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Guangxu distanciado de Cixí (1875-1894)

Nacido el vigésimo octavo día del sexto mes lunar de 1871, el emperador Guangxu accedió al trono a los tres años, después de que el hijo de Cixí, el emperador Tongzhi, falleciera sin dejar heredero. Cixí lo adoptó y lo convirtió en el siguiente emperador, en parte para elevar a un miembro de su familia —era hijo de su hermana— y en parte para castigar al padre del niño, el príncipe Chun. No amaba verdaderamente al niño, al menos no como había amado a su difunto hijo. Arrancado de su hogar y transportado a la fría e impersonal Ciudad Prohibida en medio de una noche de invierno, el niño perdió a sus padres y a su nodriza, a la que no permitieron ir con él. En su lugar, pasaron a cuidar de él los eunucos. Cixí le dijo que la llamara «Querido papá» (qin-ba-ba), y, años después, cuando era mayor, la llamaba «Mi real padre» (huang-ba-ba). Cixí aspiraba a desempeñar un papel masculino. Como madre, era solícita, más que afectuosa. En cualquier caso, los niños no le gustaban de forma instintiva. En una ocasión, durante una fiesta de la corte para damas de la aristocracia, una niña rompió a llorar y no había forma de que parara. Cixí, furiosa, ordenó a la madre de la niña que se la llevara y le dijo, mientras la mujer se arrodillaba con los ojos llenos de lágrimas: «Te expulso del palacio para darte una lección, que debes enseñarle a tu hija. No le echo la culpa a ella; te la echo a ti, y me compadezco de ella; pero debe sufrir las consecuencias igual que tú»[319]. La familia no volvió a recibir ninguna invitación durante cierto tiempo.

La emperatriz Zhen fue una figura más maternal que Cixí para el emperador niño, pero falleció cuando este tenía nueve años, el 8 de abril de 1881, a la edad de 43 años. El niño no dejó de llorar delante de su féretro. Se ha dicho que Cixí la envenenó, pero nunca se ha presentado ninguna prueba. Lo más probable es que muriera de una hemorragia cerebral masiva, según la conclusión a la que han llegado los médicos que han estudiado su historial médico. Tenía antecedentes de sufrir unos ataques que debían de ser derrames, de tres de los cuales, al menos, dejó constancia el diario del gran tutor Weng. El primero ocurrió ya en 1863, cuando se desmayó de forma repentina y perdió el habla durante casi un mes. Tal vez su fama de «hablar despacio y con dificultad» durante las audiencias era una consecuencia de ello. La última vez, perdió el conocimiento y murió un par de días después[320].

Cixí lloró la muerte de la emperatriz Zhen y cumplió los rituales debidos a un familiar íntimo y superior, envolviéndose la cabeza en un pañuelo de seda blanca. Era más de lo que correspondía a la etiqueta de duelo por la emperatriz viuda, y le granjeó una «inmensa admiración» de los tradicionalistas como el gran tutor Weng. Aunque las normas dinásticas no requerían más que un periodo de luto de 27 días, Cixí lo prolongó a 100 días, durante los cuales se prohibieron todas las actividades gozosas, como las bodas. Más aún, decretó un periodo de 27 meses en el que se prohibía la música en la corte. Esa decisión, poco más de un año después de que terminara el periodo de cuatro años de prohibición tras la muerte de su hijo, y en medio de una enfermedad durante la que añoraba la música, fue un auténtico sacrificio. Tenía tales deseos de volver a escuchar música que, meses antes de que acabara el periodo de luto, ya empezó a planear representaciones y a seleccionar cantantes ajenos a la corte. Unos días después de que se levantara la prohibición, en el verano de 1883, asistió a diez horas seguidas de ópera, y después hubo representaciones continuas durante días, una de ellas de doce horas[321].

La muerte de la emperatriz Zhen privó al emperador Guangxu de una figura materna, y además dejó un vacío, porque no quedó ninguna persona conciliadora entre él y Cixí. Cuando el niño creció y empezó a distanciarse cada vez más de su «querido papá», no había nadie que volviera a unirlos. Nadie estaba en situación de hacerlo ni tenía la influencia suficiente. La emperatriz Zhen, que tenía un rango superior al de Cixí, era amiga suya desde la adolescencia y camarada en la puesta en marcha del golpe de Estado, por el que las dos se habían arriesgado a morir por mil cortes, y había sido la única persona ante quien Cixí se mostraba humilde. Cixí había respetado las opiniones de la emperatriz, con la que había trabajado durante dos décadas, y había dejado en sus manos los asuntos domésticos, incluso en un tema tan crucial como la elección de una esposa para su hijo. Sin la ayuda de la emperatriz Zhen, Cixí no consiguió detener el empeoramiento gradual de su relación con el emperador Guangxu, un deterioro que acabaría siendo desastroso para el imperio y para ellos.

