La guerra con Japón (1894)
Japón inició su milagrosa transformación en una potencia moderna durante el reinado del emperador Meiji, que ascendió al trono en 1867. Con una población de 40 millones, su aspiración era construir un imperio mundial. En la década de 1870 se apoderó de uno de los estados vasallos de China, las Islas Liuqiu, e intentó invadir Taiwán, que formaba parte del imperio chino. La política de Cixí era mantener intacto el imperio como fuera, a costa de renunciar a los estados vasallos si no le quedaba más remedio. Se lavó las manos con Liuqiu, en la práctica aunque no en la teoría, pero hizo un claro esfuerzo para defender Taiwán y estrechó aún más los vínculos entre la isla y el continente.
Japón también tenía la vista puesta en Corea, otro estado vasallo de China. En este caso, Cixí trató de impedir que los japoneses se anexionaran el país porque era fronterizo con Manchuria, que estaba cerca de Pekín. Como Corea no tenía la fuerza suficiente para detener a Japón sin ayuda, Cixí pensó que Occidente podría ejercer de disuasión. Ordenó al conde Li que convenciera a Corea de que le convenía abrir el comercio a las potencias occidentales, para que tuvieran intereses en el país. En 1882 estalló una revuelta interna en Corea y hubo un ataque contra la legación japonesa. Tokio envió un barco de guerra para proteger a sus ciudadanos. En cuanto se enteró, Cixí le dijo al conde Li que le preocupaba que Japón «pudiera aprovechar la situación para perseguir sus objetivos». Se apresuró a enviar tropas por tierra y por mar a la capital coreana, la actual Seúl, bajo el mando general del conde Li desde Tianjín. Mientras el ejército chino ayudaba a poner fin a los disturbios, los japoneses no participaron en la lucha; obtuvieron ciertas compensaciones pero, sobre todo, sus soldados se quedaron. Entonces, Cixí ordenó que parte de sus tropas permaneciera también en Corea mientras hubiera presencia militar japonesa(30). Escribió al conde Li de su puño y letra y con tinta roja, para subrayar la importancia de sus palabras: «Aunque es un país pequeño, Japón alberga grandes ambiciones. Ya ha absorbido Liuqiu, ahora se ha fijado en Corea. Debemos prepararnos con discreción. Tienes que ser muy precavido con Japón, no bajes la guardia ni un instante». Este fue el motivo principal por el que decidió invertir grandes sumas en reforzar la Armada[412].
A finales de 1884, mientras China estaba en guerra con Francia en la frontera con Vietnam, estalló en Corea un golpe de partidarios de Japón. Por la información obtenida, Cixí estaba segura de que «los japoneses habían orquestado el golpe», «aprovechando que China estaba ocupada» en otra parte. Envió tropas para reprimir la revuelta, pero les dijo que no dieran a los japoneses ninguna excusa para iniciar una guerra. Al final, cuando las fuerzas chinas tuvieron un enfrentamiento con las japonesas en el palacio del rey coreano, venció China. De acuerdo con las instrucciones de Cixí, el conde Li entabló negociaciones con el conde Ito Hirobumi/1/, que pronto sería el primer hombre en ser nombrado primer ministro de Japón, y las dos partes acordaron retirar a sus soldados de Corea[413]. A Cixí le agradó la «rápida y satisfactoria conclusión»[414]. También a Robert Hart, inspector general de Aduanas, que escribió en una carta: «Los japoneses debieron firmar ayer en T’tsin [Tianjín]: así que todos salimos ganando»[415].
Durante la siguiente década, Japón aceleró la modernización de sus fuerzas armadas, en especial la Marina. En China, Cixí estableció sus líneas maestras de desarrollo naval justo antes de retirarse, a principios de 1889: «Seguid expandiendo y modernizando, de forma gradual, pero sin aflojar nunca el ritmo»[416].
Sin embargo, tras la retirada de Cixí, China dejó de comprar barcos de guerra avanzados. El emperador Guangxu se dejó guiar por el gran tutor Weng, que estaba también a cargo de las finanzas del país desde su puesto al frente del Ministerio de Hacienda. Weng no comprendía por qué había que gastar grandes sumas de dinero en barcos de guerra cuando no había guerra. No creía que Japón fuera una amenaza. Lo único que le preocupaba eran los asuntos internos[417]. En 1890, las catástrofes naturales asolaron el país y las inundaciones dejaron a millones de personas sin hogar. Hart escribió: «Hemos tenido lagos en la ciudad, un mar alrededor, ríos en las calles, piscinas en el jardín, lloviznas en las habitaciones, y la destrucción de tejados, techos»[418]. Los hombres y mujeres golpeados por el hambre dependían de los centros de arroz, a los que Cixí, la emperatriz viuda, hacía donaciones. Ese año, el Gobierno gastó más de 11 millones de taeles en comprar arroz a otros países.
Cuando pasaron las catástrofes y las importaciones de arroz se redujeron a la mitad[419], la modernización naval no se reanudó. Al contrario, en 1891, cuando Cixí se mudó al Palacio de Verano y cortó por completo sus lazos con el Gobierno, el emperador Guangxu decretó que se interrumpieran todas las mejoras en la Armada y el ejército, por consejo del gran tutor Weng («no hay guerra en la costa»)[420]. Esta decisión quizá causó las disputas de ese periodo entre el emperador y Cixí, que estaba profundamente preocupada por que Japón pudiera sobrepasar a China en dotación militar. De hecho, como observó el conde Li, Japón estaba «concentrando los recursos de todo el país para construir su Armada» y «comprando un barco de guerra cada año […] entre ellos, los últimos y mejores acorazados de Gran Bretaña»[421]. Como consecuencia, en los años siguientes, la Marina japonesa superó a la china en capacidad, sobre todo en barcos más rápidos y más modernos. También el ejército japonés acabó mejor equipado[422].
