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Defensora del imperio (1875-1889)

Desde que le arrebataron a su hijo para nombrarle emperador en 1875, el carácter del príncipe Chun había cambiado. Por primera vez, había empezado a temer a su cuñada. La desolación de perder a su único hijo le hizo ver un lado de la emperatriz viuda que antes no había conocido: que poseía un aguijón mortal, aunque rara vez lo usara. Cuando el príncipe fue partidario de ejecutar al Pequeño An en 1869 y cuando, en contra de las órdenes de Cixí, encabezó los disturbios contra los misioneros en Tianjín, en 1870, no había temido las represalias. Ahora se dio cuenta de que ella no había olvidado ni perdonado todo lo que él había hecho: cinco años después, había obtenido su venganza. La sorpresa le desconcertó. En una carta enviada a Cixí después de que se llevaran a su hijo, contaba que había «perdido el conocimiento» al oír el anuncio y había vuelto a casa «lleno de temblores en la carne y en el corazón, como en un trance, o como si estuviera borracho». Se derrumbó y se acostó «en estado vegetativo». Desaparecida su antigua arrogancia, pidió perdón por sus errores pasados (sin detallarlos), se humilló y le rogó compasión. «Tú has sabido ver cómo era yo en realidad —escribió—. Te ruego que me concedas un favor que no merezco»: que le perdonase la vida, «la vida de un idiota estúpido e inútil»[276].

Entonces se dio cuenta de que Cixí no le había destruido cuando habría podido hacerlo, sino que le trataba con amabilidad, y se sintió inundado de gratitud. El miedo se convirtió en respeto. Pasaba gran parte de su tiempo meditando y adoptó un lema: «Retrocede y piensa cómo compensar los errores pasados» (tui-si-bu-guo), que mandó tallar en una placa sobre la puerta de su estudio. Su mansión estaba llena de recordatorios de ese sentimiento, desde la caligrafía en los rollos que había en sus paredes hasta la inscripción grabada en un pisapapeles de marfil sobre su mesa. Comprendió que su anterior hostilidad a la estrategia de Cixí respecto a Occidente estaba «llena de prejuicios», y se convirtió en uno de sus más fervientes defensores[277].

La metamorfosis del príncipe se debió también a otras causas, tal vez más importantes. Le impresionó lo que había hecho Cixí por el imperio, cosas como la reconquista de Xinjiang, un inmenso territorio en Asia Central, del tamaño de Gran Bretaña, Francia, Alemania e Italia juntas. El historiador de aquella misma época H. B. Morse destacó a comienzos del siglo XX: «Esta posesión ha estado en manos de China más de dos mil años; con firmeza cuando la administración central era fuerte, sin ella cuando el poder central era relajado, y abandonada en épocas de confusión […] Se ha escindido con frecuencia, pero siempre ha acabado sometida de nuevo a la autoridad de China»[278]. La fractura más reciente se había producido a principios de la década de 1860, después de la rebelión de Taiping. Gran parte de las tierras separatistas las controlaba un líder musulmán, Yakub Beg, calificado de «mercenario» por Charles Denby[279], que después sería representante de Estados Unidos en China. Cixí estaba empeñada en que Pekín volviera a controlar Xinjiang. Fue una decisión tomada en contra de la opinión del conde Li, que proponía dejar marchar la región y permitir que se convirtiera en uno de los Estados vasallos del imperio, «como Vietnam y Corea».

Los Estados vasallos eran pequeños países independientes alrededor de China que administraban sus propios asuntos pero reconocían el mando supremo del emperador chino, lo cual significaba que le llevaban periódicamente tributos y que pedían la aprobación de China para cada nuevo gobernante. Aparte de Vietnam y Corea, los demás Estados vasallos eran Nepal, Birmania, Laos y las Islas Liuqiu (Ryukyu). El conde Li aconsejó que Xinjiang entrara a formar parte de sus filas. Para Li, la región no era más que «varios miles de li de tierra estéril», «no merecía la pena» recuperarla e, incluso aunque se conquistara, «no podía retenerse mucho tiempo, porque todos sus vecinos la codiciaban: Rusia en el norte, Turquía, Persia y otros países musulmanes en el oeste, y la India británica en el sur». Para reconquistar Xinjiang, dijo, sería necesaria una larga marcha del ejército por el desierto y una guerra prolongada que estaba «por encima de las posibilidades» del imperio[280]. Esa había sido la opinión del marqués Zeng[281], notable estratega, y ahora era también la del propio príncipe Chun[282].