En esta época, Cixí se comportaba como un «padre ausente» y, aparte de recibir el saludo diario ritual del niño, se limitaba a seguir su educación. Recurrió al gran tutor Weng, que había sido profesor de su difunto hijo, para que fuera el maestro principal. El hecho de que el conservador Weng y ella hubieran estado en desacuerdo sobre tantas cosas no le impidió nombrarle para el puesto. Weng era, en opinión de todos, el más honrado y aclamado de los eruditos, y se podía confiar en que inculcaría en el niño todas las cualidades que debía poseer un buen emperador. Cixí tenía un firme compromiso con la cultura china, a pesar de estar abierta a las ideas de Occidente. Se daba por descontado que un monarca chino debía educarse al estilo chino. No parece que se le ocurriera que había que educar de otra forma a ese emperador pero aunque lo hubiera pensado, los nobles, que tenían voz y voto en la forma de educar al monarca, no habrían aprobado ninguna otra cosa. Por consiguiente, el emperador Guangxu se preparó siguiendo el modelo de sus antepasados: ninguna parte de su educación le equipó para enfrentarse al mundo moderno.

El emperador niño comenzó sus lecciones cuando tenía cuatro años. Un soleado día de principios de primavera le llevaron al estudio a conocer a sus profesores. Sentado detrás de una mesa baja orientada al sur, extendió un papel de gran tamaño y pidió un pincel. Ya había aprendido a escribir un poco. El gran tutor Weng mojó un pincel en un tintero y se lo dio al niño, que procedió a escribir dos líneas, cada una de cuatro caracteres, con lo que su tutor dijo que era una caligrafía «extremadamente simétrica y agradable». Una línea decía «paz y estabilidad bajo el Cielo» y la otra «recto, magnánimo, honorable y sabio». Ambos eran ideales confucianos a los que debía aspirar un buen monarca. Después de este delicioso comienzo, el gran tutor Weng mostró al niño la palabra para «la moralidad del emperador», di-de, que el niño repitió cuatro veces. Luego Weng abrió un libro de ilustraciones, Lecciones para un Emperador, en el que estaban retratados los emperadores famosos por su bondad y por su maldad. Mientras le explicaba por qué eran buenos o malos, el dedo del niño, que seguía el del maestro, se detuvo sobre los retratos de los míticos emperadores Yao y Shun de las Tres Grandes Dinastías de la Antigüedad, a quienes se veneraba y se consideraba monarcas ejemplares. El niño pareció sentirse atraído por ellos. Después de observar sus imágenes, pidió al gran tutor Weng que volviera a escribir «la moralidad del emperador», y el anciano así lo hizo. El niño contempló la palabra un rato y luego terminó la primera lección[322].

Esa primera sesión, anotada en el diario del gran tutor Weng, ofrece una idea de cómo era la educación del emperador Guangxu y del tipo de alumno que iba a ser. Muy al contrario que su primo e inmediato predecesor, el emperador Tongzhi, que temía las lecciones, Guangxu parecía disfrutar con ellas. A los cinco años, para asombro de Cixí, estaba recitando en todo momento —«sentado, de pie, caminando o tumbado»[323]— unos clásicos que debían de resultarle incomprensibles. Esa dedicación quizá tenía algo que ver con el fuerte apego que había desarrollado por su maestro, Weng. El niño quería complacer al anciano. Cuando tenía seis años, Weng estuvo cierto tiempo de viaje, para ocuparse de las reparaciones en sus tumbas familiares. Durante su ausencia, el niño jugó como cualquier niño y no hizo los deberes que el maestro le había dejado. Weng le pidió que recitara unos textos clásicos, 20 veces cada uno, para aprendérselos de memoria, pero Guangxu no los leyó más que una vez. El día del regreso de Weng, el niño se arrojó en sus brazos y gritó: «¡Te he echado de menos mucho tiempo!»[324]. Luego se fue a su mesa y empezó a recitar los textos, 20 veces cada uno. Un eunuco que estaba presente comentó: «¡Hacía mucho que no oíamos ese sonido!».

Con una motivación tan poderosa para absorber conocimientos y una buena memoria, el emperador Guangxu pronto sobresalió. Los diarios del gran tutor Weng, que se habían llenado de exabruptos exasperados sobre su antiguo pupilo, estaban ahora salpicados de exclamaciones satisfechas como «bien», «muy bien», «extremadamente bien» y «¡magnífico!». A los nueve años, el emperador sabía decorar abanicos con una caligrafía que poseía «un toque verdaderamente artístico», decía el feliz tutor, famoso calígrafo él mismo. Apenas adolescente, el chico era capaz de escribir con rapidez poesía y ensayos «totalmente armoniosos», como si de su joven cabeza fluyeran «con alas» las ideas maduras[325].