Por aquel entonces, el conde Li estaba al mando de la defensa costera. El emperador Guangxu había heredado y conservado el viejo equipo de Cixí. Por más resentido que estuviera con su «querido papá», no mantenía ninguna lucha de poder con ella. Además, el emperador no tenía ningún interés por los asuntos de defensa, prefería no tener que pensar en ellos, y lo dejaba todo en manos del conde Li. Pero, aunque el conde tenía esa tremenda responsabilidad, ya no gozaba de la confianza inquebrantable que había tenido con Cixí. Junto al emperador estaba su enemigo encarnizado, el gran tutor Weng. La animosidad del archiconservador tutor real hacia el gran reformista se remontaba a muy atrás. El maestro siempre había tenido la sospecha de que parte del dinero asignado al conde para construir la Armada había acabado en sus bolsillos y los de sus amigos. Y esa sospecha era el motivo de que aconsejara al emperador que interrumpiera todas las compras de barcos de guerra. En cuanto Cixí se retiró, el gran tutor empezó a comprobar las cuentas del conde, año tras año, retrocediendo hasta 1884, el año en el que había comenzado una gran modernización naval. Exigieron al conde que presentara documentos financieros detallados, que respondiera a preguntas interminables y que se justificara, además de tener que suplicar para obtener algo tan esencial como el dinero para costear el mantenimiento de los barcos. El gran tutor siguió desconfiando, y el emperador nombró al príncipe Ching jefe supremo de la Armada, una señal de desconfianza hacia el conde[423].
Este tenía la sensación de que el trono «prefiere creer rumores sin fundamento y parece querer arrebatarme el poder»[424]. En vista de las presiones, su prioridad pasó a ser complacer al emperador y conservar su puesto. Después de que el emperador Guangxu interrumpiera las adquisiciones para la Armada, y consciente de que Su Majestad no quería gastar dinero en defensa, el conde le presentó un encendido informe en el que hablaba de una costa impenetrable. No había mención de ningún problema, pese a que el conde sabía que había muchos[425]. En privado escribió: «Nuestros barcos no están al día, y la formación no es suficiente. Sería difícil triunfar en una batalla naval»[426]. Más tarde aseguró que había sabido en todo momento que las fuerzas armadas chinas eran un «tigre de papel»[427]. Pero al emperador solo le contaba lo que Su Majestad deseaba oír. El emperador se sintió satisfecho y le elogió de corazón por hacer un gran trabajo.
Los responsables navales pedían sin cesar más barcos de guerra, pero el conde no transmitía sus solicitudes al trono. Temía que el gran tutor Weng le acusara de dar falsas señales de alarma para llenarse los bolsillos y que el emperador pudiera despedirle[428].
El conde no quería ver las ambiciones de Japón. No parecía que se sintiera inquieto, a pesar de que era evidente que la expansión naval japonesa estaba relacionada con China: Japón quería «superarnos en todo: si la velocidad de nuestra cañonera es 15 nudos, quieren que la de la suya sea 16 nudos». «Ese país llegará lejos», comentó a un colega. Pero se negó a ver el hecho inevitable de que Japón solo podía «llegar lejos» a costa del imperio chino[429].
Si Cixí hubiera estado en el poder, nunca habría permitido que Japón fuera superior en dotación militar. Sabía que esa era la única forma de detenerlo. Antes de retirarse, había construido una Armada que era la más poderosa de Asia, mucho mejor equipada que la japonesa. Y mantener esa ventaja no era imposible, ni mucho menos, dado que Japón tenía menos riqueza total en aquella época y no podía permitirse entrar en una carrera por construir barcos de guerra.
Sin embargo, una Cixí retirada no tenía ni la información necesaria ni voto en los asuntos internacionales. Y el joven emperador no era ningún estratega. Había dejado toda la defensa del país en manos del conde Li, cuyos cálculos estaban basados en su propio interés.
El 29 de mayo de 1894, después de inspeccionar la costa, el conde Li presentó al monarca otro informe optimista. Pero esta vez, se deslizaron algunos atisbos de aprensión: mencionaba que Japón llevaba varios años comprando cañoneras y China se había quedado atrás. Sin embargo, no se atrevió a explicar las connotaciones, que, por consiguiente, pasaron inadvertidas para el emperador Guangxu. Su Majestad no hizo preguntas y volvió a elogiar al conde por hacer un buen trabajo[430].
Justo entonces, Japón atacó. En la primavera de ese año se había producido una revuelta campesina en Corea. El 3 de junio, el rey coreano pidió a China que enviara tropas y Pekín se lo concedió. Para respetar el acuerdo del conde Li con el conde Ito, China informó a Japón. Tokio afirmó que necesitaba tener a sus propios soldados en Corea para defender a sus diplomáticos y civiles, y despachó un contingente. La revuelta acabó antes de que pudieran intervenir las tropas de ninguno de los dos países, y los coreanos les pidieron a todos que se retirasen. Los chinos estaban dispuestos a hacerlo. Pero los japoneses se negaron.
