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En el retiro y en el descanso (1889-1894)

Como el Palacio de Verano estaba aún en construcción cuando se retiró Cixí en 1889, al principio vivió en el Palacio del Mar, adyacente a la Ciudad Prohibida. Allí, su hijo adoptivo tenía en medio del lago una villa, Yingtai, en la que dormía con frecuencia. Aunque la veía casi a diario y le ofrecía los saludos de rigor, Guangxu no le decía nada de los asuntos de Estado. Había esperado mucho tiempo para controlar su propia vida, y la injerencia de Cixí era todavía peor recibida después de que ella le hubiera impuesto un matrimonio que detestaba.

Antes de la retirada de Cixí, el príncipe Chun y los nobles habían redactado una serie de normas, los Estatutos, sobre su futuro papel político, y ella las había aceptado. Los Estatutos no exigían que el emperador Guangxu consultara con ella sobre política ni le permitía tener voz en las decisiones del emperador, con la sola excepción del nombramiento de altos funcionarios, para el que se necesitaba que ella diera su aprobación antes de hacer el anuncio. Además, el emperador Guangxu estaba obligado a enviarle los títulos de los informes que recibía, para que ella pudiera hacerse una vaga idea de lo que ocurría en el imperio, pero sin detalles. El propósito de esas copias era meramente informativo. Por mucho que el príncipe Chun quisiera que Cixí siguiese al mando, y por mucho que ella lo deseara, no podían hacer más[370]. Cuando, justo antes de su retiro, un funcionario solicitó que todos los informes destinados al emperador se le enviasen también a ella, Cixí no tuvo más remedio que rechazar la idea al instante[371].

El emperador Guangxu siguió los Estatutos al pie de la letra y envió la primera lista a Cixí al día siguiente de asumir el poder. Al mismo tiempo se cortaron los contactos de ella con el Gran Consejo y otras autoridades, incluido el conde Li[372]. Da la impresión de que, al principio, a esta mujer que había ocupado el centro de la acción histórica durante casi tres decenios le costó mantenerse al margen. Ese verano intervino para anunciar la puesta en marcha del ferrocarril Pekín-Wuhán en un decreto que decía específicamente: «Su Majestad, por orden de Su Majestad la emperatriz viuda Cixí». Consiguió hacerlo, con toda probabilidad, porque el gran tutor Weng estaba de viaje, ocupándose de las tumbas de su familia, y el emperador cedió ante su enérgica intervención[373]. Pero cuando el tutor regresó y dijo que no aprobaba el proyecto[374], Guangxu lo aparcó[375]. A principios del siguiente año, 1890, Cixí aprovechó la oportunidad que le daba un viaje que hizo a los Mausoleos Orientales con el fin de rendir tributo, y que agrupó a las máximas autoridades, para reunirse con el Gran Consejo y el conde Li. Hablaron de los proyectos de ferrocarril y de la situación en Corea, un estado vasallo de China, sobre la que se cernía una crisis que implicaba a potencias extranjeras rivales[376]. La reunión sentó tan mal al emperador que, al parecer, habló seriamente con ella, lo cual, a su vez, enfureció a Cixí. Cuando distribuyó frutas entre los funcionarios como gesto de buena voluntad, excluyó a los ayudantes del emperador. Siguió habiendo otros momentos de tensión similares hasta bien entrado 1891[377].

El traslado oficial de Cixí al Palacio de Verano, el 4 de junio de 1891, terminó con esa tensión, porque la apartó físicamente del centro de toma de decisiones. Cualquier intento que quisiera hacer posteriormente necesitaría nada menos que una conspiración. El emperador Guangxu subrayó su marcha con un decreto imperial y una elaborada ceremonia a la que asistió un gran contingente de funcionarios. Esa mañana los llevó a todos, vestidos con trajes oficiales, a arrodillarse ante la puerta del Palacio del Mar para verla partir. Después de que su silla de manos emprendiera el camino, él la adelantó para recibirla, de nuevo arrodillado, a su llegada al Palacio de Verano. Cenaron juntos y después él volvió a la Ciudad Prohibida[378]. A partir de entonces visitó el Palacio de Verano con regularidad, pero solo para desearle buena salud. Estas muestras de etiqueta la mantenían alejada de la política. Como dijo más tarde Cixí a un virrey: «Después de mi retirada, dejé de tener nada que ver con los asuntos de Estado»[379].

Sus obligaciones reales eran simbólicas y establecidas. Si había una oleada de malas cosechas, hacía un anuncio público de que la corte iba a donar dinero. Cuando murió el príncipe Chun, en 1891, ella se responsabilizó de supervisar todos los arreglos, desde el entierro hasta la construcción de un templo dedicado a él. Por lo demás, pasaba los días con los eunucos y las damas de la corte.

La persona que cuidaba de ella y se aseguraba de que todo funcionara a la perfección era el jefe de los eunucos, Lee Lianying, el hombre que había acompañado al príncipe Chun a inspeccionar la Armada. El viaje había sido el regalo de Cixí al personaje más importante de su vida cotidiana y una ocasión para el príncipe de reconciliarse con ella. La pintora estadounidense Katharine Carl, que conoció a Lianying unos años después, le describió así:

En persona es alto y delgado. Su cabeza tiene la forma de la de Savonarola. Posee una nariz romana, una mandíbula fuerte y esbelta, un labio inferior pronunciado y ojos muy astutos, llenos de inteligencia, que relucen desde sus órbitas hundidas. Su rostro está lleno de arrugas y tiene la piel apergaminada […] Sus modales son elegantes y seductores y habla un chino excelente, con una magnífica pronunciación, palabras bien escogidas y una voz grave y agradable[380].