Pero Cixí se negaba a renunciar a Xinjiang y, en cuanto regresó al poder en 1875, envió al general Zuo Zongtang a recobrarla. Para ella, la expedición era cuestión de urgencia: Rusia llevaba cuatro años ocupando una zona muy importante de la región, Ili, y si China no actuaba ya, el control ruso sería un hecho consumado.

Para financiar la aventura, Cixí sacó dinero a las provincias y autorizó al general Zuo a pedir prestados cinco millones de taeles a bancos extranjeros. Mientas seguía el recorrido de Zuo a través de sus detallados informes, se esforzaba por satisfacer sus peticiones constantes, sobre todo de dinero. Al emprender la expedición al desierto, el general Zuo, un guerrero curtido de sesenta y pico años, ordenó que llevaran siempre en la caravana un ataúd, señal de que estaba decidido a luchar todo el tiempo que fuera necesario. Su campaña fue victoriosa y de una terrible brutalidad. A principios de 1878 había reconquistado la mayor parte de Xinjiang. No conocía la compasión y las matanzas eran habituales. De acuerdo con los códigos penales de los Qing, tras capturar a los hijos y nietos de Yakub Beg (que había muerto), los castraron y los entregaron como esclavos. Los occidentales estaban horrorizados; pero hasta los más moderados de los diplomáticos chinos aseguraron que era el castigo apropiado y criticaron a los occidentales por «meterse en los asuntos de otros»[283].

Cixí respaldaba a Zuo y apoyaba sus métodos. Después de asegurarse de que Pekín volvía a tener el control de Xinjiang, hizo caso a Zuo y poco a poco convirtió la región en una provincia, en vez de concederle la autonomía. Estacionó allí unas tropas que empezaron a cultivar tierras vírgenes cuando no estaban reprimiendo rebeliones[284].

Cixí envió a Chonghou a San Petersburgo para negociar la devolución de Ili. Chonghou, un hombre afable, era el funcionario que había intentado proteger a los occidentales durante la matanza de Tianjín, en 1870. No era un negociador duro, y, después de meses de negociaciones, firmó un acuerdo que obligaba a China a ceder una gran parte de Xinjiang a Rusia a cambio de Ili. En Pekín el acuerdo causó indignación, y un consejo de nobles condenó a Chonghou a una pena de «cárcel en espera de ejecución», con el permiso de Cixí. Los delegados occidentales expresaron su fuerte desacuerdo: era indigno de «la nueva diplomacia de China», dijeron, que un diplomático fuera «condenado a muerte por decapitación […] acusado, no de traición, sino de fracaso». La propia reina Victoria hizo un llamamiento personal pidiendo clemencia «a la gran emperatriz viuda de China». Cixí tomó nota y puso en libertad a Chonghou[285].

Pero se negó a reconocer el tratado. Rusia amenazó con la guerra y trasladó 90.000 soldados al territorio en disputa. Gordon El Chino, el inglés que había ayudado a derrotar a los rebeldes de Taipei, dio su consejo: «Si quieres la guerra, prende fuego a las afueras de Pekín, saca los archivos y al emperador de la capital […] y lucha […] durante cinco años […] Si quieres la paz, renuncia a Ili in toto»[286]. A Cixí no la agradaba ninguno de los dos extremos. La guerra era impensable, porque China no podía permitírsela, mientras que Rusia quizá la agradeciera, para hacerse con más tierras. Sin embargo, la paz no podía costar la pérdida de territorios, ni Ili ni la zona que había cedido Chonghou. Cixí hizo pensar que China estaba «lista para la guerra, tan lista como su rival»[287], pero envió a un nuevo representante, el marqués Zeng hijo, a Rusia para renegociar. Le dio instrucciones detalladas, y la más importante era la conclusión de que, si no lograba recuperar todo el territorio en disputa, debía conformarse con el statu quo que había antes de Chonghou y dejar Ili en manos rusas por ahora, aunque sin dejar de reivindicarla para China. El marqués acudió a las conversaciones acompañado de una copia del tratado de Chonghou llena de marcas que indicaban qué puntos eran absolutamente inaceptables y cuáles eran negociables. Se mantuvo todo el tiempo en contacto con Cixí por telegrama.

