La modernización se acelera (1875-1889)
A principios de 1875, Cixí perdió un hijo, pero recuperó el poder. El año se convirtió en un hito extraordinario, lleno de acontecimientos trascendentales. Lo primero que hizo fue convocar al conde Li para discutir una estrategia general de modernización. El conde, que vivía en Tianjín, había pedido esa reunión en 1872, pero en aquella época Cixí, que se sentía vulnerable y estaba a punto de retirarse, se la había denegado. Ahora le vio al día siguiente de que él llegara, y el día posterior, y por tercera vez unos días después. Su entusiasmo por volver a tomar las riendas y regenerar el país era palpable[239].
Para entonces, el conde era ya conocido como el principal modernizador del país. Se había rodeado de occidentales y se había hecho amigo de muchos. Entre ellos se encontraba el antiguo presidente de Estados Unidos Ulysses S. Grant, y los dos se vieron con gran frecuencia en Tianjín en 1879[240]. El misionero Timothy Richard describió así al conde: «Desde el punto de vista físico, era más alto que la mayoría, los sobrepasaba a todos, y podía ver a lo lejos por encima de sus cabezas»[241]. El conde fue el hombre fundamental en la campaña de modernización de Cixí. Él y el príncipe Gong, que encabezaba el Gran Consejo, y cuyo nombre era para los occidentales «sinónimo del progreso en China»[242], se convirtieron en los más estrechos colaboradores de la emperatriz viuda. Con su ayuda, Cixí empujó el imperio, poco a poco pero a fondo, hacia la modernidad. El conde Li expresó a Cixí su común aspiración en una carta: «A partir de ahora, introduciremos en China todo tipo de cosas, y las mentes se irán abriendo de forma gradual»[243]. No excluyeron a los conservadores. El estilo de Cixí consistía en trabajar no solo con los reformistas, sino también con personas como el gran tutor Weng, emplear siempre la persuasión en vez de la fuerza bruta y estar dispuesta a que el tiempo y la razón cambiaran la mentalidad de la gente.
Cixí había querido enviar representantes diplomáticos al extranjero una década antes. Ahora lo hizo. El 31 de agosto de 1875 anunció su primer nombramiento: Guo Songtao, embajador en Londres[244]. Guo era un hombre excepcionalmente progresista, partidario de aprender de Occidente y adoptar proyectos como el ferrocarril y el telégrafo. Los conservadores le lanzaban ataques furiosos. El gran tutor Weng, en su diario, le calificaba de «perverso»[245], y los eruditos de su provincia que estaban en Pekín presentándose a los Exámenes Imperiales hablaban acaloradamente en sus reuniones de ir a derribar su casa. Cixí le consolaba y le vio en tres ocasiones, junto con la emperatriz Zhen, antes de su partida. Las dos mujeres le dijeron varias veces que no se dejase amilanar por las burlas y las calumnias: «Todos los que trabajan en el Ministerio de Exteriores son blanco de insultos», dijeron. «Pero el trono lo sabe y te aprecia […] Debes asumir esta difícil tarea por el bien del país»[246].
Mientras Guo estaba en el extranjero, el Ministerio de Exteriores publicó su diario, lleno de sus impresiones. En él expresaba su adoración por los británicos: su sistema legal era «justo», las prisiones estaban «exquisitamente limpias, con suelos encerados, sin aire fétido […] uno se olvida de que esto es una prisión»; y sus maneras eran «corteses», lo cual, afirmaba, «demuestra que no es casualidad que este país sea tan rico y poderoso». Llegó a insinuar que el sistema monárquico chino, con sus 2.000 años de antigüedad, no era tan deseable como la monarquía parlamentaria británica. Aunque algunos de sus comentarios —por ejemplo, que las maneras chinas «están muy por debajo, muy, muy por debajo»— se borraron antes de publicar el diario, su primera entrega provocó rechinar de dientes entre los funcionarios más eruditos, que acusaron a Guo de intentar «convertir China en un país subordinado de Gran Bretaña» y exigieron al trono que le castigara. Se ordenó interrumpir la publicación del diario. Pero no hubo reprimenda a Guo. Al contrario, Cixí le nombró embajador en Francia además de Gran Bretaña, despreciando las protestas de los funcionarios conservadores. Después de una disputa muy sonada entre Guo y su tradicionalista número dos en Londres, la emperatriz viuda trasladó a este último a Alemania. Al final, viendo que no lograba llevarse bien con otros altos funcionarios, Guo presentó la dimisión, y ella se la aceptó. A su sucesor, el marqués Zeng, hijo del difunto marqués Zeng Guofan, le dijo que sabía que Guo era «un buen hombre y había hecho un trabajo extraordinario»[247].