El futuro de Lianying como eunuco quedó sellado a los seis años, cuando su padre, acosado por la pobreza, le llevó a un castrador profesional. A su llegada a la corte, el niño prefería jugar que trabajar y se le consideraba «perezoso». Pero una formación estricta y varios castigos severos por «abandono del deber» le transformaron y pasó a servir a sus amos con dedicación y a obedecer las normas de la corte. Excepcionalmente precavido y sensible, cuidaba de Cixí a la perfección. Era su catador y también su mejor amigo. Cixí se sentía sola. Algunos de sus eunucos recordaban:

Aunque la emperatriz viuda tenía muchos asuntos de los que ocuparse, su vida parecía más bien vacía. Cuando no estaba trabajando, pintaba y veía óperas y cosas así, pero a menudo estaba inquieta. La única persona que podía aliviar esa agitación era el eunuco Lee Lianying. Él sabía cómo cuidar de ella y se convirtió en su compañero indispensable. Todos veíamos que tenían una relación muy íntima[381].

Los eunucos se acordaban de que Cixí aparecía con frecuencia en la habitación de Lianying y le llamaba: «Lianying, vamos a dar un paseo». «Entonces caminaban juntos, y nosotros los seguíamos a distancia. A veces, la emperatriz viuda incluso llamaba a Lee Lianying a su dormitorio […] y charlaban hasta bien entrada la noche». Cuando Lianying estaba enfermo —o fingía estar enfermo para quedarse en la cama, según los eunucos—, «la emperatriz viuda se preocupaba y llamaba de inmediato a los médicos de la corte. Luego se quedaba con él hasta que se tomaba la medicina» (se tardaba cierto tiempo en repartir, mezclar y hervir las hierbas y otros ingredientes). En los archivos médicos de la corte, Lianying tenía su propio expediente, algo extraordinario para un empleado, porque ningún otro tenía el suyo propio. Era un privilegio médico del que no disfrutaban ni siquiera las concubinas reales de rango inferior. Cixí le hacía costosos regalos y le ascendió a una categoría sin precedentes entre los eunucos en la historia Qing.

En la corte, los privilegios de Lianying no eran gran motivo de celos porque todos estaban de acuerdo en que era «siempre respetuoso con sus superiores y siempre generoso con sus inferiores». Sin embargo, en el resto del país, su relación con Cixí y el hecho de que fuera un eunuco hacían que los funcionarios estuvieran siempre acusándole de interferir en los asuntos de Estado, si bien nadie pudo nunca aportar pruebas. En realidad, Cixí nunca hablaba con él de política y seguía las normas Qing al pie de la letra. Pero las acusaciones no cesaban. Cuando el príncipe Chun le llevó a inspeccionar la Armada, la noticia creó tal revuelo que casi fue más importante que la propia inspección. Un censor escribió una reprimenda a Cixí en la que alegaba que enviar a Lianying al viaje había provocado unas inundaciones que habían arruinado las cosechas en varias provincias. Cixí infringió su propia regla de no castigar a los críticos, acusó al censor de calumnias y difamación y, tras rechazar de forma pública y enérgica sus demandas («se las devolvió de mala manera»), bajó de categoría al infortunado. Cuando otro funcionario escribió para decir que los eunucos no debían salir de la capital jamás, ella hizo caso omiso[382]. Corría el rumor de que Lianying había adquirido su posición privilegiada por su excepcional habilidad para peinar la cabellera de Cixí, un rumor sin fundamento que estaba cargado de un trasfondo sexual. Incluso una derrota posterior ante Japón, cuando Cixí estaba retirada, se achacó a su relación con Lianying.

Este se vengaba a su manera. Recibía frecuentes y caros regalos de funcionarios que aspiraban a obtener alguna prebenda, y los aceptaba pero luego no hacía nada. Cixí era muy consciente de lo que pasaba y lo consentía.

En busca de formas de recompensar a Lianying, Cixí invitó a su hermana a pasar una temporada en la corte. Pero su estancia fue breve. Al ser familiar de un eunuco, su situación era incómoda. Cuando otras damas iban en sillas de manos porque estaban cansadas de una caminata, ella tenía que trotar al lado, como su hermano, y aquello era insoportable para sus pies vendados. Una doncella del palacio observó que la emperatriz viuda le habría permitido usar una silla, pero el prudente Lianying nunca habría aceptado el favor. Su hermana tenía un estatus tan bajo que los criados ni siquiera le aceptaban propinas. «No aceptaríamos propinas de ella aunque estuviéramos muriéndonos de pobres», se rio una criada. Poco después, la hermana dejó de aparecer por la corte.

Las damas que rodeaban a Cixí eran sobre todo viudas jóvenes. A todas les había arreglado su matrimonio la emperatriz viuda, lo cual se consideraba el mayor de los privilegios, y el código tradicional les prohibía volver a casarse tras la muerte de sus esposos. Una de ellas era Si Gege, una hija del príncipe Ching, una joven lista y alegre, amiga de las diversiones y popular, que hacía reír a Cixí. Esta decía que la joven le recordaba a sí misma a su edad, y la echaba de menos cuando se iba de viaje. Otra viuda adolescente era la señora Yuan, que no había estado casada, en realidad: el hombre con quien había estado comprometida, un sobrino de Cixí, había fallecido antes de la boda. Pero, antes del funeral, Yuan se vistió con ropa de viuda y, en una silla de manos cubierta de arpillera, una señal de duelo, se dirigió a su ataúd y ejecutó el ritual propio de una viuda. Aquel acto de lealtad conyugal, muy admirado, la condenó a una vida de castidad y soledad. Cualquier observador podía ver que era una mujer hierática y sin vida, y Cixí no tenía gran cosa que decirle, pero le inspiraba compasión y siempre la incluía en sus invitaciones.

La emperatriz Longyu era un elemento permanente del entorno de Cixí. El emperador la ignoraba por completo, incluso cuando se encontraban y ella se ponía de rodillas para saludarlo. La gente la consideraba «dulce», «encantadora» y «adorable», «pero a veces tiene en sus ojos una mirada de paciente resignación que es casi patética». Su vida estaba vacía y se aburría muchísimo. Algunos decían que desahogaba su frustración y su amargura con los criados y los animales domésticos, y que sus gatos siempre huían al cabo de unos meses[383]. Todas las damas trataban de mostrarse alegres cuando estaban con Cixí, pero la genuina felicidad era escasa.

