. El 25 de febrero, el príncipe Gong y él informaron a Cixí de que los japoneses exigían que solo fuera a su país si llevaba el mandato de ceder territorio, además de pagar una cuantiosa indemnización. Le dijeron asimismo que el emperador Guangxu había decidido enviar al conde en esas condiciones. Cixí se opuso enérgicamente, en vano. Al final dijo, furiosa: «Haced lo que queráis. ¡No me preguntéis nada más!». Cuando el emperador Guangxu volvió a pedirle consejo sobre lo que el conde Li debía ceder a Japón, ella envió a un eunuco a decir que no se encontraba bien y que, por favor, el emperador tomara la decisión por sí mismo[482].
Como el conde Li no quería asumir ninguna responsabilidad personal por la pérdida de tierras —que era lo que más importaba a los chinos—, el 3 de marzo el emperador Guangxu le entregó una autorización escrita para «ceder territorio»[483]. Era lo que deseaban todos los grandes consejeros, que escribieron ese mismo día una carta colectiva a la emperatriz viuda rogándole que comprendiera el dilema del emperador y diciendo que su principal preocupación era «el peligro para la capital»[484]. Cixí no contestó. Dio la espalda a su hijo adoptivo, que, angustiado, se dedicó a pasear de puntillas alrededor de sus aposentos para tratar de verla y obtener su respaldo[485].
El 8 de abril llegaron las condiciones definitivas de Japón. Aparte de una indemnización astronómica, exigían la cesión de Taiwán, que sabían que era una «joya» del imperio chino y que, como recordó el virrey Zhang a la corte, «cada año ingresa más de 2 millones de taeles en las arcas del Estado y docenas de veces más para los comerciantes y la población en general»[486]. Además de Taiwán, Japón quería las cercanas Islas Pescadores y la península de Liaodong, en el sur de Manchuria. Una Cixí indignada dijo al emperador Guangxu: «¡No cedas ninguna tierra, llama al negociador y sigue luchando!»[487].
Pero, por supuesto, ella no tenía ningún as guardado en la manga. Lo que sí tenía era la determinación de no rendirse y la voluntad de correr riesgos. Fue ignorada por los hombres, que no querían correrlos. El 14 de abril, tras recibir un ultimátum del primer ministro Ito que advertía que se encaminaban 100.000 soldados hacia Pekín, el emperador Guangxu le dijo al conde Li que aceptara las condiciones de los japoneses. El 17, el conde firmó con Ito el Tratado de Shimonoseki. Japón obtuvo los territorios que exigía y 200 millones de taeles en indemnizaciones[488].
Durante este periodo, Cixí vivió consumida por la indignación y la desesperación, agravada por la impotencia. Su angustia era tan intensa que se desmayaba con frecuencia[489]. Un eunuco «veía con frecuencia a Cixí llorar cuando se creía a solas». Según él, «las lágrimas de Cixí en privado revelaban la angustia inconmensurable que llenaba su corazón […] Si alguien me pidiera que dijera una sola cosa de Cixí, sería que era la persona más atormentada de la tierra»[490].
En comparación con las dos indemnizaciones anteriores, a Gran Bretaña en 1842 y a Gran Bretaña y Francia en 1860, la suma exigida a China en 1895 revela la codicia y la crueldad sin par de la nueva potencia asiática. Las demandas europeas —16 millones de taeles en el primer caso y 8 millones a cada país en el segundo— estaban más o menos relacionadas con los costes de la guerra y los daños causados a los no combatientes. Los 200 millones reclamados por Japón tenían poco que ver con los costes, porque Japón no poseía más que un total de 30 millones de taeles en sus arcas al comienzo del conflicto, y los bonos de guerra que había vendido después —8 millones— solo se habían hecho efectivos en parte. El primer ministro Ito no discutió estas cifras cuando se las mencionó el conde Li[491].
El tratado enfureció a toda la clase dirigente china. Muchos centenares de funcionarios de la capital firmaron peticiones que llamaban a rechazarlo, al igual que más de un millar de los eruditos de provincias que se encontraban en Pekín para hacer el Examen Imperial. Se puso en marcha una campaña para que se dijera «no», de una dimensión sin precedentes. Aunque el tratado no se había dado a conocer oficialmente en público, se había corrido la voz. Todos los firmantes rogaban al emperador que se negara a ratificarlo, y algunos le instaban a trasladar la capital al interior y prepararse para una guerra prolongada. Pero sus apasionadas palabras fueron desechadas como «una voz y nada más» (según Hart)[492]. La opinión pública contaba poco para el emperador Guangxu, porque la única amenaza que le preocupaba dentro del país era la rebelión campesina armada; y la otra era Japón, que podía derrocar a la gran dinastía Qing.