Cixí tal vez no estaba de acuerdo con todas las opiniones de Guo, pero valoraba su independencia de pensamiento. Y le gustaba trabajar con personas de convicciones distintas. Su enviado en Berlín, Hung Jun, era todo lo contrario a Guo. Le desagradaban las costumbres europeas, en especial todo lo relativo a las relaciones entre hombres y mujeres. Fuera de sus obligaciones oficiales, prefería encerrarse en su residencia y dedicarse a sus investigaciones sobre la historia de China, sin salir más que para pasear por el Tiergarten. La consorte que llevó a Berlín, una concubina que había sido prostituta de lujo con el nombre profesional de «Más bella que la flor dorada», soñaba con asistir a fiestas, pero no estaba autorizada a hacerlo ni siquiera cuando Hung ofrecía recepciones en casa. Se vestía de forma exquisita, bajaba con gran recato a recibir a sus invitados y luego se retiraba al piso de arriba durante el resto de la velada. En las raras ocasiones en que se quedaba, no podía bailar, no solo por su esposo, sino por sus pies vendados y aplastados, que hacían que le fuera muy doloroso andar e incluso estar de pie. Recordaba haber hecho una reverencia al káiser y a la emperatriz, y que el canciller Bismarck, de rostro brillante, barba plateada y ojos penetrantes, cortés pero distante, había elogiado su belleza; pero eso era todo. Además, había perdido a la mayoría de sus criados, que se habían negado a cruzar el océano con ellos, salvo dos que fueron apretando los dientes a lo que estaban seguros que sería «un viaje sin retorno» y que cobraban 50 taeles al mes cada uno, mucho más que los ingresos mensuales de un funcionario medio en Pekín, y 10 taeles más que las doncellas alemanas a las que contrató en Berlín. Subrayaba que las criadas alemanas eran «muy consideradas y cuidaban muy bien de la gente. Eran más leales y mucho más obedientes que los criados chinos».
Pero ni siquiera Hung Jun podía permanecer totalmente inmune a su nuevo entorno. Al principio, indignado, se negó a llevar calcetines europeos. Pero cuando se dio cuenta de que eran infinitamente más cómodos que los de basto algodón que se había llevado, su resolución se vino abajo. En el momento de abandonar Berlín, había comprado un trineo para regalárselo a la emperatriz viuda[248].
A mediados de la década de 1880, con la insistencia de Cixí en que no se perdiera tiempo[249], Pekín se había preparado ya para enviar grupos de funcionarios a recorrer el mundo y estudiar las instituciones y culturas occidentales con el propósito de reformar su propio sistema. Cuando se buscaron candidatos en los ministerios, se presentaron varias decenas, una situación muy diferente a la de diez años antes. Tener tratos con Occidente ya no se consideraba algo duro ni vergonzoso. Los puestos de trabajo relacionados con extranjeros ya eran muy codiciados[250]. Los diarios y periódicos de la época proclamaban cuánto había cambiado la sociedad. Hasta los sagrados Exámenes Imperiales, que habían constituido la base de las estructuras políticas y sociales durante más de 1.000 años, estaban experimentando sus primeros síntomas de modernización. A los aspirantes a viajar les decían que escribieran ensayos sobre temas como «el ferrocarril», «defensa», «puertos comerciales» y «la historia de la relación de China con los países occidentales desde la dinastía Ming». Eran temas que abrían la mente y animaban a la gente a aprender cosas nuevas y tener nuevas ideas. A algunos candidatos la transformación los perturbaba y se esforzaban para encajarla con la vieja tradición. Uno dijo que la esencia de la química y las máquinas de vapor se remontaba a las enseñanzas de Mozi, uno de los sabios confucianos de los siglos V y IV a. C.