Cixí llevaba una vida ordenada. Por la mañana tardaba en levantarse; ya no se obligaba a estar en pie a las cinco o las seis, sino que a veces remoloneaba hasta después de las ocho. Cuando estaba lista para empezar el día, cosa que se indicaba abriendo las ventanas de sus habitaciones, todo el palacio cobraba vida. Los eunucos mensajeros corrían de un lado a otro anunciando la «noticia» y los eunucos jefe se congregaban ante sus aposentos para aguardar instrucciones.

En su dormitorio, se ponía una bata de seda mientras una criada iba a la cocina a buscar agua caliente, que vertía en un cuenco de plata sostenido por un eunuco de rango inferior arrodillado, mientras otras criadas esperaban con jaboneras y toallas. Cixí se lavaba el rostro cubriéndolo varios minutos con una toalla caliente y secándolo a continuación. Luego se envolvía las manos en otra toalla y las sumergía en el agua caliente largo tiempo —suficiente para tener que cambiar el agua dos o tres veces—, que era, según decían, su secreto para conservarlas tan suaves como las de una niña.

Después de lavarse los dientes, se sentaba en una silla de cara hacia el sur y entraba un eunuco a arreglarle el cabello. Según los eunucos, Cixí había empezado a perder pelo desde los 40 años, y sobre la parte más rala colocaban un tupé de color negro. Hacía falta una habilidad considerable para mantener la peluca en su sitio al tiempo que la peinaban al complicado estilo manchú, con horquillas enjoyadas[384]. Mientras tanto, su peluquero le transmitía los chismorreos del día anterior y ella se tomaba con lentitud su gelatina diaria de «hongo de plata» (yin-er), que se suponía que era buena para la salud y el aspecto. Al acabar la sesión de peluquería, se colocaba adornos en el pelo. El peinado de una mujer manchú no se consideraba completo sin flores, y Cixí prefería las flores naturales a las joyas. Se hacía adornos florales para el cabello con destreza y a veces entretejía níveos capullos de jazmín para formar una diadema. (Sus doncellas de palacio también llevaban flores en el pelo y, cuando estaban a su lado, las de la derecha llevaban flores en el lado derecho y las de la izquierda en el izquierdo).

Con la cara podía hacer poca cosa: al ser viuda, se suponía que no debía llevar maquillaje. Las damas manchúes en general se pintaban el rostro exageradamente blanco y rosa y con una mancha de color rojo vivo en el labio inferior para crear una boquita «de cereza», que era un signo de belleza en aquellos tiempos, en los que los labios carnosos se consideraban feos. Deseosa de usar un poco de maquillaje, Cixí se aplicaba un discreto toque de colorete en las mejillas y en las palmas de las manos, e incluso un poco en los labios. El colorete que se usaba en la corte se hacía con rosas que se cultivaban en las colinas al oeste de Pekín. Ponían los pétalos de una rosa roja determinada en un mortero de piedra y los aplastaban con un almirez de mármol blanco. Añadían un poco de aluminio y el líquido rojo oscuro obtenido lo vertían en un «frasco de colorete» a través de una fina gasa blanca. Luego cortaban unos ovillos de seda en pequeñas esponjitas cuadradas o redondas que metían en el frasco durante varios días para que absorbieran el líquido. Secaban esas esponjitas dentro de una habitación con una ventana de cristal para evitar que cogieran polvo y las colocaban en el tocador real. Llegado el momento, Cixí humedecía la esponjita con agua tibia antes de aplicársela. Para los labios, enrollaba una, sola o alrededor de una horquilla de jade, para formar una especie de lápiz, y se aplicaba el color en el centro de la boca, más en el labio inferior que en el superior. El perfume lo hacía ella misma, mezclando los aceites de distintas flores. (El palacio fabricaba también su propio jabón, bajo la dirección de Cixí. Las criadas le enseñaban la pasta que después se solidificaría en jabón, y ella misma la removía enérgicamente).

Al ser viuda, Cixí no podía llevar colores brillantes, rojos ni verdes vivos. Pero incluso las ropas más discretas eran muy coloridas en comparación con la vestimenta europea. En casa podía llevar una túnica de color naranja pálido y un chaleco azul claro, con adornos solo en los bordes, y para una ocasión especial una de sus prendas favoritas era una túnica azul con brocados y grandes magnolias blancas bordadas. Katharine Carl, la pintora estadounidense que pasó 11 meses con ella, observó:

Siempre va inmaculada. Diseña sus propios vestidos […] Tiene un gusto excelente en la elección de colores, y nunca la vi con un color que le sentara mal, aparte del amarillo imperial. Este no le quedaba muy bien, pero estaba obligada a llevarlo en todas las ocasiones oficiales. Solía alterarlo lo más posible con los adornos, y a veces ponía tantos bordados que el color original era apenas visible.

Las joyas de Cixí solían estar montadas de acuerdo con sus propios diseños, y entre ellas estaba un manto de perlas que se ponía sobre una chaqueta oficial. Los diamantes eran algo a lo que costaba acostumbrarse. Los chinos de su época consideraban que su brillo era una cosa vulgar y los usaban sobre todo como herramientas para perforar.

A Cixí le gustaba vestirse. Se examinaba con detalle en el espejo, más tiempo del que parecía apropiado, dada su edad, o al menos eso pensaban algunas de sus criadas y damas de compañía. Cixí se imaginaba lo que pensaban las jóvenes, y un día le dijo a una de sus damas, Der Ling, que anotó la conversación:

«Debe de parecerte curioso ver que una vieja como yo tiene tanto cuidado y se esfuerza tanto en vestirse y arreglarse. ¡Qué le voy a hacer! Me gusta vestirme y ver a las jóvenes bien vestidas; me hace querer volver a ser joven». Le dije que tenía un aspecto muy joven y todavía era hermosa y que, aunque nosotras éramos jóvenes, no se nos ocurriría compararnos con ella. Eso la complació enormemente, porque le gustaban mucho los cumplidos.