El primer ministro de Japón era el conde Ito, el interlocutor del conde Li en las negociaciones diez años atrás. Notable estadista, Ito había ayudado a redactar la Constitución Meiji (1889) y crear una Dieta nacional de dos Cámaras (1890), que habían sentado las bases del Japón moderno. Cuando envió las tropas a Corea, su intención era que se quedaran allí, como primer paso hacia una meta mucho más ambiciosa: entablar una rivalidad militar con China, derrotar al inmenso imperio y convertirse en dueños y señores del este de Asia. De modo que, en lugar de retirarse, envió más tropas. Su pretexto para la invasión fue que había que obligar al Gobierno coreano a llevar a cabo «reformas» modernizadoras. Dijeron a los chinos que los invitaban a unirse al empeño «reformista» pero que, si decidían no intervenir, Japón lo impulsaría a solas. El plan del primer ministro Ito no tenía más que ventajas para Japón. Si las tropas chinas se iban, Japón ocuparía Corea y desafiaría a China en el momento que le fuera más conveniente. Si los chinos se quedaban, surgirían numerosas oportunidades de conflicto entre los dos ejércitos que podrían desencadenar una guerra, también en el mejor momento para Japón. El primer ministro Ito, en realidad, había decidido atacar China ya[431].
Nadie del Gobierno chino comprendió las intenciones de Japón, ni siquiera el conde Li. Mientras Japón aceleraba el aumento de su presencia militar en Corea, en Pekín las cosas seguían como siempre. El emperador Guangxu continuaba con sus lecciones sobre los clásicos y planeaba una serie de banquetes para celebrar su cumpleaños a finales de julio. El gran tutor Weng escribía caligrafía en abanicos, un pasatiempo erudito habitual, y evaluaba sus adoradas colecciones de grabados, hechos mediante el frotamiento de piedras, con los expertos que le visitaban. El conde Li postergó el refuerzo de las tropas chinas en Corea por temor a desencadenar una guerra. No parece que pensara que el objetivo de Japón no era solo Corea, sino la guerra con China. Convencido de que era posible mantener la paz, el conde acudió a las potencias europeas, en especial Rusia, que tenía sus propios designios sobre Corea (como bien sabía el conde), con la esperanza de que pudieran intervenir y contener a los japoneses; una esperanza que resultó vana. Robert Hart comentó que el conde «tiene demasiada confianza en la intervención extranjera y deduce demasiadas cosas de que Japón esté dispuesto a hablar». «Las potencias están tratando de convencer a Japón de que se retire y negocie, porque no desean la guerra, pero Japón está demasiado seguro de sí mismo y excitado»; Japón «les agradece su amable consejo y sigue su camino, ¡y seguramente preferiría luchar contra todos que ceder!»[432].
A finales de junio, el conde Li se dio cuenta por fin de que Japón no estaba «solo amenazando Corea», sino que quería una guerra decisiva «con China, empleando todo lo que tiene»[433]. Lo comprendió al oír una noticia que le dio Robert Hart. «Japón está movilizando 50.000 hombres, ha encargado dos barcos acorazados modernísimos a Gran Bretaña y ha comprado y contratado numerosos furgones ingleses para trasladar soldados y armamento». Cuando se lo dijo al emperador, esta vez, puso el énfasis en los problemas que padecía la defensa del país. Dejó claro que China era «seguramente incapaz de vencer en el mar» y, además, que solo contaban con 20.000 soldados de tierra para defender toda la costa septentrional, desde Manchuria hasta Shandong.
El emperador advirtió la discrepancia entre estos datos y el reciente informe optimista del conde, pero no se alarmó. Dijo que la guerra entre China y Japón a propósito de Corea entraba «en nuestras expectativas»[434] y se mostró tranquilo. En tono grandilocuente, habló de «lanzar una acción militar de castigo a gran escala»[435]. La condescendencia de Su Majestad hacia Japón la compartían la mayoría de sus súbditos. Hart observó: «Novecientos noventa y nueve de cada mil chinos están seguros de que la gran China puede aplastar al pequeño Japón»[436].
El 15 de julio, mientras Japón tomaba medidas «realmente magistrales» (palabras de Hart)[437], el emperador chino nombró a su profesor de cultura clásica principal asesor de guerra. El Gran Consejo no podía celebrar una reunión sin la presencia de Weng. Maestro y alumno exhibían una despreocupada ignorancia sobre la mala situación de la defensa de su país. Hart escribió por aquel entonces que China iba a descubrir que «su ejército y su Armada no son lo que cree» y que, si había guerra, «Japón se lanzará con valentía y tal vez con éxito, mientras que China, con sus viejas tácticas, tendrá que asumir muchas derrotas»[438]. En efecto, el ejército chino había vuelto a recaer en sus viejas costumbres indisciplinadas y corruptas. Habían usado las cañoneras para hacer contrabando, y los cañones sucios de fusil para tender la colada. El nepotismo había llenado las filas de oficiales incompetentes. Nadie estaba preparado para la guerra, mientras que el ejército japonés se había entrenado hasta ser una soberbia máquina de guerra, dispuesta para la acción.