Hubo un grupo de personas que obtuvo beneficios inmediatos de la activa diplomacia del régimen: las víctimas del tráfico de esclavos, que había comenzado poco antes de 1850. Eran cientos de miles, sobre todo en Cuba y Perú. En 1873 y 1874, el Gobierno Qing había enviado comisiones para investigar sus condiciones de vida. La comisión enviada a Cuba informó:
Las ocho décimas partes de los esclavos declararon que los habían secuestrado o engañado; […] al llegar a La Habana los vendieron como esclavos, […] la gran mayoría se convirtió en propiedad de los plantadores de caña; […] la crueldad mostrada […] es grande, e […] insoportable. El trabajo en las plantaciones es demasiado duro, y la comida es insuficiente; las horas de trabajo son demasiado largas, y los castigos con bastones, látigos, cadenas, grilletes, etcétera, producen sufrimientos y lesiones. Durante los últimos años, muchos han muerto por los golpes, han muerto como consecuencia de las heridas y se han ahorcado, se han cortado el cuello, se han envenenado a sí mismos con opio y se han arrojado a pozos y calderos de azúcar[251].
En Perú descubrieron que recibían un trato igual de espantoso. Pekín estaba negociando con ambos países en un intento de proteger a los trabajadores cuando Cixí recuperó el poder en 1875. A su equipo de negociadores, que encabezaba el conde Li, les dijo: «Debéis encontrar formas de garantizar que ese maltrato a los chinos se prohíba por completo y deje de practicarse»[252]. Los acuerdos logrados liberaron a los esclavos y prohibieron el tráfico[253]. Cixí nombró a uno de sus mejores diplomáticos, Chen Lanbin, que había dirigido la investigación en Cuba, como embajador en Estados Unidos, Cuba y Perú, con la responsabilidad fundamental de cuidar de los emigrantes[254].
En 1875 se redoblaron los esfuerzos para construir una Armada de categoría internacional, sobre todo porque el vecino de China, Japón, estaba volviéndose cada vez más agresivo y acababa de intentar apoderarse de la isla de Taiwán. Cixí y sus colaboradores más íntimos habían advertido el ascenso de Japón antes de que se retirase a principios de 1873 y habían observado cómo estaba aprendiendo de Occidente, cómo compraba máquinas y barcos de guerra, construía ferrocarriles y fabricaba armas. Su corte hablaba de cómo ocuparse de esta «gran amenaza permanente»[255], y Cixí aprobó destinar cuatro millones de taeles de plata al año —un presupuesto inmenso— a construir la Armada[256]. Era el momento en el que en Europa acababan de inventarse los buques de guerra acorazados, y su edicto del 30 de mayo autorizó al conde Li a «comprar uno o dos», dado que tenían «un precio astronómico». En los años posteriores al edicto se adquirieron dos acorazados y varios barcos de otros tipos. Se envió a jóvenes a Francia para que aprendieran a fabricarlos y a Gran Bretaña para que se formaran como oficiales navales. Alemania fue el destino para los cadetes del ejército.
Por fin, en 1888, Cixí aprobó el Reglamento de la Armada, de estilo occidental. Y al refrendar esas normas fue cuando dio a conocer la primera bandera nacional de China[257]. El país no había tenido ninguna enseña nacional hasta el comienzo de su reinado, cuando las relaciones con Occidente hicieron que fuera necesario desplegar una bandera triangular de color dorado para la incipiente Armada. Ahora, Cixí aprobó cambiarla a la forma cuadrangular, más usada por todos los países. En la bandera, denominada el Dragón Amarillo, figuraba un dragón de un intenso azul que alzaba la cabeza hacia una esfera de color rojo vivo, el sol. Con el nacimiento de la bandera nacional, subrayaron los comentaristas occidentales de la época, «China ha asumido con orgullo el puesto que le corresponde entre las naciones»[258].