Antes de salir de su vestidor, Cixí se ponía de pie y echaba un último vistazo a sus zapatos, que tenían una cómoda punta cuadrada, muy distinta de las puntas afiladas que llevaban las mujeres han. Sus calcetines eran de seda blanca y se ataban en el tobillo con un bonito lazo, y ella miraba si los bordes de los calcetines que asomaban por encima de los zapatos estaban como debían. Solo llevaba cada par una vez, así que hacía falta un suministro constante. Aparte de un equipo de costureras, también le hacían calcetines su familia y otras familias aristocráticas, que se los ofrecían como regalos.

Completada su toilette matinal, Cixí salía por la puerta hacia el vestíbulo exterior, con su «porte erecto y su paso ligero y rápido». Una doncella abría las cortinas y al ver el movimiento, que los eunucos jefes estaban esperando atentos desde fuera, todos caían de rodillas y gritaban: «¡Vieja Buda [lao-fo-ye], que toda la alegría te acompañe!». Cixí había adoptado este sobrenombre, ilustre e informal al mismo tiempo, por el que ahora la llamaban en la corte y se la conocía en todo Pekín[385].

Mientras daba a los eunucos jefe sus instrucciones para el día, Cixí se fumaba su primera pipa de agua, que tenía un largo tubo y una pequeña caja rectangular que se sostenía en la palma. Normalmente, no era ella la que sostenía la pipa. Esa era la tarea de una criada especial, que permanecía de pie a una distancia de «unos dos adoquines de la emperatriz viuda», según una de ellas. Cuando la emperatriz le lanzaba una mirada, la criada extendía con suavidad la punta de la pipa, que sostenía con la mano derecha, hasta un par de centímetros de la comisura de la boca de Cixí, de forma que, con un ligero giro del cuello, los labios de ella se abrían para chuparla. La criada seguía sosteniendo la pipa mientras Cixí fumaba. Era un servicio para el que se había entrenado muchos meses, hasta que la palma de la mano derecha era capaz de sostener una taza de agua caliente durante mucho tiempo sin temblar.

Después de dos pipas de tabaco era el turno del desayuno. Primero llegaba el té. Los manchúes bebían té con mucha leche. En su caso, la leche procedía de los pechos de una nodriza. Cixí tomaba leche humana desde su larga enfermedad de principios de la década de 1880, por recomendación de un prestigioso médico. Empleaba a varias nodrizas, que se turnaban para sacarse leche en un cuenco. Las nodrizas llevaban consigo a sus niños de pecho, y la mujer que duraba más tiempo se quedaba a vivir en el palacio y a su hijo le ofrecían una educación y un trabajo administrativo[386].

Mientras sorbía el té, un equipo de eunucos le llevaba la comida en cajas de laca envueltas en seda amarilla con el motivo del dragón. Lianying, el eunuco principal, cogía las cajas en la puerta y se las acercaba a ella, que estaba sentada con las piernas cruzadas sobre un kang, una larga estructura rectangular de ladrillo, tan alta como una cama, que podía calentarse por debajo y se empleaba en todo el norte de China como lecho o como asiento. Le gustaba sentarse junto a una ventana para poder mirar el jardín y disfrutar de la luz y el cielo. Le ponían la comida sobre una mesa baja encima del kang y en varias mesitas que se plegaban cuando terminaba. Cuando las cajas de comida estaban dispuestas, las abrían delante de ella, como dictaban las normas de la corte. Contenían una gran variedad de papillas, rollos y pasteles —al vapor, hervidos, fritos— y muchos tipos de bebidas, desde zumo de soja hasta consomé de hueso de vaca. Había también muchos platos sabrosos como hígado de pato guisado en soja y otras salsas picantes.

La emperatriz viuda tenía buen apetito y después consumía otras dos buenas comidas, además de pequeños tentempiés. Comía donde estuviera en cada momento: no tenía un comedor fijo. El tamaño y la presentación de las comidas seguían los requisitos de la corte. Solo se reducían si había un desastre nacional. Como emperatriz viuda, Cixí tenía derecho a una ración diaria de 31 kilogramos de cerdo, 1 pollo y 1 pato. Con ellos, hortalizas y otros ingredientes, todos en cantidades especificadas, se cocinaban docenas de platos que, para la comida principal, se servían en más de un centenar de fuentes y cuencos. En su mayoría se quedaban sin tocar y solo estaban allí para dar grandiosidad a la presentación[387]. Cixí no solía beber durante las comidas[388] y en general comía sola, porque cualquiera a quien invitara a comer con ella tenía que permanecer de pie, salvo el emperador. A menudo pedía a las damas presentes en la corte que comieran en su mesa después de que ella terminara y se fuera, en cuyo caso ya podían sentarse. Los platos de su comida solían repartirse entre los cortesanos en señal de benevolencia imperial. Si el emperador estaba en el palacio, también recibía sus platos. La enorme cantidad de comida que sobraba en la corte permitía que una serie de puestos de las cercanías hicieran buen negocio, y en ciertos momentos del día se dejaba que los mendigos se aproximaran a una puerta concreta para recibir los restos y rebuscar en la basura antes de que se la llevaran.

La comida iba seguida de un minucioso lavado de manos y luego una siesta. Antes de quedarse dormida, Cixí leía los clásicos con sus eunucos instructores, que animaban la lectura introduciendo bromas que la divertían. Al levantarse, corría otro escalofrío en el palacio, tal como describía un testigo: «Cuando se despierta Su Majestad, la noticia corre como una chispa eléctrica por todos los precintos y todo el complejo, y todo el mundo está alerta al instante»[389].