Tener una estrategia clara y precisa, así como preparativos detallados, dio resultado. China recuperó la mayor parte del territorio que había cedido Chonghou y además Ili[288]. El nuevo tratado, un compromiso(25), fue recibido por los observadores occidentales como un «triunfo de la diplomacia»[289]. Lord Dufferin, entonces embajador británico en San Petersburgo, comentó: «China ha obligado a Rusia a hacer lo que no ha hecho nunca, devolver un territorio que había absorbido»[290]. El marqués Zeng hijo recibió numerosos elogios por la primera victoria de su país en la diplomacia moderna, pero el papel crucial fue el desempeñado por Cixí.

En los peores momentos de la crisis, ante la perspectiva de librar una guerra y perder territorio, Cixí sufrió una intensa crisis nerviosa. Pasó días sin poder dormir, se sentía sin energías y tosía sangre. De acuerdo con la tradición, en julio de 1880 la corte envió a los jefes provinciales la petición de que recomendaran médicos para ayudar a los médicos reales y los escoltaran «hasta Pekín, en barco de vapor para que lleguen pronto». Un tal doctor Xue, de la provincia de Zhejiang, describió así su primera sesión con Cixí. Comenzó postrándose ante ella, como era obligatorio, y ella le dijo que se levantara y se acercara a su lecho. Estaba sentada con las piernas cruzadas en el interior de las cortinas de seda amarilla que rodeaban la cama. Tenía un antebrazo fuera, apoyado en un almohadón sobre una mesita auxiliar. Estaba cubierto por un pañuelo, de forma que no se veía más que el punto en el que el médico podía sentir el pulso, un dato fundamental para hacer el diagnóstico. De rodillas, el doctor Xue le presionó la muñeca con los dedos. Su diagnóstico fue «exceso de angustia y ansiedad» e informó a la emperatriz viuda de que no tardaría en curarse, siempre que tuviera cuidado de no devanarse los sesos. Cixí replicó: «Ya lo sé, pero es imposible». Al final se recuperó, en gran parte gracias a los optimistas informes del marqués Zeng[291].

Durante la disputa, se contó con la participación del príncipe Chun. Después de obtener su dimisión de todos los cargos que ocupaba, Cixí se preocupó mucho de incluirle en el proceso de toma de decisiones, y a quienes presentaron objeciones les dijo que el príncipe había «pedido que se le apartara y había golpeado el suelo con la cabeza repetidas veces»[292], pero que ella había insistido en su intervención. Cixí quería ganarse al príncipe a base de dejarle ver cómo abordaba los asuntos de Estado. El príncipe vio que la prioridad de Cixí eran los intereses del imperio y que los defendía con vigor y habilidad. Le sorprendió su implacable actitud al lanzar la campaña de Xinjiang y enfrentarse a Rusia, así como su capacidad de llegar a un acuerdo y entablar negociaciones directas. En cambio, él, que había alardeado de «vengarse» de los extranjeros, no tenía ni idea de qué hacer ante una amenaza exterior real. Todo ello le convenció de que estaba trabajando para una señora que era muy beneficiosa para el imperio, y se ofreció como su más humilde servidor.

Tal vez lo que más impresionó al príncipe Chun y le convirtió de forma definitiva en «esclavo» de Cixí fue ver cómo manejó la guerra con Francia entre 1884 y 1885. Francia había iniciado en 1859 una campaña militar para colonizar Vietnam, vecino y estado vasallo de China. Cuando Francia se anexionó el sur y empezó a avanzar hacia el norte, el Gobierno Qing no hizo nada, entre otras cosas porque los vietnamitas no pidieron ayuda (cosa que un estado vasallo tenía derecho a hacer). Cixí solo enviaba tropas para apresar a bandoleros chinos que actuaban allí, porque así se lo habían solicitado los habitantes del país. En cuanto los detenían, retiraban las tropas.

A estas alturas, parecía que Cixí había elaborado una política muy meditada sobre los límites del imperio. Estaba decidida a preservar el territorio que consideraba suyo, pero estaba dispuesta a ceder los estados vasallos si se veía obligada a ello. Mujer pragmática, sabía que ahora las potencias europeas eran más fuertes y que su imperio no estaba en situación de conservar esos estados. De modo que, aunque envió un gran ejército para recuperar Xinjiang e hizo todos los esfuerzos necesarios para retener Taiwán, cuando Japón se apoderó de un estado vasallo, las Islas Liuqiu (Ryukyu), a finales de la década de 1870, se limitó a emitir una protesta verbal. Asimismo, sus medidas a propósito de Vietnam se limitaron a asegurar la frontera, sin esforzarse en conservar el país[293]. En agosto de 1883, Vietnam se convirtió por la fuerza en protectorado de Francia. El primer ministro francés, Jules Ferry, aspiraba a adquirir un imperio colonial y emprendió aventuras imperiales en países tan distintos como Túnez, Congo, Níger y Madagascar, además de Indochina. Y ahora las fuerzas francesas avanzaban a paso firme hacia la frontera entre Vietnam y China.