En otoño de aquel trascendental año de 1875, Robert Hart, el inspector general de Aduanas originario del Ulster, recibió el encargo de escribir un memorándum para emprender una gran expansión del comercio exterior. Así lo hizo, y siguió la orden explícita de «tener en cuenta lo importante que es que sus propuestas sean beneficiosas y no perjudiciales para China»[259]. Pronto hubo más puertos, en especial a lo largo del río Yangtsé en dirección al interior, hasta Chongqing, que se abrieron al comercio internacional. No fueron unas puertas abiertas por la fuerza: el Gobierno de Cixí las abrió de buen grado, en respuesta a una solicitud de Thomas Wade(24). En Filadelfia, Estados Unidos, un funcionario chino participó por primera vez en la Exposición Universal, con el mandato de anotar e informar de todas sus experiencias. Entre las instituciones modernas introducidas por Hart estuvo el Servicio Chino de Correos, que emitió la primera serie de sellos del país, «Grandes Dragones», en 1878[260].
El significado del viejo adagio «Hacer fuerte a China» se amplió para incluir «Hacer ricos a los chinos» (qiu-fu). En el círculo de Cixí había consenso en que «la debilidad de China reside en su tradicional pobreza» y que solo podía enriquecerse mediante proyectos industriales como los de Occidente. «Debemos adoptar gradualmente las mismas cosas, para poder salir de la pobreza y ser también ricos»[261]. Hart y Wade habían propuesto esos proyectos diez años antes, pero la antigua nación no estaba entonces lista para ellos. Todos los viajes a Occidente habían abierto los ojos y las mentes. En 1875, Cixí ordenó instalar el telégrafo, primero en la provincia de Fujian, para comunicarse con Taiwán, la isla que codiciaba Japón y que Cixí estaba empeñada en conservar. Se fundó la Administración Imperial de Telégrafos y se nombró director ejecutivo a uno de los primeros hombres de negocios modernos del país, Sheng Xuanhuai. Al principio, masas de gente arrancaban los postes y los cables. Pero, a medida que vieron que eran inofensivos, que la comunicación podía ser milagrosa y que podía aportar muchos beneficios a sus vidas, los sabotajes se terminaron y las líneas de telégrafos se extendieron por todo el imperio[262].
También en 1875, Cixí decretó el comienzo de la moderna minería de carbón, con la designación de dos áreas de prueba. Había fuerte resistencia y numerosos temores; entre otras cosas, a que los extranjeros se quedaran con los tesoros subterráneos de China. Ante esta inquietud, Cixí ordenó: «Debemos mantener la capacidad de decisión en nuestras manos cuando empleemos a personal extranjero. No debemos dejar que ellos controlen todo y tomen decisiones cruciales en nuestro lugar». Una de las dos zonas estaba en la isla de Taiwán y la otra era Kaiping, a unos 160 kilómetros al este de Pekín. Pronto empezaron a llegar técnicos y maquinaria occidentales, y Cixí nombró a otro destacado empresario moderno, Tong King-sing, director ejecutivo[263]. Tong había adquirido experiencia trabajando para compañías extranjeras y había fundado la primera naviera mercante de China. Tong y Sheng, junto con otros empresarios y hombres de negocios de esa primera generación, fueron los pioneros del ascenso de la clase media, y Kaiping se convirtió en «la cuna de la industria china moderna». De allí surgió un gigantesco centro industrial, Tangshan. Aparte de estos proyectos estatales, se dieron incentivos a particulares para que buscaran vetas de superficie y minas al aire libre. Con el fin de resolver los problemas de financiación y alentar a los emprendedores, Cixí decretó que a los empresarios privados se les permitiera emitir acciones de sus compañías.
Con el carbón llegó la electricidad. Cixí abrió el camino al ordenar que se instalaran luces eléctricas en el Palacio del Mar en 1888. Se llevaron generadores desde Dinamarca y se encargó su manejo a los miembros de la Guardia Pretoriana. Eran las primeras luces eléctricas fuera de los Puertos del Tratado, y fomentaron la expansión de la electricidad. En años sucesivos, se fundaron en Pekín y otras grandes ciudades 17 compañías eléctricas con fines civiles, militares y comerciales[264]. En 1889, Pekín tuvo su primer tranvía[265].