Antes de acostarse, alrededor de las once de la noche, solía disfrutar de un masaje de pies. Primero, dos masajistas le sumergían los pies en un cuenco de madera forrado de plata con unos anchos «brazos» para que posara los pies. El agua del cuenco se hervía con flores o hierbas, según le hubieran recetado sus médicos, dependiendo de factores como el tiempo y su condición física. En verano podían ser crisantemos secos, y en invierno, membrillos en flor. Las masajistas presionaban distintos puntos, en especial en las plantas, algo similar a una sesión actual de reflexología. Si necesitaba que le cortaran las uñas, las masajistas pedían permiso para coger las tijeras y la doncella principal se las llevaba. Normalmente, los objetos afilados estaban prohibidos en los aposentos de Cixí. La manicura consistía en cuidarle las uñas de las manos, extraordinariamente largas en los dedos anular y meñique, como era habitual entre las aristócratas manchúes. Esas uñas tan largas estaban protegidas por unos escudos hechos de unas rejillas esmaltadas o de oro con rubíes y perlas incrustados. Como ninguna dama de su posición se vestía ni se peinaba a sí misma, las uñas no representaban ningún problema insalvable.

Su cama era un kang construido en un nicho del dormitorio, con estantes en las tres paredes sobre los que había pequeños adornos, por ejemplo, figurillas de jade. Su lectura de noche era otra sesión de estudio de los clásicos con los eunucos instructores, que la ayudaba a dormir. Mientras dormía, una doncella permanecía sentada en el suelo de la habitación, tan callada como un mueble. También había doncellas y eunucos en la antecámara de su habitación y en otros lugares del edificio. Quienes estaban de turno de noche solían oír los ronquidos de una persona que dormía profundamente[390].

Cixí había sobrepasado ya los 50 años y tenía muy buena salud. Jugaba a jian zi [una especie de bádminton con los pies] con más agilidad que miembros mucho más jóvenes de su corte, y subía las colinas a toda velocidad y sin dar muestras de fatiga. En el duro invierno de Pekín solía rechazar la calefacción y prefería no tener nada en su dormitorio y nada más que unos braseros de cobre con carbón en los amplios pasillos. Dichos braseros, aunque eran muy pintorescos, apenas producían más que unas llamas rizadas de color azul que no cambiaban gran cosa la temperatura. Las puertas de sus aposentos estaban siempre abiertas y tapadas solo con unas cortinas acolchadas, que se alzaban todo el tiempo para dejar paso a eunucos y criadas, de tal modo que había corrientes de aire frío cada vez que alguien entraba o salía. Todos los demás estaban helados, pero Cixí parecía inmune. Se limitaba a llevar ropa interior de seda y lana y un abrigo de piel, como máximo con una gran capa de piel encima.

Tenía la misma claridad mental de siempre, y por eso le resultaba difícil apartarse por completo de la política. Lo que le permitía soportar el aislamiento y el ocio a los que estaba obligada a diario era su amplia variedad de intereses. Le producía curiosidad todo lo nuevo y quería probarlo todo. Después de añadir un par de barcos de vapor al lago, pidió que la subieran en un globo de aire caliente que habían adquirido años antes para usos militares. Pero el conde Li le dio (a través del príncipe Ching, puesto que ya no estaba autorizado a comunicarse directamente con ella) la desagradable noticia de que el globo no estaba en buenas condiciones y podía explotar[391].

El Palacio de Verano era una fuente de placer interminable para Cixí, que nunca se cansaba de pasear por sus jardines. Lo que más le gustaba era pasear bajo la lluvia. Los eunucos siempre llevaban un paraguas, pero ella solo lo usaba cuando la lluvia era torrencial. Detrás de ella iba una gran comitiva de eunucos, damas de compañía y criadas, que llevaban «su ropa, zapatos, pañuelos, peines, cepillos, cajas de polvos, espejos de distintos tamaños, perfumes, alfileres, tinta negra y roja, papel amarillo, cigarrillos, pipas de agua, y el último llevaba su taburete de raso amarillo», «como un vestidor de mujer ambulante», según una dama de compañía[392]. A menudo, Cixí y sus damas iban en sillas de manos hasta algún lugar pintoresco escogido por ella, donde se sentaba en el taburete de raso amarillo y pasaba largo tiempo mirando a lo lejos. Un lugar en el que se detenía para disfrutar de la vista era un puente con un arco muy elevado que se ondulaba suavemente y tenía el apropiado nombre de Fajín de Jade. Otro sitio que le gustaba era una cabaña construida y amueblada totalmente con bambú, en la que se paraba muchas veces a tomar el té. Sus tés eran los mejores, las primeras hojas de todo el imperio, y los bebía en una taza de jade a la que añadía unos cuantos pétalos secos de madreselva, jazmín o rosa. Los capullos secos se los llevaban en un cuenco de jade con dos finos palillos de madera de cerezo que utilizaba para cogerlos, dejarlos caer en la taza y remover el té.

Una de sus actividades preferidas era pasear en barco por el lago, y a veces detrás de su balsa iba, a cierta distancia, otra con eunucos músicos que tocaban la flauta de bambú, o la flauta dulce, o el yue-qin, un instrumento en forma de luna parecido a la mandolina. Todos se callaban mientras Cixí escuchaba, «como en trance»[393]. A veces, bajo la luz de la luna, cantaba en voz baja siguiendo la música que flotaba sobre el agua.

La naturaleza la apasionaba, y adoraba las plantas. Los crisantemos estaban entre sus flores preferidas. Durante la estación de reproducción, Cixí llevaba a las damas de la corte a coger esquejes, ponerlos en macetas y regarlos religiosamente hasta que empezaban a brotar. Entonces cubrían los capullos con tapetes para que las fuertes lluvias no los dañaran. Por esa actividad era capaz incluso de renunciar a su siesta. Años más tarde, cuando volvió al poder, rompió con la vieja costumbre de no permitir plantas en lugares oficiales y llenó el salón de audiencias de flores en macetas, colocadas en hileras. Los funcionarios que acudían a sus audiencias tenían que orientarse antes de ponerse de rodillas, porque su trono parecía oculto detrás de una «montaña de flores»[394].