Toda la vida del niño estaba dedicada a sus estudios, que incluían la lengua manchú además de algo de mongol, si bien la materia fundamental seguía consistiendo en los clásicos chinos. Desde los nueve años empezó a ejercitarse en leer informes y escribir instrucciones sobre ellos con tinta roja. Con tal fin, se hacían copias de algunos informes auténticos para que practicara. Como la lengua china no tenía signos de puntuación en aquellos tiempos, lo primero que tenía que hacer el niño era dividir los textos, a veces muy largos, en frases, a base de marcar cada pausa con un punto rojo. Las instrucciones que daba eran sensatas, aunque, por supuesto, se limitaban a las generalidades. A veces, Cixí se sentaba con él mientras practicaba, como un padre actual que observa cómo su hijo hace los deberes. Llegó un informe de un gobernador que pedía una muestra de caligrafía del emperador para tallarla en una placa y colocarla sobre la puerta de un tempo al Dios del Trueno. Al parecer, habían visto una aparición del dios, que los asustados lugareños interpretaron como el anuncio de que iba a haber tormentas que destruirían sus cosechas. Una muestra de respeto real al dios podría aplacar su ira. El emperador niño concedió la petición, en una respuesta que había aprendido, sin duda, de sus lecturas. Entonces Cixí le enseñó cómo podía decir algo más concreto y añadir la recomendación de que el funcionario no debía contar solo con la inscripción real para tener buenas cosechas, y que los dioses estarían más satisfechos si llevaba a cabo sus obligaciones de manera escrupulosa[326].

Otro informe, del marqués Zeng hijo, que sugería que se permitiera a los diplomáticos de bajo rango que estaban en el extranjero volver a casa de vacaciones y se les pagaran los costes extraordinarios, recibió el consentimiento del niño, entonces de diez años. Cixí añadió este principio: «Lo más importante es escoger a las personas adecuadas. Una vez que se cuenta con ellas, no hay que escatimarles los gastos»[327].

Así prepararon al emperador Guangxu, la emperatriz viuda y sus grandes tutores, para que fuera un gobernante prudente. A los 10 años empezó a ofrecer audiencias ocasionales. Cuando Cixí estaba enferma, él la sustituía y sabía hablar así a los funcionarios: «¿Cómo están las cosechas en Henan? ¿Sigue faltando la lluvia? En la capital también estamos padeciendo una sequía. ¡Cómo anhelamos la lluvia!». Eran las frases habituales que se esperaban de un emperador. Y el gran tutor Weng se sintió «muy recompensado y satisfecho».

En efecto, el emperador Guangxu creció hasta ser un monarca confuciano modélico. Del gran tutor aprendió a despreciar la «riqueza personal», cai, y declaró que prefería la «frugalidad», jian, ante lo que el anciano exclamó: «¡Qué gran fortuna para Todo Bajo el Cielo!». Sus ensayos y poemas, centenares de ellos bien guardados en sobres de seda amarilla en los archivos de la Ciudad Prohibida, expresaban sobre todo sus ideas acerca de cómo ser un emperador digno. «Cuidar del pueblo» (ai-min) era un tema constante. Cuando escribía a propósito de la luz de la luna sobre un lago del palacio, el emperador pensaba en remotos aldeanos muertos de hambre que compartían la misma luna, pero no en sus lujos. En verano, mientras se refrescaba en un quiosco abierto con frutas heladas, sus poemas hablaban de la piedad que sentía por los campesinos que trabajaban bajo el sol ardiente. Y en invierno, recogido junto a un brasero dorado de carbón en el palacio caliente mientras escuchaba el bramido del viento, se imaginaba cómo debía azotar ese mismo viento a «decenas de miles de familias en casas mal preparadas»[328].

Sus sentimientos y el lenguaje empleado para expresarlos se atenían a la perfección al precedente de un buen emperador confuciano, establecido a lo largo de siglos. Sin embargo, pese a la preocupación que manifestaba por sus súbditos, el emperador no tenía nada que decir sobre cómo mejorarles la vida con métodos modernos. En ningún lugar mencionaba las industrias, el comercio exterior o la diplomacia. La joven mente del monarca estaba anclada en el pasado.

Con su formación de purista confuciano, la diversión le parecía pecaminosa. Sus días de fiesta los pasaba sobre todo en el estudio, igual que sus cumpleaños. Cuando cumplió ocho años, la corte preparó representaciones de ópera durante varios días. Cada día, hacía una breve aparición y luego volvía a su refugio. Se retiraba porque era un alumno diligente, pero además Weng le había enseñado a aborrecer la ópera por sus temas melodramáticos y sus melodías armoniosas, que se consideraban «vulgares». Para satisfacción de su maestro, el niño decía que lo consideraba algo propio de sus ayudantes y que él prefería los «elegantes sonidos de las campanas y los tambores», la solemne (si bien monótona) música antigua pensada no para el placer, sino para la contemplación y las ceremonias, y aprobada por Confucio.