Con retraso, el conde Li empezó a transportar tropas por mar a Corea, para lo que alquiló tres barcos británicos. Mientras se llevaba a cabo el traslado, el 23 de julio, tropas japonesas entraron en Seúl, capturaron al rey coreano e instalaron un Gobierno marioneta, que concedió al ejército japonés la autorización para expulsar a las tropas chinas. El día 25, la Armada japonesa lanzó un ataque sorpresa contra los transbordadores que llevaban a los soldados chinos y hundió un barco, el Kow-shing. Murieron más de 1.000 hombres, entre ellos cinco oficiales navales británicos. El conde Li ocultó al emperador Guangxu la noticia del primer choque militar con Japón durante dos días. El conde temía que el emperador, mal informado, declarase la guerra sin más, cosa que le parecía imprudente. Estaba intentando usar el hundimiento del barco británico para evitar la guerra. «Gran Bretaña no puede consentirlo»[439], pensó el conde; haría alguna cosa para contener a Japón. Se aferró a esa esperanza como a un clavo ardiendo.
Pronto se vio que ni Gran Bretaña ni las demás potencias querían involucrarse. China y Japón se declararon mutuamente la guerra el 1 de agosto. Es decir, el peso de dirigir la primera guerra moderna de China —y la mayor que libraba en más de 200 años— recayó sobre los hombros de un joven de 23 años que había llevado una vida totalmente recluida. Tenía escaso conocimiento del mundo, informaciones muy descuidadas sobre su propio ejército y ninguna sobre su enemigo, y se dejaba guiar casi exclusivamente por su retrógrado tutor de cultura clásica. Su jefe militar, el conde Li, había apostado a tratar de conservar la paz y no había preparado las defensas necesarias. Peor aún, el conde se sentía incapaz de discutir la planificación estratégica con Guangxu, y a menudo le ocultaba la verdad.
Frente a este caos se encontraban el moderno ejército y los extraordinarios líderes de Japón. El resultado de la guerra no era difícil de predecir. Los chinos sufrieron una catastrófica derrota detrás de otra, tanto en tierra, en Corea, como en el mar. A finales de septiembre, los japoneses habían capturado la principal ciudad del norte del país, Pionyang, y habían avanzado hasta el río Yalu, la frontera con China.
Durante todo este tiempo, el emperador Guangxu no contó con Cixí más que para informarla cuando la guerra parecía inevitable, justo antes del 16 de julio. Cixí vivía en el Palacio de Verano, apartada del centro neurálgico de las decisiones políticas, y no tenía más que una vaga idea del conflicto. El emperador fue a verla para confirmar que había que librar la guerra, y ella le dio todo su apoyo[440]. También subrayó que China «no debe hacer nada que dé imagen de debilidad»[441]. El comportamiento del conde Li para mantener la paz era un reconocimiento de debilidad, incluso desesperación. Pero no hubo indicios de que le transmitieran el mensaje de Cixí. El emperador Guangxu se limitó a mencionarlo de paso al gran tutor Weng en su estudio privado. Ella no tenía ningún contacto con el conde ni manera alguna de darle a él, ni a nadie más, instrucciones directas.
Tras esta breve consulta, el emperador Guangxu no volvió a pedir la opinión de Cixí. El papel de esta era puramente simbólico. Se dio un galardón en su nombre a una unidad del ejército de la que se decía que había obtenido la primera victoria de China, aunque luego resultó que era mentira. Sin duda, Cixí debía de estar muy preocupada. Al parecer intentó que dos miembros del Gran Consejo le dieran información, a través del príncipe Ching, pero el emperador se enteró y reprendió a los consejeros[442]. A instancia de sus amigos más íntimos, Guangxu mantuvo a Cixí al margen. Los informes de guerra se le presentaban solo a él, en sobres sellados, y él solo la dejaba ver brevemente los encabezados[443].
Desde el estallido de la guerra, a principios de agosto, hasta la víspera de la caída de Pionyang, a finales de septiembre, parece que el emperador solo consultó a Cixí en una ocasión, cuando quiso despedir al almirante Ting, jefe de la Flota Septentrional, que estaba librando los combates. Los Estatutos elaborados cuando asumió el poder le obligaban a obtener la aprobación de Cixí para cualquier cambio importante de personal. El emperador presentó sus argumentos acusando al almirante de ser «cobarde e incompetente»[444] porque no enviaba su flota a mar abierto. En realidad, el almirante estaba adoptando una estrategia defensiva, basada en que los japoneses tenían barcos mejores y más rápidos y su superioridad habría sido imbatible en alta mar. Al permanecer en su base, la flota contaba con la protección de los fuertes. Pero el emperador se guiaba por los consejos de un primo de la concubina imperial Perla, Zhirui, que insistía en que, como «Japón no es más que un país pequeño y pobre, nuestros barcos deben exhibirse en mar abierto […] y atacar y destruir sus cañoneras. Nuestros cañones deben disparar primero, en cuanto nos topemos con un barco enemigo»[445]. Cuando Cixí vio el borrador del edicto que despedía al almirante, se enfureció y dijo con clara indignación: «¡No se ha visto que el almirante haya cometido ningún delito!». Se negó a permitir su publicación. No obstante, en un gesto desafiante, el emperador dio una orden especialmente dura de condena al marino y dijo al conde Li que encontrase a un sustituto. El conde escribió una larga carta en la que le pedía que cambiara de opinión, explicaba la estrategia defensiva, señalaba que no había nadie capaz de reemplazar al almirante y alegaba que su despido causaría revuelo en la Armada. Al final, el emperador revocó su decisión, a regañadientes, pero siguió reprendiendo y criticando a Ting[446].