Cixí quería asimismo sustituir la obsoleta divisa del país, los lingotes de plata, por monedas acuñadas. Los lingotes suponían una gran desventaja para China en el comercio internacional porque, como su contenido en plata variaba, tendían a tener una valoración demasiado baja. La única forma de resolver el problema era la acuñación moderna, que además haría que la moneda china fuera compatible con el mundo exterior. No era una empresa fácil, sobre todo porque necesitaba una inversión inicial considerable. Pese a las tercas muestras de resistencia, Cixí fue inflexible y se ofreció a pagar los costes iniciales con dinero de la casa real. El proyecto se puso en marcha con la condición de que se revisaría a los tres años[266].
El proyecto más visible que no lanzó Cixí en 1875 y los años siguientes fue el ferrocarril, que tocaba una tecla muy próxima a la religión. Las numerosas tumbas ancestrales que salpicaban el país, construidas con todo amor por las familias siguiendo los principios del feng-shui, no podían trasladarse. Y tampoco se podían dejar donde estaban si cerca pasaba una línea ferroviaria: la gente creía que el rugido de los trenes molestaría a las almas de los muertos. Cixí creía de todo corazón que las tumbas eran sacrosantas.
Estaba también el problema de la financiación. Durante los tres años posteriores a que Cixí volviera al poder, entre 1876 y 1878, casi la mitad de las provincias chinas y hasta 200 millones de personas sufrieron inundaciones, sequías y plagas de langosta, la mayor serie de calamidades en más de 200 años y una de las peores de la historia del país. Murieron millones de personas de hambre y enfermedades, en especial tifus. Las formas tradicionales de luchar contra las hambrunas consistían en oraciones de la corte para pedir buen tiempo, abrir la hucha real, exenciones fiscales para las zonas afectadas y proporcionar a los chinos el equivalente a los comedores sociales: «centros de arroz». Esta vez se gastaron sumas inauditas de dinero para importar alimentos. En tales circunstancias, la construcción del ferrocarril habría tenido que depender de préstamos de otros países, algo sobre lo que Cixí no tenía experiencia. Se mostró precavida. «Tendríamos que pedir prestados decenas de millones —dijo—. Y podríamos encontrarnos en apuros»[267].
Para hacer propaganda al ferrocarril, unos comerciantes británicos construyeron en 1876 una línea de 20 kilómetros de Shanghái a su puerto exterior, Wusong: la primera línea que entró en servicio en China. Tanto aldeanos como funcionarios sintieron espanto. Un día, cuando circulaba un tren, un grupo de hombres, mujeres y niños salió a la vía y lo obligó a detenerse. Cuando el tren trató de seguir, el grupo se aferró a los vagones en un vano intento de volver a pararlo. Otro día, el tren atropelló a un hombre y pareció que eso iba a provocar un motín. Thomas Wade convenció a la empresa británica de que interrumpiera el servicio. El Gobierno de Cixí compró las vías y las desmanteló, para satisfacer a las dos partes. Se ha dicho muchas veces que la emperatriz cometió la estupidez de arrojarlas —las vías del primer ferrocarril chino— al mar. En realidad, ordenó embalarlas y enviarlas a través del Estrecho a Taiwán, con la intención de emplearlas en la mina de carbón que había allí. Los nativos de Taiwán no estaban tan apegados a sus tumbas como los chinos del continente, y de todas formas, como la isla tenía menos densidad de población, había menos enterramientos. Sin embargo, las vías no pudieron instalarse allí y hubo que volver a llevarlas a la China continental, con la esperanza de poder usarlas en Kaiping. También aquí, la zona que debería cruzar el tren era relativamente yerma y poco poblada, con pocas tumbas. Pero, cuando el ingeniero jefe de Kaiping, el inglés Claude W. Kinder, con gran visión de futuro, decidió adoptar el ancho de vía normalizado, hubo que dejar definitivamente abandonado el ferrocarril de Wusong, que era de vía estrecha[268].