Cixí empezó a prepararse para la guerra. Los astrólogos de la corte y otros aficionados vieron signos de que se avecinaban grandes batallas, como el de las llamas anómalas que incendiaron el cielo durante días y el ángulo de un cometa. Cixí creía en la astrología. Para ella, los cometas eran avisos del Cielo. En el pasado, cuando aparecían cometas, ella reflexionaba sobre lo que podía haber hecho mal y emitía edictos en los que pedía comentarios sobre si había habido funcionarios incompetentes o si la pobreza de la población había caído en el olvido. Ahora estaba llena de aprensión. Tenía un fuerte resfriado que le duró meses y tosía sin cesar durante las audiencias. Cuando los funcionarios intentaban consolarla, decía: «No puedo sino preocuparme al ver esos signos celestiales»[294].

Con los franceses al lado de la frontera, Cixí envió tropas a Tonkín, la región más septentrional de Vietnam, vecina de las provincias chinas de Guangxi y Yunnan. Esta última era especialmente rica en recursos minerales que los franceses deseaban. El propósito de Cixí era conservar parte de Tonkín para tener una zona parachoques, si era posible, y si no, nada más que defender la frontera. Entre diciembre y abril del año siguiente, 1884, las tropas chinas combatieron contra las francesas en la zona y sufrieron repetidas derrotas. Parecía que los franceses iban a acabar entrando en la propia China.

El príncipe Gong, jefe del Gran Consejo, era conciliador por naturaleza. Era fatalista sobre la posibilidad de vencer en una guerra a una potencia occidental y no intervino activamente para ayudar a Cixí. Según el diario del gran tutor Weng, el príncipe hablaba «con vaguedad y sin ofrecer ideas». «Habló largo y tendido con la emperatriz viuda durante un periodo extraordinariamente amplio de tiempo, pero sin decir nada». A veces, se mostraba apático; en otras ocasiones, no aparecía por su despacho. El hecho de que hubiera tenido mala salud no ayudaba. El príncipe Gong había sufrido varias enfermedades graves en los años anteriores, a veces con expulsión de sangre, y en esas ocasiones Cixí le concedía permisos prolongados. Su energía había disminuido y se le había nublado el juicio. Sin embargo, no presentó la dimisión, y a Cixí le resultaba difícil despedirle por su estatus y porque colaboraba con ella desde el principio. Pero llevaba un tiempo furiosa[295].

La gota que colmó el vaso llegó el 30 de marzo de 1884, cuando, en medio de una serie de devastadoras derrotas ante los franceses, el príncipe insistió en hablar con Cixí de la celebración de su quincuagésimo cumpleaños(26), que iba a ser en otoño, y en concreto sobre cómo quería que se organizara la presentación de regalos. Postrado ante ella, el príncipe habló hora y media. Cixí, furiosa, le abroncó: «¡Con la situación que hay en la frontera, te pones a hablar de regalos de cumpleaños! No debería estar en el orden del día en estos momentos; ¿por qué me molestas con este asunto?». Pero el príncipe siguió, impertérrito, y permaneció arrodillado tanto tiempo que le costó ponerse de pie al acabar. El gran tutor Weng, que presenció la escena, la anotó en su diario mostrando abiertamente su desprecio por el príncipe. Al día siguiente, Gong volvió a reanudar su cháchara y a «pedir a la emperatriz viuda que tuviera la amabilidad de aceptar regalos de cumpleaños». Cixí «le reprendió con palabras que mostraban su desolación», pero no pareció que su reprimenda dejara huella. El gran tutor pensó que tenía que «sobrepasar mis obligaciones» y decirle al príncipe lo que pensaba. Le dijo que hiciera caso a la emperatriz y «no insistiera más en trivialidades». En su diario, el gran tutor escribió en tono de burla: «¡Qué inteligencia tan inferior tiene el alto noble!»[296].