En estas circunstancias, el 17 de septiembre de 1894, el almirante dirigió una importante batalla naval, en la que se hundieron 4 de sus 11 barcos de guerra participantes. Esta derrota y la inminente caída de Pionyang obligaron al emperador Guangxu a acudir de nuevo a Cixí, que acababa de encontrar una oportunidad de abandonar el Palacio de Verano e instalarse en el Palacio del Mar, junto a la Ciudad Prohibida. De modo que, el día de la devastadora batalla naval, y después de dos meses de guerra desastrosa, Cixí vio a los miembros del Gran Consejo por primera vez desde hacía años[447]. No tenía ningún mandato que le permitiera dirigir la guerra. Se suponía que su estancia iba a ser breve, de solo diez días, y que volvería al Palacio de Verano el 26 de septiembre[448]. Pero su estatus y su experiencia le daban una autoridad innegable, sobre todo a ojos de quienes la habían venerado. Al informarle del desarrollo de la guerra, el conde Li presentó documentos detallados y adjuntó telegramas que había recibido[449]. Cuando vio el sombrío panorama que empezaba a configurarse, Cixí anunció que iba a donar tres millones de taeles para el mantenimiento del ejército[450]. Luego prolongó su estancia en el Palacio del Mar diez días más, hasta el 6 de octubre, «de forma provisional», es decir, que podría alargarse aún más. Al mismo tiempo, anuló todas las celebraciones de su sexagésimo cumpleaños(31), que era el 7 de noviembre[451].
Los preparativos de su cumpleaños habían comenzado tres años antes bajo la supervisión del gran tutor Weng, entre otros. El sexagésimo aniversario era un hito importante para los chinos, y el de la emperatriz viuda exigía unas celebraciones gloriosas. Una de las responsabilidades fundamentales del Ministerio de Ritos, uno de los grandes departamentos del Gobierno, era elaborar los programas para ocasiones así. En esta ocasión, el programa seguía el precedente establecido por Qianlong El Magnífico para sus 60 años y los de su madre, y ocupaba dos libretas forradas de raso rojo. Los archivos de los decretos imperiales estaban llenos de listas de honores que había que otorgar, ascensos que conceder, delincuentes a los que amnistiar y otras mil cosas que hacer. A lo largo de la ruta entre la Ciudad Prohibida y el Palacio de Verano se habían escogido veinte lugares en los que estaban construyéndose arcos ricamente decorados, quioscos, marquesinas y escenarios para óperas y danzas. Pero ahora todo quedó eliminado. Cixí no haría más que recibir las felicitaciones en la Ciudad Prohibida, en una ceremonia muy reducida.
Durante varios días, Cixí estudió el desarrollo de la guerra y llegó a la conclusión de que el conde Li había echado a perder la posición de China con una serie de errores de cálculo… y malas prácticas, por ejemplo al no decir la verdad al emperador. Como las fuerzas armadas eran leales a su persona, Cixí pensó que no se le podía despedir. A los que pedían su pellejo les replicó: «Esperad. No hay nadie que pueda sustituirle»[452]. Se reinstauró al príncipe Gong y se le nombró gran consejero jefe. Pero el príncipe no podía hacer milagros. Hubo más derrotas, y muestras de heroísmo. En una batalla naval, un capitán llamado Deng Shichang encaminó su barco directamente contra otro japonés para intentar abordarlo y, cuando no lo logró y fue su propia nave la hundida, se negó a ser rescatado y se hundió también él (al parecer, junto con su perro).
A finales de septiembre, todas las tropas chinas habían tenido que retirarse de Corea, a la otra orilla del río Yalu. Pekín sabía, en palabras de Robert Hart, que «no se sabe qué pasará si hay más combates y que lo mejor que se puede hacer es lograr cuanto antes un acuerdo»[453]. Dos miembros del Gran Consejo acudieron a él para pedirle que Gran Bretaña hiciera de intermediaria. Los británicos sugirieron dos condiciones básicas para detener la guerra: que Corea se convirtiera en protectorado de las potencias internacionales y que China pagara una indemnización de guerra a Japón. Dadas las circunstancias, no eran malas condiciones. Pero el gran tutor Weng se puso furioso. Acusó al enviado británico que había presentado la propuesta de «cruel» y exigió que los grandes consejeros la rechazaran. Cixí pasó mucho tiempo tratando de convencerle de que aceptara la propuesta británica y le hizo saber que ese era su deseo. El cortesano cedió a la voluntad de la emperatriz viuda de muy mala gana, y los británicos llevaron la propuesta a los japoneses[454].