Entonces, de pronto, varias potencias europeas acudieron en ayuda de Pekín. Rusia, Alemania y Francia intervinieron para exigir a Japón que devolviera la península de Liaodong a China, con el argumento de que su ocupación «pondría a la capital china en situación de permanente amenaza». Europa temía que Japón se adueñase de China. Robert Hart dijo: «Si Japón gana y se apodera de China, el mayor imperio que ha visto jamás el mundo, el más adelantado y el más poderoso…, ¡que se prepare 1900!»[493]. El káiser Guillermo II acuñó la expresión «peligro amarillo» para referirse a lo que consideraba la pesadilla de Europa: Japón «en cabeza de una Asia consolidada, Japón controlando China»[494].
Al ver claras pruebas de la preocupación de Europa, Cixí pensó que era muy poco probable que Japón atacara Pekín y acabara con la dinastía Qing. Japón no estaba todavía en posición de poder desafiar a Occidente. (Al final, Japón aceptó la exigencia de las tres potencias europeas y se retiró de la península de Liaodong, aunque a cambio de un precio). Confiaba en que el emperador Guangxu y los nobles fueran capaces de darse cuenta de que la capital y la dinastía estaban seguras y entonces se mantuvieran firmes y rechazaran las condiciones japonesas. Desde luego, era posible que Japón siguiera adelante a pesar de todo y capturara Pekín, pero Cixí pensaba que era un riesgo que merecía la pena. Los términos del tratado hacían demasiado daño al imperio como para que sus líderes no se arriesgaran. De acuerdo con sus cálculos, Japón, presionado por las potencias occidentales y frente a una China decidida a librar una guerra prolongada, muy bien podría conformarse con un tratado de paz que fuera mucho menos funesto que el Tratado de Shimonoseki.
Con la esperanza de que la corte hiciera el mismo razonamiento que ella, el 26 de abril Cixí pidió al Gran Consejo que volviera a reflexionar de forma exhaustiva sobre el tratado de paz y le dijeran lo que pensaban. Pero todos ellos estaban de acuerdo con el emperador en que tenían que estar seguros de que Europa iba a intervenir en su defensa antes de decidirse a luchar, y el emperador ordenó que se enviaran telegramas a los tres países para pedirles un compromiso concreto. Como es natural, no hubo respuesta inmediata. Mientras aguardaba, el emperador Guangxu se obsesionó con la obligación de cumplir el plazo límite para la ratificación del acuerdo, aterrado por la posibilidad de que, una vez pasada la fecha, los japoneses invadieran Pekín. Tenso y al límite de sus fuerzas, el joven no aparentaba sus 23 años, sino que tenía un aspecto demacrado que le hacía parecer tener más. Ningún noble aconsejó que no se ratificara: nadie quería ser responsable de la caída de la dinastía. El gran tutor Weng se limitó a gruñir que estaba dispuesto a hacerse añicos la cabeza si eso servía de algo. Todas las miradas estaban puestas en el príncipe Gong, aunque había tenido una contribución escasa y estaba gravemente enfermo. Como era de esperar, el príncipe aconsejó firmar el tratado. A pesar de sus cualidades, en esencia era un hombre débil y propenso a acobardarse en una gran crisis[495].
Como ni el emperador ni los nobles manifestaban ningún deseo de luchar, Cixí dejó de intentar convencerlos. Pero se negó a prestar su respaldo al Tratado de Shimonoseki[496]. El emperador Guangxu confirmó la ratificación el 2 de mayo, en presencia del príncipe Gong y el Gran Consejo. El momento fue acompañado de muchos «temblores» y «llantos»[497]. Después, el emperador telegrafió al conde Li para decirle que intercambiara los instrumentos de ratificación cuanto antes. Así se hizo el 8 de mayo. El emperador incluso metió prisa al conde, porque estaba impaciente por terminar de una vez con toda la cuestión[498].