El niño rechazaba el juego y cualquier otra actividad física, incluido montar a caballo, que formaba parte de la educación de un emperador manchú. Para cumplir esa obligación, hizo que le instalaran un caballo de madera en el estudio y se sentaba sobre él durante las lecciones[329]. En cambio, sí le gustaba ejercitar las manos, y le encantaba desarmar y volver a armar relojes de mano y de pared. Se trataba de artículos importados de Europa que los eunucos compraban a un emprendedor danés que poseía una tienda en la capital[330].

Guangxu tenía una constitución débil, era tímido y nervioso, tartamudeaba y se asustaba con facilidad[331]. El ruido de los truenos lo aterrorizaba. Cuando había tormenta, una multitud de eunucos se reunía a su alrededor y se ponía a gritar con todas sus fuerzas para tapar el estruendo[332]. A diferencia de su «querido papá» y su primo, el emperador Tongzhi, Guangxu no parecía tener nada de vitalidad. No expresaba ningún deseo de viajar, ni siquiera de salir de la Ciudad Prohibida; estaba contento con su aislamiento del mundo exterior.

Dentro de la Ciudad Prohibida, el intenso esfuerzo de aprender los clásicos duró un decenio, el tiempo necesario para convertirse en erudito. Al acabarlo, los tutores del emperador anunciaron que había culminado sus estudios «con distinción». En el verano de 1886, al cumplir 15 años, se le consideró capacitado para gobernar China. Cixí se sintió obligada a emitir un edicto en el que pedía al astrólogo imperial que seleccionara una fecha propicia, a comienzos del año siguiente, para que el joven asumiera el poder.

La inminente marcha de Cixí sumió a los modernizadores en el pánico. Privados de su incansable iniciativa y su impulso, los proyectos de reformas que había comenzado ella tenían muchas probabilidades de perder fuerza. Durante días, el conde Li fue «incapaz de dormir ni comer bien» y estuvo «en un estado constante de turbación». Hasta que escribió al príncipe Chun para rogarle que pensara en una forma de lograr que Cixí se quedara. El príncipe era muy consciente de que su hijo no estaba a la altura de Cixí, así que organizó una campaña para pedir a Cixí que siguiera siendo «guardiana» del emperador unos cuantos años más. Presionó a su hijo para que se arrodillara ante la emperatriz viuda y le pidiera que no se fuera. Cixí fomentó la campaña e hizo que el Gran Consejo redactara peticiones en nombre de varios funcionarios. Una de ellas, que cantaba sus alabanzas, proclamaba que Cixí había «conducido el país a una nueva y gloriosa etapa sin precedentes en su larga historia», una valoración que el gran tutor Weng, que estaba deseoso de que su alumno ocupara el lugar que le correspondía, consideró «inapropiada». Como siempre, Cixí tuvo en cuenta cada ángulo y previó la preocupación de algunos firmantes de que, al pedirle que aplazara la entrega de poder, pudieran molestar al emperador, así que hizo público que el propio emperador le había rogado de rodillas que se quedara.

Al final, Cixí anunció que iba a «continuar sirviendo como guardiana durante unos cuantos años más»[333]. El conde Li se sintió exultante. El príncipe Chun escribió: «Mi corazón, que ha estado desbordado en los últimos días, ha vuelto a su sitio. Es una verdadera fortuna para todo el imperio». El conde Li comentó: «Qué absolutamente cierto»[334]. Al gran tutor Weng no le gustó la medida pero, veterano miembro de la corte, no emitió ninguna protesta. Cuando la emperatriz viuda le preguntó si su alumno estaba verdaderamente listo para asumir el poder, respondió que, como tutor del emperador, no podía presumir de que Su Majestad no tuviera aún margen para mejorar; y que, aunque no lo tuviera, «los intereses de la dinastía están por encima de todo»[335].

El emperador Guangxu se sintió decepcionado. Después de que le obligaran a la falsa «súplica», se encontró mal durante días, «no del todo bien, con un resfriado y dolor de cabeza», anotó Weng. El joven interrumpió las lecciones, y, cuando volvió a ver a su tutor, tenía un aspecto tan deprimido que el anciano, al ver lo difícil que era alegrarle, rompió a llorar. El joven, normalmente tranquilo, se emocionó. Su tutor lo animó a que fuera sincero con la emperatriz viuda. Pero no lo hizo. De todas las virtudes ensalzadas por Confucio, la devoción filial era la más importante(28). Era un concepto que se había grabado en la mente del joven, en parte mediante un ritual: todos los días, siempre que estaban en el mismo lugar, iba sin falta a ver a su «real padre» para darle los buenos días y las buenas noches. Tenía que recordarse a sí mismo constantemente «no ser insolente», pero en el fondo de su corazón fue acumulando resentimiento. Como ya no tenía la cabeza puesta en los estudios, su tutor, antes tan satisfecho, empezó ahora a lamentar la falta de concentración de su pupilo[336].