El episodio le demostró a Cixí que su posición actual era muy distinta de la de antes de retirarse. Ahora no era más que una «asesora», aunque influyente. De hecho, no tenía todos los datos necesarios, porque el emperador solo le daba acceso a algunos de los informes que recibía, por lo que la visión que tenía ella de la guerra era parcial. Por consiguiente, se hizo la ilusión de que, con la mediación de los británicos y el pago de la indemnización, se podría llegar a un acuerdo. No supo valorar el apetito de Japón y creyó que se sentiría satisfecho con la absorción de Corea. Mientras esperaban la respuesta japonesa a la propuesta británica, hizo una cosa que no encajaba con su aspecto de estadista pero sí con otro que también formaba parte de su persona, el de una mujer ávida de tener cosas bellas. El conde Li acababa de enviarle una lista con los regalos que le iba a hacer por su cumpleaños, que eran nueve series de tesoros(32): «Nueve ru-yi con incrustaciones de jade, nueve estatuas de oro puro del Buda de la Longevidad, nueve relojes de oro con incrustaciones de diamantes, nueve pares de copas de oro de la “buena fortuna” y la “longevidad”, nueve tocados de flores de diamantes, nueve rollos de terciopelo amarillo, nueve rollos de brocado con flores amarillas, nueve quemadores de incienso dorados con siete gemas incrustadas y nueve jarrones de oro con siete gemas incrustadas»[455].
Era una lista magnífica, incluso para la emperatriz viuda de China. Y a Cixí le resultaba especialmente tentadora, por lo mucho que la agradaban el arte y el lujo. El conde, que no tenía ninguna fortuna fabulosa, estaba deseando congraciarse como fuera con Cixí, es evidente que con la esperanza de que pudiera salvarlo. Le hacía los regalos pese a saber que dos años antes la emperatriz había emitido un decreto anunciando que no quería presentes por su sexagésimo cumpleaños[456].
La ofrenda del conde confirmó que era un auténtico experto en encontrar los puntos débiles de sus superiores y cultivarlos. A Cixí le era muy difícil rechazar aquel botín. Pero, si aceptaba los regalos del conde, tenía que aceptar los de otras personas. Los cumpleaños de comienzo de década eran las ocasiones más importantes en las que regalar, pero el de sus 50 años había coincidido con la guerra con Francia y había tenido que prohibir todos los ofrecimientos. ¿Debía volver a dejar pasar la oportunidad? La tentación fue demasiado fuerte. Después de unos días de angustias y vacilaciones, Cixí se convenció a sí misma de que aceptar regalos de cumpleaños no era incompatible con la guerra. Fue un caso similar al de cuando, años antes, se había convencido de que sacar una suma relativamente pequeña de dinero de los fondos anuales de la Armada no hacía ningún daño. Ahora anuló su propio decreto y envió a varios eunucos a que dijeran que los funcionarios por encima de una categoría determinada podían hacerle regalos si lo deseaban[457].
Sus palabras causaron inmediata preocupación entre los máximos personajes de la corte. Algunos, como el gran tutor Weng, dijeron que no habían preparado nada porque habían obedecido el decreto de la propia emperatriz viuda, y que de todas formas su admiración hacia ella no podía medirse con objetos materiales (de acuerdo con una máxima confuciana). No obstante, el tono general ya se había establecido: todos empezaron a darle vueltas a la cabeza a qué regalarle, y Weng y otros contrataron a un agente para que les buscara algo. Al darse cuenta de que había cometido un error, Cixí se apresuró a sacar otro edicto para intentar explicarse y dijo que creía que estaba mal por su parte despreciar los buenos deseos de la gente. Pero el mal ya estaba hecho. El espíritu combativo, que ya era escaso en la corte, estaba desapareciendo[458]. Robert Hart escribió en una carta: «Las cosas están mal aquí. Las autoridades no tienen deseos de luchar y la desesperación está arraigando en todos: es una perspectiva verdaderamente mala, y si Japón no acepta “la rama de olivo”, no sé cómo saldremos de esta…»[459].
Los japoneses no aceptaron «la rama de olivo». Sin responder a los británicos, lanzaron varios ataques contra las defensas fronterizas chinas, que se derrumbaron como un castillo de naipes. Los japoneses entraron en China el 27 de octubre. Cixí trató, con retraso, de arreglar las cosas. Se ofreció a donar otros dos millones de taeles al esfuerzo de guerra. Pero ese gesto no podía salvar ya ni la guerra ni su imagen. Los disminuidos rituales de su cumpleaños se llevaron a cabo al son del avance del ejército japonés. Las ceremonias eran una fachada que era preciso mantener: cancelarlas habría sido como anunciar una catástrofe nacional y habría causado confusión en todo el imperio. Aun así, ni siquiera la pompa de rigor logró disipar una atmósfera triste y sombría.
Las potencias occidentales vieron con indignación y desprecio que el imperio parecía incapaz de librar una batalla respetable y solo sabía organizar una fanfarria de cumpleaños. La reputación de Cixí se vino abajo. Robert Hart escribió en tono irónico, sin sombra de su antigua veneración por ella: «Probablemente celebraremos el cumpleaños de la emperatriz viuda (7 de noviembre) con la captura de Liao Yang; ¡no creo que [los japoneses] puedan llegar a Moukden para esa fecha!»[460]. Liao Yang estaba en el corazón de la península de Liaodong, al sur de Manchuria y junto a Corea, y Moukden era la antigua capital de los manchúes, más al norte.
El 21 de noviembre, los japoneses se apoderaron de la fortaleza estratégica de Port Arthur, en la punta sur de la península de Liaodong, la puerta para llegar a Manchuria por tierra y a Tianjín y Pekín atravesando una corta extensión de agua. Esta catástrofe mostró a Cixí la dimensión de las ambiciones y capacidades de Japón. Lamentó amargamente el fiasco de los regalos de cumpleaños y la ceremonia, aunque hubiera sido de menor tamaño. Más tarde prohibiría las celebraciones y los regalos para todos sus demás aniversarios. Ni siquiera su septuagésimo cumpleaños, otra ocasión importante, sería una excepción. Ese año, las peticiones de que aceptara homenajes resonaron en todas las provincias, pero ella se mantuvo firme[461].