Había escogido «el camino más seguro —observó Robert Hart—, ¡es un imperio lo que está en juego!»[499]. En opinión de Cixí, sin embargo, el coste de la «paz» era excesivo y al final acabaría arruinando el imperio, en vez de salvarlo. Tenía visión de futuro, capacidad de resistir y valor. Lo que no tenía era un mandato.
El Tratado de Shimonoseki arruinó a China. Charles Denby, el diplomático estadounidense que había actuado de intermediario en el acuerdo y que fue testigo de los tiempos relativamente buenos de antes de la guerra y los desastrosos años de después, escribió: «La guerra con Japón fue el principio del fin para China»[500]. Además de los 200 millones de taeles de indemnización, China tuvo que pagar otros 30 millones por la devolución de la península de Liaodong. Estas cantidades, más otras «costas», sumaron un total de 231,5 millones de taeles, más del cuádruple de la renta anual de Japón. Sin olvidar el botín de guerra que fueron las armas y los barcos.
Para hacer el pago, el emperador Guangxu pidió prestado dinero a Occidente. La deuda exterior de China había llegado a 41 millones de taeles en total en los 30 años anteriores, y estaba prácticamente pagada a mediados de 1895. El país podría haber tenido dinero en efectivo, fondos suficientes para llevar a cabo una gran variedad de proyectos de modernización e incluso mejorar el nivel de vida. Pero ese espléndido legado se despilfarró y hubo que pedir prestados 300 millones de taeles en unas condiciones imposibles. Sumando la indemnización, el interés de los préstamos y el inmenso gasto ocasionado durante el conflicto, la guerra y la «paz» le costaron a China hasta 600 millones de taeles, casi seis veces sus ingresos totales de 1895 (101,567 millones). Para agravar aún más la situación, el emperador Guangxu, impaciente, decidió pagar a Japón en solo tres años. Todos los ingresos de las aduanas iban destinados a ello, y se subieron los impuestos. Se dio a las provincias unas cuotas que debían satisfacer, que las provincias obtuvieron exprimiendo a la población. China estaba desangrándose[501].
Como en tantas otras acusaciones falsas, muchos han achacado este desastre de guerra y de «paz» a Cixí. Sus acusadores dicen, de forma vaga pero categórica, que vació los recursos de la Armada para construir su Palacio de Verano, que estaba obsesionada con su sexagésimo cumpleaños y descuidó la guerra y que era una apaciguadora sin carácter. La realidad es que fue ella quien fundó la Armada china moderna. La construcción del Palacio de Verano no le quitó dinero, aunque sí es cierto que Cixí utilizó una pequeña parte de los fondos. Estuvo mucho tiempo sin poder participar activamente en la guerra, no porque estuviera dedicada a preparar su cumpleaños, sino porque el emperador Guangxu se lo prohibió. Y no solo no era apaciguadora, sino que fue la única persona de la corte que defendió de manera inequívoca que había que rechazar las demandas de Japón y seguir luchando.
El desvío de fondos navales antes de la guerra (si bien donó aproximadamente la misma cantidad durante el conflicto) y solicitar regalos de cumpleaños fueron tremendos errores y, sin duda, reprochables. Uno minó la disciplina de la Armada y el otro dañó la moral de la corte. Cixí se dio cuenta de lo que había hecho y en años futuros lo compensaría. Sin embargo, esos pecados no quieren decir que fuera responsable ni de la derrota ni de una «paz» tan increíblemente perniciosa. Ambas cosas fueron responsabilidad del emperador Guangxu (que ocupa en la imaginación popular un lugar inmerecido como héroe trágico que se esforzó al máximo) y, en menor medida, de los grandes consejeros (aunque su papel oficial era el de meros asesores). A la hora de la verdad, la responsabilidad es de un sistema que depositó una responsabilidad tan tremenda sobre unos hombros tan menudos. Robert Hart se lamentaba de que «no hay una cabeza, ningún hombre fuerte»[502]. En efecto, no había más que una mujer fuerte, que no pudo estar al frente en el momento de la crisis, ni pudo hacerse oír fuera de un minúsculo círculo en la corte, una situación trágica que creó el caldo de cultivo para todas las acusaciones falsas que se hicieron contra ella. Más tarde, un francés muy perceptivo dijo a propósito de Cixí: «C’est le seul homme de la Chine»[503]. Esa fue la verdadera Cixí que estaba en la Ciudad Prohibida en 1895.