El emperador Guangxu era un hombre introvertido que daba vueltas a las cosas. Su salud se deterioró, y cada pocos días tomaba algún tipo de guiso medicinal. Más tarde escribiría que fue en esa época cuando empezó a «sentir frío permanente en los tobillos y las rodillas, y se enfriaba por la menor corriente» o si no estaba «bien abrigado por la noche». Su voz perdió fuerza hasta convertirse en un susurro, y los funcionarios no podían entenderle en sus ocasionales audiencias. Incluso su caligrafía mostraba signos de debilidad, con pinceladas temblorosas y caracteres reducidos hasta la mitad de su tamaño, como si no tuviera suficiente fuerza para sostener el pincel[337].

Cixí era muy consciente de la condición de su hijo adoptivo. Pidió al gran tutor Weng que le convenciera de volver a concentrarse en sus estudios y defendió su aplazamiento del traspaso de poder, entre lágrimas, como un «deber para con sus ancestros»[338]. Pero el único remedio para la enfermedad del emperador era que ella le cediera el poder, cosa que no estaba dispuesta a hacer.

El emperador Guangxu cumplió 16 años el verano de 1887. Era la edad a la que el difunto hijo de Cixí se había casado, unas nupcias cuyos preparativos habían comenzado cuando tenía 13 años. Cixí había retrasado el matrimonio de su hijo adoptivo porque era la señal que indicaba su mayoría de edad y, a partir de ese momento, a ella le resultaría difícil permanecer al mando. Pero la boda no se podía postergar de manera indefinida, y había que comenzar la selección de sus consortes en todo el país. El proceso se prolongó mucho tiempo, y en 1888, un día, el emperador tuvo un estallido de frustración. Se negó a ir a una clase que tenía prevista y, muy agitado, hizo añicos el cristal de una ventana. (Era bien sabido que el emperador tenía mal genio, y en una ocasión, según anotó su maestro Weng, «en un ataque de furia, dio una terrible paliza a tres eunucos del Departamento del Té, a uno de ellos hasta el borde de la muerte, todo por naderías»[339]). Ya no podía contener su ira hacia su «querido papá». Cixí se quedó atónita. Dos días después de su arrebato, la emperatriz anunció que la boda se celebraría a principios del año siguiente. Pronto hubo otro decreto en el que declaraba que se retiraría inmediatamente después de las nupcias, y su hijo adoptivo emitió otro con las disposiciones para su ceremonia de retirada, sin dar oportunidad a que interviniera nadie más. A los pocos días de estos anuncios, Cixí se trasladó de la Ciudad Prohibida al Palacio del Mar, que iba a ser su hogar a partir de entonces. La pintura de sus aposentos estaba todavía fresca, y tuvo que instalarse en otros provisionales[340].

Como emperatriz viuda, Cixí tenía derecho a participar en la decisión de quién iba a ser la esposa de su hijo adoptivo. Quería una emperatriz que la obedeciera por completo. Después del debido proceso de selección, dejó clara su preferencia: una hija de su hermano, el duque Guixiang(29). Siempre le había agradado la niña, y hacía ya varios años que la tenía «en la reserva» para ser emperatriz[341]. Longyu era tímida y bondadosa, y tenía unos modales impecables. Pero era muy fea, un defecto que no compensaba con ingenio. Y era tres años mayor que el emperador, es decir, 21 en el momento de la boda, muy por encima de lo que se consideraba la edad normal para una novia real. Incluso en una familia corriente se la habría considerado una solterona. Cuando el gran tutor Weng anotó la elección de consortes, omitió la edad de la nueva emperatriz y solo mencionó la de las dos concubinas, Perla, de 12 años, y Jade, de 14.

