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Un niño de tres años es nombrado emperador (1875)

Cixí estaba junto a su hijo cuando murió, esa noche de enero de 1875. Justo antes del fin entraron los nobles, a los que los médicos habían informado del inminente fallecimiento, y se lo encontraron casi sin respirar y a Cixí tan conmovida y llorosa que no podía hablar. Después de permanecer un rato, salieron de la habitación para dejar que madre e hijo pasaran a solas los últimos momentos. Poco después de que se anunciara la muerte del emperador, mientras todavía estaban todos en llanto, la emperatriz viuda los llamó con el propósito de tomar medidas para el futuro.

La reacción instintiva del siempre prudente príncipe Gong fue quedarse fuera. Como conocía bien a Cixí, tal vez pensó que sus medidas serían irregulares, y dudó sobre si involucrarse o no. No obstante, entró con el resto de los nobles. Cixí les preguntó con toda franqueza si creían que era buena idea que la emperatriz Zhen y ella siguieran manejando las riendas «desde detrás del biombo». Un hombre se apresuró a responder «Sí»: ¿podía la emperatriz viuda, por favor, por el bien del imperio, nombrar a un nuevo emperador y seguir gobernando como antes? Cixí replicó en nombre de sí misma y de la emperatriz Zhen: «Nosotras dos hemos tomado nuestras decisiones y estamos completamente de acuerdo. Os vamos a informar de nuestra decisión definitiva, que no podrá alterarse ni modificarse. Escuchad y obedeced». Este lenguaje tan enérgico se debía a que estaba en una posición fuerte. El emperador Tongzhi no había dejado ningún heredero ni tampoco un testamento que dictara quién debía sucederle. Y, justo antes de morir, había pedido a las dos emperatrices viudas que gobernaran el imperio. Eran ellas quienes ahora debían designar al nuevo monarca[228].

Cixí anunció que las dos iban a adoptar a un niño como hijo de su difunto marido —y de ellas—, un niño que ellas criarían. Era evidente que Cixí tenía intención de volver a gobernar el imperio como emperatriz viuda durante el mayor tiempo posible. Lo normal y apropiado habría sido adoptar a un niño como hijo de su hijo fallecido. Pero, si lo hubiera hecho, a Cixí, como abuela, le habría resultado difícil encontrar justificación para gobernar. La viuda del emperador Tongzhi, la emperatriz Alute, estaba aún viva y se convertiría en emperatriz viuda. Sin embargo, la irregular decisión de Cixí no despertó objeciones. Casi todos agradecieron su regreso al poder. Lo había hecho muy bien antes de la subida al trono de su hijo. En cambio, el breve reinado de este último no había prometido más que desastres. De hecho, el difunto emperador había reprendido a casi todos y despedido a unos cuantos, y quién sabía qué habría sucedido si Cixí no hubiera estado allí para hacerle entrar en razón. Que ella tuviera otra vez el mando suponía un enorme alivio, sobre todo para los reformistas, que se habían sentido frustrados con la paralización de los últimos años.

Después, Cixí nombró al nuevo emperador: Zaitián, el hijo de su hermana y el príncipe Chun, que tenía tres años.

El príncipe Chun estaba presente en la sala, y el anuncio no solo no le alegró sino que le sumió en un terror frenético. Se arrodilló delante del trono y empezó a sufrir convulsiones, aullando y golpeando la cabeza contra el suelo hasta que perdió el conocimiento y quedó tendido como un amasijo de ropa interior y la túnica de la corte[229]. El niño, por aquel entonces, era su único hijo, y su esposa y él le querían casi con desesperación, entre otras cosas porque su hijo mayor había fallecido[230]. Pensó que estaba perdiendo a su único hijo para siempre. Cixí, totalmente inamovible, ordenó que sacaran al príncipe de la sala. Según un testigo presencial, «se quedó tendido en un rincón, sin que nadie le hiciera caso. Fue una escena miserable y desoladora»[231].

Los grandes consejeros se fueron a redactar el decreto imperial que proclamaba al nuevo emperador. El hombre designado para escribirlo, que temblaba de nervios, no podía mantener quieto el pincel. Al verlo, Junglu, entonces chambelán de la corte, que era un hombre ferozmente devoto de Cixí, se angustió tanto por que diera tiempo a que alguien pudiera hacer una objeción que agarró el pincel y empezó a escribir él mismo; algo totalmente impropio, porque no pertenecía al Gran Consejo. Por lo visto, Junglu había ayudado a Cixí a decidir el nombre del nuevo emperador nada más morir su hijo, para que nadie tuviera oportunidad de hablar o actuar en contra de su veredicto[232].

Cixí no tuvo ningún problema. En cuestión de minutos se completaron las formalidades de instaurar a un monarca y se envió una procesión a buscar al nuevo emperador. Antes de que aparecieran los primeros rayos del sol, habían despertado a aquel niño de tres años, le habían separado de su madre, le habían envuelto en una pesada túnica cortesana, le habían puesto en una silla de manos con un funcionario al lado, le habían llevado hasta la Ciudad Prohibida rodeado de velas y faroles y le habían hecho postrarse ante Cixí y la emperatriz Zhen en un oscuro salón. Después le llevaron al lecho en el que yacía el emperador Tongzhi para que se lamentara y llorara como era de rigor, cosa que le salió con gran naturalidad porque le habían interrumpido el sueño. Así comenzó la nueva vida del emperador Guangxu, el emperador de «la gloriosa sucesión»[233].

Para Cixí, fue el momento de vengarse del príncipe Chun. En pago por la angustia que había sufrido por la ejecución del Pequeño An, le clavó un cuchillo en el corazón arrebatándole a su único hijo. Y lo hizo de tal forma que el príncipe Chun no pudo quejarse: al fin y al cabo, su hijo iba a ser emperador.