Cixí se decidió a despedir al príncipe Gong. No era tarea fácil. Llevaba ya un cuarto de siglo atrincherado en su puesto a la cabeza del Gran Consejo y era la persona más poderosa del imperio después de ella. Cixí tenía que tomar todas las precauciones. Con un pretexto adecuado, envió al príncipe fuera de Pekín durante unos días y, mientras estaba de viaje, llamó al príncipe Chun y tomó las disposiciones necesarias, casi como si estuviera preparando un golpe de Estado. En cuanto volvió el príncipe, el 8 de abril, Cixí le presentó el decreto en tinta roja que anunciaba su despido y el de todo el Gran Consejo. Con este ataque por sorpresa, la emperatriz viuda cortaba con quien había sido su socio político durante más de dos décadas, el hombre que había estado de su parte casi a diario, que había compartido con ella los retos de las reformas. Quizá debido a la forma de deshacerse de él —más propia de un enemigo que de un íntimo amigo que no le había mostrado más que devoción y camaradería durante tanto tiempo—, Cixí se sintió incómoda y no volvió a verlo durante diez años. El príncipe Gong intentó tranquilizarla diciendo que no le guardaba rencor y que comprendía muy bien por qué había tenido que ser precavida. Pidió verla, aunque solo fuera como uno de tantos que la felicitaba en sus cumpleaños, pero ella se negó siempre[297].

Cixí nombró un nuevo Gran Consejo y colocó al frente al príncipe Chun. Al ser el padre biológico del emperador, no podía ser su jefe oficial, así que se ocupaba de todo desde su casa. Este traspaso de poder de un hermano a otro no causó ninguna fricción entre los dos príncipes. Al contrario, los dos, que se habían enfrentado en ocasiones por sus distintas actitudes respecto a Occidente, estrecharon mucho más sus lazos. El príncipe Chun, que había cambiado por completo, visitaba con frecuencia a su hermano caído en desgracia. Tenían algo en común: ambos adoraban a su cuñada. Se escribían poemas el uno al otro, y en los del príncipe Gong un tema recurrente era que le resultaba «difícil echar la vista atrás, a todos los años pasados»[298]. El príncipe estaba expresando su nostalgia por los tiempos en los que colaboraba con Cixí; y confiaba en transmitirle, a través del príncipe Chun, que atesoraba los recuerdos y siempre le sería leal.

El príncipe Chun tenía tan poca idea como su hermano sobre cómo resolver la crisis con Francia, pero ejecutó las órdenes de Cixí con eficacia y sin rechistar. Los occidentales creían que era un halcón inflexible, a diferencia del príncipe Gong. Interpretaron la sustitución de uno por otro como una señal del empeño de Cixí en recorrer el sendero de la guerra. En efecto, estaba decidida a librar «una larga guerra contra el enemigo» (yu-di jiu-chi)[299] hasta que los franceses, lejos de su hogar, estuvieran agotados y deseosos de terminar el conflicto.

Su verdadero objetivo era la paz, y para ello estaba dispuesta a renunciar a Vietnam si era necesario, siempre que su pérdida garantizara el compromiso de Francia de respetar la frontera con China. Nombró negociador jefe al conde Li. El conde se había convertido en su mejor diplomático y principal consejero. Muy superior al príncipe Gong, trabajaba con ella en perfecta armonía. Pensaban a menudo lo mismo, tenían una relación de comprensión tácita. En aquella época, el conde Li estaba «de luto» oficial por el fallecimiento de su madre, lo cual le exigía no trabajar durante 27 meses. Pero Cixí le dijo que acortara el periodo y citó a antiguos sabios que habían eximido específicamente a quienes tenían deberes militares que cumplir. Durante las negociaciones, circularon sin cesar telegramas entre ellos. Sabían que Francia estaba muy involucrada en la lucha por África y no tenía deseos de enzarzarse en una guerra prolongada con China. La paz era posible, y el conde fue capaz de cerrar un trato en Tianjín con el comandante Fournier, a quien ya consideraba un amigo. El acuerdo Li-Fournier encarnó las condiciones mínimas que estaba dispuesta a aceptar Cixí: Francia prometía no cruzar nunca las fronteras meridionales de China y garantizaba que se lo impediría a cualquiera que lo intentase; a cambio, China aceptaba que Francia se hiciera con el control de Vietnam. Fournier había informado al conde de que el Ministerio de Exteriores francés había exigido una indemnización de guerra con la explicación de que la opinión pública de su país la pedía. Cixí respondió al conde Li que la demanda era «totalmente injusta, totalmente inaceptable y claramente contra los convenios internacionales»[300]. El conde rechazó la exigencia y Fournier no insistió. Cuando enviaron a Cixí el borrador del acuerdo, ella respondió con este telegrama, el 9 de mayo de 1884: «Lo he leído con atención. Ningún punto daña los intereses fundamentales de nuestro país. Refrendado»[301]. El acuerdo se firmó el día 11.