Al emperador Guangxu no le gustaba su emperatriz, y su padre, todavía menos. El duque Guixiang era una figura despreciada. Era fumador de opio, pese a que su hermana, la emperatriz viuda, detestaba la droga. Se le consideraba un incompetente sin remedio y nunca había ocupado ningún cargo serio. Como había despilfarrado gran parte de su fortuna, Cixí se sentía obligada a ayudarle a mantener a su familia, no dándole dinero a él, que probablemente habría acabado directamente en manos del vendedor de opio, sino haciéndole regalos de vez en cuando. Cuando los eunucos le llevaban un jarrón de porcelana o un joyero esmaltado en cloisonné de parte de la emperatriz viuda, esperaban obtener buenas propinas; para poder pagárselas, el duque tenía que empeñar alguna pertenencia. Los eunucos calculaban el momento de su llegada para dar a la familia la oportunidad de visitar la casa de empeños y, mientras tanto, merodeaban por la casa, saludaban a todos los miembros de la familia y, ante una taza de té, ofrecían infinitos cumplidos a la duquesa, que era incapaz de resistirse a los halagos. Después de cobrar sus propinas, los eunucos se burlaban de la duquesa y hacían comentarios lascivos sobre ella. Ni ella ni el duque eran suegros de los que un emperador pudiera sentirse orgulloso[342].

Este matrimonio arreglado fue una muestra de la asombrosa falta de sensibilidad de Cixí respecto a su hijo adoptivo. En el caso de su hijo fallecido, había dejado que fuera él quien escogiera a su novia a pesar de tener dudas sobre la elegida, una joven cuyo abuelo había muerto por orden de Cixí y que muy bien podía albergar odio hacia ella. Sin embargo, Cixí quería a su hijo lo suficiente como para no oponerse a su decisión. Esta vez, ella escogió a la emperatriz que debía casarse con su hijo adoptivo sin una pizca de consideración por sus sentimientos. El emperador Guangxu no protestó de forma explícita y cumplió el código de obediencia filial (aparte de que su «querido papá» era un personaje temible si lo desafiaban). Pero tenía sus propios instrumentos de venganza y le dio una sorpresa inmediatamente después de su toma oficial de posesión, el 4 de marzo de 1889.

Al día siguiente se celebraba su boda, para la que se habían gastado 5,5 millones de taeles[343]. La ocasión fue tan espléndida como era de prever, realzada por un tiempo soleado. La emperatriz Longyu, transportada en una silla de manos dorada, recorrió la línea central de la Ciudad Prohibida, la línea que solo un emperador —y la emperatriz solo con ocasión de su boda— podía pisar. A su alrededor estaba la inmensa explanada sin árboles que era la augusta sección delantera de la Ciudad Prohibida, bordeada de guardias pretorianos con sus uniformes rojos y banderas multicolores y de funcionarios con túnicas azules sobre un fondo de murallas rojas y tejados dorados. Su silla atravesó la Puerta de la Suprema Armonía, que había sufrido recientemente un incendio y entonces era una imitación provisional de papel y madera, aunque tenía un aspecto tan glorioso como la verdadera. Igual que la puerta, el matrimonio de la emperatriz Longyu iba a ser una farsa.

Al otro lado de la puerta se alzaba la sala más grandiosa de la Ciudad Prohibida, el Salón de la Suprema Armonía, Tai-he, el lugar en el que ocurrían los acontecimientos más importantes de la dinastía. El gran banquete en honor al padre de la novia, el duque Guixiang, estaba previsto para el día posterior al enlace. Pero esa mañana, según el gran tutor Weng, el emperador Guangxu se levantó, «se quejó de que se sentía mareado» y «vomitó agua». Los médicos reales no encontraron que le pasara nada, pero el emperador declaró que tenía que evitar las corrientes y se negó a acudir a la gran sala. El banquete tuvo que ser cancelado y todos los nobles reunidos tuvieron que irse. Nunca se había visto una cancelación así, y enseguida se desataron los rumores por toda la capital. El emperador quiso asegurarse de que el desprecio hacia la familia de su novia quedara claro y, para ello, mandó repartir la comida intacta entre las autoridades que figuraban en la lista de invitados y ordenó específicamente que no se llevara nada a casa de su suegro. Es fácil imaginar la furia de Cixí al enterarse de la espectacular humillación sufrida por su hermano. En su Palacio del Mar, anotó el gran tutor Weng, «las representaciones de ópera no se interrumpieron» al oír la noticia de que el emperador estaba mal[344].

A partir de entonces, el emperador Guangxu trató a su mujer, la emperatriz Longyu, con frialdad en el mejor de los casos. Delante de toda la corte, la ignoraba como si no existiera. Ella intentaba complacerle, lo cual solo servía para irritarle más. Era bien sabido que, cuando ella «llegaba a su presencia, él, con frecuencia, le arrojaba sus zapatos»[345]. El deseo de Cixí de supervisar a su hijo adoptivo fue contraproducente y tensó aún más su relación con él. Ahora que estaba obligada a retirarse, lo que menos quería hacer el emperador era consultarle ninguna cosa, y mucho menos asuntos de Estado.