El hecho de que su hijo fuera el emperador hizo que el príncipe Chun perdiera su papel político. Al ser el padre biológico del emperador, pero no el regente oficial, Chun tenía que abandonar todos sus puestos para evitar cualquier posible acusación de utilizar su influencia para interferir en los asuntos de Estado, un delito que se consideraba traición. El príncipe se apresuró a presentar su dimisión, envuelta en un lenguaje lleno de humildad. Cixí ordenó a los nobles que debatieran, y el príncipe Gong recomendó enérgicamente que la aceptaran. Uno de los motivos que alegó fue un conflicto de protocolo. Como funcionario, el príncipe Chun debía postrarse ante el emperador, pero como padre, era impensable que lo hiciera. El gran tutor Weng, conservador y aliado del príncipe Chun, comprendió que, si se iba el príncipe, no quedaría nadie capaz de resistir frente a los reformistas, y propuso que se le permitiera conservar un puesto clave, el de jefe de la Guardia Pretoriana. Cixí rechazó la sugerencia y aceptó la dimisión general de Chun. Sí le permitió conservar un cargo, que no tenía ningún poder real: el de cuidar de los mausoleos de los emperadores Qing. Y, por supuesto, le llenó de condecoraciones[234].

Al arrebatar al príncipe Chun todos los puestos serios, Cixí le calló de una vez por todas. A partir de entonces, cada vez que protestara contra las políticas de ella se le acusaría de injerencia en los asuntos de Estado y se le condenaría. El príncipe Chun, desde luego, se dio perfecta cuenta de las intenciones de Cixí. Con el temor a que fuera todavía más allá y encontrara alguna excusa para acusarle de alta traición, le escribió una carta en la que, humillado, le aseguraba que no tenía ninguna pretensión de interferir. Fue el final del príncipe Chun como paladín del bando xenófobo. Así se desactivó la bomba de relojería que amenazaba al imperio.

El príncipe iba a sufrir más tragedias personales. Su mujer, la hermana de Cixí, dio a luz a dos hijos más, pero uno vivió solo un día y medio y el otro murió con pocos años, víctima de un amor demasiado angustiado, según los criados. El matrimonio estaba preocupado todo el tiempo por la posibilidad de que comiera demasiado —un problema serio en los niños de familias ricas— y, como consecuencia, el niño padeció desnutrición[235].

Para su sorpresa, Cixí no quería destruirle. Después de demostrar que podría haberlo eliminado, le concedió una serie de privilegios. Le otorgó concubinas, y el príncipe pudo tener tres hijos más; Cixí le permitió dar su nombre —Zaifeng— al mayor, nacido en 1883. También le nombró supervisor de la educación del emperador niño, para que pudiera ver a su hijo. A su esposa, la hermana de Cixí, la invitaba a vivir en palacio de vez en cuando, para que ella pudiera verle también. Ninguno de los dos podían estar del todo a gusto con el niño, ahora que era emperador y había sido adoptado por Cixí. Pero el príncipe Chun vio que el trato que recibía de ella estaba muy por encima de sus expectativas y se sintió inundado de gratitud[236].

Cixí se ganó también a los amigos del príncipe al demostrarles que no les guardaba rencor y a base de comprarlos con habilidad. Al gran tutor Weng le nombró tutor principal del nuevo emperador niño, por lo que el maestro se sintió eternamente agradecido. Y al gobernador Ding, el hombre que había ejecutado al Pequeño An, le otorgó los ascensos y las condecoraciones que le correspondían como si no hubiera ocurrido nada malo. Cuando el gobernador ascendió a virrey, siguió la costumbre Qing y acudió a Pekín para ser recibido en audiencia. Antes de llegar, a través del lord chambelán Junglu, Cixí le dio 10.000 taeles para ayudarle a cubrir sus gastos en la capital, donde iba a tener que dar muchas fiestas y hacer muchos regalos. Ding no andaba bien de dinero: como no era un hombre corrupto, no se había aprovechado de sus cargos oficiales para enriquecerse. Junglu le dio el dinero como si fuera cosa suya, pero Ding, que no era especialmente amigo de él, comprendió de dónde procedía. No solo lo aceptó, sino que escribió para pedir «prestados» otros 10.000 taeles, que Junglu le entregó también de inmediato. Fue la manera astuta de decir que el anciano sabía que la donación venía de Cixí (no habría pedido más dinero a otro funcionario) y que acababa de cerrar un trato con ella. Aunque tanto Ding como el gran tutor Weng mantuvieron sus opiniones conservadoras, nunca más volvieron a causar problemas a la emperatriz viuda[237].

Así, Cixí eliminó todos los obstáculos y recondujo el imperio hacia el rumbo que se había marcado. Esta vez iba a acelerar el paso. Durante su reclusión forzosa en el harén, su mente no había estado ociosa, y había aprendido mucho sobre el mundo exterior por los informes y los diarios de los viajeros a los que había enviado años antes. En Hong-Kong y los Puertos del Tratado había crecido el número de periódicos de estilo occidental, que llegaban a la corte y se habían convertido en una fuente de información indispensable[238]. En comparación con una década antes, cuando llegó al poder, Cixí sabía mucho más ahora no solo de Occidente, sino de la modernidad. Estaba convencida de que la modernización era la respuesta a los problemas del imperio, y sabía también que se había perdido mucho tiempo. Desde la advertencia letal que había sido la ejecución del Pequeño An y a lo largo del reinado de su hijo, el país había estado paralizado durante cinco años. Estaba decidida a recuperar el tiempo perdido.