Después de colocar la línea de Kaiping, de 10 kilómetros de longitud, algunos expresaron su preocupación por que pudiera perturbar a las escasas almas muertas de las cercanías. Así que el tren empezó a funcionar tirado por caballos. Luego, poco a poco, los caballos fueron sustituidos por una locomotora, construida allí mismo bajo la supervisión de Kinder con el nombre de «El cohete de China». La oposición creció y disminuyó, y acabó por rendirse.
No obstante, la decisión de construir o no una red más extensa en China siguió siendo la más difícil para Cixí. Durante más de un decenio, convocó repetidos debates entre la élite. Las opiniones estaban muy divididas, y la emperatriz viuda, normalmente tan resuelta, se mostró vacilante. Todos los argumentos a favor, defendidos por el conde Li, de que el ferrocarril sería bueno para la defensa, el transporte, los viajes y las comunicaciones no bastaron para convencerla de que era preciso violar una creencia fundamental de su pueblo ni tampoco de que merecía la pena asumir el riesgo de contraer una deuda abrumadora con Occidente.
Al final, Cixí decidió probar el tren en persona. En 1888 compró un tren con seis vagones y 3,5 kilómetros de vías a una empresa francesa, para que las instalaran en el complejo del Palacio del Mar. Todo ello, incluido el embalaje y el transporte, costó 6.000 taeles, una nadería comparado con el precio real. Los fabricantes occidentales se desvivían por obtener contratos en China, y años antes Gran Bretaña había ofrecido un tren similar como regalo de boda a su hijo, que lo había rechazado. Ahora el conde Li supervisó la compra. Informó a Cixí de que, aunque el precio era simbólico, todo había sido magníficamente fabricado en París, incluido un vagón de lo más lujoso para ella. Las vías se colocaron siguiendo los consejos de un maestro de feng-shui de la corte, que dictó cuándo podía empezar la obra y en qué dirección debía avanzar. Excavar hacia el norte, dijo, era imposible ese año, así que la sección septentrional tuvo que esperar hasta el décimo día del primer mes del siguiente año, 1889. Ese día la obra comenzó entre las tres y las cinco de la tarde. Cuando la línea pudo empezar a funcionar, Cixí se montó en el tren y pudo hacerse una idea de lo que era, aunque solo fuera por unos instantes. Saboreó la velocidad y la comodidad de viajar, pero también vio el humo negro y oyó los ruidos de la locomotora. El tren se guardó en un almacén y, a partir de entonces, solo se sacó para enseñárselo a los visitantes; y en esas ocasiones, eran eunucos quienes tiraban de los vagones, con largas cintas de seda amarilla trenzadas hasta formar cuerdas[269].
Más o menos en la misma época de esta experiencia personal, en abril de 1889, el virrey Zhang Zhidong presentó un argumento único y poderoso que hizo que Cixí se decidiera por fin en favor del ferrocarril. El virrey, que tenía 52 años, dos menos que Cixí, y era un hombre bajo de barba larga y fluida, era un gran partidario de la modernización. Sus contemporáneos occidentales decían que era «un gigante por su intelecto y un héroe por sus logros»[270]. Cixí se había fijado en él años antes, poco después de su golpe de Estado, durante un Examen Imperial. Su último ensayo para la prueba, sobre temas de actualidad, era audaz y heterodoxo y había desconcertado a los examinadores, que le pusieron en el fondo de la lista de los aprobados. Pero cuando Cixí leyó el ensayo, reconoció a un alma gemela y le designó como la tercera persona más importante de todo el imperio. Con los años adoptó muchas de sus propuestas y le ascendió a puestos clave, y en esa época era un virrey que gobernaba dos provincias fundamentales en el valle del Yangtsé.