En noviembre de 1894, Cixí achacó también sus errores a que no tenía toda la información. Decidió intentar que su hijo adoptivo levantara la prohibición de enseñarle los informes dirigidos a él. Como su negativa anterior se había debido en gran parte al consejo de amigos que tenían acceso a él a través de Perla, la concubina favorita del emperador, Cixí la abordó en primer lugar.
Perla estaba oficialmente a su cargo por ser miembro del harén, y Cixí no le había mostrado ninguna animadversión. Incluso había intentado ser simpática con ella y las había invitado a ella y a su hermana Jade a menudo al Palacio de Verano. Cuando Perla manifestó su deseo de aprender a pintar, Cixí le puso a su disposición a la señora Miao. A principios de ese año, dentro de las celebraciones de su sexagésimo cumpleaños, Cixí había ascendido a Perla un escalón en la jerarquía de las consortes reales. La joven, de 18 años, codiciaba el dinero. Un gasto no despreciable en la vida de una concubina eran las propinas a los eunucos, para que la sirvieran bien, y Perla era generosa en ese aspecto. Para ganar dinero, vendía cargos al mejor postor. Uno de esos cargos era el de alcalde de Shanghái, y ella rogó al emperador que se lo diera a un tal Lu. Cuando el emperador Guangxu ordenó al Gran Consejo que lo nombraran —sin decir a los consejeros que la recomendación procedía de Perla—, sus miembros hicieron preguntas, porque nunca habían oído hablar de él. El emperador se vio obligado a que el Ministerio de Funcionarios evaluara a Lu. Decidieron que no se merecía el puesto de Shanghái y le pusieron en una lista de reserva, en espera de que se quedara vacante algún otro cargo mucho menos importante. Se corrió la voz de que Lu era analfabeto y había sobornado a Perla con mucho dinero. Y hubo otros casos parecidos[462].
Que una consorte imperial se aprovechara de su relación con el monarca para vender puestos oficiales era un delito que acarreaba la pena de muerte en la corte Qing. El emperador haría el ridículo y se le tildaría de estúpido e indigno si el escándalo salía a la luz. Cixí conocía las fechorías de Perla y la implicación de Guangxu, y decidió utilizarlas para obligar a su hijo adoptivo a aceptar sus demandas. Obtuvo confesiones de Perla y de los eunucos que la servían, a base de azotar a los eunucos en la espalda con largas palas de bambú y obligar a Perla a presenciar cómo se les desgarraba la piel y cómo sus gritos iban debilitándose desde los aullidos hasta nada más que gemidos. La propia Perla recibió un bofetón. Dolorida, humillada y aterrorizada, se desmayó. Un médico real la encontró «inconsciente, con los dientes apretados, y temblores y escalofríos por todo el cuerpo». Sangraba por la boca y la nariz. Estuvo dos semanas perdiendo y recuperando la conciencia[463].
Unos años antes, cuando Perla acababa de ser elegida como concubina imperial, su madre había presentido que tendría un destino desgraciado. Había llamado a la señora Headland, la médico estadounidense, para que fuera a su casa, y esta recordaba después que la dama:
sufría una crisis nerviosa debido a la preocupación y el insomnio. Al preguntarle averigüé que se habían llevado a sus dos hijas a palacio para ser concubinas del emperador Kuang Hsu [Guangxu] […] Me cogió la mano, me sentó en la cama de ladrillo junto a ella y me dijo en tono patético que le habían arrebatado a sus dos hijas en un mismo día. «Pero se las han llevado a palacio —le repliqué, intentando consolarla—, y he oído decir que el emperador está muy encariñado con su hija mayor…». «Es verdad —contestó—, pero ¿qué consuelo es ese? […] Tengo miedo de las intrigas de la corte, y no son más que unas niñas que no pueden entender la duplicidad de la vida palaciega. Tengo miedo por ellas, tengo miedo por ellas», dijo mientras se mecía en su cama de ladrillo[464].
Con la confesión de Perla, Cixí forzó a su hijo adoptivo a aceptar su «trato». Estaba dispuesta a permitir que se ocultara el papel que había tenido él en el escándalo y, a cambio, Guangxu le daría pleno acceso a todos los informes de guerra. El 26 de noviembre, el emperador se ausentó mientras Cixí relataba al Gran Consejo lo que había hecho Perla, y luego emitía un decreto, con su autoridad de emperatriz viuda y supervisora del harén, en el que anunciaba las transgresiones cometidas por Perla y su hermana Jade y las degradaba a las dos. El decreto presentaba al emperador como un monarca de integridad impecable. Decía que las dos concubinas imperiales habían «rogado al emperador» que diera varios cargos a personas recomendadas por ellas, pero que él se había sentido «profundamente preocupado por este comportamiento» y había llevado el caso ante la emperatriz viuda para pedirle que se censurase a sus dos consortes[465]. Cuando el gran tutor Weng vio al emperador al día siguiente, Su Majestad mencionó el asunto con tranquilidad, como si hubiera sido completamente inocente. Ese día, el 27, el emperador Guangxu publicó un edicto que ordenaba que todos los informes dirigidos a él se le mostrasen también a la emperatriz viuda, y en su forma original[466]. Solo a partir de entonces tuvo Cixí pleno acceso a las informaciones sobre la guerra[467].