El emperador prefería a la concubina imperial Perla, una joven alegre que, advirtieron los eunucos, no se presentó ante él como mujer. No llevaba maquillaje y sí un peinado masculino (con una cola de caballo que le caía por la espalda), sombrero masculino, chaleco de montar a caballo y botas planas de raso negro[346]. Según explicó después a sus médicos, entre los que figuraba un galeno francés, el doctor Dethève, el emperador Guangxu sufría eyaculaciones precoces por la noche, desde su primera adolescencia. Se sentía excitado por el sonido de instrumentos de percusión en sus sueños, que le producían sentimientos sensuales y emisiones nocturnas. Sin embargo, escribió el doctor Dethève en su informe, en otras ocasiones no se producían las eyaculaciones y «no hay posibilidad de erección»[347]. Lo que esto sugiere es que el emperador Guangxu era incapaz de mantener relaciones sexuales convencionales. La gente en China se lo imaginaba, y lo llamaba «castración celestial». Perla, vestida de hombre, dejó claro que no le presionaba para tener relaciones sexuales y que podía relajarse con ella. El emperador se aficionó a tocar instrumentos musicales como el gong, el tambor y el cimbal —todos los que le producían excitación sexual— y llegó a ser un percusionista bastante bueno.

A pesar de sus problemas físicos, el emperador llevaba a cabo sus obligaciones reales de forma concienzuda y al mismo tiempo continuaba su estudio de los clásicos chinos y la lengua manchú. Vivía de forma casi exclusiva en la Ciudad Prohibida, con excursiones ocasionales al vecino Palacio del Mar y a varios templos para rezar en busca de buenas cosechas, o a los mausoleos reales para pedir la bendición de sus antepasados. Seguía teniendo una estrecha relación con el gran tutor Weng, la figura paterna con la que había pasado todos sus años formativos y al que seguía viendo casi a diario. Había otro maestro, un hombre de mentalidad avanzada llamado Sun Jianai, que le exhortaba a pensar en las reformas. Pero el joven no estaba interesado, ni tenía buena relación con este tutor. Weng era el único que estaba en situación de poder influir en la política del reinado del emperador Guangxu.

Weng seguía despreciando a Occidente, aunque ya no sentía odio y había empezado a aceptar algunas costumbres occidentales. Por las descripciones de quienes habían viajado al extranjero y su propia experiencia de pasar por Shanghái, reconocía las ventajas de industrias como «la siderurgia, los astilleros y las fábricas de armamento»[348]. En 1887 se hizo su primera fotografía. Incluso tuvo cosas positivas que decir sobre una iglesia católica que visitó. El orfanato de la iglesia, advirtió, tenía secciones separadas para niños y niñas, se encontraba en «terreno elevado y sin humedades» y estaba «limpio y ordenado». La escuela parroquial tenía cuatro aulas, en las que los niños leían en voz alta de forma muy agradable. Sus anfitriones eran «de lo más educados» y los criados «rechazaron las propinas»[349]. En conjunto, el gran tutor se quedó impresionado. Aun así, en Shanghái, sentía una «fuerte aversión» hacia los edificios occidentales y prefería quedarse en casa que salir. Siguió oponiéndose a la construcción de vías férreas. Cuando estalló el incendio en la Ciudad Prohibida, justo antes de la boda del emperador, pensó que era un aviso del Cielo contra la existencia de luces eléctricas, barcos de motor y el trenecito en los palacios[350].

Cixí conocía sus opiniones y la influencia que tenía sobre su hijo adoptivo. Pero no podía hacer gran cosa para remediarlo, sobre todo con la antipatía que el joven emperador sentía hacia ella y su apego emocional al anciano. Antes del traspaso de poder tuvo una reunión con los dos y les extrajo la promesa de que no iban a cambiar el rumbo que ella había trazado[351]. Sin embargo, no pudo detenerlos cuando, poco tiempo después, paralizaron el gran ferrocarril norte-sur que ella había decretado[352] y dejaron que se esfumara la reforma monetaria[353]. Cuando la delegación de funcionarios que había enviado a recorrer el mundo regresó al país, tanto ellos como los conocimientos que habían adquirido quedaron ignorados. Ansiosa por conseguir que su hijo adoptivo valorara Occidente, Cixí le «ordenó», según el gran tutor Weng, que aprendiera inglés[354]. Como progenitora, tenía derecho a opinar sobre su educación, aunque él era ya adulto y había tomado posesión como emperador. Las lecciones de inglés comenzaron, para consternación del gran tutor. «¿Para qué sirve esto?», preguntó. En su diario se lamentaba: «Ahora hay sobre la mesa imperial libros de lengua extranjera. ¡Qué tristeza me provoca!»[355]. Guangxu persistió en el estudio, en parte por el empeño de Cixí y en parte porque la lengua le parecía interesante. Pero ese interés era solo académico y no se tradujo en ningún esfuerzo de modernización.