Sentía devoción por su huerto, del que le llevaban a diario grandes cestos de fruta cuando estaba en temporada. Examinaba su color y su forma y sostenía un racimo de uvas a contraluz durante largo rato. Manzanas, peras y melocotones llenaban grandes recipientes de porcelana en los pasillos, por su suave fragancia. Cuando habían perdido el olor, repartían las frutas entre los criados. Las calabazas, pese a no tener aroma, también le inspiraban afecto, y muchas veces las acariciaba en sus matas, incluso bajo una lluvia torrencial. Llegó a tener una colección de centenares de calabazas, que un eunuco con dotes artísticas tallaba en forma de instrumentos musicales, vajillas y diversos artículos adornados con miniaturas pintadas y caligrafía. Cixí preparaba algunas calabazas para que las tallaran con un trozo de bambú afilado para rascar la corteza[395].

Cada pocos días visitaba sus inmensos huertos, y le encantaba poder llevarse hortalizas frescas o algún otro vegetal. A veces los cocinaba ella misma, en uno de los patios, y en una ocasión enseñó a sus damas de compañía a cocer huevos con hojas de té negro y especias[396].

Los mosquitos podían ser una molestia en el Palacio de Verano, sobre todo en las tardes estivales, pero los eunucos de Cixí idearon una solución ingeniosa. Levantaron unas marquesinas gigantes, tan grandes como para cubrir un edificio y sus patios por completo. Con el techo y los laterales de junco y un sistema de cuerdas y poleas que permitía enrollar y desenrollar la cubierta y bajar y subir las cortinas, estas obras de arte eran inmensas mosquiteras, además de proteger los recintos del sol durante el día. Tenían discretos faroles y velas que parpadeaban en la brisa, y las tardes eran placenteras y aromáticas, apenas perturbadas por los insectos. Para las embajadas extranjeras se construían las mismas marquesinas[397].

A Cixí le encantaban las aves y los animales. Aprendió a criarlos y contrató a un eunuco que era un gran experto para que la enseñara. Las aves que cuidaba el criador no siempre estaban encerradas, aunque había cientos de jaulas en filas colgadas de estructuras de bambú en uno de los grandes patios. Algunas volaban en libertad y habían convertido el Palacio de Verano en su hogar. Con el fin de proteger las especies más raras, se reclutaba a jóvenes entendidos en pájaros para que formaran parte de la Guardia Pretoriana y patrullaran los jardines armados con arcos, dispuestos a disparar contra cualquier depredador natural o cualquier ave silvestre que tuviera la temeridad de colarse. La demanda de alimento para las aves de Cixí creó un floreciente comercio junto a los muros del Palacio de Verano, con la venta de todo tipo de orugas, saltamontes, grillos y hormigueros, de los que se decía que cada uno tenía distintas propiedades beneficiosas para los pájaros.

A algunas aves se las enseñaba a volar hacia un ruido de agudo gorjeo para recibir su comida favorita. Si Cixí estaba subiendo una colina o paseando por el lago, los eunucos que la rodeaban hacían el sonido para que las aves acudieran en torno a ella. A ella misma se le daba muy bien imitar el trino de los pájaros y sabía atraerlos a su mano extendida. Su capacidad de domesticar aves fascinaría años después a los visitantes occidentales. Uno de ellos, la retratista Katharine Carl, escribió:

Tenía una larga rama, como una varita, cortada de un retoño y a la que acababan de quitar la corteza. Le encantaba el débil olor a bosque de las ramas recién cortadas […] Sostenía la rama en alto y hacía un suave sonido como de un pájaro con los labios, sin apartar los ojos del ave […] Esta revoloteaba y empezaba a descender de rama en rama hasta que se posaba sobre la curva de su varita, y ella acercaba su otra mano con suavidad, ¡hasta que acababa posada sobre su dedo!

La señorita Carl «observaba con emocionada atención, y estaba tan tensa y absorta que el repentino final, cuando el pájaro se posaba sobre su dedo, me causaba un pálpito casi doloroso»[398].

Lograba que hasta los peces le saltaran a las manos abiertas, con sus gritos infantiles. Hacían falta cubos llenos de un gusano especial, rojo y de unos tres centímetros de largo, para atraer al pez y hacer que saltara hasta una mano humana en un muelle en el que Cixí atracaba a menudo para almorzar.

Crio docenas de perros. Vivían en un pabellón lleno de cojines de seda sobre los que dormían y un gran armario lleno de chaquetas, bordadas con crisantemos, flores de manzano y otros preciosos dibujos. Para evitar apareamientos indeseados, en los terrenos del palacio solo se permitía la entrada a sus perros. Los centenares que eran propiedad de las damas de la corte y los eunucos tenían que permanecer en los jardines de sus respectivos dueños. Algunos criadores de perros opinaban que Cixí «había hecho más por el pequinés que ningún otro experto desde el nacimiento de la raza»[399]. Un tipo de pequinés que ella dejó de criar fue el «perro manga», un perro miniatura que se podía transportar en las mangas de los cortesanos, tan amplias que servían de bolsillos. Al parecer, se impedía que crecieran alimentándolos solo con dulces y vino y obligándolos a llevar unos chalecos de tela metálica muy ajustados. Cixí contó a Katharine Carl que aborrecía esos métodos tan antinaturales y que no podía comprender por qué había que deformar a los animales por el puro placer del hombre[400].

Sus animales favoritos eran un pug pequinés y un skye terrier. Este último sabía hacer varios trucos: se quedaba completamente quieto cuando Cixí se lo ordenaba, sin moverse más que si se lo decía ella, por mucho que le hablasen otros. El pequinés tenía el pelo largo y sedoso, de color beige, y grandes ojos dorados y profundos. No era fácil enseñarle nada y Cixí lo llamaba cariñosamente Pequeño Tonto (sha-zi). Posteriormente hizo que Katharine Carl pintara retratos de los dos, mientras ella se sentaba detrás de la pintora y mostraba «el máximo interés»[401].