Mientras tanto, como recordatorio de la gravedad del escándalo, se redactó con palabras muy severas una reprimenda que se enmarcó y se colgó en la habitación de Perla. Se ejecutó a un eunuco jefe que había participado. Cixí quería que la ejecución fuera pública, pero el gran tutor Weng la convenció de que sería perjudicial para la dinastía; la sentencia la ejecutó, en el interior de la Ciudad Prohibida, el Departamento de Castigos Juiciosos de la corte mediante el método del bastinado, es decir, golpear al eunuco con largas varas de madera hasta su muerte.
Cixí resolvió separar al emperador Guangxu de los amigos que le habían instado a excluirla del proceso de toma de decisiones. Sobre todo, quería expulsar de la corte al primo de Perla, Zhirui, que también había intentado que el emperador despidiera al almirante Ting y le encarcelara —incluso le ejecutara— solo porque el almirante había adoptado una (sensata) posición defensiva. En otra ocasión, Zhirui había aconsejado al emperador que redujera el salario de las tropas que defendían Manchuria en un 80 por ciento, para ahorrar dinero, según él. ¿Por qué específicamente en Manchuria, que limitaba con Corea, cuando los japoneses estaban a las puertas? Cixí pensaba que los consejos del primo Zhirui eran negativos y no beneficiaban más que a los japoneses. Con gran desconfianza, le envió a un puesto en los límites septentrionales del imperio, muy lejos de la corte[468].
También planeaba acabar con la influencia de Wen Tingshi, un amigo de la familia de Perla. Wen había escrito al emperador diciendo que había que apartar a Cixí de la política por completo porque una mujer involucrada en los asuntos de Estado era como «una gallina que cacarea por la mañana, que por fuerza debe anunciar un día desastroso»[469]. Además, Wen había logrado que un censor, Weijun, escribiese al trono para acusar a Cixí de injerencia y de ser una marioneta de su eunuco jefe, Lianying. Cixí se sintió desolada ante esta acusación, que creían incluso algunos de los máximos funcionarios[470]. Uno le expresó su preocupación en una audiencia, y el enfado de Cixí fue palpable cuando lo interrumpió y le dijo que «se quedase tranquilo» porque las acusaciones no eran ciertas[471]. Empezaron a circular rumores de que era partidaria del apaciguamiento y había «presionado al emperador para que no luchase contra Japón». «Los historiadores lo escribirán así. ¿Cómo voy a mirar al país? ¿Y qué pensarán de mí las futuras generaciones?», exclamó. El emperador Guangxu se sintió obligado a castigar al censor calumnioso y le desterró varios años a la frontera. Un castigo tan duro por criticar a Cixí no se había visto durante su reinado, y causó gran impresión. Muchos creían las acusaciones (era —y sigue siendo— fácil convertir a las mujeres en chivos expiatorios de los fracasos) y elogiaron al censor por ser un héroe. Esas simpatías las agitaba en gran parte Wen, cuya estrecha relación con el emperador le daba credibilidad. Wen recaudó decenas de miles de taeles para regalárselos al censor y subirle la moral cuando partía al exilio. Sin embargo, pese a todo lo que Wen le había hecho a Cixí, ella se contuvo. Durante la guerra le dejó en paz, y después hizo que su hijo adoptivo le expulsara de la corte y la capital. Otros dos amigos del emperador que le habían estado susurrando cosas como «no dejes que interfiera la emperatriz viuda» también fueron expulsados después de acabar la guerra, acusados de «alimentar la enemistad entre las Dos Majestades»[472].
El paso más importante que dio Cixí por el momento fue tratar de cerrar el estudio del emperador, que era el único lugar en el que sus amigos podían hablar con él sin despertar sospechas. Era también el lugar en el que el monarca seguía estudiando los clásicos y la lengua manchú —e incluso inglés— en mitad de una guerra desastrosa. Cixí tenía derecho a cerrar el estudio porque, como progenitora, era la responsable suprema de su educación. El cierre del aula acabaría también con las conversaciones íntimas del emperador con el gran tutor Weng, durante las que formulaban la política de guerra. Cixí quería que las estrategias se fijaran con el Gran Consejo y en presencia de ella. Nombró gran consejero a Weng, con el fin de que no tuviera disculpas para impartir sus consejos en privado.
El intento de Cixí de cerrar el estudio no tuvo éxito. Al emperador Guangxu le irritó mucho perder su mundo privado y pidió al príncipe Gong, ahora jefe del Gran Consejo, que interviniera. Weng también se molestó. Así que Cixí tuvo que permitir que continuaran sus lecciones sobre los clásicos y solo interrumpió las de lengua. Aseguró a Weng que le consideraba «leal y digno de confianza» y que no había querido cerrar el estudio por él, sino por personajes como Zhirui. Pidió perdón por haber dictado una orden «demasiado tajante»[473].
Como resultado de esta inmensa lucha, por fin, Cixí logró incorporarse al proceso de toma de decisiones. Esto ocurrió casi a finales de 1894, cuando hacía meses que había comenzado la guerra, y cuando China estaba ya condenada a la derrota.