Cixí empezó a retirar tropas de Vietnam, con cautela, porque se enteró de que en París había insatisfacción por no haber obtenido ningún dinero y de que estaban en camino barcos de guerra[302]. El 12 de julio, Francia presento un ultimátum en el que exigía una gigantesca indemnización de 250 millones de francos y aseguró que China había roto el acuerdo al iniciar un enfrentamiento armado, cosa que, en realidad, fue un accidente, y que los observadores occidentales consideraron «un malentendido de buena fe»[303]. Cixí se enfureció. A varios testigos presenciales les chocó su extraordinaria severidad durante la audiencia, cuando espetó su prohibición de que nadie hablara a favor de negociar la indemnización. Casi todos los implicados en el conflicto, incluido el conde Li, estaban resignados a ceder en cierta medida a la extorsión francesa, con el fin de evitar una guerra. Pero Cixí se mantuvo firme: ni un céntimo para los franceses[304]. Cuando sus diplomáticos decidieron hacer su propia oferta, con una suma muy inferior, ella los reprendió con dureza. Ante la perspectiva de la guerra, al principio pidió a Estados Unidos que hiciera de intermediario y, cuando Francia rechazó la mediación, apretó los dientes y proclamó que «la guerra es inevitable»[305]. En una audiencia le dijo al funcionario Shi Nianzu: «En la relación de China con otros países, por supuesto, es mejor tener paz. Pero para poder tener auténtica paz, China debe estar lista para la lucha. Si cedemos a todas las demandas, entonces, cuanto más queramos la paz, menos probabilidades tendremos de lograrla»[306].

Francia inició la guerra franco-china el 5 de agosto de 1884, primero con un ataque a Taiwán; luego aniquilando la flota china en Fuzhou, en la costa sureste, y haciendo estallar el astillero de la Marina en Fuzhou, que se había construido bajo la dirección del francés Prosper Giquel. El 26 de agosto, en un documento lleno de indignación, Cixí declaró que China estaba en guerra con Francia. A la antigua retórica beligerante se añadió un toque moderno: había que proteger a los ciudadanos extranjeros, incluidos los franceses. Cuando Cixí se enteró de que los funcionarios costeros estaban colgando carteles en los que pedían a los habitantes chinos de las islas del mar del Sur de China que envenenaran los alimentos que se suministraban a los barcos franceses encallados, se apresuró a detenerlos con un edicto y reprendió a los funcionarios en cuestión, además de decir que los chinos del extranjero debían permanecer fuera del conflicto militar[307].

En meses sucesivos, el ejército de Cixí obtuvo varias victorias y sufrió muchas más derrotas. Pero a finales de marzo de 1885, ganaron una batalla importante en el paso de Zhennan, en la frontera, y, como consecuencia, los franceses se retiraron de la ciudad de Lang Son, de gran importancia estratégica. El Gobierno de Jules Ferry cayó; su sucesor, Charles de Freycinet, se apresuró a acordar la paz. El 9 de junio, en Tianjín, firmaron un tratado el conde Li y el ministro francés Jules Patenôtre. Era en esencia el mismo acuerdo Li-Fournier de un año antes. Los franceses habían vuelto adonde estaban, sin haber conseguido un solo franco de China. Para los chinos, el coste fue inmenso, pero la lucha le subió tremendamente la moral al país y, en palabras del gran tutor Weng, «barrió la sumisa aceptación de que el país era débil»[308].