El argumento definitivo del virrey fue que el ferrocarril podía impulsar las exportaciones, que, señaló, eran la clave para enriquecer a la población y el país en la era del comercio internacional. Por aquel entonces, las principales exportaciones de China seguían siendo el té y la seda, mientras que las importaciones iban en aumento debido, en gran parte, a los proyectos de modernización. El déficit comercial del país fue de más de 32 millones de taeles en 1888; y el futuro era preocupante, porque las cantidades de té exportado habían empezado a disminuir. En 1867, China había cubierto el 90 por ciento del consumo en Occidente, pero ahora habían entrado en el mercado mundial los tés de la India británica y otros lugares. Era obligatorio ampliar la gama de productos para la exportación[271]. Pensando en esa necesidad, el virrey Zhang propuso construir un eje de Pekín hacia el sur, que atravesara las provincias interiores hasta Wuhán, una gran ciudad que estaba unida con el mar por el río Yangtsé. De esa forma, todas las provincias de la zona que no tenían salida al mar podrían conectarse con el mundo exterior. Sería posible refinar los productos locales con máquinas importadas, hacer que fueran exportables y transportarlos a la costa. Esta idea podía transformar la economía china y resolver su problema más de fondo y más grave: la pobreza. La visionaria propuesta revolucionó a Cixí: ahí estaban los verdaderos beneficios del ferrocarril, los que harían que merecieran la pena todos los sacrificios y todos los riesgos[272].
Se quedó con la propuesta del virrey para someterla a deliberación. Después de pedir a sus máximos consejeros que la examinaran y no recibir ninguna objeción, el 27 de agosto de 1889, Cixí hizo público un decreto que anunciaba la llegada de la era del ferrocarril a China, con el eje norte-sur[273]. La línea Pekín-Wuhán, prolongada después hasta Cantón, se convirtió en la arteria central de transporte del país, que todavía hoy sigue siendo crucial para su economía. Cixí pareció preverlo, porque su decreto es un auténtico manifiesto: «Este proyecto tiene una importancia gloriosa y de largo alcance, y es el elemento fundamental de nuestro plan para hacer fuerte a China. Ahora que emprendemos este innovador proyecto, es inevitable que haya dudas y temores». A continuación ordenaba a los jefes provinciales por cuyos territorios iba a pasar el tren que explicaran la iniciativa a los habitantes locales e impidieran que pusieran obstáculos. «En conjunto —decía—, confío en que la corte y el país estarán de acuerdo, y los funcionarios y los comerciantes harán un esfuerzo concertado para lograr un éxito total»[274]. Encargó al virrey Zhang supervisar la obra, junto con el conde Li, y establecieron su cuartel general en Wuhán. Allí, en torno al ferrocarril, puso en marcha una serie de empresas modernas e hizo de la ciudad uno de los centros de la industrialización de China.
Cixí no aceptó la industrialización de forma indiscriminada ni sin reservas. En 1882, cuando el conde Li pidió permiso para construir unas plantas textiles, ella se opuso y dijo con una irritación inconfundible: «La fabricación de tejidos es nuestra industria nacional básica. Los tejidos hechos por máquinas le quitan el trabajo a nuestras mujeres y ponen en peligro su sustento. Ya es suficientemente malo que no podamos prohibir los tejidos extranjeros; no debemos hacernos más daño aún. Hay que estudiar el asunto con cuidado». En aquellos días, la fabricación de tejidos se llamaba can-sang, literalmente «gusanos de seda y hojas de morera», porque la producción de seda era una actividad fundamental de las mujeres chinas desde hacía miles de años. Para mantener la tradición, todos los años, en primavera, cuando los gusanos empezaban a trabajar, Cixí llevaba a las damas de la corte a una capilla especial dentro de la Ciudad Prohibida, a rezar al Dios del Gusano de Seda para que protegiera a los animalitos. Ella y las damas alimentaban a los gusanos cuatro o cinco veces al día, para lo que recogían hojas de las moreras que había en los terrenos del palacio. Cuando un gusano terminaba de tejer su hilo de seda y se encerraba en el capullo que había hecho con él, hervían este último y desenrollaban el hilo, que medía cientos de metros, para ponerlo en una rueca, listo para ser tejido. Cixí guardó toda su vida parte de la seda que había tejido cuando era niña, para comprobar si la seda nueva era tan fina y reluciente como la vieja. No quería que las viejas costumbres desaparecieran por completo. Aunque estaba decidida a impulsar el cambio en ciertos ámbitos, en otros se resistía o lo aceptaba a su pesar. Bajo su mandato, la industrialización de China no fue una excavadora que se llevara por delante todas las tradiciones[275].