En Pekín había una gran colección de aves y animales formada por el misionero, zoólogo y botánico francés Armand David, que, desde su llegada a China en los primeros años del reinado de Cixí, había identificado muchos cientos de nuevas especies desconocidas en Europa, entre ellas el panda gigante. Cuando Cixí se enteró de la existencia de la colección, se sintió intrigada y quiso verla. La colección se alojaba en una catedral católica desde la que se veía el Palacio del Mar. Después de negociaciones con el Vaticano (a través de un intermediario inglés), el Gobierno chino pagó 400.000 taeles para que se construyera otra catedral en algún otro sitio y compró la vieja iglesia con su colección dentro. Cixí la visitó, pero solo una vez. Las criaturas muertas no le interesaban[402].

Los únicos juegos competitivos a los que la autorizaba la tradición eran los juegos de mesa. A Cixí no le gustaban los naipes ni el mah-jong, que se negaba a permitir en la corte. Los dados eran un pasatiempo popular, y Cixí jugaba a veces. Se inventó un juego de dados no muy distinto al juego de la escalera, salvo que el tablero era un mapa del imperio chino, con todas las provincias de colores diferentes. Ocho deidades talladas en marfil, que representaban a los legendarios ocho inmortales taoístas, recorrían el imperio e intentaban llegar a la capital. Durante el juego, les podían desviar a bellos lugares como Huangzhou o les podían enviar al exilio, en cuyo caso tenían que retirarse. Todo dependía de los dados. Quien llegara primero a Pekín ganaba y recibía dulces y pasteles, mientras que los perdedores tenían que cantar una canción o contar un chiste[403]. No se apostaba nada. De hecho, las apuestas estaban prohibidas, y a los infractores se les imponían multas y se los castigaba a recibir bastonazos[404].

La pintura era una afición seria, y Cixí contrató a una tal señora Miao, una joven viuda, para que fuera su profesora. La señora Miao era han y llamaba la atención en la corte, desde el pelo hasta los pies. En vez del complicado y adornado peinado manchú, llevaba el pelo en un simple moño en la nuca rodeado de perlas. En vez de una túnica manchú hasta el suelo, llevaba una camisa suelta que llegaba por debajo de las rodillas sobre una falda larga plisada, que dejaba ver un par de «lirios dorados de siete centímetros y medio», sus pies vendados, sobre los que mantenía un agónico equilibrio. Cixí, que al ser manchú se había librado del vendaje obligatorio, se estremecía al ver los pies deformes. En una ocasión, al ver los pies desnudos de una de las nodrizas que le suministraban leche, había dicho que no podía soportar la imagen y le había ordenado quitarse la venda. Ahora también pidió a Miao que se la quitara, una orden que la profesora de pintura obedeció encantada[405].

Con las lecciones de la señora Miao, Cixí llegó a ser una pintora aficionada bastante buena, capaz de manejar el pincel «con fuerza y precisión», según su maestra. Consiguió algo que se valoraba mucho en caligrafía: escribir de una sola pincelada un carácter gigante, tan grande como una figura humana. Esos caracteres, que indicaban «longevidad» y «felicidad», solían ser regalos rituales que se hacían a los altos funcionarios. La reputación de la señora Miao como profesora de la emperatriz viuda le permitió vender sus propias pinturas a precios elevados, comprar una casa de gran tamaño y mantener a su familia.

Cerca del Palacio de Verano había numerosos templos budistas y taoístas, que organizaban fiestas periódicas a las que las mujeres podían asistir acompañadas, vestidas con los colores más espléndidos. Llegaban artistas tradicionales procedentes de todos los rincones, andando sobre zancos, haciendo la danza del león, ondeando faroles de dragón y llevando a cabo trucos acrobáticos y de magia. Cuando pasaban por delante del Palacio de Verano, Cixí solía verlos desde una torre sobre las murallas. Sabiendo que la emperatriz viuda los observaba, los artistas exhibían todas sus habilidades, y ella les vitoreaba y les daba generosas propinas: un hombre barbudo, que daba vueltas disfrazado de aldeana, fue durante un tiempo el más recompensado. Cixí era muy aficionada a los espectáculos populares y nunca sintió que estuvieran por debajo de su categoría[406].

Con ese mismo espíritu, ayudó a convertir el género de la Ópera de Pekín en la ópera nacional de China. Tradicionalmente había sido un género para «la gente normal de las callejuelas y los pueblos», porque su música, sus historias y su humor eran fáciles de seguir y disfrutar. Este tipo de ópera se consideraba «vulgar» y había topado con el rechazo de la corte, donde solo se representaba ópera ortodoxa, con sus serias melodías e historias. El marido de Cixí, el emperador Xianfeng, había empezado a ver representaciones de la Ópera de Pekín, pero fue Cixí quien la moldeó para convertirla en una forma artística compleja, sin que perdiera su gracia. Indicó una auténtica aprobación real al llevar a artistas de fuera de la corte para que actuaran ante ella e instruyeran a los eunucos del Departamento de Música. Exigía profesionalidad. La Ópera de Pekín siempre había sido bastante informal, con comienzos impuntuales, maquillajes y trajes improvisados, actores que a menudo saludaban a sus amigos desde el escenario o de pronto añadían chistes. Cixí resolvió todos estos detalles con unas órdenes concretas. Hizo obligatoria la puntualidad y amenazó con dar de bastonazos a quienes la infringieran de forma repetida. En una ocasión, uno de los actores principales, Tan Xinpei, llegó tarde, y ella, que era gran admiradora y no se sintió capaz de ordenar que le golpearan, le obligó a hacer de cerdo ridículo en El rey mono[407]. También se aseguró de que los actores profesionales estuvieran bien remunerados. Si los emperadores anteriores daban a los intérpretes propinas de un tael de plata como máximo a cada uno, ella empezó a repartir de forma habitual docenas de taeles, hasta 60 para un protagonista, por ejemplo Tan, que también recibió regalos como parte de la dote para la boda de su hija. (En cambio, el jefe del Departamento de Música de la corte ganaba siete taeles al mes). Un año, la suma total de las propinas que dio a todos los participantes en las representaciones ascendió a 33.000 taeles[408].