Cixí no solo demostró que era capaz de librar una gran guerra, sino que tenía la agilidad mental necesaria para detenerla en el momento apropiado. Después de las victorias en la frontera, sus jefes militares en el frente estaban deseosos de seguir luchando. Hasta el normalmente sensato virrey Zhang Zhidong era partidario de conservar Lang Son y otros territorios fronterizos de Vietnam como zona neutral. Cixí les envió una serie de órdenes urgentes e innegociables e insistió con toda su fuerza en que interrumpieran los combates y retiraran sus tropas. Les dijo que no podían «estar seguros de que iba a haber más victorias; y aunque las hubiera, a la hora de la verdad, Vietnam no nos pertenece»[309]. Sabía que los vietnamitas tenían una larga tradición de resistir frente a la dominación china (el nombre del paso fronterizo en chino, Zhennan, significa «contener a Vietnam») y que, en esta ocasión, algunos de ellos estaban ayudando a los franceses[310]. Estos, por su parte, habían llevado a cabo un bloqueo a Taiwán y parecían dispuestos a atacar si la guerra se prolongaba, en cuyo caso China perdería la isla. Los telegramas de Cixí estaban redactados con el lenguaje más severo posible y eran una reprimenda para que el virrey y otros la obedecieron. Más tarde, en retrospectiva, el príncipe Chun escribió: «Si no hubiera sido por la visión y la decisión de la emperatriz viuda, que le hicieron firmar la paz con Francia, nos habríamos visto envueltos en unas guerras peligrosas e interminables, nuestras arcas se habrían vaciado y nuestra defensa se habría debilitado. No quiero ni imaginar qué habría podido suceder»[311](27).

La forma de manejar el conflicto de Cixí logró que se respetara al imperio. Robert Hart proclamó: «No creo que nadie diga que China ha salido mal parada de las tribulaciones de este año». En el banquete posterior a la firma del tratado de paz, el signatario francés, Patenôtre, mostró su entusiasmo:

Tengo absoluta confianza en que el acuerdo diplomático que acabamos de firmar no solo pondrá fin a nuestras pasadas disputas y —espero— las borrará a toda prisa de nuestra memoria. Al crear nuevos vínculos entre Francia y China […] el Tratado del 9 de junio ayudará sin duda a afianzar y desarrollar, entre el imperio chino y otros países, esa comunidad de intereses que siempre ha constituido la mejor base de las amistades entre los pueblos.

El conde Li respondió en el mismo tono: «A partir de ahora, la amistad entre nuestros dos países brillará como el sol de la mañana cuando surge de la penumbra nocturna»[312].

Después de la guerra con Francia, Cixí dedicó su atención a reconstruir y modernizar la Armada, y escribió varios decretos en tinta roja para subrayar la importancia del empeño (no solía escribir con tinta roja, el símbolo de la autoridad del monarca)[313]. Desde Europa llegaron más barcos de guerra y tripulaciones formadas por instructores occidentales. En la primavera de 1886, envió al príncipe Chun a inspeccionar la recién modernizada Flota del Norte frente a las costas de los Fuertes de Dagu. El príncipe fue acompañado del principal eunuco de Cixí, Lee Lianying, cuya estrecha relación con ella era bien conocida. De pie al lado del príncipe, con su pipa de agua, Lianying se convirtió en una figura impresionante dentro del séquito del príncipe.

El príncipe le había llevado con un propósito concreto. Diecisiete años antes, Cixí había enviado a Souzhou al Pequeño An, el predecesor de Lianying, para comprar las túnicas nupciales de su hijo. El Pequeño An había muerto decapitado por abandonar la capital, y Chun había sido el principal instigador. Ahora, el príncipe quería hacer un gesto de contrición hacia Cixí por la terrible injusticia que había cometido. Invitar a su eunuco favorito a salir de Pekín para subirse a un moderno barco y salir al mar era su forma de presentarle unas disculpas, tardías, pero que sin duda serían bienvenidas.

El príncipe Chun hizo este gesto extraordinario porque quería demostrar a Cixí cuánto valoraba su defensa del imperio. En aquella época, Cixí firmó varios tratados con las potencias europeas y logró que se comprometieran a respetar las fronteras de China, que se trazaron de forma oficial durante este periodo y que, en general, siguen siendo hoy las mismas. Los tratados fueron el firmado con Rusia (1881), Francia (1885, sobre la frontera con Vietnam) y Gran Bretaña (sobre Birmania en 1886 y sobre Sikkim en 1888). Ella fue sobre todo la responsable de que en aquellos años, cuando las potencias europeas estaban conquistando el mundo, absorbiendo reinos antiguos y repartiéndose continentes, a China la dejaran en paz.