El emperador Guangxu no hizo nada para llevar adelante las reformas de Cixí y dejó que expirasen. Volvió a la forma tradicional de dirigir el imperio: una mera administración burocrática, que incluía escribir breves comentarios con tinta roja en los despachos diarios: «Informe recibido». «Hágase como proponéis». «Al despacho correspondiente». Sus audiencias eran breves y rutinarias. Todos sabían que el emperador «tiene una vacilación en el habla […], habla despacio y con dificultad»[356]. En efecto, su voz era apenas audible y tartamudeaba. Para ahorrarle el claro sufrimiento de tener que hablar, los funcionarios se aconsejaban entre sí iniciar un monólogo después de la primera pregunta del emperador y llenar así los diez minutos mínimos de rigor. El emperador seguía angustiado por «la difícil vida del pueblo». Una vez, cuando una inundación hizo que el agua rompiera un dique, entrara en Pekín y golpeara las murallas de la Ciudad Prohibida, el acongojado emperador se preocupó por toda la gente que vivía en la zona inundada. Pero lo único que hizo fue ordenar la tradicional apertura de los centros de arroz y elevar oraciones al Cielo. No parece que se le ocurriera pensar que la modernización podía ofrecer soluciones. Las importaciones de alimentos siguieron, igual que el comercio exterior, pero el país cayó en «un periodo de hibernación», notaron los occidentales, «en el que los únicos activos eran los comerciantes extranjeros»[357].

No hubo peticiones que lamentaran este letargo. Los que siempre vigilaban el trono estaban dispuestos a protestar por cualquier desviación de los precedentes, cualquier extravagancia o falta de decoro imperial y cualquier otra ofensa contra los preceptos del confucianismo, pero no contra la falta de acción. Los debates sobre políticas que tanto habían animado la corte de Cixí brillaban por su ausencia, y la clase dirigente regresó a su vieja rutina. El príncipe Gong no tenía ningún cargo pero, aunque lo hubiera tenido, no era una persona capaz de establecer las prioridades ni impulsar los cambios. El príncipe Chun necesitaba un líder que le guiara, no serlo él. Y, de todas, formas, estaba enfermo y murió el primer día de 1891. El conde Li, al que muchos occidentales consideraban «el mayor modernizador de China y un gran hombre de Estado», también se sentía impotente sin Cixí. Aunque conservaba sus funciones, tenía las manos atadas: su archienemigo y adversario político, el gran tutor Weng, era ahora el hombre de confianza del emperador.

El emperador Guangxu no concedió ninguna audiencia al cuerpo diplomático para recibir sus credenciales hasta dos años después de asumir el poder. Cuando los recibió, la ocasión —su primer contacto con occidentales— se desarrolló sin contratiempos. Había quedado establecido en 1873, por influencia de Cixí, que los enviados occidentales no estaban obligados a postrarse. De acuerdo con el precedente, los diplomáticos inclinaron la cabeza y el emperador Guangxu hizo una señal de reconocimiento. El príncipe Ching, que había sucedido al príncipe Gong al frente del Ministerio de Exteriores, recogió de los enviados sus cartas de felicitación y las colocó sobre el altar del dragón amarillo, para luego ponerse de rodillas y recitar una especie de informe oficial. Después se levantó y leyó en voz alta la respuesta real a los embajadores. El procedimiento se repitió cada vez que un diplomático presentaba sus cartas credenciales. «La audiencia se desarrolló con éxito», escribió Robert Hart[358]. A los delegados les habría sorprendido ver lo que anotó en su diario el gran tutor Weng. En presencia de Su Majestad, Weng utilizó un lenguaje que no se había utilizado en la corte de Cixí desde hacía muchos años para escribir: «Los bárbaros extranjeros estaban asustados y temblando, así que se rindieron al rito de obediencia debido»[359].

Los occidentales esperaban grandes cosas del joven emperador cuando llegó al poder. «Ferrocarriles, luz eléctrica, ciencias físicas, una nueva Armada, un ejército importante, un sistema bancario global, una moneda, todo ello hoy incipiente, pronto florecerá […] El reinado del joven emperador será el periodo más memorable de la historia de China»[360]. Muchos tenían ese sueño; pero a las semillas plantadas y cultivadas con tanta devoción por Cixí no se las dejó crecer, ni mucho menos florecer.

El emperador Guangxu ejerció un gobierno pausado y fue un administrador consciente y aficionado a la erudición, mientras el gran tutor Weng se permitía el tranquilo lujo de dedicarse a juzgar poesía y caligrafía. Ambos estaban beneficiándose de la paz y la estabilidad que Cixí había creado. Hasta que, en 1894, se vieron sumergidos de golpe en un torbellino que iba a cambiar todo, para ellos y para el imperio, cuando Japón, aprovechándose de la ausencia de Cixí, se lanzó al ataque.