Los actores de la Ópera de Pekín, tan bien tratados, se convertían en celebridades, como las estrellas de cine en una época posterior. La gente tenía ocasión de admirar su prestigio: en un caso, 218 artistas viajaron incluidos en la procesión real desde el Palacio de Verano hasta la Ciudad Prohibida, todos a caballo, con 12 carromatos que llevaban sus trajes y su parafernalia. Dedicarse a la ópera se convirtió en una carrera muy codiciada.

Las óperas de Cixí estaban construidas con un sentido artístico muy minucioso. En el Palacio del Mar se erigió un teatro en forma de pabellón en medio del lago, todo rodeado de lotos, de tal forma que, en verano, las representaciones se llevaban a cabo en medio de las flores. En la Ciudad Prohibida, se erigió un invernadero de cristal con una fuente de calor, un acogedor y cálido teatro en medio de los vientos y las nevadas. En el Palacio de Verano, restauró un teatro de dos pisos en una zona que atraía a las oropéndolas: se decía que su canto armonizaba bien con las arias. Luego construyó otro teatro aún más grandioso, de tres pisos, con un escenario de 21 metros de alto, 17 metros de ancho y 16 metros de fondo, y unas bambalinas lo bastante grandes como para albergar los decorados más elaborados. Era el teatro más grande de China. El techo y el suelo podían abrirse durante la representación para permitir que los dioses descendieran del Cielo y el Buda se elevase desde las profundidades de la Tierra, sentado en una enorme flor de loto; podían caer copos de nieve (confetis) desde lo alto, y de la boca de una tortuga gigante podía salir agua disparada hacia arriba. Un estanque de agua bajo el escenario mejoraba la acústica. El teatro estaba situado junto al gran lago para que la melodía pudiera viajar sin impedimentos sobre su superficie.

El repertorio de la Ópera de Pekín se amplió enormemente con Cixí. Ella revivió varias obras dramáticas obsoletas con la orden de localizar sus libretos en los archivos de la corte y adaptarlos a las melodías de la nueva ópera. En el proceso de adaptarlas y, al mismo tiempo, tratar de encajar los versos de la propia Cixí, un actor y compositor, Wang Yaoqing, amplió la tesitura musical de la ópera. Con el estímulo y los incentivos de Cixí, Wang revolucionó la Ópera de Pekín porque dio papeles con cuerpo a los personajes femeninos (interpretados por hombres, incluido él mismo). Hasta entonces no tenían más que papeles secundarios en los que se limitaban a cantar, sin actuar. Ahora, por primera vez, la Ópera de Pekín tenía papeles femeninos que eran protagonistas.

Dentro de toda esta labor, Cixí se involucró en la composición de una obra de 105 episodios, Los guerreros de la familia Yang, sobre una familia de los siglos X y XI que empuñó las armas para defender China contra los invasores. Según los documentos históricos, los guerreros fueron todos hombres. Pero en las leyendas populares las heroínas habían sido las mujeres de la familia, y así lo reflejaba un texto escrito en Kunqu, una forma dramática casi desaparecida. Cixí conocía la historia y decidió introducirla en el repertorio de la Ópera de Pekín. La supervisora fue una mujer —viuda y poetisa— a la que Cixí había buscado al mismo tiempo que a la señora Miao. La propia Cixí se reservó el papel de directora de la obra. Desde entonces, los episodios de Las mujeres guerreras de la familia Yang se han convertido en una de las óperas más representadas y amadas del género, y han tenido muchas adaptaciones en otras modalidades artísticas. Los nombres de las guerreras han pasado a formar parte del lenguaje diario como sinónimos de mujeres valientes e inteligentes que eclipsan a los hombres[409].

Cixí odiaba los viejos prejuicios contra las mujeres. Durante una representación de ópera, cuando un cantante repitió una frase muy habitual, «lo más cruel de todo es el corazón de una mujer»[410], ella se enfureció y ordenó al cantante que abandonara el escenario. Su rechazo de la mentalidad tradicional se debía sin duda a su experiencia personal. Por muchos triunfos que hubiera logrado cuando gobernó en nombre de su hijo y su hijo adoptivo, siempre le negarían el derecho a gobernar en su propio nombre. En cuanto los niños se hicieron adultos, ella tuvo que ceder el poder y dejó de poder participar en política. Ni siquiera podía expresar sus opiniones. Cuando veía cómo dejaba caer en el olvido el emperador Guangxu los proyectos de modernización que ella había iniciado, era inevitable que se desesperara. Pero no podía hacer nada. Para hacer cualquier intento de cambiar la situación habrían hecho falta métodos violentos y extremos, como un golpe en palacio, algo en lo que no estaba dispuesta a pensar. Solo había una mujer en la historia de China —Wu Zetian— que se había declarado emperador y había gobernado como tal. Y lo había hecho frente a una terrible oposición, que había aplastado por medios crueles y escalofriantes. Dentro de la larga lista de presuntos asesinatos que había ordenado estaba el de su propio hijo, el príncipe heredero. Cixí tenía un carácter diferente y prefería gobernar mediante consenso: ganarse a la oposición, en lugar de aniquilarla. Como consecuencia, decidió cumplir las condiciones de su retiro. Pero era evidente que admiraba a esa emperatriz, y le habría gustado hacer lo mismo, si el precio no hubiera sido tan alto. Sus sentimientos eran conocidos por Miao, su profesora de pintura, que en una ocasión le regaló un rollo que representaba a Wu Zetian dirigiendo los asuntos de Estado como legítima soberana. Que Cixí aceptara el regalo dice mucho sobre sus aspiraciones y sus frustraciones[411].