A principios de 1889, en su pleno apogeo, la emperatriz viuda anunció que iba a retirarse para ceder el poder a su hijo adoptivo, de 17 años. Bajo su reinado, la renta anual de China se había duplicado. Antes de su llegada al poder era de unos 40 millones de taeles, incluso en el periodo más próspero, bajo Qianlong El Magnífico. Ahora era de casi 88 millones, de los que un tercio procedía de los derechos de aduana, consecuencia de su política de puertas abiertas[314]. Antes de regresar al harén publicó una lista de condecoraciones en la que daba las gracias a un centenar de funcionarios, vivos y muertos, por sus servicios. El segundo de la lista era Robert Hart, inspector general de Aduanas, por construir una institución fiscal organizada y eficiente, libre de corrupción, que había «generado ingresos muy considerables y cada vez más numerosos para China». El dinero de las aduanas ayudó a salvar millones de vidas. En el año anterior, 1888, el país había sufrido inundaciones, terremotos y otras catástrofes naturales, pero había podido gastar 10 millones de taeles de plata para comprar arroz con el que alimentar a la población[315]. El honor que otorgó a Hart fue la Orden Ancestral de Primera Clase de Primera Categoría durante Tres Generaciones, la máxima distinción, porque el título recaía sobre tres generaciones de sus ancestros, no de sus descendientes. Hart escribió a un amigo: «Viniendo de los chinos, no hay nada que pueda ser más honorable; en cualquier caso, me produce profunda satisfacción que la emperatriz viuda haga esto antes de retirarse»[316].

Uno de los decretos de Cixí agradecía a todos los enviados extranjeros su contribución a la forja de unas relaciones de amistad entre sus países y China. Ordenó al Ministerio de Exteriores que escogiera una fecha propicia en la que ofrecer un gran banquete para los embajadores y para regalar a cada uno de ellos un ru-yi, un cetro de buena voluntad hecho fundamentalmente de jade, además de sedas y brocados, que eligió ella en persona. El banquete, que se celebró el 7 de marzo de 1889 y en el que los diplomáticos occidentales derramaron todos sus elogios sobre ella, fue uno de los puntos culminantes de su reinado[317].

Uno de los invitados que habló de forma espontánea aquel día fue Charles Denby, el enviado estadounidense en Pekín entre 1885 y 1898. Más tarde escribió sobre la «espléndida reputación» de Cixí entre los occidentales en esa época y sobre sus numerosos logros. Además de acabar con las luchas internas y mantener la integridad del imperio:

se creó una magnífica Armada, y el ejército tuvo ciertas mejoras. El telégrafo eléctrico llegó a todo el país. Se levantaron arsenales y astilleros en Foochow [Fuzhou], Shanghái, Cantón, Taku [Dagu] y Port Arthur. Se introdujeron los métodos occidentales de extracción minera y se construyeron dos líneas de ferrocarril. Se fletaron barcos de vapor en todos los ríos más importantes. Se revivió el estudio de las matemáticas y se introdujeron las ciencias físicas en los exámenes concursales. Existió una tolerancia absoluta de la fe religiosa y los misioneros pudieron establecerse en cualquier lugar de China […] Durante el periodo que abarcó el gobierno de la emperatriz, nuestros propios compatriotas instituyeron muchos colegios y universidades en China.

Además, el reinado de Cixí fue el más tolerante de la historia Qing; ya no se mataba a nadie por lo que decía o escribía, como sucedía con emperadores anteriores. Para aliviar la pobreza, inició la importación a gran escala de alimentos, y cada año gastaba cientos de miles e incluso millones de taeles en comprar comida para dar de comer a la población. Como dijo Denby, «con su pueblo, hasta esta etapa de su trayectoria, fue bondadosa y misericordiosa, y con los extranjeros fue justa». Las relaciones exteriores mejoraron enormemente y la relación entre China y Estados Unidos fue siempre «tranquila y satisfactoria». Sobre todo, señaló el embajador estadounidense: «Se puede decir con seguridad que la emperatriz viuda ha sido la primera de su raza que ha abordado el problema de la relación de China con el mundo exterior y ha utilizado esa relación para fortalecer su dinastía y fomentar el progreso material». Desde luego, Cixí había terminado con el aislamiento voluntario de China y la había incorporado a la comunidad internacional, y lo había hecho con el propósito de beneficiar al país. «En esos días —resumió Denby—, se ganó el aprecio unánime de los extranjeros y la veneración de su propio pueblo, y se la consideró uno de los más grandes personajes de la historia […] Bajo su reinado, durante un cuarto de siglo, China hizo progresos increíbles»[318].

Se había formado el embrión de una China moderna, y su creadora había sido Cixí. Denby destacó: «Nadie podrá negar que las mejoras y los progresos anteriormente esbozados se deben sobre todo a la voluntad y el poder de la emperatriz regente». Con este impresionante legado, Cixí entregó las riendas del imperio a su hijo adoptivo, el emperador Guangxu.